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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (68 page)

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Al llegar al término del bosque se dirigieron hacia el valle en dirección opuesta a la que recorría el enemigo en su aproximación. Emily vio entonces toda la dimensión de Udolfo, con sus muros grises, torres y terrazas, por encima de los precipicios y de los bosques, y brillando parcialmente con las amas de los
condottieri,
cuando los rayos del sol, cruzando una nube otoñal, caían sobre una parte del edificio, cuyo aspecto restante permanecía en majestuosa oscuridad. Continuó mirando a través de sus lágrimas hacia aquellos muros, que, tal vez, encerraban a Valancourt, y que ahora, al alejarse la nube, se vieron iluminados por un inesperado esplendor que no tardó en oscurecerse, mientras los rayos del sol iluminaban las copas de los árboles y acentuaban los primeros tonos del otoño, que se habían asentado en la floresta. La espiral de la montaña ocultó al fin Udolfo a su vista y Emily se volvió, llena de pesar, hacia otros temas. El aliento melancólico del viento entre los pinos, que se extendían por encima de ellos, y el trueno distante de un torrente, colaboraron en su meditación y conspiraron con el aspecto salvaje del paisaje que la rodeaba, infundiendo en su mente emociones solemnes, aunque no desagradables, que no tardaron en verse interrumpidas por el estruendo distante del cañón, repetido en eco por las montañas. El sonido fue arrastrado por el viento y se repitió en reverberaciones cada vez más débiles, hasta perderse en un murmullo. Era la señal de que el enemigo había llegado al castillo y el temor por Valancourt atormentó de nuevo a Emily. Volvió sus ojos ansiosos hacia la parte donde había quedado el edificio, pero las alturas que la separaban lo ocultaban a su vista; sin embargo, vio la cumbre de la montaña que estaba frente a la que había sido su habitación, fijando la mirada como si aquello pudiera decirle lo que estaba sucediendo entonces. Los guías le recordaron por dos veces que se entretenía demasiado y que les quedaba mucho camino, antes de que pudieran apartarse de aquel lugar, e incluso cuando prosiguió su camino, se volvió varias veces, hasta que sólo un punto, iluminado por los rayos del sol, surgía en medio de las otras montañas.

El sonido del cañón afectó a Ugo como el sonido de la trompeta lo hace con los caballos de guerra; despierta el fuego de su naturaleza. Estaba impaciente por verse en medio de la lucha y masculló algunas protestas contra Montoni por haberle enviado en aquella misión. Los sentimientos de su camarada parecían bastante opuestos y adaptados mejor a las crueldades que a los peligros de la guerra.

Emily les hizo algunas preguntas relativas al lugar de su destino, pero sólo pudo saber que la llevaban a una casa en Toscana. Cada vez que mencionó el asunto tuvo la impresión de ver en los rostros de aquellos hombres una expresión maligna y astuta que la alarmó.

Era mediodía cuando salieron del castillo. Durante varias horas viajaron por regiones solitarias en las que ni balidos de ovejas ni ladridos de perros pastores rompieron el silencio, y se encontraban ya demasiado lejos incluso para oír el trueno del cañón. Según avanzaba la tarde bajaron por precipicios llenos de bosques de cipreses, pinos y cedros hasta llegar a un pequeño valle, tan salvaje y recluido que si la Soledad buscara un lugar para habitarlo, «aquélla habría sido su residencia más apreciada». A Emily le pareció un lugar perfectamente adecuado para refugio de bandidos, y, en su imaginación, casi los vio moverse entre las ramas que se proyectaban sobre las rocas, donde sus sombras, alargadas por el sol del ocaso, cruzaban el camino, avisando al viajero del peligro. Tembló ante esta idea, y al mirar a sus conductores para comprobar si iban armados, ¡pensó que veía en ellos a los temidos bandidos!

En el pequeño valle le propusieron descabalgar.

—Porque —dijo Ugo— no tardará en caer la noche y en ese momento los lobos harían peligroso que nos detuviéramos.

