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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (30 page)

BOOK: Los misterios de Udolfo
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A
la mañana temprano, los viajeros iniciaron su camino hacia Turín. La esplendorosa llanura que se extiende desde el pie de los Alpes hasta esa magnífica ciudad no estaba entonces, como ahora, cubierta por una avenida de árboles de casi quince kilómetros de extensión, sino por olivares, moreras y palmeras, bordeados con viñedos, que se mezclaban con el paisaje pastoril por el que cruza el rápido Po, tras descender de las montañas para encontrarse con el humilde Doria en Turín. Según avanzaban hacia la ciudad, los Alpes, vistos a cierta distancia, empezaron a mostrarse en toda su tremenda exaltación; cordillera tras cordillera en larga sucesión, sus puntos más altos se oscurecían en las colgantes nubes, a veces escondiéndose y otras subiendo muy por encima de ellas; mientras que las pendientes más bajas, distribuidas en formas fantásticas, parecían cubiertas de tonos azules y púrpura, según cambiaban de la luz a la sombra y parecían ofrecer nuevas escenas a la vista humana. Hacia el este se extendían las llanuras de Lombardía, con las torres de Turín elevándose en la distancia, y, más allá, los Apeninos recortándose en el horizonte.

La magnificencia general de aquella ciudad, con sus iglesias y palacios surgiendo de la gran plaza, abriéndose al paisaje de los Alpes o los Apeninos distantes, era algo que Emily no sólo no había visto en Francia, sino que jamás hubiera imaginado.

Montoni, que había estado con frecuencia en Turín y que estaba poco interesado en vistas de cualquier clase, no estuvo de acuerdo con la petición de su esposa de que debían recorrer alguno de los palacios, e indicó que estarían únicamente el tiempo necesario para tomar algún refrigerio y que se dirigirían inmediatamente, con toda la rapidez posible, hacia Venecia. El aire de Montoni durante esta jornada era serio e incluso arrogante, y por lo que se refería a su trato con madame Montoni se mostró especialmente reservado, pero no se trataba de esa reserva de respeto, sino de orgullo y descontento. De Emily no se preocupó en absoluto. Con Cavigni sus conversaciones eran comúnmente sobre temas políticos o militares, debido al estado agitado de su país que los hacía de especial interés en aquellos momentos. Emily observó que cuando se mencionaba cualquier hazaña atrevida, los ojos de Montoni perdían su ceño y se llenaban instantáneamente con el fulgor del fuego; sin embargo, no perdía el aire astuto, por lo que pensó que ese fuego era más el brillo de la malicia que el del valor, aunque este último parecía corresponderse con el caballeroso aire de su figura, en lo que Cavigni, pese a sus maneras alegres y galantes, era inferior a él.

Al entrar en la región de Milán, los caballeros cambiaron sus sombreros franceses por el gorro italiano de tela roja, recamada, y Emily se sintió algo sorprendida al observar que Montoni clavaba en el mismo el penacho militar, mientras Cavigni conservaba únicamente la pluma, que se llevaba normalmente. Pero al final comprendió que Montoni asumía la enseña de soldado por conveniencias y con objeto de pasar con más seguridad por un país dominado por partida de militares.

Las devastaciones de la guerra se hacían visibles con frecuencia en las hermosas llanuras del país. Cuando los campos no habían tenido que quedar sin cultivar, aparecían pisoteados por los expoliadores; los viñedos doblados, los olivos caídos en el suelo e incluso las ramas de las moreras habían servido al enemigo para encender los fuegos que destruían las chozas y las ciudades de sus propietarios. Emily retiró sus ojos con un suspiro de esos dolorosos vestigios hacia los Alpes del Grison, que quedaban sobre ellos hacia el norte y cuyas tremendas soledades podían ofrecer al perseguido un refugio.

Con frecuencia los viajeros vieron grupos de soldados avanzando en la distancia, y sufrieron por experiencia en las pequeñas posadas del camino la falta de provisiones y otros inconvenientes que eran en parte consecuencia de la guerra; pero en ningún momento se encontraron con motivos que justificaran una alarma para su seguridad inmediata y llegaron a Milán casi sin interrupciones, donde no se detuvieron para admirar la grandeza de la ciudad o incluso para echar una mirada a su enorme catedral, que estaban construyendo.

Más allá de Milán, el país presentaba el aspecto de una devastación más grave, y aunque todo parecía estar en calma, el reposo era como el que la muerte impone en los humanos, que retiene la impresión de las últimas convulsiones.

