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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (89 page)

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Tuvieron que bajar por la gran escalera, y, tras cruzar una amplia parte del castillo, subir por otra que conducía al grupo de habitaciones al que se dirigían. Caminaron cautelosamente por el pasillo que rodeaba el gran vestíbulo al que daban las habitaciones del conde, la condesa y Blanche, y desde allí descendieron por la escalera principal y cruzaron el propio vestíbulo. Tras rebasar el de los criados, en el que los rescoldos de la leña seguían brillando en la chimenea, y donde la mesa de la cena estaba rodeada por sillas que obstruían su camino, llegaron al pie de la escalera trasera. Dorothée se detuvo, miró a su alrededor, y dijo:

—Escuchemos —dijo—, por si alguien está levantado. Mademoiselle, ¿oís alguna voz?

—Ninguna —dijo Emily—, evidentemente no hay nadie levantado en el castillo, aparte de nosotras.

—No, mademoiselle —dijo Dorothée—, pero nunca he estado aquí a esta hora y, por saber lo que sé, no puedo evitar mis temores.

—¿Qué es lo que sabes? —preguntó Emily.

—¡Oh, mademoiselle, no tenemos tiempo para hablar! Vayamos. Esa puerta de la izquierda es una de las que debemos abrir.

Continuaron, y al llegar al final de la escalera, Dorothée metió la llave en la cerradura.

—¡Ah! —dijo mientras trataba de darle la vuelta—, han pasado tantos años que me temo que no cederá.

Emily tuvo más éxito y entraron en una habitación espaciosa y antigua.

—¡Por fin! —exclamó Dorothée al entrar—. La última vez que crucé esta puerta, ¡seguía aquí el cuerpo de mi señora!

Emily, asustada por el hecho y afectada por la oscuridad y por el aire solemne de la habitación, guardó silencio y pasaron a través de una serie de habitaciones, hasta que llegaron a una más espaciosa que las restantes y más rica en los restos de su desaparecida magnificencia.

—Descansemos aquí un momento —dijo Dorothée con voz desmayada—, la siguiente es la habitación en la que murió mi señora. Ésa es la puerta. ¡Ah, mademoiselle! ¿Por qué me convencisteis para que viniera?

Emily acercó uno de los enormes sillones con los que estaba amueblada la habitación y rogó a Dorothée que se sentara y tratara de recuperar el ánimo.

—¡La vista de este lugar me trae todos aquellos recuerdos a la mente! —dijo Dorothée—. ¡Parece que fue ayer cuando ocurrió aquel triste acontecimiento!

—¡Silencio! ¿Qué ruido es ése? —dijo Emily.

Dorothée, levantándose a medias del sillón, miró por la habitación, y ambas quedaron escuchando, pero todo permanecía tranquilo y la mujer volvió a hablar del tema de su dolor.

—Este salón, mademoiselle, era en tiempos de mi señora la mejor habitación del castillo y fue amueblado de acuerdo con su gusto: todo esto que casi no podéis ver al estar cubierto de polvo y con nuestra pequeña luz. ¡Cuántas veces he visto esta habitación toda iluminada en tiempos de mi señora! Todos estos muebles vinieron de París, y fueron construidos según la moda de algunos que hay en el Louvre, excepto esas enormes lámparas, que las trajeron de algún país extranjero, y esos ricos tapices. ¡Cómo se han desvanecido los colores desde que los vi por última vez!

—Según me ha parecido entender, fue hace veinte años —observó Emily.

—Más o menos —dijo Dorothée—, y bien pensado, todo ese tiempo que ha pasado desde entonces me parece que no es nada. Los tapices eran muy admirados, cuentan la historia de algún libro famoso, o algo así, pero he olvidado el nombre.

Emily se levantó para examinar las figuras que mostraban, y descubrió, por versos escritos en lengua provenzal, bordados debajo de cada escena, que contaban historias de alguno de los más antiguos y celebrados romances.

