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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (60 page)

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Mientras se debatía en estos pensamientos, le llegó un mensaje indicándole que Montoni no podría verla hasta el día siguiente, y su ánimo se sintió liberado por un momento del casi intolerable peso de sus temores.

Annette dijo que le parecía que los chevaliers salían de nuevo a la guerra, puesto que el patio estaba lleno de caballos, y oyó que el resto del grupo, que había salido antes, era esperado en el castillo.

—Y oí a uno de los soldados, también —añadió—, decirle a un compañero que le aseguraba que traerían un gran botín. Así que, pienso yo, que si el señor puede, con la conciencia tranquila, enviar a sus gentes a robar, esto no es asunto mío. Lo único que deseo es verme alguna vez a salvo fuera de este castillo; y, si no hubiera sido por el pobre Ludovico, habría dejado que la gente del conde Morano nos llevara a las dos, porque os habría alejado de estos peligros, mademoiselle, y a mí también.

Annette podría haber continuado hablando así durante horas, ya que no recibió interrupción alguna de Emily, que estaba silenciosa, sin atender, absorta en sus pensamientos, y que pasó todo el día en una especie de tranquilidad solemne que con frecuencia es el resultado de una sobrecarga de las facultades por exceso de sufrimiento.

Cuando llegó la noche, Emily recordó las misteriosas impresiones musicales que había oído últimamente, por las cuales seguía sintiendo un cierto interés, y que esperaba volver a oír en su suave dulzura. La influencia de la superstición triunfó en la debilidad de su mente conmovida; miró, con entusiástica expectación, al espíritu guardián de su padre, y tras despedir a Annette por aquella noche, decidió esperar sola aquellos sonidos. Sin embargo, aún no era la hora en la que había oído la música, y ansiosa por apartar su pensamiento de aquel tema, se sentó con uno de los pocos libros que se había traído de Francia. Pero su imaginación, que rehusaba ser controlada, se agitó inquieta, y una y otra vez se acercó a la ventana para escuchar. Le pareció oír una voz, pero, al percibir que todo estaba tranquilo, dedujo que había sido engañada por su imaginación.

Así pasó el tiempo hasta las doce. Poco después los sonidos distantes que recorrían el castillo cesaron, y el sueño pareció reinar sobre todo. Emily se sentó entonces al lado de la ventana y no tardó en verse apartada del sueño fantasioso en que había caído por unos sonidos nada usuales, no de música, sino unas quejas leves de alguna persona desesperada. Según escuchaba, su corazón se llenó de terror y acabó convenciéndose de que aquel sonido era algo más que imaginario. A intervalos oyó una especie de lamento débil y decidió descubrir de donde procedía. Había varias habitaciones bajo la suya, unidas a la muralla, que llevaban largo tiempo cerradas y, como el sonido probablemente procedía de una de ellas, se inclinó hacia el exterior de la ventana para observar si se veía alguna luz. Las habitaciones, por lo que pudo ver, estaban a oscuras, pero, a poca distancia, en la muralla inferior, creyó que algo se movía.

La débil luz de las estrellas no le permitió distinguir de qué se trataba, pero supuso que era un centinela y alejó su luz hacia una parte extrema de la habitación de modo que no fuera vista durante su observación más atenta.

Seguía viendo la misma sombra. De pronto avanzó por la muralla hacia su ventana y entonces distinguió lo que le pareció una figura humana, pero el silencio con el que se movía la convenció de que no se trataba de un centinela. Según se acercaba, dudó si debía o no retirarse; una inquietante curiosidad la inclinó a permanecer allí, pero el temor a algo desconocido le avisó que debía retirarse.

Mientras tanto, la figura llegó frente a la ventana y se quedó quieta. Todo estaba absolutamente tranquilo; no había oído la más leve pisada; y la solemnidad de aquel silencio, con la forma misteriosa que vio, se adueñó de su espíritu, forzándola a alejarse de la ventana, cuando, de pronto, observó que la figura proseguía su camino y se escurría por la muralla hasta perderse en la oscuridad de la noche. Emily continuó mirando durante algún tiempo hacia donde había desaparecido, retirándose después al interior de su habitación, pensando en lo sucedido y casi sin dudar de que había sido testigo de una aparición sobrenatural.

Cuando su ánimo se recobró, trató de encontrar otra explicación. Recordando lo que había oído de las atrevidas empresas de Montoni, le surgió la idea de que había visto alguna persona desgraciada, que, tras haber sido capturado por sus bandidos, había sido llevado allí en cautividad, y que la música que había oído anteriormente había sido emitida por él. Sin embargo, si le habían hecho prisionero, parecía poco probable que le hubieran llevado al castillo, ya que era más natural en el comportamiento de los bandidos el asesinar a los que robaban que hacerles prisioneros. Pero lo que contradecía su suposición de que fuera un prisionero, más que ninguna otra circunstancia, era el hecho de que paseara por la terraza sin guardia alguna. Una consideración que le hizo desechar inmediatamente su primera suposición.