Hasta que no habían cruzado los límites al este del Milanesado, los viajeros no se encontraron tropa alguna. Cuando anochecía, descubrieron lo que parecía ser un ejército situado en las llanuras distantes, cuyos escudos y otras armas reflejaban los últimos rayos del sol. Según avanzaba la columna por un lado del camino que se estrechaba entre dos colinas, algunos de sus jefes, a caballo, aparecieron en un pequeño promontorio haciendo señales para la marcha. Mientras varios oficiales cabalgaban en línea de acuerdo con las señales que les habían comunicado los que estaban arriba, los otros, separados de la vanguardia, que había surgido en el paso, cabalgaban descuidadamente por la llanura a cierta distancia del lado derecho de la fuerza.

Al aproximarse, Montoni distinguió las plumas que llevaban en sus gorros y los estandartes y libreas de los que les seguían, y reconoció que se trataba de un pequeño grupo de ejército, dirigido por el famoso capitán Utaldo, con el que tenía amistad personal al igual que con otros jefes. En consecuencia, dio órdenes de que los carruajes se colocaran a un lado del camino para esperar su llegada y permitirles el paso. Les llegó entonces el sonido de una música marcial que se hacía gradualmente más intenso según se acercaban las tropas. Emily distinguió los tambores y las trompetas con el golpear de los platillos y de las armas que normalmente hacían sonar las pequeñas partidas en su marcha.

Montoni, seguro de que se trataba del grupo del victorioso Utaldo, se inclinó por la ventanilla del carruaje y dio un viva a su general mientras agitaba su gorra en el aire. Repitió su saludo al jefe, mientras algunos de sus oficiales, que cabalgaban a cierta distancia de las tropas llegaron al carruaje y saludaron a Montoni como a un viejo amigo. El jefe mandó detener a la tropa mientras conversaba con Montoni, alegrándose del encuentro. Emily comprendió, por lo que decía, que se trataba de un ejército victorioso que volvía a su residencia, mientras que los numerosos vagones que les acompañaban contenían las riquezas que habían hecho en la batalla, por los que se pediría un rescate cuando llegara la paz que se estaba negociando entre los estados vecinos. Los jefes se separarían al día siguiente y cada uno, tomando la parte que le correspondía del botín, volvería con su propio ejército a su castillo. En consecuencia, sería una tarde de fiesta general poco .común para celebrar la victoria que habían alcanzado juntos y para despedirse unos jefes de otros.

Mientras los oficiales conversaban con Montoni, Emily los observó con admiración, conmovida por su fortaleza, su aire marcial, mezclado con el orgullo de la nobleza de aquellos días y por la elegancia de sus ropajes y los penachos de sus gorras, la casaca de armas, las fajas persas y las viejas capas españolas. Utaldo informó a Montoni de que su ejército iba a acampar para pasar la noche cerca de una ciudad que estaba a muy pocos kilómetros y le invitó a volver y participar en su fiesta, asegurando a las damas también que serían gratamente acomodadas; pero Montoni se excusó añadiendo que tenía el propósito de llegar a Verona aquella misma tarde y después de un cambio de impresiones sobre el estado del camino hasta aquella ciudad, se separaron.

Los viajeros prosiguieron sin más interrupciones, pero habían pasado varias horas después de ponerse el sol cuando llegaron a Verona, cuyos hermosos alrededores no pudo ver Emily hasta la mañana siguiente, cuando abandonando la hermosa ciudad a primera hora del día, se encaminaron hacia Padua, donde embarcaron en el Brenta hacia Venecia. El paisaje había cambiado por completo. Ya no había vestigios de guerra, como los que habían asolado las llanuras del Milanesado. Por el contrario, todo estaba en paz y elegancia. Las verdosas orillas del Brenta mostraban un paisaje continuo de belleza, alegría y esplendor. Emily miró con admiración las villas de la nobleza veneciana, con sus pórticos frescos y sus columnatas, cubiertos con las ramas de los álamos y los cipreses de majestuosa altura y frondoso verdor; en sus ricos naranjales, cuyos brotes perfumaban el aire y los expansivos sauces que agitaban sus hojas ligeras y cobijaban del sol a grupos de gentes alegres cuya música traía la brisa a intervalos. El chaval parecía extenderse desde Venecia a lo largo de todas aquellas encantadoras playas, y el río estaba cubierto de naves que se dirigían hacia la ciudad, exhibiendo la diversidad fantástica de las máscaras. Hacia la caída de la tarde vieron con frecuencia grupos de danzantes bajo los árboles.

Cavigni, mientras tanto, le informaba de los nombres de alguno de los nobles propietarios de las villas por las que pasaban, añadiendo ligeros comentarios a sus personalidades con más intención de entretener que de informar, exhibiendo su propio ingenio en lugar de atenerse a la verdad. Emily se entretenía a veces con su conversación, pero su alegría ya no divertía a madame Montoni, como antes. Se la veía a veces preocupada y Montoni mantenía su reserva habitual.