Éste era un nuevo tema de alarma para Emily, pero inferior al que sufría con la idea de verse en aquella zona, a medianoche, con dos hombres como sus conductores. Acudieron a su mente oscuras y terribles sospechas de los propósitos de Montoni al enviarla allí. Trató de disuadir a los hombres de la parada y preguntó con ansiedad cuánto les quedaba de camino.

—Aún muchas leguas —replicó Bertrand—. Vos, signora, podéis hacer lo que queráis para comer, nosotros nos prepararemos una buena cena mientras podamos. Os aseguro que la vamos a necesitar antes de que acabemos nuestro viaje. El sol ya se está ocultando, nos apearemos ahí, bajo esa roca.

Su camarada asintió, y, dirigiendo las mulas fuera del camino, avanzaron hacia unas rocas escarpadas, cubiertas en la parte superior de cedros. Emily los siguió en tembloroso silencio. La ayudaron a bajar de la mula y, tras sentarse en la hierba, al pie de las rocas, sacaron algunos alimentos que llevaban preparados de los que Emily trató de comer un poco, más que nada para disimular sus temores.

El sol se ocultó tras las altas montañas del oeste, sobre las que empezó a extenderse un halo púrpura, y la oscuridad del crepúsculo se asentó sobre todo lo que les rodeaba. Ya no escuchaba con satisfacción el leve y suave murmullo de la brisa moviéndose entre los árboles, porque colaboraba con lo salvaje del paisaje y la hora de la tarde para deprimir su ánimo.

La inquietud relativa al prisionero en Udolfo había aumentado de tal modo que, comprobando que era impracticable hablar a solas con Bertrand sobre el asunto, volvió a plantear sus preguntas en presencia de Ugo; pero era o pretendía ser enteramente ignorante en relación con el desconocido. Cuando Bertrand abandonó el tema, siguió su conversación con Ugo, lo que le llevó a mencionar al signor Orsino y el incidente que le había obligado a marcharse de Venecia, tema sobre el que Emily aventuró algunas preguntas. Ugo parecía muy enterado de los detalles de aquel trágico acontecimiento, y relató con minuciosidad lo sucedido, provocando la sorpresa y conmoviendo a Emily, porque le parecía muy extraordinario que toda aquella información pudiera ser conocida por alguien que no fueran las personas que habían estado presentes cuando se cometió el asesinato.

—Era alguien de importancia —dijo Bertrand—, en otro caso el estado no se habría molestado en buscar a sus asesinos. El signor ha tenido mucha suerte; ésta no es la primera vez que se ha visto metido en este tipo de asuntos y, claro está, cuando un caballero no tiene otro medio de obtener la victoria, tiene que hacerlo así.

—¡Ay! —dijo Ugo—, ¿y por qué no ha de ser ese medio tan bueno como otro? Es la manera de obtener justicia de una vez, sin darle más vueltas. Si acudes a la ley, debes esperar hasta que les convenga a los jueces y al final perder la causa. Por eso, el mejor camino es estar seguro de tu derecho, mientras puedas y ejecutar la justicia tú mismo.

—Así es —prosiguió Bertrand—, si esperas a que te hagan justicia, puede que tarde demasiado. Si yo quiero servir adecuadamente a un amigo mío, ¿cómo puedo conseguir mi venganza? Diez frente a uno me dirán que él tiene razón y que yo soy el equivocado. Si un tipo tiene una propiedad que yo creo debe ser mía, ¿por qué he de esperar, tal vez hasta morirme de hambre, a que la ley me lo dé y entonces, incluso, el juez pueda decir que la propiedad es suya? ¿Qué es lo que hay que hacer? La cosa está bien clara, debo quedarme con ella.

El horror de Emily al oír esta conversación se acrecentó con la sospecha de que la última parte de la misma iba dirigida contra ella, y que aquellos hombres habían sido comisionados por Montoni para ejecutar un tipo similar de
justicia,
en su causa.

