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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (100 page)

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Tras un día de admiración y fatiga, los viajeros se encontraron a la puesta del sol en un valle frondoso, rodeado por todas partes por abruptas alturas. Habían recorrido muchas leguas sin ver casa alguna y oyendo únicamente de cuando en cuando en la distancia el sonido melancólico de las campanillas de las cabras; pero les llegaron de pronto las notas de una música alegre, y vieron a continuación, en un pequeño llano verde entre las rocas un grupo de montañeros en alegre danza. El conde, que no podía ver con indiferencia la felicidad del mismo modo que la desgracia de los demás, se llenó de gozo con esta escena de simple recreo. El grupo estaba formado por campesinos franceses y españoles, habitantes de unas cabañas próximas, algunos de los cuales interpretaban un baile animado, las mujeres con castañuelas en las manos, con los sonidos del laúd y del tambor, hasta que con una canción francesa la música pasó a un ritmo más suave y dos mujeres campesinas bailaron una pavana española.

El conde, comparándolas con las escenas alegres de las que había sido testigo en París, pensó que eran de falso gusto, y mientras trataban en vano de imitar el brillo de la naturaleza, ocultaban los encantos de la animación, en los que lo afectado distorsionaba los aires y el vicio pervertía las costumbres. Suspiró al pensar que las gracias naturales y los placeres inocentes florecen en lo agreste de la soledad, mientras se pierden en el concurso de la sociedad cultivada. Pero la extensión de las sombras recordó a los viajeros que no tenían tiempo que perder, y abandonaron al alegre grupo y prosiguieron hacia la posada que debía darles cobijo durante la noche.

Los rayos del sol se ocultaban y lanzaban un brillo amarillo por los bosques de pinos y castaños que oscurecían las regiones más bajas de las montañas y que daban tintes de resplandor a las cumbres nevadas. Pero pronto incluso esta luz desapareció y el paisaje asumió una apariencia más tremenda, investida con la oscuridad del crepúsculo. Los torrentes que habían visto, ahora sólo eran oídos; las altas montañas que habían mostrado la variedad de sus formas y altitudes eran una oscura mancha, y el valle, que quedaba a lo lejos, ya no podía ser distinguido con la vista. Un brillo melancólico seguía surgiendo en la cumbre de los Alpes más altos, que contemplaban el profundo reposo de la tarde y que parecían hacer más tétrica la tranquilidad.

Blanche contempló las escenas en silencio y escuchó con entusiasmo el murmullo de los pinos, que extendían sus líneas oscuras a lo largo de las montañas, y la débil voz de las gamuzas entre las rocas que le llegaba de cuando en cuando con el aire. Pero su entusiasmo se convirtió en temor cuando, al hacerse las sombras más profundas, miró el dudoso precipicio que bordeaba el camino así como las variadas formas fantásticas de peligro que asomaban a través de la oscuridad, y preguntó a su padre si estaban muy lejos de la posada y si no consideraba que el camino era peligroso a aquella hora. El conde repitió la pregunta a los guías, que devolvieron una respuesta dudosa, añadiendo que cuando fuera más oscuro sería más seguro descansar hasta que saliera la luna.

—Ahora mismo ya no parece muy seguro seguir —dijo el conde.

Pero los guías le aseguraron que no había peligro alguno y continuaron. Blanche, animada por su afirmación, se dejó llevar de nuevo por el pensativo placer al contemplar el avance del crepúsculo extendiendo gradualmente sus tintes por bosques y montañas y ocultando a su vista los detalles del paisaje hasta que sólo quedaron las grandes líneas de la naturaleza. Entonces cayó el rocío silencioso en las flores silvestres y en las plantas aromáticas que crecían a lo largo de los riscos, despidiendo su dulzura; también la abeja de las montañas había caído en su cama de capullos y había desaparecido el zumbido de todos los insectos que volaban alegres bajo los rayos del sol; el sonido de muchas corrientes de agua, que no habían oído hasta aquel momento, comenzó a murmurar en la distancia. Sólo los murciélagos, de todos los animales de la región, parecían despiertos, y mientras cruzaban el sendero silencioso que seguía Blanche, recordó los versos siguientes que Emily le había dado:

AL MURCIÉLAGO

De la caza del hombre, del resplandor agobiante del día,
te ocultas en las ruinas de la torre de hiedra,
o en la romántica enramada de algún valle sombreado,
en la que formas mágicas preparan sus místicos encantos.
¡Donde el horror acecha, y todos los augurios se detienen!
Pero a la dulce y silenciosa hora de la tarde,
cuando están casi dormidas las lánguidas flores,
te gusta jugar en el aire del crepúsculo,
burlándote de la mirada que quisiera perseguir tu curso,
con muchas revueltas traviesas, elástico, alegre,
tu revoloteo cruza el camino del pensamiento que te mira,
cuando sus pisadas solitarias se marcan en el rocío de la montaña.
Desde las islas indias vienes, en el carro del verano,
oscureciendo tu amor—¡tu guía es la brillante estrella!

