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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (101 page)

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Blanche estaba sentada, escuchando con atención la descripción de escenas doblemente interesantes y sumergida en solemne emoción, cuando consideraba que aquél era el mismo lugar en el que en otro tiempo ocurrieron aquellos acontecimientos, y su sueño se vio interrumpido de pronto por un ruido que llegó con el viento. Era el ladrido distante de un perro guardián. Los viajeros escucharon con animada esperanza y, como el viento sopló con más fuerza, supusieron que el sonido llegaba desde poca distancia, y los guías tuvieron pocas dudas de que, si procedían de la posada, estaban muy próximos a ella, por lo que el conde decidió que continuaran su camino. La luna les brindaba una luz más fuerte aunque aún incierta, al moverse entre trozos de nubes, y los viajeros, guiados por el sonido, recomenzaron su viaje por el borde del precipicio precedidos por una sola antorcha que completaba la luz de la luna, porque los guías, creyendo que llegarían a la posada antes de la puesta del sol, no se habían provisto de ninguna más. Con precaución silenciosa siguieron tras el ladrido, que se oía a intervalos y que, pasado algún tiempo, cesó por completo. Los guías trataron de dirigirse hacia la parte de la que había procedido, pero el profundo estruendo de la torrentera no tardó en llamar su atención, cuando llegaban a un tremendo corte de la montaña, que parecía impedir cualquier progreso. Blanche descabalgó de su mula, como hicieron el conde y St. Foix, mientras los guías recorrieron el borde del precipicio en busca de un puente, que, fuera o no primitivo, les permitiera cruzar al otro lado. Al fin confesaron lo que el conde había empezado a sospechar, que ya llevaban algún tiempo con dudas sobre el camino y que de lo único que estaban seguros era de que se habían perdido.

A poca distancia descubrieron un paso primitivo y peligroso, formado por un pino enorme, que lanzado por encima del abismo, unía los precipicios opuestos y que probablemente había sido colocado por algún cazador para facilitar su persecución de los lobos. Todos, excepto los guías, temblaron ante la idea de cruzar aquel puente alpino, cuyos lados no tenían defensa alguna y del que caer suponía la muerte. Sin embargo, los guías se prepararon para hacer pasar a las mulas, mientras Blanche permanecía temblorosa a un lado y escuchaba el rugir de las aguas, que se veían descender desde las rocas más altas, cubiertas con pinos, y desde allí precipitarse a las profundidades del abismo, cubierto de espuma blanca que brillaba levemente a la luz de la luna. Los pobres animales cruzaron el peligroso puente con precaución instintiva, pero ni asustados por el ruido de la catarata o engañados por la oscuridad que el enorme follaje producía en su camino. En ese momento la única antorcha que hasta entonces les había prestado muy poco servicio, se convirtió en un tesoro inestimable; y Blanche, aterrorizada, temblorosa, pero tratando de recuperar toda su firmeza y presencia de ánimo, precedida por su enamorado y sostenida por su padre, siguió el brillo rojo de la antorcha, sin peligro, al otro lado de la sima.

Según avanzaban, las alturas se aproximaron y formaron un camino estrecho, al fondo del cual el torrente que acababan de cruzar se oía como un trueno. Pero se vieron de nuevo animados por el ladrido del perro, manteniendo su guardia tal vez en los rebaños de las montañas, protegiéndolos de las bajadas nocturnas de los lobos. El sonido les llegaba de mucho más cerca que antes, y mientras se regocijaban con la esperanza de encontrar pronto un lugar de reposo, vieron una luz en la distancia. Surgió a considerable altura sobre el nivel de su sendero y la vieron aparecer y desaparecer, según las ramas de los árboles excluían o permitían el paso de sus rayos. Los guías gritaron con todas sus fuerzas, pero no les llegó sonido humano alguno como respuesta, y, al final, como medio más seguro de darse a conocer, dispararon una pistola. Esperaron ansiosamente alguna respuesta, pero sólo les llegó el eco entre las rocas, que acabó sumiéndose en el silencio. No obstante, la luz que habían visto antes se hizo más intensa y poco después oyeron voces que les llegaban con el viento, y cuando los guías repitieron su llamada, las voces cesaron inesperadamente y la luz desapareció.