Al sentirse más animada, Dorothée se levantó y abrió la puerta que conducía a la habitación de la desaparecida marquesa, y Emily entró en una enorme cámara, en cuyas paredes estaban colgados tapices de Arrás, y tan espaciosa que la lámpara que llevaban no la mostraba en toda su extensión. Dorothée, al entrar, se dejó caer en una silla, donde suspirando profundamente, casi no se atrevía a confiar en sí misma, porque la contemplación de la escena le afectaba profundamente. Pasó algún tiempo antes de que Emily percibiera a través de la oscuridad la cama en la que la marquesa había muerto. Al avanzar hacia un extremo de la habitación, descubrió el testero del palio de damasco verde oscuro, con los cortinajes cayendo hasta el suelo, como si se tratara de una tienda, recogidos a medias, y aparentemente como habían sido dejados veinte años antes. Sobre la cama había un panel o palio, de terciopelo negro, que caía hasta el suelo. Emily tembló al acercarse con la lámpara y contemplar las cortinas negras, esperando ver un rostro humano, y recordó de pronto el miedo que había pasado al descubrir a la moribunda madame Montoni en la cámara del torreón de Udolfo. Su ánimo vaciló y se volvía cuando Dorothée, que se había acercado, exclamó:

—¡Virgen Santa! ¡Me ha parecido ver a mi señora como aquella última vez!

Emily, asustada por su exclamación, volvió a mirar involuntariamente hacia las cortinas, pero vio únicamente la oscuridad del tejido, mientras Dorothée tuvo que hacer un esfuerzo para dominarse y apoyarse en la cama al tiempo que derramaba lágrimas de consuelo.

—Aquí fue —dijo, tras llorar durante un rato— donde estuve sentada aquella noche terrible, sostuve la mano de mi señora, y oí sus últimas palabras y vi todos sus sufrimientos. ¡Aquí murió en mis brazos!

—No cedas ante esos dolorosos recuerdos —dijo Emily—, marchémonos. Muéstrame el retrato del que me hablaste, si no te afecta demasiado.

—Está colgado en el mirador —dijo Dorothée levantándose y dirigiéndose a una pequeña puerta que había cerca de la cabecera de la cama, que abrió, y Emily la siguió con la luz al vestidor de la difunta marquesa.

—Allí está, mademoiselle —dijo Dorothée, señalando el retrato de una dama—, ¡es ella misma!, como la vi cuando vino por primera vez al castillo. Veis, tiene toda vuestra juventud, y ¡qué pronto desapareció!

Mientras Dorothée hablaba, Emily examinaba atentamente el cuadro, que tenía un extraordinario parecido con la miniatura, aunque la expresión del rostro era en cierto modo diferente, pero pensó que mantenía la melancolía pensativa del retrato, que caracterizaba tan profundamente la miniatura.

—Por favor, mademoiselle, colocaos al lado del cuadro para que pueda veros al mismo tiempo —dijo Dorothée, quien, cuando fue atendido su deseo, manifestó de nuevo el parecido. Emily también, según lo miraba, pensó que ella había visto en alguna parte a una persona muy parecida, aunque no podía recordar de quién se trataba.

En la habitación había muchos recuerdos de la desaparecida marquesa: una bata y varias prendas y vestidos reposaban en las sillas como si hubieran sido dejados unos momentos antes. En el suelo había unas zapatillas negras de satín, y, en el tocador, un par de guantes y un velo negro largo, que, al cogerlo Emily para examinarlo, comprobó que se deshacía en pedazos por el paso del tiempo.

—¡Ah! —dijo Dorothée, observando el velo—, la mano de mi señora lo dejó ahí, ¡nadie lo ha tocado desde entonces!

Emily, con un escalofrío, lo dejó de nuevo.

