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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (94 page)

BOOK: Los misterios de Udolfo
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La sorpresa del conde no era describible, pero volvió una vez más a examinar la alcoba, en la que todo estaba en su sitio, excepto la silla que se había caído, cerca de la cual había una mesa pequeña, y encima de ella la espada de Ludovico, su lámpara, el libro que había estado leyendo y los restos del vino. Junto a la mesa, la cesta con parte de las provisiones y leños.

Tanto Henri como el criado manifestaron su asombro sin reservas, y, aunque el conde dijo poco, había tal seriedad en sus ademanes que expresó mucho. Daba la impresión de que Ludovico había abandonado aquellas estancias por algún pasadizo secreto, ya que el conde no creía que algo sobrenatural pudiera ser la causa. No obstante, si existía tal pasadizo, parecía inexplicable que lo hubiera utilizado, y era igualmente sorprendente que no quedara vestigio alguno que permitiera descubrir su desaparición. En las demás habitaciones todo permanecía en el mismo orden con que lo dejaron.

El conde ayudó a retirar los tapices de la alcoba, del salón y de una de las antecámaras, que pudieran ocultar alguna puerta secreta, pero tras una busca laboriosa, no encontraron ninguna, por lo que finalmente abandonó las estancias tras echar la llave de la primera antecámara. Dio entonces órdenes para que se hiciera un registro riguroso en busca de Ludovico no sólo en el castillo, sino en los alrededores, y, retirándose con Henri a su salón, permanecieron conversando durante mucho tiempo, y cualquiera que fuera el tema de su conversación, lo cierto es que Henri desde aquel momento perdió mucha de su vivacidad y su comportamiento fue particularmente grave y reservado siempre que surgía el tema que había llenado a la familia del conde de admiración y alarma.

Con la desaparición de Ludovico, el barón St. Foix parecía afirmarse en sus opiniones anteriores concernientes a la probabilidad de las apariciones, aunque era difícil descubrir qué posibles conexiones podría haber entre ambos temas, o, para considerar sus efectos de otro modo, que no fuera la sospecha de que el misterio que rodeaba a Ludovico reducía la imaginación a un estado de sensibilidad que la hacía más favorable a la influencia de la superstición en general. Sin embargo, lo cierto es que desde entonces el barón y sus familiares se hicieron más fanáticos que antes, mientras el terror de los criados del conde aumentó a tal extremo que provocó el que muchos de ellos abandonaran el castillo inmediatamente y el resto permaneció únicamente hasta que otros pudieran ocupar sus puestos.

Una más completa investigación sobre Ludovico fracasó y, tras varios días de búsqueda infatigable, la pobre Annette se abandonó a la desesperación y los otros habitantes del castillo al asombro.

Emily, cuya mente había estado profundamente afectada por el desastroso destino de la fallecida marquesa y con las misteriosa relación que imaginaba entre ella y St. Aubert, estaba especialmente impresionada por el extraordinario acontecimiento y profundamente afectada por la pérdida de Ludovico, cuya integridad y leales servicios reclamaban su estima y gratitud. Deseaba ardientemente regresar al tranquilo retiro del convento, pero sus indicaciones eran recibidas con profunda pena por Blanche y afectuosamente apoyadas por el conde, por el que sentía casi el amor respetuoso y la admiración de una hija, y al que, tras el consentimiento de Dorothée, había mencionado al fin la aparición de la que habían sido testigo en la alcoba de la fallecida marquesa. En cualquier otro momento el conde habría sonreído ante su relato y creído que el hecho había existido únicamente en la fantasía alterada de su narradora; pero ahora había escuchado a Emily seriamente, y cuando concluyó le pidió que prometiera que guardaría silencio sobre el asunto.

—Cualquiera que sea la causa y el origen de estos acontecimientos extraordinarios —añadió el conde—, sólo el tiempo puede explicarlos. Me mantendré alerta sobre todo lo que suceda en el castillo y trataré por todos los medios de descubrir lo que le ha sucedido a Ludovico. Mientras tanto debemos ser prudentes y guardar silencio. Me ocuparé de vigilar yo mismo las habitaciones del lado norte, pero no diremos nada hasta que llegue la noche, cuando me proponga hacerlo.

El conde llamó a Dorothée y le hizo prometer también su silencio en relación con lo que ya había visto o lo que pudiera ver de carácter extraordinario, y la vieja criada le contó los detalles de la muerte de la marquesa De Villeroi, algunos de los cuales ya conocía, mientras que ante otros se mostró evidentemente sorprendido y agitado. Tras escuchar esta narración, el conde se retiró a sus habitaciones, donde permaneció varias horas y, cuando regresó, la solemnidad de su comportamiento sorprendió y alarmó a Emily, pero decidió no seguir pensando en ello.