—Pero estaba hablando del signor Orsino —prosiguió Bertrand—; es uno de ésos a los que les encanta hacer justicia de inmediato. Recuerdo que hace unos diez años, el signor tuvo una discusión con un caballero de Milán. Me contaron entonces la historia y se me ha quedado grabada en la cabeza. Discutieron por una dama que le gustaba al signor y que era lo suficientemente perversa para preferir a un caballero de Milán e incluso lo llevó tan lejos como para casarse con él. Esto provocó al signor, como era lógico, porque había tratado durante mucho tiempo de razonar con ella y solía enviarle gentes para darle serenatas bajo sus ventanas por la noche y escribir versos para ella y juraba que era la dama más hermosa de Milán. Pero no sirvió de nada, no había manera de hacerla entrar en razones. Y, como he dicho, ella fue tan lejos, como casarse con el otro caballero. Esto hizo que el signor se llenara de ira con deseos de venganza; decidió desquitarse y esperó su oportunidad, aunque no fue mucho, porque, poco después del matrimonio, se marcharon a Padua, estoy seguro que sin pensar lo que se les preparaba. El caballero se marchaba triunfante, pero no tardó en enterarse de otra clase de historia.

—¿Había prometido algo la dama al signor Orsino? —dijo Ugo.

—¡Prometido! No —replicó Bertrand—, no llegó ni siquiera a decirle que le agradaba, según oí, sino todo lo contrario, porque solía decir, desde el principio, que jamás se iría con él. Y esto fue lo que provocó al signor y con razón, porque, ¿a quién le gusta oír que es desagradable?, y se lo dijo así de claro. No le pareció bastante decirle eso; se marchó y se casó con otro.

—¡Cómo! ¿Se casó sólo para ofender al signor? —dijo Ugo.

—De eso no estoy enterado —replicó Bertrand—, dijeron que llevaba tiempo interesada en el otro caballero, pero eso no tiene que ver con el asunto, no tendría que haberse casado con él, y así el signor no se habría visto provocado. Podía haberse esperado lo que iba a ocurrir; no podía suponer que él iba a aceptar su comportamiento. Pero, como decía, salieron para Padua, ella y su marido, y el camino se extiende por una serie de montañas desnudas como ésas. Aquello servía bien a los propósitos del signor. Vigiló el momento de su marcha y envió a sus hombres tras ellos con instrucciones sobre lo que debían hacer. Se mantuvieron a cierta distancia, hasta que vieron su oportunidad, y aquello no ocurrió hasta el segundo día de viaje, cuando el caballero había enviado a sus criados por delante a la próxima ciudad para que prepararan los caballos de refresco. Los hombres del signor aceleraron el paso y alcanzaron al carruaje en un pasadizo entre dos montañas, donde los bosques impedían que los criados vieran lo que pasaba aunque aún no estaban muy lejos. Cuando llegamos, disparamos nuestros trabucos, pero fallamos.

Emily se puso pálida al oír estas palabras y confió en que se hubiera confundido mientras Bertrand proseguía.

—El caballero disparó de nuevo, pero fue forzado a apearse y en el momento en que se volvía para llamar a su gente, cayó. Fue lo más tremendo que podías haber visto. Recibió en la espalda tres estiletes al mismo tiempo. Cayó y fue despachado en un minuto; pero la señora escapó, ya que los criados habían oídos los disparos y llegaron antes de que se pudiera hacer algo con ella. «Bertrand», dijo el signor, cuando sus hombres regresaron...

—¡Bertrand! —exclamó Emily, pálida de horror, que no se había perdido una sílaba de la historia.

—¿He dicho Bertrand? —prosiguió el hombre confuso—. No, Giovanni. Pero he olvidado dónde estaba. «Bertrand», dijo el signor...

—¡De nuevo Bertrand! —dijo Emily, con voz desfallecida—. ¿Por qué repetís ese nombre?

Bertrand lanzó un juramento.

—¿Qué importa —prosiguió—, que el hombre se llamara Bertrand, o Giovanni, o Roberto?, da lo mismo. Me habéis confundido dos veces con esa pregunta. Bertrand, o Giovanni, o lo que queráis. «Bertrand —dijo el signor—, si tus camaradas hubieran cumplido con su deber como tú, no habría perdido a la dama. Ve, mi buen compañero, aquí tienes esto». Me dio una bolsa de oro, que era bastante poco, considerando el servicio que le había prestado.