—Recuerdo muy bien cómo se lo quitaba —continuó—; fue la noche antes de su muerte, cuando regresó de un pequeño paseo que conseguí que diera por los jardines, y que pareció reanimarla. Le dije que tenía mejor aspecto, y recuerdo que me contestó con una lánguida sonrisa. Ni ella ni yo pensamos que iba a morir aquella noche.

Dorothée volvió a llorar y, cogiendo el velo, lo lanzó de pronto sobre Emily, que tembló al sentirse envuelta en él, cayéndole hasta los pies, y trató de quitárselo. Dorothée le pidió que lo tuviera puesto un momento.

—Pensé —añadió— que os pareceríais mucho a mi señora con ese velo. ¡Que vuestra vida, mademoiselle, sea más feliz que la suya!

Emily, tras haberse desprendido del velo, lo puso de nuevo en el tocador y registró la habitación, donde cada objeto en el que se posaba la mirada parecía hablar de la marquesa. En la amplia ventana del mirador, cerrada con una vidriera, había una mesa con un crucifijo de plata y un libro de oraciones que estaba abierto. Emily recordó con emoción que Dorothée había mencionado su costumbre de tocar el laúd junto a la ventana, antes de que descubriera el instrumento, apoyado en un extremo de la mesa, como si hubiera sido dejado cuidadosamente por la mano que con tanta frecuencia lo había tañido.

—¡Es un lugar muy triste! —dijo Dorothée—, porque cuando murió mi querida señora no tuve valor para poner todo en su sitio, lo mismo que en la alcoba; y mi señor nunca vino después de aquello a estas habitaciones, que quedaron como las había dejado mi señora cuando se la llevaron para enterrarla.

Mientras hablaba Dorothée, Emily seguía mirando el laúd, que era español, y de gran tamaño; y entonces, con mano temblorosa, lo cogió y pasó los dedos por sus cuerdas. Estaba desafinado, pero produjo un sonido lleno y profundo. Dorothée dio un respingo al oír los acordes que conocía bien, y al ver el laúd en manos de Emily, dijo:

—¡Es el laúd que tanto agradaba a mi señora marquesa! Recuerdo cuando lo tocó por última vez: fue la noche en que murió. Vine como de costumbre para desvestirla, y al entrar en la alcoba me llegó el sonido de la música desde el mirador, y vi que era mi señora que estaba sentada aquí. Me acerqué sin hacer ruido hasta la puerta, que estaba un poco abierta, para escuchar. La música, aunque triste, sonaba muy dulce. Aquí la vi, con el laúd en su mano, mirando hacia el cielo y las lágrimas cayéndole por las mejillas, mientras cantaba un himno de vísperas, suave y solemne, y su voz temblaba como si lo fuera. Después se detuvo un momento, se secó las lágrimas y volvió a tocar más suave que antes. ¡Oh!, había oído muchas veces a mi señora, pero nunca algo tan tierno y conmovedor, casi me hizo llorar al oírla. Supuse que había estado rezando, porque el libro estaba abierto en la mesa a su lado, y, ¡ahí sigue como quedó! Por favor, salgamos de este cuarto, mademoiselle, ¡este lugar me parte el corazón!

Al regresar a la alcoba, manifestó su deseo de contemplar de nuevo la cama, donde, según se acercaban por el lado opuesto al de la puerta que conducía al salón, Emily, con la leve luz que arrojaba la lámpara, pensó que algo brillaba en la parte más oscura de la habitación. Si su ánimo no hubiera estado tan afectado por el ambiente que la rodeaba, o si aquella circunstancia, fuera real o imaginaria, no la hubiera afectado de tal manera, no se habría llegado a conmover tan profundamente. Sin embargo, trató de ocultar sus emociones a Dorothée, que, al observar el cambio que se había operado en su rostro, le preguntó si se encontraba enferma.

—Salgamos —dijo Emily, desfallecida—, el aire de esta habitación está muy cargado.

