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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (111 page)

BOOK: Los misterios de Udolfo
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No obstante, Laurentini era inocente del delito del que Emily había sospechado por su enloquecida confesión de asesinato y de que hubiera sido realizado en Udolfo, y se había engañado en relación con el espectáculo que le había producido tal horror, al extremo de convencerla, por un momento, de atribuir los terrores de la monja a la conciencia de un asesinato cometido en el castillo.

Se recordará que en una de las habitaciones de Udolfo estaba colgado un velo negro, cuya peculiar si tuación había excitado la curiosidad de Emily, y que tras levantarlo le había llenado de horror porque en lugar del cuadro que esperaba ver, en un entrante del muro, había una figura humana de espantosa palidez, en toda su longitud, vestida con los hábitos de la tumba. Lo que añadía horror al espectáculo era que el rostro aparecía en parte consumido y desfigurado por gusanos, que eran visibles en el rostro y en las manos. Se podría afirmar que ninguna persona podría contemplar dos veces aquello. Como se recordará, Emily, después de la primera mirada, había dejado caer el velo y su terror había impedido provocar un nuevo sufrimiento como el que había experimentado. Si se hubiera atrevido a mirar de nuevo, su engaño y sus temores habrían desaparecido al mismo tiempo y habría comprobado que la figura que estaba ante ella no era humana sino construida con cera. Su historia es en parte extraordinaria, aunque haya otros ejemplos en los informes de la fiera severidad que la superstición de los monjes ha infligido a veces a la humanidad. Un miembro de la casa de Udolfo, que había cometido algunas ofensas contras las prerrogativas de la iglesia, había sido condenado a la penitencia de contemplar durante ciertas horas del día una imagen de cera construida para recordar el cuerpo humano en el estado al que se ve reducido tras la muerte. Esta penitencia, que servía como recordatorio de la condición a la que él mismo habría de llegar, había sido establecida para castigar el orgullo del marqués de Udolfo, que había exasperado el de la iglesia romana. No sólo había observado esta penitencia supersticiosa que creía que era para obtener el perdón de todos sus pecados, sino que había dispuesto en su testamento que sus descendientes deberían conservar la imagen, con el castigo de que deberían ceder a la iglesia una parte de sus dominios y que pudieran también beneficiarse de la humillación moral que suponía. En consecuencia, la figura se había conservado en el muro de la cámara, pero sus descendientes no habían observado la penitencia a la que él deseaba sumarles.

La imagen era tan horriblemente natural que no es sorprendente que Emily la confundiera con el original que trataba de producir, sobre todo considerando los informes extraordinarios que había recibido en relación con la desaparición de la última dama del castillo y por su experiencia del carácter de Montoni, que la llevó a creerle el asesino de la signora Laurentini o que había contribuido a su muerte.

La situación en la que lo había descubierto, le produjo al principio sorpresa y perplejidad; pero la vigilancia de las puertas de la habitación en la que aquello estaba depositado, que fueron posteriormente cerradas, le habían llevado a creer que Montoni, no atreviéndose a confiar el secreto de su muerta a ninguna persona, había permitido que sus restos quedaran en aquella cámara oscura. La ceremonia del velo y el hecho de que las puertas hubieran sido dejadas abiertas, aunque hubiera sido por un momento, la habían llenado de dudas, pero no fueron suficiente para superar las sospechas de que Montoni, y éste era el temor de su terrible venganza, quisiera cerrar sus labios en el silencio por lo que había visto allí.

Emily, al descubrir que la marquesa De Villeroi era hermana de St. Aubert, se sintió conmovida, pero la preocupación que sufrió por su muerte tan joven, la liberó de la conjetura ansiosa y dolorosa ocasionada por la cruel afirmación de la signora Laurentini en relación con su nacimiento y el honor de sus padres. Su fe en los principios de St. Aubert no le habría permitido sospechar que hubiera actuado deshonorablemente y se sintió tan reacia a creerse hija de cualquier otra persona que no fuera la que siempre había considerado y querido como su madre que no pudo admitir que aquella circunstancia fuera posible; sin embargo, el parecido que había sido destacado con la difunta marquesa, el anterior comportamiento de Dorothée, el ama de llaves; las afirmaciones de Laurentini, y la misteriosa reacción que había mostrado St. Aubert, despertaron sus dudas en cuanto a sus relaciones con la marquesa, mientras la razón no podía ignorarlas o confirmarlas. De todo se había liberado y la conducta de su padre quedaba plenamente explicada, pero su corazón se sintió oprimido por la desgracia de su pariente y por la tremenda lección que suponía la historia de la monja, cuyo ceder ante las pasiones había sido el medio que la condujo gradualmente a la comisión de un delito, que de haber sido profetizado en su juventud, la habría conmovido con horror y le habría hecho exclamar: «¡Eso no es posible!», un delito que años de arrepentimiento y de severa penitencia no habían podido borrar de su conciencia.