A una imaginación calurosa, las formas dudosas que flotaban ocultas a medias en la oscuridad permitían mayor deleite que el más variado paisaje que el sol pudiera iluminar. Mientras la fantasía se muere así por los paisajes de su propia creación, una dulce complacencia se acomoda en la mente, y

lo purifica todo en sutil sentimiento,
proclama la lágrima de oleaje embelesado.

El sonido distante de un torrente, el débil temblor de la brisa entre los árboles o el ruido lejano de una voz humana, perdida un momento y recuperada después, son detalles que elevan maravillosamente el tono entusiástico de la mente. El joven St. Foix, que vio las presentaciones de una fantasía fervorosa y sentía todos los entusiasmos que pudiera sugerir, interrumpió a veces el silencio, que el resto del grupo parecía haber acordado preservar, destacando y señalando a Blanche los más sorprendentes efectos de la hora en el paisaje; mientras ella, cuyos temores se suavizaban por la conversación de su amor, cedió al gusto tan suyo y conversaron en voz baja sobre el efecto de aquella tranquilidad pensativa que inspiraban el crepúsculo y el escenario, más que algún temor que pudieran tener. Pero mientras el corazón se llenaba así de ternura, St. Foix mezcló gradualmente su admiración por el campo, con referencias a su efecto, y continuó hablando y Blanche escuchando, hasta que las montañas, los bosques y las ilusiones mágicas del crepúsculo no fueron ya recordados.

Las sombras de la tarde no tardaron en convertirse en la tristeza de la noche, que en cierta medida se anticipaba por la bruma, que surgiendo rápida alrededor de las montañas, caía en oleadas oscuras por las laderas, y los guías propusieron que descansaran hasta que saliera la luna, añadiendo que creían que se acercaba una tormenta. Según miraban a su alrededor buscando un lugar que pudiera proporcionarles algún tipo de refugio, divisaron un objeto oscuro en una roca, un poco más abajo de la montaña, que imaginaron que sería la cabaña de un pastor o de un cazador, y el grupo, con pasos cautelosos, se dirigió hacia allí. Su trabajo no fue recompensado a sus temores suavizados, porque al llegar al objeto de su investigación descubrieron una cruz de gran tamaño que marcaba el sitio que había sido manchado por un asesinato.

La oscuridad no les permitió leer la inscripción, pero los guías sabían que era una cruz levantada en memoria de un conde de Belyard, que había sido asesinado allí por una horda de bandidos que infestaban aquella parte de los Pirineos unos pocos años antes, y el tamaño poco común del monumento permitía justificar la suposición de que fue erigido por una persona distinguida. Blanche tembló al escuchar algunos detalles horribles del destino del conde, que uno de los guías relató en tono bajo y contenido, como si el sonido de su propia voz le asustara. Pero mientras se aproximaban a la cruz, escuchando la historia, un relámpago iluminó la roca, el trueno resonó en la distancia, y los viajeros abandonaron la escena de horror solitario en busca de refugio.

Tras regresar a su camino anterior, los guías trataron de interesar al conde con varias historias de robo e incluso de asesinato que habían sido perpetrados en los mismos lugares por los que inevitablemente tenían que pasar, con referencias a su propio valor y a sus maravillosas escapadas. El jefe de los guías, o más bien el que iba más armado, sacando una de sus cuatro pistolas, que llevaba metidas en el cinturón, juró que había disparado a tres ladrones en un año. Blandió a continuación un cuchillo de gran tamaño, y estaba a punto de comentar la maravillosa ejecución para la que le había servido cuando St. Foix, advirtiendo que Blanche estaba aterrorizada, le interrumpió. El conde, mientras tanto, riéndose secretamente por las terribles historias y las extravagantes exageraciones del hombre, decidió tomarle a broma, y tras informar con un susurro a Blanche de sus intenciones, comenzó a contar algunos hechos que excedían infinitamente cualquiera de los relatados por el guía.

Ante las sorprendentes aventuras a las que con maña dio los colores de la verdad, los guías, a pesar de su coraje, se vieron visiblemente afectados y continuaron silenciosos mucho después de que el conde hubiera dejado de hablar. La locuacidad del jefe héroe quedó así adormecida; la vigilancia de su mirada y de sus oídos, se despertó, ya que escuchaba con ansiedad los truenos que sonaban a intervalos, y se detenía con frecuencia cuando la brisa creciente resonaba entre los pinos. Pero, cuando hizo un alto inesperado ante un grupo de alcornoques que se extendían sobre el camino, y sacó la pistola antes de aventurarse a los bandidos que podían esconderse detrás de él, el conde no pudo contener la risa.