Pero cuando trató de hacerlo, al pensar que debía cruzar el cuarto en el que el fantasma de su miedo se le había aparecido, se incrementó su terror y demasiado conmovida para mantenerse en pie, se dejó caer al lado de la cama.

Dorothée, creyendo que sólo estaba afectada por la consideración de la catástrofe melancólica que había tenido lugar en aquel cuarto, trató de animarla, y después, al sentarse junto a ella en la cama, comenzó a relatar otros detalles del asunto sin darse cuenta de que podía aumentar la emoción de Emily, y sólo porque eran datos que consideraba muy interesantes.

—Un poco antes de la muerte de mi señora —dijo—, cuando disminuyeron los dolores, me mandó llamar y me tendió su mano. Yo me senté, aquí exactamente, donde la cortina cae sobre la cama. ¡Qué bien, recuerdo su mirada de entonces, en la que se adivinaba la muerte! Casi puedo verla ahora. Ahí está, mademoiselle, ¡su rostro asoma ahí sobre la almohada! El cortinaje negro no estaba entonces en la cama, fue puesto después de su muerte, y quedó depositada sobre él.

Emily se volvió para mirar las polvorientas cortinas, como si pudiera ver el rostro del que hablaba Dorothée. Sólo aparecían los bordes de la almohada por encima de la oscuridad del paño, pero sus ojos lo recorrieron y le pareció que se movía. Sin hablar, se agarró al brazo de Dorothée, que, sorprendida por su acción y por su mirada de terror, volvió la mirada de Emily hacia la cama, donde, al momento, también vio que se movía el paño ligeramente y caía de nuevo.

Emily trató de salir, pero Dorothée se mantuvo quieta con la vista fija en la cama, y, finalmente, dijo:

—Es el viento el que lo mueve, mademoiselle; hemos dejado todas las puertas abiertas, ved cómo hace oscilar la luz de la lámpara. Sólo es el viento.

Acababa de decir estas palabras cuando el paño se agitó más violentamente que antes; pero Emily, algo avergonzada por sus terrores, se acercó a la cama dispuesta a convencerse de que efectivamente había sido el viento el que había ocasionado su alarma, cuando, al asomarse entre las cortinas, el paño se movió de nuevo, y un momento después surgió por encima la aparición de un rostro humano.

Con gritos de terror, ambas corrieron, y salieron de la habitación tan rápido como se lo permitieron sus piernas temblorosas, dejando abiertas todas las puertas de las habitaciones que cruzaron en su huida. Cuando llegaron a la escalera, Dorothée abrió la puerta de una habitación en la que dormían algunas de las sirvientas y se dejó caer sin aliento en una cama. Emily, desprovista de toda presencia de ánimo, sólo hizo un débil intento de ocultar la causa de terror a las sorprendidas sirvientes; y aunque Dorothée, cuando pudo hablar, trató de reírse de su propio miedo, apoyada por Emily, no consiguieron convencer a las criadas, que se habían alarmado y que no estaban dispuestas a pasar lo que quedaba de la noche en una habitación tan próxima a aquellas habitaciones aterradoras.

Dorothée acompañó a Emily a su habitación, donde comentaron con frialdad los extraños acontecimientos que acababan de suceder. Emily habría dudado de sus propias percepciones si no hubiera sido porque las de Dorothée atestiguaban su realidad. Después de aludir a lo que había observado en aquella habitación, preguntó al ama de llaves si estaba segura de que no se había quedado abierta alguna puerta por la que alguna persona pudiera haber entrado secretamente en ella. Dorothée replicó que había guardado constantemente las llaves de las distintas puertas personalmente; que cuando había recorrido el castillo, como hacía con frecuencia para examinar si todo estaba en orden, había comprobado las puertas que siempre encontró cerradas y que, en consecuencia, era imposible que alguien hubiera podido entrar, y de haber sido así, era muy improbable que hubiera elegido para dormir un lugar tan frío y desolado.

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