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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (103 page)

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Blanche, pidiéndole que la respetara, le entregó de inmediato la miniatura, mientras otro de los rufianes la interrogaba furioso en relación a lo que había oído de su conversación, y su confusión y terror dijeron demasiado claramente lo que su lengua temía confesar. Los rufianes se miraron expresivamente entre ellos, y dos se alejaron al otro extremo de la habitación para comentar.

—¡Por San Pedro, son diamantes! —exclamó el que estaba examinando.la miniatura—, y el retrato también es valioso. Señora, este debe ser vuestro esposo, estoy seguro, porque es el caballerete que estaba en vuestra compañía hace un momento.

Blanche, conmovida por el terror, le pidió que tuviera piedad de ella, y, entregándole su bolsillo, prometió no decir nada de lo que había pasado si le permitían regresar con sus amigos.

El rufián sonrió irónicamente e iba a replicar cuando llamó su atención un ruido distante, y mientras escuchaba, agarró el brazo de Blanche con firmeza como si temiera que se escapara, y ella volvió a gritar pidiendo ayuda.

Los ruidos que se aproximaban hicieron acudir a los rufianes, que estaban en el otro extremo de la habitación.

—Hemos sido descubiertos —dijeron—, pero escuchemos un momento, quizá sean nuestros camaradas que regresan de las montañas. Si es así nuestro trabajo está asegurado. ¡Escuchemos!

Las descargas de disparos confirmaron esta suposición en un momento, pero, al siguiente, los ruidos anteriores se aproximaron y el chocar de las espadas se mezcló con voces estentóreas y con profundos gemidos, ocupando el pasadizo que conducía a la cámara. Mientras los rufianes preparaban sus armas, oyeron cómo les llamaban sus compañeros desde lo lejos. Se oyó entonces el sonido de un cuerno en el exterior de la fortaleza, una señal que parecieron comprender perfectamente porque tres de ellos, dejando a la condesa Blanche al cuidado del cuarto, salieron corriendo de la habitación.

Mientras Blanche, temblorosa y al borde de perder el conocimiento, suplicaba por su liberación, oyó en medio del tumulto que se aproximaba la voz de St. Foix, y casi no había reanudado sus gritos cuando se abrió la puerta de golpe y apareció desfigurado por la sangre y perseguido por varios rufianes. Blanche no vio ni oyó nada más; su mente quedó en blanco, su mirada perdida, y cayó sin sentido en los brazos del ladrón que la había detenido.

Cuando se recobró, vio, por una débil luz que se extendía a su alrededor, que estaba en la misma cámara, pero ni el conde ni St. Foix ni persona alguna estaba presente. Continuó algún tiempo totalmente inmóvil y casi en un estado de estupefacción. Pero las terribles imágenes de lo ocurrido regresaron y trató de levantarse para poder buscar a sus amigos, cuando un gemido, a poca distancia, le recordó a St. Foix y las condiciones en que le había visto entrar en la habitación. Levantándose del suelo con un inesperado esfuerzo por el horror, avanzó hacia el lugar de donde había procedido el sonido. Había tendido un cuerpo sobre el pavimento, y a la oscilante luz de la lámpara descubrió el rostro pálido y desfigurado de St. Foix. Su terror, en aquel momento, puede imaginarse fácilmente. No hablaba, tenía los ojos medio cerrados, y la mano que ella agarró en la agonía de la desesperación estaba húmeda y fría. Mientras repetía en vano su nombre y gritaba pidiendo ayuda, oyó pasos que se aproximaban y una persona entró en la habitación, que pronto vio que no era el conde, su padre; sino, cuál sería su sorpresa cuando al suplicarle que ayudara a St. Foix, ¡descubrió a Ludovico! Casi no se detuvo a reconocerle, sino que atendió inmediatamente las heridas del chevalier, y, al comprobar que probablemente había caído sin conocimiento por la pérdida de sangre, corrió a buscar agua. Sólo había estado ausente unos momentos, cuando Blanche oyó otros pasos que se aproximaban, y mientras esperaba llena de terror que regresaran los rufianes, la luz de una antorcha se reflejó en los muros y apareció el conde De Villefort, con el rostro alterado, y casi sin respiración por la impaciencia, llamando a su hija. Al oír su voz, se levantó y corrió a sus brazos mientras que él, dejando caer la espada sangrienta que sostenía, la apretó contra su pecho transportado por la gratitud y la alegría, preguntando de inmediato a continuación por St. Foix, que empezaba a dar algunas señales de vida. Ludovico regresó al momento con agua y brandy, la primera fue aplicada a sus labios y el brandy a sus sienes y pulso. Blanche, al fin, le vio abrir los ojos y preguntar por ella, pero la alegría que sintió por ello se vio interrumpida por nuevas alarmas cuando Ludovico dijo que sería necesario llevarse inmediatamente a monsieur St. Foix, y añadió:

—Los bandidos que están fuera, mi señor, eran esperados hace una hora, y es seguro que nos encontrarán si nos retrasamos. Sólo hacen sonar ese cuerno tan agudo cuando sus camaradas están en una situación desesperada y se extiende en ecos por las montañas a muchas leguas a la redonda. Sé que a veces han acudido por este sonido incluso desde el Pied de Melicant. Mi señor, ¿hay alguien vigilando en la entrada?

