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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (108 page)

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Agnes no replicó, pero siguió mirando intensamente a Emily y exclamó:

—¡Es ella misma! ¡Oh! ¡En su mirada está toda la fascinación que prueba mi destrucción! ¿Qué es lo que tenéis que...? ¿Qué es lo que venís a pedir? ¿Retribución? Pronto será vuestro, es vuestro ya. ¡Cuántos años han pasado desde la última vez que os vi! Mi crimen parece que fue ayer. Sin embargo, me he hecho vieja con él, mientras vos seguís joven y resplandeciente como estabais cuando me obligasteis a cometer el acto más aborrecible. ¡Oh! ¡Podría olvidarlo un momento! ¿De qué serviría? ¡La acción está hecha!

Emily, extremadamente alterada, quiso salir de la habitación, pero la abadesa, cogiendo su mano, trató de animar su espíritu y le rogó que se quedara unos momentos, hasta que Agnes se calmara, lo que trató de conseguir. Pero esta última parecía ignorarla, mientras mantenía la mirada fija en Emily, y añadió:

—¿Qué son años de rezo y de arrepentimiento? ¡No pueden borrar la locura del asesinato! ¡Sí, asesinato! ¿Dónde está, dónde está él? ¡Mirad ahí, mirad ahí! ¡Ved cómo se mueve por la habitación! ¿Por qué viene a atormentarme ahora? —continuó Agnes, mientras sus ojos erraban por el aire—, ¿por qué no fui castigada antes? ¡Oh! ¡No me miréis así! ¡Ah! ¡Ahí está de nuevo! ¿Es ella? ¿Por qué me miráis con tanta piedad y además sonreís? ¿Sonreírme? ¿Qué gemido es ése?

Agnes cayó sobre la almohada, aparentemente sin vida, y Emily, incapaz de sostenerse, se inclinó sobre la cama, mientras la abadesa y la monja aplicaron los remedios usuales a Agnes.

—Paz —dijo la abadesa, cuando Emily trató de hablar—, el delirio se aleja, no tardará en recobrarse. ¿Cuándo se ha puesto así anteriormente, hija?

—No desde hace muchas semanas, señora —replicó la monja—, pero su ánimo se ha agitado desde la llegada del caballero que tanto deseaba ver.

—Sí —observó la abadesa—, eso ha sido sin duda lo que ha ocasionado este paroxismo de locura. Cuando se encuentre mejor, dejaremos que descanse.

Emily estaba preparada para acceder, pero, aunque poca era la ayuda que podía prestar, no se decidía a abandonar la celda mientras pudiera ser necesaria.

Cuando Agnes recobró el sentido, volvió a fijar sus ojos en Emily, pero había desaparecido la expresión agitada, a la que había sucedido una triste melancolía. Pasaron algunos momentos antes de que se recobrara lo suficiente para hablar y dijo débilmente:

—¡El parecido es increíble! Sin duda tienes que ser algo más que mi fantasía. Decidme, os lo suplico —añadió, dirigiéndose a Emily—, aunque vuestro nombre es St. Aubert, ¿no sois hija de la marquesa?

—¿Qué marquesa? —dijo Emily totalmente sorprendida, porque había supuesto, por el tono calmado de Agnes, que había recobrado su entendimiento. La abadesa la miró con gesto significativo, pero repitió la pregunta.

—¿Qué marquesa? —exclamó Agnes—, yo sólo conozco una, la marquesa De Villeroi.

Emily, recordando la emoción de su difunto padre tras la inesperada mención de su nombre, y su petición de reposar cerca de la tumba de los Villeroi, se sintió profundamente interesada y trató de que Agnes explicara las razones de su pregunta. La abadesa habría retirado a Emily de la habitación, que, detenida por un fuerte interés, repitió sus ruegos.

—Traedme ese cofrecillo, hermana —dijo Agnes—, os lo mostraré. Lo único que tenéis que hacer es miraros en ese espejo y lo veréis. Estoy segura de que sois su hija, un parecido semejante no se encuentra nunca entre los parientes más próximos.