Poco después se inclinó a pensar que el conde Morano había logrado ser admitido en el castillo; pero no tardó en recordar las dificultades y peligros que se habría encontrado en tal empresa y que, aunque hubiera tenido éxito, el venir solo y en silencio hasta su ventana a medianoche, no habría sido la decisión que él habría adoptado, particularmente teniendo en cuenta la escalera privada que comunicaba con su habitación, que él conocía; ni habría emitido los lamentos que había oído.

Se le presentó otra posibilidad, el que fuera alguna persona que tuviera determinadas intenciones relacionadas con el castillo, pero aquellas quejas destruían también esa posibilidad. Así, sólo consiguió llenarse de dudas. Quién o qué podría moverse a aquella hora, quejándose con tonos tan dolorosos y con una música tan dulce (ya que estaba inclinada a creer que los sonidos musicales y la última aparición estaban conectados). No tenía medio de descubrirlo y de nuevo la imaginación asumió su imperio y la llenó con los misterios de la superstición.

Decidió, sin embargo, estar atenta a la noche siguiente, en la que tal vez pudieran aclararse sus dudas y casi tomó la decisión de hablar con la figura si es que se presentaba de nuevo.

Capítulo III
Así son esas densas y tenebrosas sombras húmedas,
que se ven en osarios y sepulcros
dilatadas, y extendidas, por una sepultura nueva.

MILTON

A
l día siguiente Montoni envió una segunda excusa a Emily, que se sorprendió por ello. «¡Es muy raro! —se dijo a sí misma—. Su conciencia le dice que retrase mi visita, y él la difiere, para evitar una explicación». Casi tomó la decisión de hacerse la encontradiza, pero el terror detuvo sus intenciones, y el día transcurrió para Emily como el anterior, excepto con un mayor grado de expectación por lo que se refería a la noche, que agitaba la calma que había prevalecido hasta entonces en su mente.

A la caída de la tarde, la segunda parte del grupo que había hecho la primera incursión en las montañas regresó al castillo. Según entraban en los patios, Emily en su remota habitación oyó sus gritos y sus voces exaltadas, como las orgías de las furias en algún horrible sacrificio. Incluso temió que fueran capaces de cometer algún acto de barbarie; una suposición de la que Annette la liberó al decirle que aquellos hombres sólo se entretenían con el botín que habían traído con ellos. Esta circunstancia le confirmaba de nuevo su creencia de que Montoni se había convertido efectivamente en capitán de bandidos y que ¡esperaba recuperar su perdida fortuna con las riquezas de los viajeros! Cuando consideró todos los detalles de su situación —en un castillo armado, casi inaccesible, retirado entre montañas salvajes y solitarias, a cuyas distantes faldas se asentaban ciudades y villas, por las que ricos viajeros pasaban continuamente—, aquello parecía ser la mejor situación de todas para que tuvieran éxito los actos de rapiña y cedió definitivamente a la idea de que Montoni se había convertido en capitán de ladrones. Su carácter, sin principios y sin conciencia, cruel y aventurero, parecía coincidir con la situación. Endurecido en el tumulto y en las batallas de la vida, era igualmente ajeno a la piedad y al temor; su mismo coraje era una especie de ferocidad animal; no el noble impulso de un principio, como el que inspira la mente contra el opresor, en la causa del oprimido; sino la dureza constitucional de un temperamento que no puede sentir y que, en consecuencia, no puede temer.

Las suposiciones de Emily, aunque naturales, eran en parte erróneas, ya que desconocía el estado de aquel país y las circunstancias bajo las que se conducían en parte las frecuentes guerras. Los ingresos de muchos de los estados de Italia eran entonces insuficientes para soportar ejércitos permanentes, incluso durante cortos períodos, que los turbulentos hábitos, tanto de los gobiernos como de las gentes, permitían pasar en paz y surgió un tipo de hombres, desconocido en nuestro tiempo, pero claramente descrito en su propia historia. Los soldados, licenciados al término de cada guerra, no podían regresar a ocupaciones no rentables de la paz. En ocasiones se pasaban a otros países y se introducían en los ejércitos que seguían en lucha. Otras, se reunían ellos mismos formando bandas de ladrones y ocupando fortificaciones remotas. Sus caracteres desesperados, la debilidad de los gobiernos a los que habían atacado y la seguridad de que volverían a ser llamados a los ejércitos, cuando su presencia fuera de nuevo requerida, les prevenía de ser perseguidos por el poder civil; y, en algunos casos, confiaban su fortuna a un jefe popular, uniéndose a él, y por el que eran llevados a prestar servicio en algún estado, que se establecería con el precio de su valor. De esta última práctica surgió el término
condottieri;
una palabra que asustaba en toda Italia durante un período que concluyó en la. primera parte del siglo XVII, pero cuyo comienzo no se puede señalar con tanta seguridad.

