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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (98 page)

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Se sentó en la silla, cerca de la ventana, y cedió a la tristeza de su corazón, mientras recordaba los detalles de su última entrevista con Valancourt en aquel mismo lugar. También allí había pasado con él algunas de las horas más felices de su vida, cuando su tía apoyó la relación, porque allí se había sentado y trabajado con frecuencia, mientras él conversaba o leía. Recordó muy bien con qué claro juicio, con qué energía atemperada solía recitar algunos de los pasajes más sublimes de sus autores favoritos, cuántas veces se detenía para admirar con ella su excelencia y con qué deliciosa ternura escuchaba sus observaciones y corregía sus gustos.

«Y, ¿es posible —se dijo Emily, al recordar de nuevo todo aquello—, es posible que una mente tan susceptible a todo lo que es grande y bello, haya podido interesarse en diversiones tan bajas y se haya dejado dominar por frívolas tentaciones?»

Recordó cuántas veces había visto una inesperada lágrima asomar en sus ojos y había oído su voz temblar con emoción cuando relataba cualquier acto grandioso o acción compasiva, o comentaba un sentimiento del mismo carácter. «Y una mente así —se dijo—, un corazón como el suyo, ¿pueden ser sacrificados a las costumbres de la gran ciudad?»

Estos recuerdos se hicieron demasiado dolorosos para que pudiera soportarlos, abandonó abruptamente el pabellón, y, ansiosa de escapar de la memoria de la felicidad perdida, regresó hacia el castillo. Según pasaba por la terraza percibió a una persona que paseaba lentamente y con aire desolado, bajo los árboles, a cierta distancia. El crepúsculo, que ya era profundo, no le permitió distinguir quién era y supuso que se trataría de uno de sus criados, hasta que el ruido de sus pasos pareció llegar a él, que se volvió, y Emily creyó que había visto a Valancourt.

Quienquiera que fuera se apartó instantáneamente de los arbustos de la izquierda y desapareció, mientras Emily, con los ojos fijos en el lugar por el que había desaparecido, y temblando tan excesivamente que casi no podía mantenerse en pie permaneció durante unos momentos incapacitada para abandonar el lugar y casi inconsciente de su existencia. Con sus recuerdos regresó su fortaleza y corrió hacia la casa, donde no se aventuró a preguntar quién había estado en los jardines, más que nada para no descubrir su emoción, y se sentó sola, tratando de recomponer la figura, aire y aspecto de la persona que acababa de ver. Sin embargo, la vista había sido tan momentánea y la oscuridad la había hecho tan imperfecta que no pudo recordar nada con exactitud; aunque la apariencia general de su figura y su marcha inesperada hacían que siguiera creyendo que se trataba de Valancourt. A veces pensaba que su fantasía, que había estado ocupada pensando en él, le había sugerido su imagen en aquella visión incierta, pero esta conjetura no era firme. Si se trataba de él, le sorprendió mucho que estuviera en Toulouse, y más aún que hubiera logrado entrar en el jardín. Tantas veces como su impaciencia la empujaba a preguntar si había sido admitido algún desconocido se contuvo por no estar dispuesta a descubrir sus dudas, y la tarde pasó en conjeturas ansiosas y en esfuerzos para rechazar el tema de su pensamiento; pero los. intentos fueron inútiles y mil emociones inconsistentes la asaltaron cada vez que imaginaba que Valancourt pudiera estar cerca de ella. En un momento dudaba de que fuera verdad y al siguiente temía que fuera falso y, mientras trataba constantemente de persuadirse a sí misma de que deseaba que la persona que había visto no fuera Valancourt, su corazón contradecía constantemente sus razonamientos.

El día siguiente estuvo ocupado por las visitas a varias familias vecinas, antiguas relaciones de madame Montoni, que acudieron a presentar sus condolencias a Emily por su fallecimiento, a felicitarla por la adquisición de aquellas propiedades, y a preguntar por Montoni y sobre los extraños informes que les habían llegado de su propia situación; todo fue hecho dentro del más absoluto decoro y los visitantes se marcharon con la misma cortesía con la que habían llegado.

Emily estaba cansada de estas formalidades y disgustada por el comportamiento de muchas personas que pensaron que no merecía su atención mientras creyeron que dependía de madame Montoni.

«Sin duda —dijo—, hay algo mágico en la riqueza que hace que las personas se inclinen ante ella cuando ni siquiera les beneficia. ¡Qué extraño es que un loco o un bribón, si son ricos, sean tratados con más respeto por el mundo que un buen hombre o un sabio que sean pobres!»