La monja trajo el cofrecillo y Agnes le indicó cómo tenía que abrirlo. Cogió entonces una miniatura, en la que Emily percibió el exacto parecido con el retrato que había encontrado entre los papeles de su padre. Agnes extendió la mano para cogerlo, lo miró profundamente durante unos momentos en silencio, y después con el rostro cubierto por una profunda desesperanza, elevó sus ojos al cielo y rezó. Al terminar, entregó la miniatura a Emily:

—Conservadlo —dijo—, os lo entrego porque creo que es vuestro derecho. Observé frecuentemente el parecido que tenéis, pero nunca hasta hoy se mostró tan poderosamente en mi conciencia. No os alejéis, hermana, no os llevéis el cofrecillo, hay otro retrato que debo mostraros.

Emily tembló llena de expectación y de nuevo la abadesa trató de hacerla salir.

—Agnes sigue alterada —dijo—, os daréis cuenta de cómo fantasea. Cuando está así dice cualquier cosa y no tiene escrúpulos, como habéis comprobado, en acusarse de los crímenes más horribles.

Emily pensó, no obstante, que percibía algo más que locura en la inconsistencias de Agnes, cuya mención de la marquesa y el haber mostrado su retrato le habían interesado de tal modo que decidió obtener más información, si era posible, en relación con el asunto.

La monja regresó con el cofrecillo, y Agnes le señaló un cajón secreto, del que sacó otra miniatura.

—Esta es —dijo Agnes, mostrándoselo a Emily—, que os sirva al menos de lección para vuestra vanidad; mirad este retrato y tratad de descubrir algún parecido entre cómo era y cómo soy.

Emily recibió impaciente la miniatura, que casi no había podido contemplar, y que estuvo a punto de dejar caer con sus manos temblorosas. Se parecía al retrato de la signora Laurentini, que había visto anteriormente en el castillo de Udolfo, la dama que había desaparecido de un modo tan misterioso y que se sospechaba que había sido asesinada por Montoni.

Asombrada y silenciosa, Emily continuó mirando alternativamente a la miniatura y a la monja moribunda, tratando de encontrar un parecido entre ambas, que ya no existía.

—¿Por qué me miráis tan insistentemente? —dijo Agnes, confundiendo la naturaleza de las emociones de Emily.

—He visto este rostro anteriormente —dijo Emily, al fin—, ¿se parecía realmente a vos?

—Hacéis bien en formular esa pregunta —replicó la monja—, pero en otro tiempo se consideraba que tenía un asombroso parecido conmigo. Miradme bien y ved en lo que me ha convertido la culpabilidad. Entonces yo era inocente, las pasiones malvadas de mi naturaleza dormían. ¡Hermana! —añadió solemnemente, alargando su mano fría y húmeda a Emily, que tembló a su contacto—, ¡hermana!, tened cuidado de las primeras tolerancias con las pasiones. ¡Tened cuidado de la primera! Su avance, si no se controla entonces, es rápido, su fuerza es incontrolable, nos conduce no sabemos adónde, tal vez a la comisión de delitos, ¡para los que años y años de rezo y penitencia no sirven de nada! Puede ser tal la fuerza incluso de una sola pasión que se sobrepone a cualquier otra y anula cualquier otra posibilidad de acercamiento al corazón. Nos posee como un demonio y nos lleva a los actos de mayor perversidad, haciéndonos insensibles a la piedad y a la conciencia. Y, cuando ha cumplido sus propósitos, como un verdadero demonio, nos abandona a la tortura de esos sentimientos, cuyo poder había suspendido, no aniquilado, a las torturas de la compasión, el remordimiento y la conciencia. Entonces nos despertamos cómo de un sueño y percibimos un nuevo mundo a nuestro alrededor, que contemplamos con asombro y horror, pero el hecho ya está cometido. Ni todos los poderes del cielo y de la tierra unidos pueden borrarlo, ¡y los espectros de la conciencia no nos dejarán! ¿Qué significan la grandeza, la riqueza, la misma salud frente al lujo de una conciencia pura, la salud del alma, y qué los sufrimientos de la pobreza, contrariedad y desesperación, frente a la angustia de un alma afligida? ¡Oh! ¡Cuánto ha pasado desde que participé de ese lujo! Creo que he sufrido los dolores más agonizantes de la naturaleza humana, en el amor, los celos y la desesperación, pero esos dolores eran fáciles de soportar, comparados con las manchas de la conciencia que desde entonces he soportado. Disfruté también de lo que se llama la dulce venganza, pero fue algo transitorio, expiraba incluso con el objeto que la provocaba. Recordad, hermana, que las pasiones son tanto los actos del vicio como de la fortuna, de las que todo puede brotar, conforme las hayamos cultivado. ¡Desgraciados los que nunca supieron el arte de gobernarlas!

