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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (105 page)

BOOK: Los misterios de Udolfo
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—¡Quédate, Emily, quedaos, mademoiselle St. Aubert! —dijo Valancourt, reuniendo todo su ánimo—, no os seguiré molestando con mi presencia. ¡Perdonadme por no haberos obedecido antes, y, si podéis, alguna vez tened piedad de mí, que, al perderos, pierdo toda mi esperanza de paz! ¡Que seas feliz, Emily, sin importar lo desgraciado que yo pueda ser, tan feliz como desearía con toda mi alma!

Se le quebró la voz con las últimas palabras y cambió su rostro. Con una mirada de inefable ternura de desesperación, la contempló un momento y salió de la casa.

—¡Querido señor! ¡Querido señor! —exclamó Theresa, siguiéndole hasta la puerta—, monsieur Valancourt. ¡Cómo llueve! ¡Qué noche tan tremenda para despedirle! Le costará la vida y seréis vos, mademoiselle, la que lloraréis su muerte. ¡Bien! ¡Las jóvenes suelen cambiar de un minuto al otro, según dicen!

Emily no contestó, porque no oyó lo que había dicho, y, perdida en su pesar y en sus pensamientos, se quedó sentada junto al fuego, con la mirada fija, y la imagen de Valancourt seguía ante sus ojos.

—¡Monsieur Valancourt está tristemente alterado!, madame —dijo Theresa—, está mucho más delgado, y tan melancólico... además lleva el brazo en cabestrillo.

Emily levantó la mirada al oír estas palabras, porque no lo había advertido y no dudó de que Valancourt había recibido el disparo del jardinero de Toulouse. Con esta convicción, volvió su sentimiento de piedad y se culpó de haber ocasionado que saliera de la casa en medio de la tormenta.

Llegaron los criados con el carruaje. Emily censuró a Theresa por su irreflexiva conversación con Valancourt y le prohibió estrictamente que volviera a hacer indicaciones similares en otra ocasión, retirándose acto seguido, pensativa y desconsolada.

Mientras tanto, Valancourt había regresado a la pequeña posada del pueblo, a la que había llegado unos momentos antes de su visita a la cabaña de Theresa, en su camino desde Toulouse al castillo del conde de Duvamey, en donde había estado desde que dio su adiós a Emily en el Chateau-le-Blanc. Había recorrido los alrededores de este último durante bastante tiempo, incapaz de tomar la resolución de abandonar el lugar en el que vivía el objeto más preciado para su corazón. Hubo momentos en los que el dolor y la desesperación le inclinaban a presentarse de nuevo ante Emily, y sin prestar atención a su ruinosa situación, insistir en su petición. El orgullo y la ternura de su afecto, que no podía aceptar la idea de complicarla en sus desgracias, triunfó al fin sobre su pasión, y renunció a sus intenciones desesperadas, abandonando el Chateau-le-Blanc. Pero su fantasía siguió recorriendo los escenarios que habían sido testigos de su amor anterior, y, en su camino hacia Gascuña, se detuvo en Toulouse, donde se quedó cuando llegó Emily, ocultándose, pero distrayendo su melancolía en los jardines en los que había pasado con ella, en otro tiempo, muchas horas felices; recordando con frecuencia, con inútiles lamentaciones, la tarde anterior a su salida para Italia, cuando se encontraron en la terraza tan inesperadamente, y trató de revivir en su memoria cada palabra y cada mirada, que tanto le encantaron entonces; los argumentos que había expuesto para disuadirla del viaje y la ternura de su último adiós. Se encontraba sumido en todos aquellos recuerdos, cuando Emily, inesperadamente, apareció ante él en la misma terraza la tarde siguiente a su llegada a Toulouse. Su emoción, al verla allí, casi no puede ser imaginada; pero superó el primer pronto de amor, que hizo que se prohibiera descubrir dónde estaba escondido, y abruptamente abandonó el jardín. Sin embargo, la visión siguió persiguiéndole en su mente. Se sintió aún más desesperado y el único solaz para su dolor fue regresar en el silencio de la noche; seguir los senderos que creía que habían recorrido sus pasos durante el día, y contemplar desde fuera la habitación en la que ella reposaba. En una de estas tristes visitas fue cuando recibió el disparo del jardinero que le confundió con un ladrón. Le causó una herida en el brazo que le había retenido en Toulouse hasta muy tarde, tras ponerse en manos de un cirujano. Allí, sin preocuparse por sí mismo y sin interés por sus amigos, cuya reciente actitud descortés le había llevado a creer que eran indiferentes a su destino, permaneció sin informarles de su situación. Suficientemente recobrado para viajar, había pasado por La Vallée en su camino hacia Estuviere, la residencia del conde, en parte con el propósito de tener noticias de Emily y de estar cerca de ella y, en parte también, por informarse de la situación de la pobre Theresa, que tenía razones para suponer que había sido privada del estipendio, aunque era pequeño, y con ese propósito se dirigió a su cabaña, cuando coincidió allí con Emily.