Nada parecía colmar la admiración de Emily en aquella su primera impresión de Venecia, con sus isletas, palacios y torres elevándose sobre el mar, cuya clara superficie reflejaba el cuadro tembloroso de todos sus colores. El sol, hundiéndose en el oeste, teñía las olas y las montañas lejanas de Friuli, que bordea las playas del norte del Adriático, mientras en los pórticos de mármol y en las columnas de San' Marcos despertaba las ricas luces y sombras de la tarde. Según avanzaban, se hacía más evidente la grandeza de la ciudad: sus terrazas, coronadas con airosas y majestuosas arquitecturas tocadas, como en aquel momento, con el esplendor de la puesta del sol, daban la impresión de haber surgido del Océano por la voluntad de manos humanas.

Poco después, el sol, que se había ocultado totalmente, dio paso a las sombras de la tierra golpeada por las olas y a la vista de las torres de las montañas de Friuli, hasta que se extinguió el último rayo. ¡Qué profunda, qué hermosa era la tranquilidad que envolvía la escena! Toda la naturaleza parecía estar en reposo y sólo despiertas las más sutiles emociones del alma. Los ojos de Emily se llenaron con lágrimas de admiración y devoción sublime según se elevaban desde el mundo dormido al cielo infinito, y oyó las notas de una música solemne que se extendía por las aguas en la distancia. Escuchó conmovida y nadie rompió el encanto con preguntas. Los sonidos parecían brotar en el aire porque su suavidad hacía cualquier movimiento imperceptible y la ciudad llena de encanto se aproximaba para dar la bienvenida a los forasteros. Oyeron entonces una voz de mujer, acompañada por unos pocos instrumentos, cantando un aria suave y triste. Su dulce expresión, que parecía pedir la apasionada ternura del amor, cambiaba luego suavemente en la lánguida cadencia del dolor desesperado que tenía que conmover a cualquier sensibilidad. «¡Ah! —pensó Emily mientras suspiraba y recordaba a Valancourt—, ¡esos lamentos salen del corazón!»

Miró alrededor con ansiedad; el crepúsculo que había caído sobre el ambiente sólo permitía percibir imágenes imperfectas, pero, a cierta distancia, en el mar, creyó ver una góndola: un coro de voces y de instrumentos se extendió en el aire, ¡tan dulce, tan solemne! ¡Era igual al himno de los ángeles descendiendo a través del silencio de la noche! Se fue alejando, y, pensando casi que veía al coro sacro reascendiendo hacia el cielo, pareciéndole que volvía la música con la brisa, tembló un momento y volvió a caer en el silencio, y todo trajo a la memoria de Emily algunos versos de su padre desaparecido y los repitió en voz baja:

A veces oigo,
en el silencio de la medianoche,
voces celestiales henchirse en coros sagrados
¡que elevan el alma al cielo!

El profundo silencio que siguió fue tan expresivo como el aliento que acababa de cesar. No fue interrumpido durante varios minutos, hasta que un suspiro general pareció liberar a todos de su hechizo. Emily, sin embargo, se mantuvo complacida en la tristeza que había entrado en su espíritu, pero la alegre y bulliciosa escena que se les apareció cuando la barcaza se aproximaba a la plaza de San Marcos, consiguió al fin despertar su atención. La luna que lanzaba su luz sobre las terrazas e iluminaba los pórticos y las arcadas que las coronaban, les descubrieron a los grupos con sus pasos ligeros, sus suaves guitarras y más suaves voces que repetían en eco las columnas.

La música que antes habían oído se cruzaba ahora con la barcaza de Montoni, en una de las góndolas de las muchas que se veían a lo largo del mar iluminadas por la luna, llena de grupos alegres. Muchas de ellas tenían música que parecía más dulce por las olas sobre las que flotaban. Emily contempló y escuchó recreándose en el espectáculo; incluso madame Montoni mostró su satisfacción y Montoni se congratuló de su regreso a Venecia, a la que llamó la primera ciudad en el mundo, y Cavigni estuvo más alegre y animado que nunca.

La barcaza se dirigió al gran canal, en el que estaba situada la mansión de Montoni. Y allí, otras formas de belleza y grandeza, que la imaginación de Emily nunca habría podido pintar, se descubrieron ante sus ojos en los palacios de Sansovino y Palladio. El aire no le traía sonido alguno, sino los de las escenas que se desarrollaban en las márgenes del canal y de las góndolas que lo recorrían, mientras grupos de máscaras bailaban en las terrazas iluminadas por la luna y casi hacían realidad la historia del país de las hadas.

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