Blanche se sintió más conmovida por la ansiedad, la fatiga y el temor, y los esfuerzos conjuntos del conde y de St. Foix casi no lograron reanimarla. Según continuaron su camino, percibieron algo en una roca superior, sobre la que caían los intensos rayos de la luna, y les pareció que se trataba de una atalaya. El conde, por su situación y por otros detalles, casi no dudaba de que lo era, y creyendo que la luz que habían visto procedía de allí, trató de reanimar a su hija con la esperanza de cobijo y reposo, al margen de las mínimas condiciones que pudiera tener una atalaya ruinosa.

—Han sido levantadas muchas atalayas en los Pirineos —dijo el conde, sólo interesado en apartar la atención de Blanche de sus miedos—, y el método por el que se sirven para enterarse de que se acerca el enemigo es, como sabes, por hogueras encendidas en la parte superior de estos edificios. En otros tiempos se comunicaban así las señales de puesto a puesto a lo largo de una línea fronteriza de cientos de millas de longitud. Después, si la ocasión lo requería, los ejércitos escondidos emergían de sus fortalezas y de los bosques y marchaban hacia delante para defender la entrada de algún gran paso, donde colocándose en las alturas, asaltaban a sus sorprendidos enemigos, que avanzaban por debajo, con fragmentos de roca, y extendían la muerte y la derrota sobre ellos. Los antiguos fuertes y las atalayas que dominaban los grandes pasos de los Pirineos son conservados cuidadosamente, pero algunos de ellos, en posiciones inferiores, se encuentran en ruinas y se convierten con frecuencia en el hogar más pacífico posible del cazador o del pastor, quienes después de un día duro se retiran a ellos, y con sus perros leales, cerca de un ansioso fuego, dejan la labor de la caza o la ansiedad de recuperar sus rebaños, mientras se cobijan de una tormenta nocturna.

—¿Pero están siempre tan pacíficamente habitados? —dijo Blanche.

—No —replicó el conde—, a veces sirven de asilo a contrabandistas franceses y españoles que cruzan las montañas con los productos de sus respectivos países, y se envían a veces fuertes grupos de las tropas del rey. Pero con frecuencia la decisión desesperada de estos aventureros sobrepasa el coraje de los soldados, pues saben que si son apresados, deben expiar el incumplimiento de la ley con una muerte cruel, y viajan en grandes grupos y bien armados. Los contrabandistas que buscan sólo su seguridad nunca inician una batalla que puedan evitar. Los militares que saben también que estos encuentros son peligrosos y en los que no es posible alcanzar la gloria, parecen igualmente dudosos ante la lucha. En consecuencia, las batallas se producen raramente, pero cuando sucede, nunca concluyen hasta que se produce el conflicto más desesperado y sangriento. No me estás escuchando, Blanche —añadió el conde—, te he preocupado con este tema tan molesto, pero mira allí, a la luz de la luna está el edificio que buscábamos, y hemos tenido la suerte de encontraos cerca de él antes de que estalle la tormenta.

Blanche miró hacia arriba y comprobó que se encontraban al pie de una colina en cuya cumbre estaba el edificio, del que no procedía luz alguna. También había cesado el ladrido del perro y los guías comenzaron a dudar si efectivamente era aquello lo que buscaban. Desde la distancia en la que se encontraba parecía de mayor tamaño que una simple atalaya, pero las dificultades que se les presentaban eran las de subir hasta aquella altura, cuyos abruptos declives no indicaban que hubiera sendero alguno.