Esta entrevista inesperada, que le había mostrado a la vez la ternura de su amor y la fortaleza de su decisión, renovó toda la agudeza de la desesperación que había provocado su separación y que ningún razonamiento le permitía dominar en aquellos momentos. Su imagen, su aspecto, el tono de su voz, todo, se despertaba en su fantasía, tan poderosamente como se había presentado últimamente a sus sentidos e hizo desaparecer de su corazón cualquier otra emoción que no fueran las de su amor y su desesperación.

Antes de que concluyera la tarde regresó a la cabaña de Theresa para enterarse de lo que hubiera hablado con Emily y estar en el mismo lugar que ella había visitado tan recientemente. La alegría, sentida y expresada por aquella fiel sirviente, se transformó de inmediato en dolor cuando observó, en un momento, su mirada ausente y llena de aprensión, y, al siguiente, el oscuro tono melancólico que le dominaba.

Después de escuchar durante largo rato todo lo que le contó relativo a Emily, entregó a Theresa prácticamente todo el dinero que llevaba encima, aunque ella lo rehusó repetidamente, declarando que su ama ya había suplido ampliamente sus necesidades, y después, sacándose del dedo un anillo de gran valor, se lo entregó con el solemne encargo de hacérselo llegar a Emily, a quien se lo confiaba, como un último favor para que lo preservara pensando en él, y, en ocasiones, cuando lo mirara, pudiera recordar al infeliz donante.

Theresa lloró al recibir el anillo, pero fue más por simpatía que por cualquier presentimiento de desgracia, y antes de que pudiera replicar Valancourt abandonó abruptamente la casa. Le siguió hasta la puerta, llamándole por su nombre y rogándole que regresara, pero no recibió respuesta y no volvió a verle.

Capítulo XIV
Llámale, que dejó a medio contar
la historia del valiente Cambuscan.

MILTON

A
la mañana siguiente, mientras Emily estaba sentada en el salón anejo a la biblioteca, reflexionando sobre la escena de la noche anterior, Annette entró corriendo en la habitación, y, sin hablar, se dejó caer sin aliento en una silla. Pasó algún tiempo antes de que pudiera responder a las preguntas repetidas y ansiosas de Emily sobre la causa de su emoción, pero al final, exclamó:

—He visto su fantasma, madame, ¡he visto su fantasma!

—¿A quién te refieres? —dijo Emily, con impaciencia extrema.

—Entró por el vestíbulo —continuó Annette—, según cruzaba el salón.

—¿De quién hablas? —insistió Emily—. ¿Quién entró por el vestíbulo?

—Iba vestido como le he visto tantas veces —añadió Annette—. ¡Ah!, ¿quién podría haberlo dicho...?

La paciencia de Emily se había agotado y la reprimía por tan alocadas fantasías, cuando entró un criado en la habitación y le informó que un desconocido estaba fuera y suplicaba ser admitido para hablar con ella.

Emily pensó de inmediato que se trataba de Valancourt y le dijo al criado que le informara que estaba ocupada y que no podía ver a nadie.

El criado, tras haber transmitido el mensaje, regresó con otro del desconocido insistiendo en la petición y diciendo que tenía algo de importancia que comunicar, mientras Annette, que hasta entonces había permanecido sentada, silenciosa y sorprendida, se puso en pie y gritó: «¡Es Ludovico! ¡Es Ludovico!», y salió corriendo de la habitación. Emily hizo una señal al criado para que la siguiera, y, si se trataba efectivamente de Ludovico, le hiciera entrar en el salón.

A los pocos minutos apareció Ludovico acompañado por Annette, quien, conmovida por la alegría al extremo de olvidar todas las reglas del decoro que debía a su ama, no permitió que nadie fuera oído, salvo ella, durante algún tiempo. Emily expresó su sorpresa y su satisfacción al ver a Ludovico sano y salvo, y sus primeras emociones aumentaron cuando él le entregó cartas del conde De Villefort y de la condesa Blanche, informándola de su última aventura y de su situación en aquellos momentos en una posada en los Pirineos, donde se habían visto detenidos por la enfermedad de monsieur St. Foix y la indisposición de Blanche, y añadía que el barón St. Foix acababa de llegar para cuidar de su hijo en su castillo, donde permanecería hasta que estuviera totalmente recuperado de sus heridas, y que entonces regresaría al Languedoc, pero que su padre y ella misma proseguirían su camino a La Vallée, donde llegarían al día siguiente. Añadía que esperaba la presencia de Emily en sus próximas nupcias y le rogaba que se preparara para marchar, en unos días, al Chateau-le-Blanc. Por lo que se refiere a la aventura de Ludovico, lo dejaba en manos de él; y Emily, aunque muy interesada por conocer el medio por el que había desaparecido de las estancias del lado norte, tuvo el detalle de prohibirse la satisfacción de su curiosidad, hasta que hubiera tomado algún alimento y hubiera conversado con Annette, cuya alegría, al verle sano y salvo, no habría sido más exagerada si le hubiera visto salir de la tumba.

