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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (64 page)

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Cuando terminó el servicio, el fraile miró a Emily con atención y sorpresa y pareció que deseaba hablar con ella, pero se contuvo por la presencia de los
condottieri,
quienes, según se dirigían en su camino de regreso hacia los patios, se entretenían con bromas sobre aquella sagrada misión que el fraile soportó en silencio, solicitando únicamente ser conducido de nuevo sin peligros a su convento, y que Emily oyó con preocupación e incluso con horror. Cuando llegaron al patio, el monje la bendijo, y, tras lanzarle una mirada piadosa, se volvió hacia la entrada, donde los hombres le acompañaron con una antorcha, mientras Annette, portando otra, acompañó a Emily a su cuarto.

La apariencia del fraile y la expresión de dulce compasión con la que le había mirado, habían interesado a Emily, quien, aunque había sido ante sus súplicas por lo que Montoni había consentido en permitir que un sacerdote ofreciera los últimos rituales a su fallecida esposa, no sabía nada de aquella persona, hasta que Annette le informó en aquel momento, indicándole que pertenecía a un monasterio situado entre las montañas, a pocas millas de distancia. El superior, que miró a Montoni y a sus hombres, no sólo con aversión, sino con terror, probablemente había temido ofenderle negándose a su solicitud, y, por ello, había ordenado a un monje que oficiara el funeral, quien, con el espíritu caritativo de un cristiano, había superado sus dudas para entrar tras los muros de aquel castillo, por el deseo de realizar lo que consideraba que era su deber y, como la capilla había sido construida sobre tierra sagrada, no se había opuesto a celebrarlo con motivo del fallecimiento de madame Montoni.

Emily pasó varios días en total reclusión, en un estado de ánimo que se debatía entre el terror por sí misma y el dolor por la desaparecida. Al final, se decidió a hacer nuevos esfuerzos para persuadir a Montoni de que le permitiera regresar a Francia. Las razones que pudiera tener para detenerla, casi no se atrevía a conjeturarlas; pero era bien cierto que ésas eran sus intenciones, y la total negativa que le había dado anteriormente ante su propuesta de marchar le dejaba pocas esperanzas de que accediera a ello ahora. Pero el horror que su presencia le inspiraba hizo que difiriera día tras día la mención del tema; y por fin se vio acosada en su inactividad al recibir un mensaje de él indicándole que deseaba verla a determinada hora. Nació en ella la esperanza de que estuviera dispuesto a renunciar, ahora que su tía había desaparecido, a la autoridad que había usurpado sobre ella, hasta que recordó que las propiedades, causa de tantos problemas, habían pasado a ser suyas, y entonces temió que Montoni estuviera preparado para emplear alguna estratagema con objeto de obtenerlas, y de que la detendría como prisionera hasta que lo lograra. Este pensamiento, en lugar de desanimarla, despertó todos sus poderes latentes de fortaleza hacia la acción; y las propiedades, que tan de buena gana habría entregado para asegurar la paz de su tía, no las entregaría a Montoni aunque fuera a costa de sus propios sufrimientos. También pensando en Valancourt decidió conservarlas, puesto que les permitirían una mejor situación con la que esperaba asegurar el bienestar de su vida futura. Al pensar en ello, cedió a la ternura de las lágrimas, y anticipó en su pensamiento las delicias de aquel momento en que, con generosidad afectuosa, pudiera decirle que eran suyas. Vio la sonrisa que asomaría a su rostro, la mirada afectuosa que le diría al instante tanto de su alegría como de su agradecimiento y, en ese momento, creyó que podría soportar cualquier sufrimiento que el malvado espíritu de Montoni pudiera estar preparando para ella. Recordó entonces, por primera vez desde la muerte de su tía, los documentos relativos a las propiedades en cuestión y decidió buscarlos tan pronto como concluyera su entrevista con Montoni.

Con estas resoluciones se encontró con él a la hora establecida, y esperó a conocer sus intenciones antes de insistir en su petición. Con él estaban Orsino y otro oficial, y ambos próximos a una mesa, cubierta con papeles que Montoni estaba examinando.

—Te he mandado llamar, Emily —dijo Montoni levantando la cabeza—, para que seas testigo de un asunto, una transacción que realizo con mi amigo Orsino. Todo lo que precisamos de ti es que firmes en este papel.

Cogió uno de los que había en la mesa, dijo algo ininteligible y lo puso delante de ella, ofreciéndole una pluma. Emily lo cogió, y estaba a punto de escribir cuando las intenciones de Montoni se presentaron en su cabeza como el efecto de un relámpago. Tembló, dejó caer la pluma, y rehusó firma lo que no había leído. Montoni simulo reír ante sus escrúpulos, y, cogiendo de nuevo el papel, pretendió leerlo; pero Emily, que seguía temblando dándose cuenta del peligro en el que se encontraba, y que estaba asombrada de que su propia credulidad hubiera estado a punto de traicionarla, se negó definitivamente a firmar cualquier papel. Durante un tiempo, Montoni se mantuvo en su disimulo sobre lo ridículo de su rechazo; pero, cuando advirtió por su firme perseverancia que se había dado cuenta de sus propósitos, cambió de actitud y le hizo una señal para que le siguiera a otra habitación. Allí le dijo que había estado dispuesto a evitarse y a evitarla el problema de una batalla inútil, en un asunto en el que su voluntad era la justicia y en el que prefería persuadirla a obligarla a cumplir con su deber.

