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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (109 page)

BOOK: Los misterios de Udolfo
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La conversación que mantuvo durante la cena fue evidentemente un esfuerzo de cortesía y hubo intervalos en los que, incapaz de luchar contra los sentimientos que la deprimían, se mantuvo hundido en el silencio y en la abstracción, de los que el conde logró sacarle a veces de un modo tan delicado y considerado que Emily, mientras le observaba, casi creyó que contemplaba a su difunto padre.

El grupo se separó temprano, y entonces, en la soledad de su habitación, las escenas de las que Emily acababa de ser testigo regresaron a su mente con extraordinaria energía. El hecho de que la monja moribunda fuera la signora Laurentini, quien, en vez de haber sido asesinada por Montoni era, como parecía, culpable de algún crimen espantoso, excitaban tanto el horror como la sorpresa en un alto grado, no menos que las insinuaciones que había dejado caer relacionadas con el matrimonio de la marquesa De Villeroi y las preguntas que había hecho sobre el nacimiento de Emily, que le ocasionaron un interés menor, aunque fuera de distinta naturaleza.

La historia que le relató la hermana Frances como si fuera la de Agnes parecía ser errónea, pero Emily no podía imaginar con qué propósito había sido fabricada, a menos que se pretendiera ocultar de modo más efectivo la verdadera. Sobre todo, su interés se centraba también en la relación de la difunta marquesa De Villeroi con su padre, ya que parecía probado que existía algo entre ellos, por la tristeza de St. Aubert al oír su nombre, su petición de ser enterrado cerca de ella y su retrato, encontrado entre sus papeles. En ocasiones Emily pensaba que podría haber sido el amante del que se hablaba en relación con la marquesa, cuando fue obligada a casarse con el marqués De Villeroi, pero que había llegado a mantener esa pasión por ella era algo que no podía admitir ni por un momento. Supuso que los papeles que le había ordenado destruir tan solemnemente estaban relacionados con el asunto, y deseó más intensamente que nunca conocer las razones que le hicieron considerar necesaria aquella destrucción que, si su fe en sus principios hubiera sido menor, le habría llevado a creer que había un misterio en su nacimiento deshonroso para sus padres, que aquellos manuscritos podrían haber revelado.

Reflexiones similares a ésta ocuparon su mente durante gran parte de la noche, y cuando, al fin, cayó en un sopor, fue únicamente para tener la visión de la monja agonizante y despertarse horrorizada por lo que había visto.

A la mañana siguiente se encontraba demasiado indispuesta para atender la cita con la abadesa, y, antes de que concluyera el día, se enteró de que la hermana Agnes había muerto. Monsieur Bonnac recibió preocupado esta información, pero Emily observó que no parecía tan afectado como la tarde anterior, inmediatamente después de salir de la celda de la monja, cuya muerte era probablemente menos terrible para él que la confesión para la que había sido llamado como testigo. Fuera como fuera, se veía tal vez consolado en cierta medida al saber el legado que le correspondía, porque tenía una familia numerosa y la extravagancia de alguno de sus miembros le había conducido a grandes problemas e incluso a los horrores de la prisión. Se debía a la tristeza que había sufrido por la alocada carrera de su hijo favorito, de la que se derivaban las ansiedades pecuniarias y las desgracias que habían dado a su rostro el aire de desesperación que tanto había interesado a Emily.

A su amigo, monsieur Du Pont, le informó de algunos detalles de sus últimos padecimientos, cuando había sido confinado en una prisión de París durante varios meses, con poca esperanza de ser liberado, y sin el consuelo de ver a su esposa, ausente en el campo, tratando, aunque en vano, de lograr alguna ayuda de sus amigos. Cuando por fin su esposa obtuvo un permiso para verle, se conmovió por los cambios que el largo confinamiento y el dolor habían producido en su apariencia y se vio asaltada con males que amenazaban su vida.

—Nuestra situación afectó a aquellos que fueron testigos —continuó monsieur Bonnac—, y un amigo generoso, que estuvo confinado al mismo tiempo que yo, dedicó los primeros momentos de su libertad a obtener la mía. Tuvo éxito, la pesada deuda que me oprimía fue descargada y cuando quise expresarle mi sentido de la obligación por lo que había recibido, mi benefactor desapareció. Tengo razones para creer que fue víctima de su propia generosidad y que tuvo que volver al estado de confinamiento del que me había liberado, pero todas las investigaciones que hice fueron inútiles. ¡Amistoso y desafortunado Valancourt!

—¡Valancourt! —exclamó monsieur Du Pont—. ¿De qué familia?

—Los Valancourt, condes de Duvamey —replicó monsieur Bonnac.