Era ya por la tarde cuando se quedó sola y sintió la necesidad de refrescar su ánimo con el aire puro del jardín, pero temió salir ante el temor de encontrarse de nuevo con la persona que había visto la noche anterior, que tal vez era Valancourt. Todos sus esfuerzos para controlarse de la inquietud y la ansiedad que sufría por ello no tuvieron resultado, y el secreto deseo de ver a Valancourt una vez más sin ser vista por él la impulsaba a salir, mientras que la prudencia y un delicado orgullo la contenía, y decidió evitar la posibilidad de encontrársele en su camino prohibiéndose la visita a los jardines durante varios días.

Cuando, tras casi una semana, se aventuró a salir, hizo que Annette la acompañara y limitó su paseo a la parte más próxima, pero más de una vez se inquietó al oír las hojas movidas por la brisa, imaginando que había alguien entre los arbustos. Continuó su paseo pensativa y silenciosa, ya que su agitación no le permitía conversar con Annette, para quien, por el contrario, el pensamiento y el silencio eran tan intolerables que no tuvo escrúpulos finalmente en hablar con su señora.

—Querida señora —dijo—, ¿por qué estáis así? Se diría que sabéis lo que ha sucedido.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Emily con un hilo de voz y tratando de dominar sus emociones.

—Como sabéis, señora, anteanoche...

—No sé nada, Annette —replicó su señora con voz inquieta.

—Anteanoche, señora, había un ladrón en el jardín.

—¡Un ladrón! —dijo Emily en tono más animado aunque dudoso.

—Supongo que era un ladrón, señora. ¿Qué otra cosa podía ser?

—¿Dónde lo viste, Annette? —prosiguió Emily mirando a su alrededor y volviéndose hacia el castillo.

—Yo no le vi, madame, fue Jean el jardinero. Eran las doce de la noche, y según iba por el patio hacia la casa, vio a alguien paseando por la avenida que hay frente a la puerta del jardín. Así que Jean supuso lo que era y fue a la casa a coger su pistola.

—¿Su pistola? —exclamó Emily.

—Sí, madame, su pistola; y volvió a salir al patio para vigilarle. Lo vio avanzar lentamente por la avenida, apoyarse en la puerta del jardín, donde se quedó mirando hacia la casa durante largo rato, y os puedo asegurar que la examinó bien y decidió por qué ventana podría entrar.

—Pero la pistola —dijo Emily—, ¡la pistola!

—Sí, madame, a su debido tiempo. Entonces, según dice Jean, el ladrón abrió la puerta e iba a entrar en el patio cuando decidió preguntarle qué quería. Le gritó de nuevo y le hizo señas para que dijera quién era y qué quería. Pero el hombre no hizo ninguna de las dos cosas, se volvió y cruzó de nuevo por el jardín. Jean se convenció de sus intenciones y disparó.

—¡Disparó! —exclamó Emily.

—Sí, madame, disparó su pistola; pero, ¡Virgen Santa! ¿Por qué os ponéis tan pálida? No mató a aquel hombre, me atrevería a decir; porque si fue así sus compañeros tuvieron que llevárselo, porque Jean fue por la mañana en busca del cuerpo y había desaparecido. Sólo se pudo ver un rastro de sangre en el suelo. Jean lo siguió pensando que le pudiera conducir al punto por el que el hombre entró en el jardín, pero se perdía en la hierba y...

Annette se vio interrumpida porque Emily se desmayó y habría caído al suelo de no haberla cogido la muchacha, que la llevó a un banco próximo.

Cuando, tras una larga pausa, recobró el sentido, Emily pidió ser llevada a su habitación, y, pese a que temblaba con ansiedad por preguntar más detalles sobre el tema que había causado su alarma, se sintió demasiado enferma para atreverse a recibir información alguna que pudiera relacionarse con Valancourt. Después de despedir a Annette para poder llorar y pensar con libertad, trató de recordar el aspecto exacto de la persona que había visto en la terraza y su imaginación le seguía devolviendo la figura de Valancourt. Casi no dudaba de que se trataba de él y que el jardinero le había disparado. Por el comportamiento de la última persona descrita por Annette no se trataba de un ladrón, ni era probable que alguno hubiera acudido solo a entrar en una casa tan grande como aquélla.

Cuando Emily pensó que estaba lo suficientemente recobrada para escuchar lo que Jean pudiera contarle, le mandó llamar, pero no pudo informarle de dato alguno que pudiera conducir a reconocer a la persona a la que había disparado o las consecuencias de la herida; y tras reprimirle severamente por haber disparado con balas y ordenarle una inmediata investigación en la vecindad para descubrir a la persona herida, le despidió, permaneciendo después en el mismo estado de terrible inquietud. Toda la ternura que había sentido por Valancourt se le presentó de nuevo con el sentido de que estaba en peligro y, cuando más consideraba el asunto, más se fortalecía su convicción de que había sido él quien visitó los jardines con el propósito de suavizar la desgracia de su afecto contrariado en los escenarios de su felicidad anterior.