—Vamos, vamos —dijo Ugo—, bastante poco, bastante poco.

Emily respiraba con dificultad y casi no podía sostenerse. Cuando vio por primera vez a aquellos hombres, su apariencia y su relación con Montoni habían sido suficiente para impresionarla en su desesperación; pero ahora, cuando uno de ellos había confesado ser un asesino, y se vio, al acercarse la noche, bajo su guía, en medio de las montañas agrestes y solitarias, y yendo hacia un lugar casi desconocido, se vio atormentada por el terror más agonizante, que resultaba aún menos soportable ante la necesidad que sentía de ocultar todos los síntomas a sus acompañantes. Reflexionando sobre el comportamiento y las amenazas de Montoni, no parecía improbable que la hubiera entregado en sus manos con el propósito de que fuera asesinada y así asegurarse, sin nuevas oposiciones o demoras, las propiedades por las que llevaba luchando tanto tiempo y tan desesperadamente. Sin embargo, si éste era su propósito, no parecía necesario enviarla a tal distancia del castillo, porque si el temor a que fuera descubierto no le había decidido a perpetrar allí su acción, un lugar mucho más próximo hubiera sido suficiente para ocultarla. Estas consideraciones no se le ocurrieron de inmediato a Emily, en la que tantas circunstancias conspiraban para despertar su terror, cuando no tenía poder para oponerse a ellas o analizar fríamente los detalles; y si lo hubiera hecho, había en cualquier caso muchas apariencias que habrían justificado demasiado bien sus más terribles temores. No se atrevía a hablar con sus conductores, ya que temblaba al mero sonido de sus voces y cuando, de vez en vez, les lanzaba alguna mirada, sus rostros, vistos imperfectamente en la oscuridad de la tarde, colaboraban en la confirmación de sus temores.

Hacía ya algún tiempo que se había ocultado el sol; pesadas nubes, cuyas partes más bajas estaban teñidas de bermellón sulfuroso, se extendían hacia el oeste y lanzaban tonos rojizos sobre el bosque de pinos, que producía un ruido solemne al cruzar la brisa entre sus ramas. El ambiente oprimió más el corazón de Emily y le hizo ver más desesperadas y terroríficas todas las cosas que la rodeaban, las montañas, oscurecidas en el crepúsculo; las torrenteras relucientes, rugiendo con fuerza; los bosques ennegrecidos, y el profundo valle, roto por las zonas rocosas, cubiertas en lo alto por cipreses, agitados en la oscuridad. Para Emily, al contemplarlo con su mirada inquieta, aquello no tenía final; ni una cabaña ni una choza asomaban en el paisaje, ni siquiera el distante ladrido de un perro pastor. Con voz trémula se atrevió a recordar a sus guías que se estaba haciendo tarde y volvió a preguntar si les quedaba mucho camino. Estaban tan ocupados en su charla que no atendieron su pregunta, y que no se atrevió a repetir temiendo una agria respuesta. Sin embargo, poco después, tras haber concluido su cena, los hombres guardaron lo que habían sacado y prosiguieron por el valle en silencio. Emily volvió a meditar sobre su situación y los motivos de Montoni para todo aquello. No podía dudar de que se debía a siniestros propósitos contra ella; y parecía que, si no intentaba destruirla con la idea de apoderarse inmediatamente de sus propiedades, tenía la intención de mantenerla un tiempo escondida por alguna razón terrible que pudiera al mismo tiempo satisfacer su avaricia y más aún su profunda venganza. En ese momento, recordando al señor Brochio y su comportamiento en el pasillo unas pocas noches antes, la última suposición, pese a lo terrible que le resultaba, se afirmó en su creencia. Sin embargo, ¿por qué sacarla del castillo, donde actos oscuros, según temía, habían sido ejecutados con frecuencia y en el secreto?... de las habitaciones, que tal vez... estaban llenas de inmundicias, y manchas de asesinatos a medianoche.

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