Las disputas entre los pequeños estados eran entonces, en la mayoría de los casos, asuntos exclusivos de ambos, y las probabilidades de éxito se estimaban, no por la formación, sino por el valor personal del general y los soldados. La habilidad, que era necesaria para conducir las tediosas operaciones, era valorada en muy poco. Bastaba con saber cómo una partida podía ser conducida contra sus enemigos, con el mayor secreto, o llevada en el orden más compacto. El oficial debía precipitarse en medio de la situación, en la que, de no haber sido por su ejemplo, los soldados no se habrían aventurado; y, como los grupos opuestos sabían poco de la fortaleza del otro, los acontecimientos del día quedaban con frecuencia decididos en la sorpresa de los primeros movimientos. Los
condottieri
eran extraordinarios en tales servicios, y en ellos, en los que siempre se veían concluidos con el éxito, sus personalidades adquirían una mezcla de intrepidez y libertinaje, que asustaba incluso a aquellos a los que servían.

Cuando no estaban comprometidos en tales empresas, su jefe, que tenía normalmente su propia fortaleza, les recogía en ella o en la vecindad, donde disfrutaban de un descanso irregular. Aunque sus necesidades eran cubiertas en parte por la propiedad de los habitantes, las discutidas distribuciones de sus trofeos impedían que fueran del todo detestables, y los campesinos de aquellas zonas compartían gradualmente la personalidad de sus visitantes guerreros. Los gobiernos vecinos a veces decidían, aunque rara vez lo ponían en práctica, suprimir estas comunidades militares; tanto porque era difícil llevarlo a efecto, como porque conseguían con ello una protección disfrazada, ya que el servicio para sus guerras, un cuerpo de armas, no podía ser sostenido a tan bajo precio y tan perfectamente cualificado. Los capitanes confiaban incluso en esta política de varios poderes, visitando las capitales; y Montoni, tras haberlo encontrado en las partidas de juego de Venecia y Padua, concibió el deseo de emular sus personalidades, antes de que su fortuna arruinada le tentara a adoptar sus prácticas. Con objeto de arreglar su plan de vida, sostuvo aquellas reuniones a medianoche en su mansión de Venecia, en las que Orsino y algunos otros miembros de su nueva comunidad le habían ayudado con sus sugerencias, sobre lo que ellos habían llevado a efecto ante la desaparición de sus fortunas.

En la noche de su regreso, Emily volvió a colocarse ante el ventanal. Ya había salido la luna y se elevaba sobre las copas de los árboles, su luz amarilla le servía para que iluminara la solitaria terraza y los alrededores de modo más claro que lo habría hecho el titilar de las estrellas y le prometía a Emily ayudarla en sus observaciones en caso de que regresara la forma misteriosa. Sobre este tema, se perdió de nuevo en conjeturas y dudó si debía o no hablar con la figura, para lo que se vio presionada por un fuerte y casi irresistible interés; pero el terror, a intervalos, le hizo dudar de ello.

«Si se trata de una persona que ha sido traída al castillo —se dijo—, mi curiosidad puede ser fatal para mí; no obstante, la música misteriosa, y las lamentaciones que oí, tenían que proceder de él: si es así, no puede ser un enemigo».

Pensó entonces en su desgraciada tía, y, tiritando con pena y horror, las impresiones de la imaginación dominaron su mente con toda la fuerza de la verdad, y creyó que la forma que había visto era sobrenatural. Tembló, respirando con dificultad; una frialdad helada tocó sus mejillas, y sus temores, durante un rato, le oscurecieron el juicio. Todo hizo que tomara una resolución: que si la figura aparecía, no hablaría con ella.

Pasaba así el tiempo, sentada junto a la ventana, inquieta por la expectación y por lo sombrío y tranquilo de la medianoche. Sólo vio oscuramente las montañas y los bosques a la luz de la luna, un racimo de torres, que formaban el ángulo oeste del castillo, y la terraza que se extendía por debajo; y no oyó sonido alguno, excepto, de vez en cuando, la solitaria voz de alerta que se pasaban los centinelas de servicio, y, poco después, los pasos de los hombres que venían a cambiar la guardia y a los que vio en la distancia en la muralla por sus picas, que reflejaron los rayos de la luna, y, a continuación, por las pocas y breves palabras, con las que deseaban buena guardia a sus compañeros. Emily se retiró al interior de la habitación, mientras pasaban por debajo de la ventana. Cuando regresó a la terraza, todo estaba de nuevo tranquilo. Era muy tarde, estaba cansada de mirar y empezó a dudar de la realidad de lo que había visto la noche anterior; pero siguió apoyada en la ventana, ya que su cabeza estaba demasiado agitada para poder dormir. La luna brillaba con un lustre claro, que le permitía una visión total de la terraza; pero vio únicamente a un centinela solitario, paseando al final de la misma; y, al fin, cansada por la inquietud, se retiró para descansar.

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