—Querida madame —dijo Annette al regresar—, ¡nunca os he visto antes tan afectada! ¡Me atrevería a decir que el hombre no está muerto!

Emily sintió un escalofrío y lamentó amargamente la ira del jardinero al haber disparado.

—Sabía que os enfadaríais por ello, madame, y os lo habría contado antes, pero él lo sabía también y me dijo: «Annette, no digas nada de esto a mi señora. Duerme en el otro lado de la casa, así que tal vez no ha oído el disparo, pero se enfadará conmigo si sabe que había sangre». Después añadió: «¿Cómo puedo custodiar el jardín si no puedo disparar a un ladrón cuando lo veo?»

—Dejémoslo —dijo Emily—, por favor, quiero quedarme sola.

Annette obedeció y Emily volvió a las angustiantes consideraciones que se había hecho antes y trató de calmar con un nuevo comentario. Si el desconocido era Valancourt, era evidente que habría venido solo y, en consecuencia, parecía que había podido salir de los jardines sin ayuda; una circunstancia que no parecería probable si su herida fuera peligrosa. Con esta consideración trató de animarse durante las investigaciones que fueron hechas por sus criados en la vecindad, pero pasaron días y días y se mantuvo la incertidumbre en relación con este asunto. Emily lo sufrió en silencio hasta que al final cayó bajo la presión de la ansiedad. Se vio atacada por una fiebre ligera, y cuando cedió a la persuasión de Annette para solicitar consejo médico, le prescribieron poco más que tomar el aire, hacer algún ejercicio y entretenerse, pero ¿cómo podría lograr esto último? No obstante, trató de superar sus pensamientos sobre el tema de su ansiedad, dedicándolos a conseguir para otros la felicidad que no lograba para ella misma, y, cuando la tarde era agradable, solía salir a visitar las cabañas de algunos de sus colonos, sobre cuya situación hizo algunas observaciones que le permitieron cumplir sus deseos.

Su indisposición y los asuntos relativos a la propiedad habían retrasado su estancia en Toulouse más allá del período que se había fijado anteriormente para su marcha hacia La Vallée, y ahora no estaba dispuesta a abandonar el único lugar en el que parecía posible obtener alguna certeza en el tema de su preocupación. Pero se acercaba el momento en que su presencia en La Vallée era necesaria. Una carta de Blanche le informaba de que el conde y ella, que estaban en el castillo del barón St. Foix, se proponían visitarla en La Vallée, en su camino de regreso a casa, tan pronto como fueran informados de su llegada. Blanche añadía que realizarían esta visita con la esperanza de inducirle a regresar con ellos a Chateau-le-Blanc.

Emily, tras contestar a la carta de su amiga y decirle que estaría en La Vallée pasados unos pocos días, hizo rápidas preparaciones para el viaje, y, al abandonar Toulouse, trató de animarse con la creencia de que si le había sucedido un accidente fatal a Valancourt tendría que haberlo sabido en aquel intervalo de tiempo.

La víspera de su marcha acudió a despedirse de la terraza y del pabellón. El día había sido grato, pero un chaparrón que cayó poco antes de ponerse el sol había refrescado el aire y dado a bosques y pastos ese suave verdor que es tan refrescante para la vista. Mientras estuvo lloviendo temblaban los capullos, brillantes por los últimos rayos amarillos que iluminaban la escena, y el aire se llenó de la fragancia que despedían las hierbas y las flores y la tierra misma. Pero el hermoso aspecto que Emily contemplaba desde la terraza ya no lo veía con satisfacción; suspiró profundamente mientras su mirada recorría los campos y su ánimo se encontraba en tal estado de desolación que no pudo pensar en su regreso a La Vallée sin lágrimas y sin recordar de nuevo la muerte de su padre como si hubiera ocurrido el día anterior. Al llegar al pabellón se sentó frente a la ventana abierta, y mientras sus ojos recorrían las montañas distantes que asomaban sobre Gascuña, aún relucientes en el horizonte, aunque el sol se había ocultado de las llanuras. «¡Por fin —dijo—, regreso a tus escenarios largo tiempo perdidos, pero no volveré a encontrarme con mis padres, que se habrían llenado de satisfacción! ¡No volveré a ver la sonrisa de bienvenida o a oír las conocidas voces de orgullo; todo será frío y silencioso en lo que en otro tiempo fue mi feliz hogar!»

Las lágrimas comenzaron a caer por sus mejillas al recordar lo que había sido su casa y tener que volver a ella. Pero, tras recrearse durante algún tiempo en su dolor, se contuvo acusándose de ingratitud al olvidar a los amigos que poseía y abandonó el pabellón y la terraza sin haber visto la sombra de Valancourt o de cualquier otra persona.

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