Mientras los guías se adelantaron con la antorcha para examinar el lugar, el conde permaneció al pie de la montaña con Blanche y St. Foix, bajo la sombra de los bosques, tratando de que pasara el tiempo con la conversación, pero la ansiedad hizo que Blanche se abstrajera. Entonces comentó en un aparte con St. Foix si consideraba que sería aconsejable, en caso de que fuera encontrado un sendero, aventurarse hasta un edificio que podía ser albergue de bandidos. Consideraron que su grupo no era tan pequeño y que varios de ellos iban bien armados, y tras enumerar los peligros en que incurrirían al pasar la noche a la intemperie, expuestos, tal vez, a los efectos de la tormenta, no les quedó duda alguna de que debían tratar de entrar en el edificio a cualquier riesgo referente a las personas que pudiera haber dentro, pero la oscuridad y el silencio mortal que les rodeaba parecían contradecir la probabilidad de que estuviera habitado.

Un grito de uno de los guías llamó su atención, tras lo cual, en pocos minutos, uno de los criados del conde regresó con la noticia de que habían encontrado un sendero e inmediatamente emprendieron el camino para reunirse con los guías. Ascendieron por un estrecho camino en círculos, cortado en la roca entre la espesura de árboles enanos, y tras mucho trabajo y algún peligro, alcanzaron la cumbre, donde varias torres ruinosas, rodeadas por un muro, se alzaban ante su vista, parcialmente iluminadas por la luz de la luna. El espacio alrededor del edificio estaba silencioso y aparentemente olvidado, pero el conde fue precavido.

—Avanzad sin ruido —dijo, en voz baja—, mientras reconocemos el edificio.

Tras proseguir silenciosamente, se detuvieron ante la puerta, cuyas hojas estaban totalmente en ruinas, y, tras un momento de duda, pasaron al patio de entrada, pero deteniéndose de nuevo al comienzo de la terraza, que partía desde allí y corría a lo largo del borde del precipicio. Sobre ésta, se elevaba el cuerpo principal del edificio, que comprobaron que no era una atalaya, sino una de esas fortalezas antiguas que el tiempo y el abandono habían llevado a la decadencia. Sin embargo, muchas partes parecían estar completas. Había sido construido en piedra gris en el pesado estilo gótico sajón, con enormes torres redondas, baterías de proporcionada fortaleza, y el arco de la enorme puerta, que parecía abrirse a un vestíbulo, era redondo como el de la ventana superior. El aire de solemnidad que tan fuertemente había caracterizado el conjunto, incluso en los días de su uso, se veía considerablemente aumentado por los bastiones y los muros demolidos a medias y por las tremendas masas de ruinas, diseminadas a su alrededor, silenciosas y cubiertas de hiedra. En el patio de entrada permanecían los restos de un roble gigante, que debía haber florecido y decaído con el edificio, al que parecía sostener por algunas de sus ramas sin hojas, y con el musgo crecido por todo el tronco y que por su contorno aún daba muestras del gigantesco tamaño que había tenido en otro tiempo. Evidentemente la fortaleza había tenido gran importancia por su situación en un extremo de las rocas, que permitía una amplia visión, y tenía que haber servido para asustar, tanto como para resistir. El conde, según la recorría, se sorprendió por el hecho de que a pesar de su antigüedad no estuviera totalmente en ruinas, y su aire solitario y desértico llenó su pecho de emociones melancólicas. Mientras se sumergía por unos momentos en estos pensamientos, le pareció oír voces que llegaban desde el interior del edificio, cuya parte frontal revisó de nuevo con atenta mirada, pero sin que viera luz alguna. Decidió entonces recorrerlo por el exterior hasta el punto más alejado de donde creía que habían procedido las voces, con objeto de comprobar si se veía alguna luz antes de aventurarse a llamar a la puerta. Con este propósito entró en la terraza, donde los restos de los cañones asomaban en sus espesos muros, pero no había avanzado mucho cuando detuvo su paso por el estrepitoso ladrido de un perro desde el interior, que supuso que era el mismo que había oído y les había conducido hasta allí. Parecía cierto que el lugar no estaba habitado, y el conde regresó para consultar de nuevo con St. Foix si debían entrar, porque el aspecto salvaje del conjunto había debilitado su anterior resolución. Después de hacerlo, sometió a su consideración lo que había pensado anteriormente, que confirmaba el descubrimiento del perro que guardaba el lugar, así como la quietud que prevalecía. Ordenó a uno de sus criados que llamara a la puerta, que ya avanzaba para obedecerle cuando apareció una luz a través de una de las troneras de las torres y el conde llamó en voz alta, sin recibir respuesta. Se acercó él mismo a la puerta y golpeó con la aldaba. Cuando cesaron los ecos que había despertado el golpe, los nuevos ladridos, y había más de un perro, fueron los únicos sonidos que oyeron. El conde dio unos pasos hacia atrás para observar si había alguna luz en la torre, y al comprobar que había desaparecido, regresó a la puerta, haciendo sonar de nuevo la aldaba, momento en que le pareció oír murmullos de voces en el interior y se detuvo para escuchar. Confirmó su suposición, pero eran demasiado lejanas para ser oídas como algo más que un murmullo, y el conde dejó caer con fuerza la aldaba sobre la puerta, a lo que siguió un profundo silencio. Era evidente que las personas que había en el interior habían oído el ruido y su precaución antes de admitir a desconocidos le dio una favorable opinión sobre ellos.