Se puede imaginar la emoción de monsieur Du Pont cuando descubrió que el generoso benefactor de su amigo era el rival de su amor; pero, tras superar la primera sorpresa, disipó los temores de monsieur Bonnac informándole de que Valancourt estaba en libertad y había visitado recientemente Languedoc. Tras esto, su afecto por Emily le movió a hacer algunas preguntas en relación con la conducta de su rival durante su estancia en París, de la que monsieur Bonnac parecía bien informado. Las respuestas que recibió le convencieron de que Valancourt había sido maltratado, y aunque su sacrificio fuera doloroso, se formó la decisión justa de renunciar a su pretensión de Emily en favor de un enamorado que, como parecía, no era inmerecedor de la consideración con la que ella le honraba.

La conversación con monsieur Bonnac descubrió que Valancourt, algún tiempo después de su llegada a París, había caído en los lugares que hicieron que se dejara llevar por el propio vicio, y que su tiempo había estado dividido entre las fiestas de la cautivadora marquesa y las reuniones de juego, a las que la envidia o la avaricia de sus compañeros no habían dudado en tratar de seducirle. En aquellas reuniones había perdido grandes sumas en sus esfuerzos por recuperar otras más pequeñas, y de esas pérdidas habían sido frecuentes testigos el conde De Villefort y monsieur Henri. Sus recursos se vieron al fin exhaustos, y el conde, su hermano, exasperado por su conducta, rehusó continuar facilitándole lo necesario para su modo de vida, cuando Valancourt, como consecuencia de las pérdidas acumuladas, fue llevado a prisión, donde su hermano decidió que permaneciera con la esperanza de que el castigo pudiera producir una reforma de su conducta, que aún no se había visto confirmada por una larga costumbre.

En la soledad de su prisión, Valancourt había tenido tiempo para reflexionar y lograr su arrepentimiento. También allí, la imagen de Emily, que se había oscurecido en medio de la disipación de la ciudad, pero nunca había sido borrada de su corazón, revivió con todos los encantos de la inocencia y de la belleza para reprocharle el haber sacrificado su felicidad y arrastrado su talento en acciones que sus nobles facultades le habían enseñado anteriormente a considerar tan faltas de gusto y degradantes. Aunque sus pasiones habían sido seducidas, su corazón no se había depravado, ni el hábito había creado cadenas que pesaran gravemente en su conciencia, y, como conservaba la energía de la voluntad que es necesaria para superarlas, consiguió, al fin, emanciparse de la atadura del vicio, aunque no antes de muchos esfuerzos y severos sufrimientos.

Al ser liberado por su hermano de la prisión, donde había sido testigo del afectuoso encuentro entre monsieur Bonnac y su esposa, con el que había tenido durante algún tiempo cierta relación, se sirvió de su libertad para hacer un acto de humanidad. Con casi todo el dinero que acababa de recibir de su hermano, se fue a una casa de juego y lo apostó todo en una sola partida en busca de la oportunidad de devolver la libertad a su amigo y a su afligida familia. La acción fue afortunada, y, mientras esperaba el resultado de aquella partida, hizo el voto solemne de no ceder nunca de nuevo al destructivo y fascinador vicio del juego.

Tras situar al venerable monsieur Bonnac con su feliz familia, regresó corriendo de París a Estuviere, y, con la satisfacción de haber hecho feliz al desgraciado, olvidó durante un momento sus propios problemas. Sin embargo, pronto recordó que había tirado la fortuna sin la cual no podría tener la esperanza de casarse con Emily, y la vida, de no pasarla con ella, le parecía casi insoportable, porque la bondad, refinamiento y sencillez de su corazón hacían que su belleza fuera más encantadora, si era posible, a su fantasía, más que lo había creído hasta entonces. La experiencia le había enseñado a comprender el verdadero valor de las cualidades que antes había admirado, pero que el contraste de caracteres que había visto en el mundo le hacían ahora adorar. Estas reflexiones aumentaban los dolores del arrepentimiento y ocasionaron la profunda desesperación que le había acompañado incluso en presencia de Emily, de la que ya no se consideraba merecedor. Valancourt nunca se había sometido a la ignominia de haber recibido obligaciones pecuniarias de la marquesa Chanfort o de ninguna otra dama intrigante, como le habían informado al conde De Villefort o de haber participado en partidas de jugadores profesionales; habían sido algunos de esos escándalos que con frecuencia se mezclan con la verdad contra los desafortunados. El conde De Villefort había recibido la información de una autoridad de la que no tenía razones para dudar, y la imprudente conducta de Valancourt, de la que él mismo había sido testigo, le había inducido a creerlo. Como Emily no le pudo informar de quién era el chevalier, no tuvo oportunidad de refutar las afirmaciones, y, cuando él mismo confesó que no se merecía su estima, no sospechó que estaba confirmando las más terribles calumnias. Así, el error había sido mutuo y había permanecido del mismo modo, hasta que monsieur Bonnac explicó la conducta de su generoso pero imprudente joven amigo a Du Pont, quien, con un severo sentido de la justicia, decidió no sólo desengañar al conde en este asunto, sino renunciar a toda esperanza de Emily. Tal sacrificio, movido por su amor, merecía un noble premio, y monsieur Bonnac, si hubiera sido posible para él olvidar al compasivo Valancourt, habría deseado que Emily pudiera aceptar al justo Du Pont.