—Yo, como esposo de la fallecida signora Montoni —añadió—, soy el heredero de todo lo que ella poseía; las propiedades, en consecuencia, que se negó a cederme en vida no pueden ser retenidas por más tiempo, y por tu propia seguridad no te engañaría respecto a la absurda afirmación que te hizo una vez en mi presencia, indicando que esas propiedades serían tuyas, si moría sin habérmelas cedido. Sabía muy bien en aquel momento que no tenía poderes para evitarlo después de su muerte; y creo que tú tienes sentido suficiente para no provocar mi rencor planteando una reclamación injusta. No tengo por costumbre el halago y, en consecuencia, recibirás como una manifestación sincera que te hago, que posees una comprensión muy superior a las personas de tu sexo; y que no tienes ninguna de esas lamentables flaquezas que con frecuencia marcan el carácter femenino, como son la avaricia o el deseo de poder, que hacen que las mujeres disfruten al contradecir y al burlarse cuando no pueden conquistar. Si no me equivoco en tu disposición y en tu ánimo, no mostrarás que desciendes a esos errores comunes de tu sexo.

Montoni hizo una pausa; y Emily permaneció silenciosa y expectante, ya que le conocía demasiado bien para creer que hubiera condescendido a tal elogio a menos que pensara que con ello podría conseguir lo que era de su interés; y, aunque había olvidado mencionar la vanidad entre las flaquezas de las mujeres, era evidente que consideraba que era una de las predominantes, puesto que había decidido someterla a ella su comprensión del carácter de su propio sexo.

—Con este punto de vista —prosiguió Montoni—, no puedo creer que te opongas, cuando sabes que no puedes vencer, o que desees vencer o ambicionar propiedad alguna cuando no tienes la justicia de tu lado. Sin embargo, considero adecuado informarte de la alternativa. Si adoptas una decisión justa sobre el tema, te será permitido regresar a Francia custodiada con seguridad en un breve plazo; pero, si eres tan infeliz como para dejarte engañar por las últimas afirmaciones de la signora, quedarás como mi prisionera hasta que te convenzas de tu error.

Emily, con toda calma, dijo:

—No soy tan ignorante, signor, de las leyes referentes a este asunto, para dejarme confundir por las afirmaciones de cualquier persona. La ley, en su estado presente, me concede las propiedades en cuestión, y mi propia mano no traicionará nunca mi derecho.

—Parece que me he confundido en mi opinión sobre ti —manifestó Montoni con gesto sombrío—, hablas alocada y presuntuosamente sobre un tema que no entiendes. Por una vez, estoy dispuesto a perdonar tu total ignorancia; la debilidad de tu sexo, también, de la que, eso parece, no estás exenta, reclama alguna tolerancia; pero, si insistes en esta postura, habrás de temerlo todo de mi justicia.

—De vuestra justicia, signor —prosiguió Emily—, no tengo nada que temer, sólo esperanzas.

Montoni la miró humillado y meditó lo que iba a decir.

—Compruebo que eres lo suficientemente débil —prosiguió— para dar crédito a esa ociosa afirmación a la que he aludido. Lo lamento por ti; por lo que se refiere a mí, tiene pocas consecuencias. Tu credulidad sólo puede castigarte a ti misma; y debo sentir únicamente esa debilidad de ánimo, que te conduce a los sufrimientos que me obligas a preparar para ti.

—Tal vez descubráis, signor —dijo Emily, con contenida dignidad—, que la fortaleza de mi ánimo es igual a la justicia de mi causa, y que puedo soportarlo todo con fortaleza, cuando se trata de resistir la opresión.

—Hablas como una heroína —dijo Montoni airado—, veremos si puedes sufrir como una de ellas.

Emily guardó silencio y él salió de la habitación.

Al recordar que se había resistido pensando en Valancourt, sonrió complacida ante las amenazas de sufrimiento, y se retiró hacia el lugar que su tía le había señalado como depositario de los documentos relativos a las propiedades, donde los encontró como le había descrito; y, puesto que no conocía un lugar mejor para ocultarlos que aquel mismo, los volvió a colocar en su sitio, sin examinar su contenido, temerosa de ser descubierta mientras intentaba una lectura cuidadosa.