Capítulo XVIII
Entonces, lágrimas frescas
asomaron en sus mejillas, como asoma la miel del rocío
sobre el lirio arrancado casi marchito.

SHAKESPEARE

D
espués de los últimos descubrimientos, Emily fue distinguida en el castillo por el conde y su familia como pariente de la casa De Villeroi, y recibida, si era posible, con más amistosa atención de la que ya le había sido mostrada.

La sorpresa del conde por el retraso en la respuesta a la carta que había dirigido a Valancourt a Estuviere, se mezclaba con su satisfacción por la prudencia con la que había evitado que Emily participara de la ansiedad que él sufría, aunque cuando la vio seguir bajo el efecto de su error anterior, necesitó de toda su decisión para contenerse y no contarle la verdad que le habría proporcionado un consuelo momentáneo. La aproximación de la boda de Blanche dividió su atención con este otro tema de ansiedad, ya que los habitantes del castillo estaban ocupados en los preparativos del acontecimiento y se esperaba cada día la llegada de monsieur St. Foix. Emily trató en vano de participar en la alegría que la rodeaba, porque su ánimo estaba deprimido por los últimos descubrimientos y por la ansiedad que despertó el destino de Valancourt al conocer su reacción cuando entregó el anillo. Se daba cuenta de que estaba sumido en la tristeza de la desesperación, y cuando pensaba en lo que ésta le podía mover a hacer, su corazón se llenaba de terror y tristeza. Se le hacía insoportable aquel estado de inquietud al que se creía condenada, en relación con su seguridad, hasta que regresara a La Vallée, y, en esos momentos, no podía siquiera luchar para asumir la calma que le había abandonado, sino que con frecuencia se apartaba de pronto de la compañía con la que estaba y trataba de suavizar su ánimo en las profundas soledades de los bosques que se extendían hasta la costa. Allí, el débil murmullo de las olas espumosas, que golpeaban bajo ella, y el sombrío sonar del viento entre las ramas de los árboles, eran elementos en unísono con el temperamento de su mente. Se sentaba en una roca o en los peldaños rotos de su atalaya favorita, observando el cambio de colores en las nubes de la tarde y el extenderse por el mar del tétrico crepúsculo, hasta que las crestas blancas del oleaje, en su camino hacia la playa, se divisaban con dificultad entre las aguas oscurecidas. Con frecuencia repetía con melancólico entusiasmo los versos grabados por Valancourt en la atalaya, y después trataba de controlar el pesar que le ocasionaba y ocupaba su pensamiento con temas indiferentes.

Una tarde, tras haber paseado con el laúd por su lugar favorito, entró en la torre ruinosa y subió por una escalera de caracol que conducía a una pequeña cámara que estaba menos derruida que el resto del edificio, y desde la que en muchas ocasiones había admirado las amplias extensiones del mar y la tierra. El sol se ocultaba en la línea de los Pirineos, que divide el Languedoc y el Rosellón, y, colocándose frente a la pequeña ventana, que, como las copas de los árboles por encima, y las olas por debajo, relucía con el tono rojo hacia el oeste, acarició las cuerdas del laúd en una sinfonía solemne, acompañando después con su voz, en una aria simple y afectiva que, en los días felices, Valancourt había escuchado conmovido y a la que adaptó los siguientes versos:

A LA MELANCOLÍA

Espíritu de amor y tristeza —¡te saludo!
Oigo tu voz solemne desde lejos,
confundida con el viento mortecino de la tarde:
¡te saludo, con esta lágrima tristemente grata!

¡Oh! En esta quietud, esta hora solitaria,
tu propia hora dulce del día que concluye,
despierta tu laúd, cuyo poder encantador
llamará a la Quimera a la obediencia;

A pintar el agreste sueño romántico,
que encuentra la mirada pensativa del poeta,
cuando, en la ribera del arroyo umbrío,
le inspira el fervoroso suspiro.

¡Oh, solitario espíritu!, que tu canción
me lleve a través de todo tu sagrado embrujo;
por los pasadizos del monasterio a la luz de la luna,
donde los espectros elevan su canto de medianoche.

¡Oigo sus cantos fúnebres crecer débilmente!
¡Después, se sumergen de pronto en triste silencio,
mientras, por la celda del claustro con pilares,
aparecen oscuramente sus formas deslizantes!

Condúceme donde el bosque de pino se agita en lo alto,
cuyo césped sin sendero se ve oscuramente,
cuando la fría luna, con mirada temblorosa,
lanza sus largos rayos entre las hojas.

Condúceme a la cumbre oscura de la montaña,
donde, muy abajo, en profundas sombras,
se extienden amplias florestas, llanuras y cabañas,
y suenan tristes las campanas de vísperas.