A la semana siguiente a la desaparición de Ludovico se marcharon todos los invitados del conde, excepto el barón, su hijo monsieur St. Foix y Emily, que se vio conmovida y confundida por la llegada de otro visitante, monsieur Du Pont, lo que le hizo decidir su inmediata retirada al convento. La satisfacción que aparecía en su rostro cuando se encontró con él, le hizo ver que regresaba con la misma pasión ardorosa que le hizo anteriormente abandonar el Chateau-Ie-Blanc. Fue recibido con ciertas reservas por Emily y con satisfacción por el conde, que se lo mostró con una sonrisa que parecía que apoyaba su causa, y que abandonó la esperanza por su amigo ante la agitación que ella desvelaba.

Pero monsieur Du Pont, con simpatía sincera, pareció comprender tal reacción y su rostro perdió rápidamente la vivacidad, sumiéndose en la languidez de la contrariedad.

Sin embargo, al día siguiente buscó una oportunidad para declararle el propósito de su visita y renovar su petición; una declaración que fue recibida por Emily con verdadera preocupación, que trataba de suavizar el dolor que podría infligirle con un segundo rechazo, con afirmaciones de estima y amistad, aunque le dejó en un estado de ánimo que reclamó y excitó su más tierna compasión. Más sensible que nunca a lo impropio de permanecer más tiempo en el castillo, buscó al conde de inmediato y le comunicó su intención de regresar al convento.

—Mi querida Emily —dijo él—, observo, con extrema preocupación la ilusión que estás alimentando, una ilusión común a las mentes jóvenes y sensibles. Tu corazón ha recibido una fuerte sacudida; crees que nunca podrás recuperarte del todo, y animarás esta creencia hasta que la costumbre de ceder a la pena sea dominada por la fuerza de tu mente y descubra tu visión del futuro con melancolía y reproche. Deja que disipe esa ilusión y que despierte al sentido de tu peligro.

Emily sonrió con tristeza.

—Sé lo que queréis decirme, mi querido señor —dijo—, y estoy preparada para contestaros. Siento que mi corazón no podrá conocer nunca un segundo afecto y que no debo esperar siquiera que recobre su tranquilidad si me veo envuelta en un segundo compromiso.

—Sé que sientes todo eso —replicó el conde—, y sé también que el tiempo superará esos sentimientos, a menos que los ahogues en la soledad, y, perdóname, en romántica ternura. Entonces, verdaderamente, el tiempo sólo confirmará la costumbre. Tengo gran experiencia para hablarte de este asunto y para comprender tus sentimientos —añadió el conde con aire solemne—, porque he sabido lo que es amar y lamentar el destino de mi amor. Si —continuó con los ojos llenos de lágrimas—, ¡he sufrido!, pero aquel tiempo ha pasado, ¡hace mucho que ha pasado!, y ahora puedo contemplarlo con emoción.

—Mi querido señor —dijo Emily tímidamente—, ¿qué significan esas lágrimas? Me temo que hablan otro lenguaje, piden por mí.

—Son lágrimas débiles, porque son inútiles —replicó el conde secándoselas—, te considero superior a tales debilidades. Sin embargo, éstas son débiles muestras de un dolor que, de no haber sido dominado por un largo y continuo esfuerzo, me habrían llevado al borde de la locura. Juzga, entonces, si tengo o no razón para advertirte de una concesión que puede producir efectos tan terribles y que con seguridad, si no se evita, enturbiará los años que de otro modo podrían haber sido felices. Monsieur Du Pont es un hombre sensible y cariñoso, que lleva largo tiempo inclinado por ti; su familia y su fortuna son intachables. Después de lo que he dicho, es innecesario añadir que gozaría con vuestra felicidad y que creo que monsieur Du Pont te la proporcionaría. No llores, Emily —continuó el conde cogiendo su mano—, hay una felicidad que está reservada para ti. —Se mantuvo en silencio durante un momento y después añadió con voz más firme—: No deseo que hagas un esfuerzo violento para sobreponerte a tus sentimientos. Lo único que te pido por el momento es que controles los pensamientos que te llevan a recordar el pasado; que te comprometas a pensar en el presente; que te permitas a ti misma creer en la posibilidad de ser feliz, y que alguna vez pienses con complacencia en el pobre Du Pont, y que no le condenes al estado de desesperación, del que, mi querida Emily, trató de liberarte.

—¡Ah! mi querido señor —dijo Emily, que seguía llorando—, no hagáis que la benevolencia de vuestros deseos puedan confundir a monsieur Du Pont con la esperanza de que algún día pueda aceptar su mano. Si conozco mi corazón, eso no ocurrirá nunca. Puedo obedecer vuestras instrucciones en casi todos los otros detalles que no sean el adoptar algo contrario a mi creencia.

—Déjame que comprenda tu corazón —replicó el conde con una leve sonrisa—, si me concedes el favor de guiarte por mis consejos en otros asuntos, perdonaré tu incredulidad respecto a tu futura conducta hacia monsieur Du Pont. Ni siquiera insistiré en que permanezcas más tiempo en el castillo que el que permita tu propia satisfacción; pero aunque me prohíbo oponerme a tu presente retiro, insistiré en reclamar la amistad de tus futuras visitas.