Mientras tanto, Emily volvió a leer las cartas de sus amigos, cuyas expresiones de estima y de bondad eran consuelos necesarios para su corazón, despierto como estaba por la última entrevista y conmovido por el dolor y el lamento.

La invitación al Chateau-le-Blanc la manifestaban con tal gentileza el conde y su hija, que se apoyaba además en un mensaje de la condesa, y la ocasión era tan importante para su amiga, que Emily no podía rehusar el aceptarla, aunque deseara permanecer en las tranquilas sombras de su lugar de nacimiento, a lo que se unía lo impropio de permanecer allí sola, puesto que Valancourt estaba de nuevo en la vecindad. En algunos momentos también pensó que el cambio de ambiente y la compañía de sus amigos podrían contribuir, más que su retiro, a restablecer su tranquilidad.

Cuando Ludovico apareció de nuevo, le indicó que quería conocer con todo detalle su aventura en las estancias del lado norte y que le dijera cómo había llegado a ser compañero de los bandidos, con los que le había encontrado el conde.

Obedeció inmediatamente mientras Annette, que no le había preguntado todavía muchos detalles sobre el tema, se dispuso a escuchar, con el rostro lleno de curiosidad, aventurándose a recordar a su señora su incredulidad por lo que se refería a los espíritus en el castillo de Udolfo y la sagacidad de ella misma al creer en ellos. Emily, enrojeciendo ante la conciencia de las últimas cosas que había creído, manifestó que si la aventura de Ludovico podía justificar la superstición de Annette, lo más probable sería que no estuviera allí para contarlo.

Ludovico sonrió a Annette, se inclinó ante Emily y comenzó como sigue:

—Recordaréis, madame, que la noche que me senté en la estancia del lado norte, mi señor, el conde, y monsieur Henri me acompañaron hasta allí, y que, mientras estuvieron conmigo, no sucedió nada que despertara su alarma. Cuando se marcharon, encendí el fuego en la alcoba, y, al no tener sueño, me senté junto a la chimenea con un libro que me había llevado para entretenerme. Confieso que algunas veces eché miradas por la habitación con ciertas aprensiones...

—¡Estoy muy segura de eso! —interrumpió Annette—, me atrevería a decir también, si es que se va a saber la verdad, que temblaste de pies a cabeza.

—La cosa no llegó a tanto —replicó Ludovico, sonriendo—, pero varias veces, cuando el viento silbaba alrededor del castillo y agitaba las viejas ventanas, imaginé que oía ruidos extraños, y, una o dos veces, me puse en pie y miré a mi alrededor; pero no había nada que ver, excepto las tristes figuras de los tapices, que parecían amenazarme cuando las miraba. Estuve sentado así cerca de una hora —continuó Ludovico—, cuando creí una vez más oír un ruido, y eché una mirada por la habitación para descubrir de dónde venía, pero no advertí nada. Volví a leer, y cuando había terminado la historia del libro, me sentí cansado y que quedé dormido. Poco después me desperté por el mismo ruido que había oído antes, que parecía venir de la parte de la habitación donde estaba la cama. Entonces, fuera porque la historia que había estado leyendo afectara mi ánimo o por los extraños informes que han corrido por ahí sobre esas habitaciones, no lo sé, pero cuando volví a mirar hacia la cama, imaginé que veía la cara de un hombre tras las polvorientas cortinas.

Al oírlo, Emily tembló y le miró con ansiedad recordando el espectáculo del que ella misma había sido testigo allí con Dorothée.

—Confieso, madame, que mi corazón dio un vuelco en aquel instante —continuó Ludovico—, pero la repetición del ruido desvió mi atención de la cama y en ese momento lo oí claramente, como de una llave abriendo una cerradura, pero lo más sorprendente para mí era que no veía puerta alguna desde la que pudiera llegarme ese ruido. Al momento siguiente, sin embargo, el tapiz próximo a la cama cedió lentamente y una persona apareció tras él, entrando por una pequeña puerta que había en el muro. Se detuvo un momento, como retirándose a medias, con la cabeza inclinada bajo el tapiz que ocultaba la parte superior de su rostro, excepto los ojos que brillaban bajo la tela según la sostenía; y, entonces, mientras lo levantaba bastante, vi la cara de otro hombre detrás mirando sobre su hombro. No sé lo que sucedió, pero, aunque mi espada estaba sobre la mesa que tenía delante, no tuve fuerzas para cogerla y me quedé sentado, inmóvil, contemplándolo, con los ojos medio cerrados, como si estuviera durmiendo. Supongo que pensaron que lo estaba y dudaban en lo que deberían hacer, porque los oí susurrar y siguieron en la misma postura durante un minuto. Después me pareció ver otras caras en la oscuridad, más allá de la puerta, y oí susurros más intensos.

—Lo de la puerta me sorprende —dijo Emily—, porque tenía entendido que el conde había mandado quitar los tapices y había examinado los muros, sospechando que pudieran ocultar un pasadizo por el cual te hubieras marchado.

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