Al llegar a un llano sobre el precipicio, a cubierto en parte del viento, rodeado por un bosque de alerces que se inclinaban hacia un lado, y como los guías seguían ignorantes de lo que quedaba para llegar a la posada, los viajeros decidieron descansar hasta que saliera la luna o se disipara la tormenta. Blanche, conmovida por el sentir del momento, miró a su alrededor con terror; pero, dando la mano a St. Foix, descabalgó y todo el grupo entró en una especie de caverna, si así puede ser llamada, pues era sólo una concavidad formada por la curva de unas rocas entrantes. Encendieron una luz y el fuego, cuyas llamas aportaron un cierto ánimo y no poca comodidad, porque, aunque el día había sido caluroso, el aire de la noche de las montañas era frío; el fuego era parcialmente necesario también para mantener alejados a los lobos de los que las montañas estaban infestadas.

Extendieron las provisiones en un saliente de la roca, y el conde y su familia compartieron la cena, que en un escenario menos agreste habría considerado menos excelente. Cuando terminaron, St. Foix, impaciente por la salida de la luna, se dirigió hacia el precipicio hasta un punto situado frente al este, pero todo estaba envuelto en la oscuridad y el silencio de la noche se veía roto únicamente por el murmullo de los árboles que se agitaban a lo lejos o por la tormenta distante y, de vez en cuando, por las débiles voces del grupo del que se había separado. Contempló, con emociones de profundidad sublime, las largas formas de las nubes sulfurosas que flotaban por las regiones superiores y medias del aire, y los relámpagos que lucían desde ellas, a veces en silencio y, otras, seguidos por los temblores del trueno, que las montañas prolongaban, mientras todo el horizonte y el abismo a cuyo borde se encontraba quedaba al descubierto por una luz momentánea. En la oscuridad siguiente, el fuego, que se mantenía en la cueva, extendió un brillo parcial iluminando algunos puntos de las rocas opuestas y las copas de los pinos que crecían en las laderas inferiores, mientras su refugio parecía quedar en una sombra más oscura.

St. Foix dejó de observar el cuadro que ofrecía el grupo de la cueva, donde las elegantes formas de Blanche contrastaban con la figura majestuosa del conde, que estaba sentado a su lado en una piedra, y ofrecían un cuadro más impresionante por los trajes grotescos y las recias figuras de los guías y otros criados, que estaban en la parte posterior del lugar. El efecto de la luz también era interesante. En las figuras reunidas producía un brillo fuerte aunque pálido y relucía en sus armas brillantes, mientras las ramas de un árbol gigante que lanzaba su sombra desde el promontorio superior parecían de un tinte rojo oscuro, destacándose casi imperceptiblemente de la oscuridad de la noche.

Mientras St. Foix contemplaba la escena, la luna, grande y amarilla, se alzó sobre las cumbres del este, surgiendo de entre las nubes y mostrando pálidamente la grandeza de los cielos, las masas de bruma que corrían a medio camino por debajo del precipicio y las imprecisas montañas.

¡Qué terrible deleite además del sufrir sublime!
Como el del marinero de un naufra gio en una costa desierta,
contemplar el enorme derroche de niebla, agitada,
extendiéndose en oleadas a lo ancho del horizonte!

THE MINSTREL

Las voces de los guías le despertaron de su sueño romántico repitiendo su nombre, que reverberó de montaña en montaña como si le llamaran miles de lenguas, por lo que no tardó en hacer desaparecer los temores del conde y de Blanche, regresando a la caverna. No obstante, como la tormenta parecía aproximarse no abandonaron su refugio, y el conde, sentado entre su hija y St. Foix, trató de distraer los temores de la primera y conversó sobre temas relativos a la historia natural del paisaje en el que se encontraban. Habló de sustancias minerales y de los fósiles que se encontraban en las profundidades de aquella montañas; las vetas de mármol y granito, de las que estaban llenas; los estratos de conchas, descubiertos cerca de las cumbres a miles de brazas por encima del nivel del mar y a una enorme distancia desde el lugar donde estaban las playas; de los tremendos abismos y de las cavernas de las rocas, las grotescas formas de las montañas, y los distintos fenómenos que parecen imprimir en el mundo la historia del diluvio. De la historia natural descendió a mencionar los acontecimientos y circunstancias relacionados con la historia civil de los Pirineos; mencionó algunas de las fortalezas más notables, que Francia y España habían levantado en los pasos de aquellas montañas, y ofreció una pequeña reseña de los sitios más célebres y de los encuentros en tiempos antiguos, cuando la Ambición asustó por primera vez a la Soledad en aquellas profundas cimas e hizo que aquellas montañas, que anteriormente sólo habían repetido el eco del rugir de los torrentes, temblaran con los golpes de las armas, y el momento en que los primeros pasos del hombre en su sagrado recinto habían dejado la impronta de la sangre. .

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