Cuando el conde fue informado del error que había cometido, se conmovió profundamente por las consecuencias de su credulidad, y el informe que le dio monsieur Bonnac de la situación de su amigo mientras estaba en París, le convenció de que Valancourt se había visto atrapado por los actos lamentables de un grupo de jóvenes disipados, con el que su profesión le había obligado en parte a relacionarse, más que por una inclinación al vicio, y encantado por la humanidad y el noble gesto generoso de su conducta hacia monsieur Bonnac, le perdonó los errores transitorios que habían manchado su juventud y volvió a dispensarle la alta estima con que le había aceptado durante sus primeros encuentros. Pensó que la reparación mínima que podía hacer a Valancourt era darle una oportunidad para que explicara a Emily su conducta anterior y le escribió de inmediato pidiendo ser perdonado por su injuria no intencionada e invitándole al Chateau-Ie-Blanc. Motivos de delicadeza impidieron que el conde informara a Emily de aquella carta, y motivos de cortesía el ponerla al corriente de su descubrimiento en relación con Valancourt, hasta que su llegada le ahorrara la posibilidad de ansiedad por el hecho, y esta precaución evitó incluso una más profunda inquietud de las que el conde había previsto, puesto que ignoraba los síntomas de desesperación que había puesto de manifiesto la reciente conducta de Valancourt.

Capítulo XVII
Pero en estos casos
seguimos teniendo aquí juicios; hemos dado
instrucciones sangrientas, que, una vez indicadas, regresan
para infestar al inventor; así incluso, la justicia administrada
recomienda los ingredientes de nuestro cáliz envenenado
a nuestros propios labios

MACBETH

A
l gunas circunstancias de naturaleza extraordinaria apartaron a Emily de sus propios pesares, y excitaron emociones que participaban igualmente de la sorpresa y del horror.

Pocos días después de que muriera la signora Laurentini, fue abierto su testamento en el monasterio, en presencia de los superiores y de monsieur Bonnac, descubriéndose que un tercio de sus propiedades personales era legado al familiar superviviente más próximo de la fallecida marquesa De Villeroi y que Emily era esa persona.

La abadesa hacía tiempo que estaba al corriente del secreto de la familia de Emily, y debido a atender la más decidida petición de St. Aubert al fraile que le atendió en su lecho de muerte, su hija había permanecido ignorante de su relación con la marquesa. Pero algunas insinuaciones que se deducían de las palabras de la signora Laurentini durante su última entrevista con Emily, y una confesión de naturaleza extraordinaria dada por ella en sus últimas horas, habían hecho necesario que la abadesa considerara que debía hablar con su joven amiga sobre el tema que anteriormente no se había atrevido a tocar. Con este propósito había pedido verla a la mañana siguiente a su entrevista con la monja. La indisposición de Emily había impedido la proyectada conversación; pero ahora, tras haber sido examinado el testamento, recibió una llamada que obedeció de inmediato y fue informada de los acontecimientos que la afectaron tan poderosamente. Como la narración de la abadesa fue, sin embargo, deficiente en algunos detalles, de los que el lector puede desear ser informado, y la historia de la monja está materialmente conectada con el destino de la marquesa De Villeroi, omitiremos la conversación que tuvo lugar en el salón del convento y mezclaremos nuestro informe en una breve historia de

LAURENTINI DI UDOLFO

que era la única hija de sus padres y heredera de la antigua casa de Udolfo, en el territorio de Venecia. Ésa fue la primera desgracia de su vida, y la que la llevó a todas las sucesivas, y que sus amigos, que debieron haber contenido sus fuertes pasiones e instruirla suavemente en el arte de gobernarlas, las alimentaron con una temprana tolerancia. Pero cimentaban en ella sus propios fallos, ya que su conducta no era el resultado de un afecto natural, y, tanto cuando toleraban como cuando se oponían a las pasiones de su hija, satisfacían las propias. Así, la toleraban con debilidad y la reprendían con violencia; su ánimo se exasperaba por su vehemencia en vez de ser corregido por su sabiduría, y sus oposiciones se convirtieron en batallas para la victoria en las que la debida ternura de los padres y los deberes afectuosos de la hija eran igualmente olvidados. Como el orgullo desarmaba pronto el resentimiento de sus padres, Laurentini se convenció de que lo había conquistado y sus pasiones se hicieron más fuertes con cada esfuerzo de sus padres por dominarlas.

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