—Nadie —replicó el conde—, el resto de mi gente está por todas partes. Ve, Ludovico, reúnelos, cúidate, y escucha atentamente los cascos de las mulas.

Ludovico se marchó corriendo y el conde comentó las posibilidades de llevarse a St. Foix, que no podría soportar el movimiento de una mula, aunque su fortaleza le permitiera mantenerse en la silla.

El conde comentó que los bandidos, que habían encontrado en el fuerte, estaban ya prisioneros en los calabozos y Blanche observó que también estaba herido y que no podía mover el brazo izquierdo, pero el conde sonrió ante su preocupación, asegurándole que la herida no tenía importancia.

Aparecieron los sirvientes del conde, excepto dos que habían quedado de vigilancia en la entrada, y poco después Ludovico.

—Me ha parecido oír que se acercaban una mulas por el valle, mi señor —dijo—, el estruendo del torrente no me ha permitido estar seguro, pero he traído lo que servirá para el chevalier —añadió, mostrando una piel de oso, sujeta a dos palos largos y estrechos, que había sido preparada con el propósito de traer a alguno de los bandidos que habría resultado herido en sus encuentros. Ludovico lo extendió en el suelo, y colocando varias pieles de cabra sobre ella, hizo una especie de cama en la que fue echado el chevalier, que se encontraba algo mejor. Los palos fueron elevados a los hombros de los guías, cuya costumbre de recorrer aquellos parajes harían que fuera menor el movimiento. Algunos de los criados del conde también estaban heridos, pero no de importancia. Una vez vendadas sus heridas siguieron hacia la gran puerta de entrada. Al cruzar el vestíbulo oyeron un gran tumulto a lo lejos, y Blanche se quedó aterrorizada.

—Son sólo ésos villanos que están en los calabozos, mi señora —dijo Ludovico.

—Da la impresión de que los van a abrir —dijo el conde.

—No, mi señor —replicó Ludovico—, tienen puertas de hierro, no tenemos nada que temer de ellos. Pero permitidme que vaya primero y mire desde la muralla.

Le siguieron rápidamente y encontraron a las mulas al otro lado de la entrada, donde se quedaron escuchando, pero no oyeron ruido alguno, excepto el de las aguas torrenciales por debajo y una ligera brisa susurrando entre las ramas del viejo roble que crecía en el patio. Se animaron al percibir los primeros tonos del amanecer sobre las cumbres de las montañas. Cuando ya habían montado en la mulas, Ludovico, actuando como guía, les condujo hacia el valle por un sendero más cómodo que el que habían utilizado para subir.

—Debemos evitar el valle que hay al este, señor —dijo—, o podríamos encontramos a los bandidos; fue el camino que siguieron por la mañana.

Poco después los viajeros abandonaron el sendero y penetraron en un estrecho valle que se extendía hacia el noroeste. La luz de la mañana avanzaba con rapidez por las montañas y gradualmente descubrió las verdes colinas que estaban al pie de los acantilados, cubiertas de alcornoques y de robles de hoja perenne. Las nubes de la tormenta se habían dispersado, dejando un cielo perfectamente sereno, y Blanche se animó con la brisa fresca y con el espectáculo verde que la lluvia reciente había abrillantado. Poco después el sol asomó por encima de las rocas con los rayos que cubrían sus cumbres y las zonas verdes inferiores resplandecieron. Una especie de bruma flotaba en el extremo del valle, pero desapareció ante los viajeros y los rayos del sol la elevaron gradualmente hacia las cumbres de las montañas. Habían recorrido una legua aproximadamente cuando St. Foix se quejó de su extrema debilidad y se detuvieron para ofrecerle alimento y para que los hombres que le llevaban pudieran descansar. Ludovico había traído del fuerte algunas vasijas del rico vino español, que resultó ser un cordial vivificante no sólo para St. Foix, sino para todo el grupo, aunque a él le proporcionó únicamente un consuelo temporal, porque alimentó la fiebre que quemaba sus venas y no pudo ocultar en su rostro la angustia sufrida o cesar en el deseo de llegar a la posada en la que habían previsto pasar la noche anterior.

Cuando reposaban bajo la sombra de los pinos, el conde pidió a Ludovico que explicara brevemente cómo había desaparecido de las estancias del lado norte, cómo había caído en manos de los bandidos y cómo había contribuido tan esencialmente a servirle a él y a su familia, porque le atribuía con justicia su liberación. Ludovico iba a obedecer cuando oyeron de pronto el eco del disparo de una pistola por el camino que acababan de dejar y se levantaron alarmados, decididos a continuar su ruta.

Capítulo XIII
¡Ah, por qué el destino ocultó sus pasos
en senderos tormentosos para vagar
alejado de todo júbilo natural!