Volvió una vez más a su propio cuarto solitario, y allí pensó de nuevo en la última conversación con Montoni, y en los males que podría esperar por oponerse a su voluntad. Pero su poder no le parecía terrible a su imaginación como él había intentado. Un orgullo sagrado se había adueñado de su corazón y le enseñaba a defenderse de la presión de la injusticia, y a glorificarse en el sufrimiento tranquilo del mal, por una causa en la que también estaba mezclado su interés por Valancourt. Por primera vez sintió en toda su extensión su propia superioridad sobre Montoni y rechazó la autoridad que hasta entonces había temido.

Según estaba sentada meditando le llegó una carcajada desde la terraza, y, al acercarse al ventanal, vio, con inexpresable sorpresa, a tres damas, vestidas con galas de Venecia, paseando con varios caballeros por debajo. Los contempló con tanto asombro que le hizo permanecer en la ventana, sin preocuparse por ser observada, hasta que el grupo pasó bajo ella. Una de ellas miró hacia arriba y descubrió el rostro de la signora Livona, cuyo comportamiento le había encantado el día de su llegada a Venecia, y que había sido presentada en la cena de Montoni. Este descubrimiento despertó en ella una emoción de alegría; porque alegría y consuelo era saber que una persona, de talante tan gentil como parecía tener la signora Livona, estaba cerca de ella; sin embargo, había algo tan extraordinario en el hecho de que estuviera en el castillo, en aquellas circunstancias y, evidentemente, por lo desenvuelto de su aire, por su propio consentimiento, que le surgió una dolorosa sospecha relativa a su conducta. Pero el pensamiento le causó tanta conmoción a Emily, cuyo afecto había ganado la conducta de la signora, y todo ello parecía tan improbable, cuando lo recordaba, que rechazó la idea inmediatamente.

A la llegada de Annette, le preguntó por la presencia de aquellas personas y la muchacha estaba tan interesada en hablarle de ello como Emily de enterarse.

—Acaban de llegar, mademoiselle —dijo Annette—, con dos signors de Venecia, y me ha alegrado mucho ver de nuevo caras cristianas. Pero, ¿por qué habrán venido hasta aquí? ¡Deben estar locos para venir por propia voluntad a un lugar como éste! Sin embargo, así han venido, porque parecen muy contentas.

—¿Han sido, tal vez, hechas prisioneras? —preguntó Emily.

—¡Prisioneras! —exclamó Annette—, no, de ninguna manera, mademoiselle. Ellas no. Recuerdo muy bien a una de Venecia. Fue una o dos veces a la mansión del signor, lo recordaréis, mademoiselle, y se decía, pero no creía una palabra de ello..., se decía que al signor le gustaba más de lo que debería. «Entonces —dije yo—, ¿por qué, traerla a la casa donde está mi señora?» «Muy cierto —dijo Ludovico; pero me miró como si él también supiera algo más.

Emily deseaba que Annette se enterara de quiénes eran aquellas señoras, así como de todo lo que se refería a ellas; y después cambió de tema y habló de su Francia distante.

—¡Ah, mademoiselle! ¡No volveremos nunca a verla! —dijo Annette casi llorando—, ¿por qué emprendería el camino?

Emily trató de consolarla y animarla con unas esperanzas en las que ella casi no creía.

—¿Cómo pudisteis, mademoiselle, dejar Francia y abandonar también a monsieur Valancourt? —dijo Annette sollozando—, estoy segura de que si Ludovico hubiera estado en Francia, nunca le habría dejado.

—Entonces, ¿por qué te lamentas de haber salido de Francia? —dijo Emily, tratando de sonreír—, puesto que si te hubieras quedado allí nunca habrías conocido a Ludovico.

—¡Ah, mademoiselle! ¡Cómo me gustaría salir de este horrible castillo, serviros en Francia y no preocuparme de nada más!

—Gracias, mi buena Annette, por tu afectuosa consideración. Llegará un tiempo, espero, en el que puedas recordar la expresión de ese deseo con satisfacción.

Annette se marchó a cumplir con sus obligaciones, y Emily buscó perder el sentido de sus propias preocupaciones en las escenas visionarias del poeta; pero tuvo que lamentar una vez más la fuerza irresistible de las circunstancias sobre los gustos y los poderes de la mente, y que aquello requería un ánimo tranquilo para ser sensible incluso a los placeres abstractos del intelecto. El entusiasmo del genio, con todas las descripciones, se le presentaba ahora frío y pálido. Pensativa, mirando hacia el libro que tenía ante ella, exclamó involuntariamente: «¿Son éstos, verdaderamente, los poemas que me han causado con tanta frecuencia un placer exquisito? ¿Dónde estaba el encanto? ¿En mi mente, o en la imaginación del poeta? En ambos —dijo haciendo una pausa—. Pero el fuego del poeta es inútil si la mente de su lector no se atempera a la suya, aunque pueda ser inferior en fortaleza».

Emily habría tratado de luchar contra aquella cadena de pensamientos, porque le habría aliviado de unas reflexiones más dolorosas, pero comprobó una vez más que el pensamiento no puede ser siempre controlado por la voluntad, y la suya volvió a considerar su propia situación.

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