—¡Infeliz! —dijo la abadesa—, ¡y mal informada de nuestra santa religión!

Emily escuchó a Agnes en silencio inquieto, mientras seguía examinando la miniatura y confirmaba su opinión de su extraordinario parecido con el retrato de Udolfo.

—Esta cara me resulta familiar —dijo, deseando llevar a la monja a que diera una explicación, pero temiendo descubrir demasiado abruptamente que conocía Udolfo.

—Os equivocáis —replicó Agnes—, nunca habéis visto antes ese retrato.

—No —replicó Emily—, pero he visto uno extremadamente parecido.

—Imposible —dijo Agnes, a la que ya podemos llamar señora Laurentini.

—Fue en el castillo de Udolfo —continuó Emily, mirándola fijamente.

—¡De Udolfo! —exclamó Laurentini—, ¡de Udolfo, en Italia!

—El mismo —replicó Emily.

—Entonces me conocéis —dijo Laurentini—, y sois la hija de la marquesa.

Emily se quedó profundamente sorprendida ante esta inesperada afirmación.

—Soy la hija del fallecido monsieur St. Aubert —dijo—, y la señora que habéis nombrado me es totalmente desconocida.

—Eso es al menos lo que creéis —prosiguió Laurentini.

Emily le preguntó qué razones podía tener para pensar lo contrario.

—El parecido familiar que mostráis —dijo la monja—. Como es sabido, la marquesa estaba en relaciones con un caballero de Gascuña en el tiempo en que aceptó la mano del marqués por orden de su padre. ¡Infeliz mujer de destino desgraciado!

Emily, recordando la extrema emoción con la que St. Aubert había reaccionado ante la mención del nombre de la marquesa, habría recibido una impresión superior a la de la sorpresa de no haber tenido confianza en su integridad. Como era así, no pudo, ni por un momento creer en lo que insinuaban las palabras de Laurentini. Sin embargo, seguía fuertemente interesada en ellas y suplicó que las explicara con más detalle.

—No presionéis en ese tema —dijo la monja—, ¡es demasiado terrible para mí! ¡Cómo podría borrarlo de mi memoria!

Suspiró profundamente y, tras una pausa, preguntó a Emily cómo había descubierto su nombre.

—Por vuestro retrato en el castillo de Udolfo, con el que esta miniatura guarda un sorprendente parecido —replicó Emily.

—¡Queréis decir que habéis estado en Udolfo! —dijo la monja con profunda emoción—. ¡Qué escenas revive en mi fantasía la mención de ese nombre, escenas de felicidad, de sufrimiento y de horror!

En ese momento, el terrible espectáculo del que Emily había sido testigo en una de las habitaciones del castillo acudió a su mente y tembló mientras fijaba su mirada en la monja y se repetía sus recientes palabras, de que «los que años y años de rezos y penitencia no pueden borrar la locura del asesinato». Se convenció de que debía atribuirlas a otra causa que no fuera la del delirio. Conmovida por el horror que casi la privaba de su conciencia, creyó que estaba mirando a una asesina; todo el comportamiento de Laurentini parecía confirmar tal suposición, aunque Emily seguía perdida en un laberinto de perplejidades, y, no sabiendo cómo plantear las preguntas que pudieran conducir a la verdad, sólo podía indicarlas con frases a medias.