O guíame donde el brioso remo
rompe la quietud del valle,
cuando recorre lento las revueltas de la costa,
para encontrarse con el velero distante en el océano:

A pedregosas riberas, que Neptuno baña,
con medido oleaje, ruidoso y profundo,
donde el oscuro risco se inclina sobre las olas,
y salvajes barren los vientos del otoño.

Detente allí a la hora espectral de medianoche
y escucha el viento de repetidos ecos,
y atrapa el fugaz poder de la luz de la luna,
sobre mares de espuma y barcos en la distancia.

La suave tranquilidad de la escena, en la que la brisa de la tarde casi no turbaba el agua, ni apenas deslizaba al barco, que recibía el último rayo de sol. De vez en cuando un remo se hundía en el agua, y era todo lo que alteraba el tembloroso resplandor. La naturaleza se unió a la tierna melodía del laúd para sumergirla en un estado de tristeza tierna, y cantó las canciones de los tiempos pasados, hasta que los recuerdos que despertaban fueron demasiado poderosos para su corazón y sus lágrimas cayeron sobre el laúd, y su voz temblorosa le impidió continuar.

Aunque el sol se había ocultado tras las montañas e incluso el reflejo de su luz desaparecía en los picos más altos, Emily no abandonó la atalaya, sino que continuó sumida en sus sueños melancólicos hasta que unos pasos a poca distancia la hicieron reaccionar. Al mirar por la ventana vio a una persona que pasaba por debajo, y no tardó en descubrir que se trataba de monsieur Bonnac, así que volvió a la quietud pensativa que había interrumpido sus pisadas. Poco después volvió a tocar el laúd y a cantar su aria favorita, hasta que de nuevo unos pasos la detuvieron y escuchó cómo subían por la escalera de la atalaya. La oscuridad la hizo sensible a un cierto miedo que en otro caso no habría sentido, ya que pocos minutos antes había visto pasar a monsieur Bonnac. Los pasos eran rápidos, y un momento después se abrió la puerta de la cámara, entrando una persona cuyo rostro se ocultaba en la oscuridad del crepúsculo; pero su voz no podía ser ignorada: era la voz de Valancourt. Aquel sonido, que Emily no había oído nunca sin emoción, la llenó de terror, sorpresa y placer dubitativo, y acababa de verle ponerse a sus pies cuando se dejó caer en un banco, dominada por emociones distintas que le oprimían el corazón y casi insensible a aquella voz, cuyas sinceras y temblorosas llamadas parecían tratar de salvarla. Valancourt deploró su propia impaciencia por haber sorprendido a Emily. Cuando llegó al castillo, demasiado inquieto para esperar el regreso del conde, que estaba paseando en ese momento, corrió a buscarle, y al pasar por la atalaya se detuvo al oír la voz de Emily y subió de inmediato.

Pasó tiempo antes de que se recuperara, pero cuando recobró el sentido rechazó sus atenciones con aire de reserva y le preguntó con tanto desagrado como le fue posible mostrar, la razón de su visita.

—¡Ah, Emily! —dijo Valancourt—, esa música, esas palabras. Tengo poco que esperar. Cuando dejaste de estimarme, también dejaste de amarme.

—Así es, señor —replicó Emily tratando de dominar la voz—, y si hubierais valorado mi estima no me habríais dado esta nueva ocasión de inquietud.

El rostro de Valancourt cambió de pronto desde la ansiedad de la duda a la expresión de sorpresa y desmayo. Se quedó silencioso un momento y después dijo:

—Esperaba una recepción muy diferente. ¿Es cierto entonces, Emily, que he perdido tu consideración para siempre? ¿He de creer que aunque tu estima por mí pueda regresar, tu afecto no lo hará? ¿Ha podido meditar el conde la crueldad que me tortura ahora con una segunda muerte?

El tono en el que lo dijo alarmó a Emily tanto como le sorprendieron sus palabras, y con impaciencia temblorosa le rogó que las explicara.

—¿Es necesaria una explicación?' —dijo Valancourt—. ¿No sabes con qué crueldad se ha hablado de mi conducta, de las acciones de las que me has creído culpable (y, ¡oh, Emily, cómo pudiste degradarme en tu opinión aunque fuera por un momento!), esas acciones que yo aborrezco tanto como tú? ¿Ignoras verdaderamente que el conde De Villefort ha detectado a los traidores que me robaron todo lo que me era más querido en la tierra y que me ha invitado aquí para que te explicara mi conducta anterior? ¡Es totalmente imposible que no estés informada de esas circunstancias y de que me vea de nuevo torturándome con una falsa esperanza!

El silencio de Emily confirmó esta suposición, ya que la profunda oscuridad no permitía que Valancourt distinguiera la alegría sorprendida y dudosa que cubría su rostro. Durante un rato fue incapaz de hablar. Después, tras un profundo suspiro que pareció dar algún consuelo a su ánimo, dijo:

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