BEATTLE

E
mily, mientras tanto, seguía padeciendo por la ansiedad que sentía ante lo que hubiera podido ocurrirle a Valancourt; pero Theresa, que había conseguido al fin encontrar a una persona a la que podía confiar que acudiera al administrador, le informó que el mensajero regresaría al día siguiente; y Emily prometió acudir a su casa, ya que Theresa estaba muy agotada para servirla.

Por la tarde, en consecuencia, Emily partió sola para la cabaña, con una preocupación profunda por Valancourt, cuando, tal vez, lo sombrío de la hora contribuía a deprimir su ánimo. Era una tarde gris otoñal próxima al final de la estación; nieblas densas oscurecieron parcialmente las montañas, y una brisa fría, que soplaba a través de las ramas de los árboles, cubrió su sendero con algunas de las últimas hojas amarillas. Éstas, volando en círculos y anunciando el año que moría, le dieron una imagen de desolación que en su fantasía parecía anunciar la muerte de Valancourt. En realidad había tenido más de una vez un fuerte presentimiento sobre ello y estuvo a punto de regresar a su casa, sintiéndose incapaz de hacer frente a la certidumbre que anticipaba, pero luchando con sus emociones consiguió dominarlas para proseguir su camino.

Mientras paseaba entristecida, contemplando las formas de la niebla que se extendían por el cielo y contemplaba a las gaviotas moverse por el viento, desapareciendo un momento entre las nubes tormentosas y emergiendo de nuevo en círculos por el aire calmado, las aflicciones y vicisitudes de la última etapa de su vida parecían reflejarse en estas tristes imágenes. Así meditaba en el tormentoso mar de desgracias del último año, con pocos y cortos intervalos de paz, si paz podría llamarse, lo que sólo era retraso de los males. Y ahora, cuando había escapado de tantos peligros, se había liberado de la voluntad de los que la habían oprimido y se había encontrado como señora de una gran fortuna, ahora cuando razonablemente podía haber esperado la felicidad, se daba cuenta que estaba tan distante de ella como siempre. Se habría acusado a sí misma de debilidad e ingratitud por sufrir así en sus sentimientos las varias bendiciones que poseía, y que una sola, superaba todas sus desgracias, si esa desgracia la afectara sólo a ella; pero cuando había llorado por Valancourt lágrimas de compasión que se mezclaban con las de arrepentimiento, y mientras se lamentaba por un ser humano degradado por el vicio y consecuentemente en la miseria, la razón y la humanidad reclamaban esas lágrimas, y la fortaleza no había conseguido aún enseñarle a separarlas de las del amor. En aquel momento, no obstante, no estaba segura de su culpabilidad, pero el temor por su muerte (una muerte de la que ella misma, aunque inocentemente, parecía haber sido en alguna medida el instrumento) la oprimía. Su miedo aumentó al aproximarse la idea de la certeza, y cuando tuvo ante sí la casa de Theresa se sintió tan descompuesta y tan abandonada por su resolución, que, incapaz de seguir, se sentó en un banco junto al sendero. El viento que gemía entre las ramas le pareció a su imaginación transportar los sonidos de un lamento distante, y en las pausas de la brisa creyó oír las notas débiles y lejanas de la desesperación. Su atención la convenció de que se trataba únicamente de su fantasía, pero el aumento de la oscuridad, que parecía cerrar el día inesperadamente, no tardó en avisarla de que debía seguir, y con pasos inseguros se dirigió a la cabaña. A través de la ventana se veía el agitar alegre del fuego, y Theresa, que había visto que Emily se acercaba, ya estaba en la puerta para recibirla.

—Es una tarde muy fría, madame —dijo—, se acerca la tormenta y pensé que os gustaría el fuego. Sentaos en esta silla junto a la chimenea.

Emily, tras darle las gracias por su consideración, se sentó, y después, mirándola a la cara, en la que el fuego lanzaba su brillo, se volvió a conmover por sus temores y se hundió en la silla con el rostro tan preocupado que Theresa comprendió al instante el motivo, pero permaneció callada.

—¡Ah! —dijo Emily—, no es necesario que pregunte por el resultado de tu investigación; tu silencio y tu mirada lo explican todo suficientemente. ¡Está muerto!

—¡Pobre de mí!, mi querida señorita —replicó Theresa, con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Este mundo está hecho de problemas! ¡Los ricos tienen su parte como los pobres! ¡Pero todos debemos tratar de soportar lo que el Cielo desea!

—¡Está muerto, entonces! —interrumpió Emily—. ¡Valancourt ha muerto!

—¡Qué día, Dios mío! Me temo que sí —replicó Theresa.

—¡Te lo temes —dijo Emily—, ¿sólo lo temes?

—Sí, madame, lo temo. Ni el administrador ni ningún miembro de la familia de Epourville han tenido noticias de él desde que salió del Languedoc, y el conde está muy afligido por él, porque dice que siempre fue puntual en escribir, pero que no ha recibido ni una sola línea desde entonces. Dijo que estaría en casa hace tres semanas, pero ni ha ido ni ha escrito y temen que le haya sucedido algún accidente. ¡Nunca creí que viviera lo suficiente para llorar su muerte! Soy vieja, y podía haber muerto sin que me echaran de menos, pero él...

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