—Deben ser cazadores o pastores —dijo— que, como nosotros, probablemente han buscado refugio para pasar la noche en estos muros y temen admitir a desconocidos que pudieran ser ladrones. Trataré de disipar sus temores. Al decir esto, gritó: —Somos amigos que solicitan refugio para pasar la noche. A los pocos momentos, se oyeron pasos en el interior y una voz preguntó: —¿Quien llama?

—Amigos —repitió el conde—, abrid las puertas y sabréis algo más. Se oyeron grandes cerrojos y apareció un hombre armado con un arpón de caza.

—¿Qué es lo que queréis a esta hora? —dijo.

El conde hizo una señal a sus criados y contestó que deseaba preguntar por el camino hasta la cabaña más próxima.

—¿Conocéis tan poco estas montañas —dijo el hombre—, que no sabéis que no hay ninguna en varias leguas a la redonda? No puedo mostraros el camino, debéis buscarlo vos mismos. Hay una...

Al decir esto, se dispuso a cerrar la puerta y el conde se volvió, a medias contrariado y a medias temeroso, cuando se oyó otra voz desde arriba, y, al mirar vio una luz y la cara de un hombre en la reja de la puerta.

—Un momento, amigo, ¿os habéis perdido? —dijo la voz—, sois cazadores, supongo, como nosotros. Acudo al momento.

La voz cesó y la luz desapareció. Blan che se había asustado con la aparición del hombre que había abierto la puerta y rogó a su padre que se alejaran de aquel lugar; pero el conde, que había visto el arpón del cazador, se animó con las palabras del que había hablado desde la torre. La puerta se abrió de nuevo y varios hombres, con ropas de cazadores, que habían escuchado desde arriba lo que sucedía, aparecieron, y tras escuchar las informaciones del conde, le dijeron que era bienvenido para descansar allí durante la noche. Le presionaron con cortesía para que entraran y participaran de su cena, que estaba a punto de tomar. El conde, que los había observado atentamente mientras hablaban, fue precavido y tuvo algunas sospechas, pero también estaba cansado, temía la tormenta que se aproximaba y el permanecer en las alturas alpinas en la oscuridad de la noche, por lo que, tras una consideración más detallada y confiando en la fuerza y el número de sus criados, decidió aceptar la invitación. Con esta resolución llamó a sus criados, quienes avanzaron alrededor de la torre, tras la cual algunos de ellos habían escuchado en silencio su conversación. Siguieron a su señor, a la condesa Blanche y a St. Foix al interior del fuerte. Los desconocidos los condujeron por un espacioso y rústico vestíbulo, parcialmente iluminado por un fuego que ardía en uno de los extremos, alrededor del cual estaban sentados cuatro hombres con ropas de cazadores, y junto a la chimenea dormitaban varios perros. En medio de la habitación había una mesa de gran tamaño y en el fuego se cocía la carne de algún animal. Al aproximarse el conde, los hombres se pusieron en pie, y los perros, levantados a medias, miraron con fiereza a los desconocidos, pero al oír las voces de sus amos se mantuvieron junto a la chimenea.

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