Lágrimas de gratitud se mezclaron con las de tierno pesar cuando Emily agradeció al conde las numerosas pruebas de amistad que había recibido de él; le prometió seguir todos sus consejos excepto uno y le aseguró el placer con el que aceptaría en el futuro la invitación de la condesa y de él mismo, si monsieur Du Pont no estuviera en el castillo.

El conde sonrió ante esta condición.

—Así será —dijo—, mientras tanto el convento está tan cerca del castillo que mi hija y yo te visitaremos a menudo, y si alguna vez nos atrevemos a llevarte otro visitante, ¿nos perdonarás?

Emily le miró contrariada y permaneció silenciosa.

—Bien —continuó el conde—, no insistiré en el tema y debo ahora pedirte que me perdones por haberlo hecho. Sin embargo, me harás la justicia de creer que he hablado así únicamente por una sincera preocupación por tu felicidad y por la de mi estimado amigo monsieur Du Pont.

Emily, cuando se separó del conde, acudió a informar a la condesa de su marcha, que se opuso con expresiones corteses de pesar, tras lo cual envió una nota informando de ello a la madre abadesa, indicándole que regresaba al convento, al que se retiró al día siguiente por la tarde. Monsieur Du Pont, altamente afectado, la vio marchar, mientras el conde trataba de animarle con la esperanza de que Emily le mirara alguna vez con inclinación más favorable.

Emily se alegró de encontrarse una vez más en el tranquilo retiro del convento, donde recibió renovadas todas las amabilidades maternales de la abadesa y las fraternas atenciones de las monjas. Ya habían recibido noticia de los acontecimientos extraordinarios ocurridos en el castillo y, tras la cena, la tarde de su llegada, ése fue el tema de conversación en el salón del convento, donde le pidieron que contara algunos detalles de aquel hecho sorprendente. Emily tuvo mucha precaución y relató brevemente algunas de las circunstancias referidas a Ludovico, cuya desaparición, según coincidieron unánimemente, había sido provocada por causas sobrenaturales.

—Hace tanto tiempo que existe la creencia de que el castillo está embrujado —dijo una monja llamada hermana Frances—, que me sorprendí al oír que el conde tenía la temeridad de habitarlo. Me temo que su anterior propietario tenía algún peso en la conciencia; esperemos que las virtudes del actual le preserven del castigo debido a los errores del anterior, si efectivamente era un criminal.

—¿De qué crimen era sospechoso? —dijo mademoiselle Feydeau, una interna del convento.

—¡Recemos por su alma! —dijo una monja, que hasta entonces había estado sentada atenta y silenciosa—, si era un criminal, su castigo en este mundo fue suficiente.

Había una mezcla de solemnidad y de fortaleza en su tono al decirlo que afectó profundamente a Emily, pero mademoiselle repitió la pregunta, sin advertir el aire solemne de la monja.

—No me atreveré a presumir de saber cuál fue su crimen —replicó la hermana Frances—, pero oí muchas informaciones de naturaleza extraordinaria relativas al fallecido marqués De Villeroi, y, entre ellas, que, poco después de la muerte de su esposa, abandonó Chateau-le-Blanc y nunca regresó al mismo. Yo no estaba entonces aquí, por lo que sólo puedo mencionar lo que me dijeron, y han pasado tantos años desde que murió la marquesa que pocas de nuestra hermandad, según creo, pueden saber más.

—Yo sí —dijo la monja que había hablado antes, llamada Agnes.

—Entonces —dijo mademoiselle Feydeau—, es posible que conozcáis las circunstancias que os permitan juzgar si fue o no un criminal, y cuál fue el crimen que se le imputó.

—Así es —replicó la monja—, pero ¿quién se atreverá a escudriñar en mis pensamientos? ¿Quién se atreverá a obligarme a expresar mi opinión? Sólo Dios es su juez y él ya ha estado ante ese juez.

Emily miró con sorpresa a la hermana Frances, que le devolvió un gesto significativo.

—Sólo pedía vuestra opinión —dijo mademoiselle Feydeau, con suavidad—, si el tema os desagrada, lo dejaré.

—¡Desagradarme! —dijo la monja con énfasis—, somos habladoras inconscientes; no pensamos el sentido de las palabras que decimos;
desagradable
es una palabra pobre. Me voy a rezar.

Al decir esto se levantó de su asiento y con un profundo suspiro abandonó la habitación.

—¿Qué puede significar todo esto? —dijo Emily cuando se hubo marchado.

—No hay nada extraordinario —replicó la hermana Frances—, lo hace con frecuencia; pero no hay intención alguna en lo que dice. Su mente está alterada en ocasiones. ¿No la habéis visto antes así?

—Nunca —dijo Emily—, a veces he pensado, es cierto, que en su mirada había algo de la melancolía de la locura, pero nunca lo advertí en sus palabras. ¡Pobrecilla, rezaré por ella!

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