—Vuestra inesperada marcha de Udolfo —dijo.

Laurentini gimió.

—Los informes que corrieron después de ellos —continuó Emily—, la habitación del lado oeste, el tenebroso velo, lo que éste oculta!... Cuando se cometen asesinatos...

La monja tembló.

—¡Ahí está de nuevo! —dijo, tratando de incorporarse, mientras con la mirada fija parecía seguir a algo por la habitación—, ¡sal de la tumba! ¡Cómo! ¡Sangre, sangre también! ¡No había sangre, no puedes decir eso! ¡No sonrías, no sonrías tan misericordiosamente!

Laurentini cayó envuelta en convulsiones al pronunciar las últimas palabras, y Emily, incapaz de seguir soportando el horror de la escena, salió corriendo de la habitación y envió a algunas monjas para que atendieran a la abadesa.

Blanche y las internas, que estaban en el salón, se reunieron alrededor de Emily, y alarmadas por su actitud y por su rostro aterrorizado, la hicieron cientos de preguntas, que evitó contestando que creía que la hermana Agnes se estaba muriendo. Recibieron este informe como explicación suficiente de su terror y cambiaron sus preocupaciones, con lo que, finalmente, Emily se pudo recuperar en parte. Sin embargo estaba tan conmovida por las terribles revelaciones, y tan sorprendida y llena de dudas por las palabras de la monja que no era capaz de conversar y habría abandonado el convento inmediatamente, de no haber sido por su deseo de saber si Laurentini podría superar el último ataque. Tras esperar algún tiempo, fue informada de que habían cesado las convulsiones y que Laurentini parecía recobrarse. Emily y Blanche se marchaban, cuando apareció la abadesa, que, llevando a un lado a la primera, le dijo que tenía algo importante que comunicarle, pero que por ser tarde no la detendría y le solicitó que la viera al día siguiente.

Emily prometió visitarla y, después de despedirse, regresó con Blanche hacia el castillo, que se lamentó de lo tarde que era y de lo sombrío que estaba el bosque, ya que la quietud y oscuridad que las rodeaban, la hizo sensible al temor, aunque iba con ellas una criado para protegerlas. Emily estaba demasiado sumida en el horror de la escena de la que acababa de ser testigo para sentirse afectada por la solemnidad de las sombras. Por fin, fue arrancada de sus pensamientos por Blanche, que le indicó que a cierta distancia, en el oscuro sendero por el que avanzaban, había dos personas caminando lentamente. Era imposible evitarlas sin adentrarse en alguna parte más oculta del bosque, adonde los desconocidos podrían seguirlas fácilmente; pero todos sus temores desaparecieron cuando Emily distinguió la voz de monsieur Du Pont, y advirtió que su compañero era el caballero que había visto en el monasterio y que estaba conversando con tal ánimo que no advirtió inmediatamente que se aproximaban. Cuando Du Pont se unió a las damas, el desconocido se despidió y siguieron hasta el castillo, donde el conde, al enterarse de que monsieur Bonnac era conocido suyo, el triste motivo de su visita a Languedoc, y que estaba alojado en una posada del pueblo, rogó a monsieur Du Pont que le invitara al castillo.

Este último estaba encantado de hacerlo y, superados los escrúpulos de reserva que hicieron que monsieur Bonnac dudara en aceptar la invitación, acudieron, donde la amabilidad del conde y la animación de su hijo se concentraron para disipar la tristeza que pesaba sobre el ánimo del desconocido. Monsieur Bonnac era oficial en el servicio francés y parecía tener unos cincuenta años. Era alto y decidido, su comportamiento había recibido las enseñanzas de las buenas maneras, y en su rostro había algo de interesante nada común; porque su cara, que en su juventud le había hecho sin duda notablemente atractivo, estaba cubierta por una melancolía que parecía consecuencia de una prolongada desgracia más que por constitución o temperamento.

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