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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (55 page)

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Al llegar al pasillo en el que se encontraba, se abrió la puerta de una cámara, por la que salió Montoni. Emily, más aterrada que nunca, se retiró hacia el pasadizo con la suficiente rapidez para no ser vista y le oyó cerrar la puerta, la misma por la que le había visto salir anteriormente. Se quedó escuchando cómo se alejaban sus pasos, hasta que se perdieron en la distancia, y se aventuró hasta su habitación, y tras cerrar la puerta, se acostó, dejando la lámpara encendida en la chimenea. El sueño no acudía a su inquieta mente en la que se presentaban continuas imágenes de horror. Trató de pensar que era posible que madame Montoni no hubiera sido llevada al torreón, pero cuando recordó las amenazas de su marido y su tremendo espíritu de venganza, del que había dado muestras su comportamiento habitual, las miradas de los hombres que habían forzado a madame Montoni arrancándola de su habitación, y las marcas escritas en los escalones del torreón, no pudo dudar de que su tía hubiera sido llevada allí, y tampoco pudo confiar en que no hubiera sido llevada para ser asesinada.

Las primeras luces grises de la mañana entraron por los ventanales antes de que Emily pudiera quedarse dormida; por fin las fuerzas de la naturaleza la hicieron ceder en sus sufrimientos.

Capítulo XI
¿Quién alza la mano ensangrentada?

SAYERS

E
mily permaneció en su habitación a la mañana siguiente, sin recibir noticia alguna de Montoni y sin ver a nadie, excepto a los hombres armados que en ocasiones pasaron por la terraza. Al no haber probado bocado alguno desde la cena del día anterior, su extrema debilidad le hizo sentir lo imperioso de abandonar el asilo de su habitación para conseguir algún refrigerio y también por estar ansiosa de liberar a Annette. Sin embargo, trataba de diferirlo todo lo posible y consideró si debía recurrir a Montoni, o a la compasión de otras personas, en su preocupación por su tía y, finalmente, sobreponiéndose al aborrecimiento que le producía su presencia, decidió acudir a él y suplicarle que le permitiera ver a madame Montoni.

Por otra parte, parecía cierto, por la ausencia de Annette, que Ludovico había sufrido algún accidente y que la muchacha seguía encerrada. En consecuencia, Emily tomó la decisión de visitar también la cámara en la que había hablado con ella la noche anterior, y, si la pobre muchacha seguía allí, informar a Montoni de su situación.

Era casi mediodía cuando se decidió a salir de su habitación, acudiendo primero a la galería sur, a donde llegó sin encontrarse con nadie y sin oír nada, excepto, de cuando en cuando, el eco de pasos distantes.

No fue necesario que llamara a Annette, cuyos lamentos se hicieron audibles nada más acercarse a la galería. Preocupada por su propia suerte y por la de Ludovico, le dijo a Emily que estaba segura de morir de hambre si no la liberaban inmediatamente. Emily le contestó que iba a suplicar a Montoni que la dejara salir, pero sus terrores ante el hambre cedieron por los que sentía por el signor, y, cuando Emily se alejó de la puerta, pidió a gritos que le ocultara el lugar donde se encontraba.

Según se acercaba Emily al gran salón, los ruidos que oyó y las personas con las que se cruzó en los pasillos renovaron sus temores. Estos últimos, no obstante, pasaban en paz y no la molestaron, aunque la miraban sorprendidos y a veces dijeron algo. Al cruzar el vestíbulo hacia la habitación de cedro, en la que Montoni solía estar, vio en el suelo fragmentos de espadas, algunas ropas manchadas de sangre, y casi esperó ver entre ellas algún muerto; pero de momento se libró de este último espectáculo. Al acercarse a la habitación, el sonido de varias voces que procedían de la misma y el temor a presentarse ante desconocidos, así como el de irritar a Montoni con su intromisión, la obligaron a detenerse y a dudar de su propósito. Miró por las columnas del vestíbulo, por si localizaba a algún criado que pudiera llevar un mensaje, pero no encontró a ninguno, y la urgencia de lo que debía solicitar la obligó a acercarse a la puerta. Las voces que le llegaban no eran de discusión, aunque distinguió las de algunos de los invitados del día anterior. Su decisión fallaba cada vez que intentaba llamar a la puerta, por lo que decidió quedarse en el vestíbulo hasta que apareciera alguien que pudiera decir a Montoni que saliera de la habitación, y cuando se volvió para apartarse de la puerta, ésta fue abierta por él mismo. Emily tembló y se quedó confusa, mientras él la miraba con sorpresa; aquel rostro despertó todos sus temores. Olvidó lo que tenía que decir y ni preguntó por su tía ni suplicó por Annette, sino que se quedó quieta en un silencio embarazoso.

Tras cerrar la puerta, le reprochó su curiosidad, de la que ella no había sido culpable, y le preguntó de malos modos qué era lo que había escuchado. La acusación la hizo recuperarse y le aseguró que no había acudido allí con la intención de escuchar sus conversaciones, sino para suplicar compasión por su tía y por Annette. Montoni pareció dudar de su afirmación, porque la miró escrutadoramente y la duda no parecía tener fundamento alguno. Emily volvió a explicar la razón de su presencia y concluyó suplicándole que la informara a dónde había sido llevada su tía y que le fuera permitido visitarla. Montoni la miró con una sonrisa maligna, que le confirmaron instantáneamente sus temores sobre su tía, y en aquel momento, no tuvo coraje para insistir en sus ruegos.

—Por lo que se refiere a Annette —dijo Montoni—, si acudes a Cario, él la liberará; el muchacho estúpido que la encerró murió ayer.

Emily dio un respingo.

—Pero mi tía, signor —dijo—, ¡decidme algo de mi tía!

—Ya nos ocupamos de ella —replicó Montoni de malos modos—, no tengo tiempo para contestar preguntas ociosas.

Estaba dispuesto a marcharse, pero Emily, con voz de agonía, que no era fácil de resistir, le rogó que le dijera dónde estaba madame Montoni. Él se detuvo y ella observó atentamente su rostro. Se oyó el sonido de una trompeta y, un momento después, el de las pesadas puertas de entrada que se abrían y los cascos de los caballos en el patio, con la confusión de muchas voces. Emily se quedó dudando un momento si debía o no seguir a Montoni, quien, al oír la trompeta, había empezado a cruzar el vestíbulo y, volviendo la mirada hacia la entrada, vio a través de la puerta, que se abría tras la prolongada perspectiva de arcos hacia los patios, una partida de hombres a caballo, que le parecieron, en la medida en que la distancia y su agitación lo permitía, los mismos que había visto partir unos días antes. Pero no pudo seguir mirándolos, ya que, cuando sonó de nuevo la trompeta, los caballeros salieron de la habitación de cedro y los otros hombres entraron corriendo en el vestíbulo por todas las puertas del castillo. Una vez más, Emily tuvo que correr a buscar refugio en su habitación. Allí se vio asaltada por imágenes de horror. Reconsideró la actitud y las palabras de Montoni cuando habló de su mujer, que le confirmaban sus más espantosas sospechas. Las lágrimas no pudieron consolarla de la desesperación, y estuvo sentada largo tiempo absorta en sus pensamientos, hasta que reaccionó por unos golpes que sonaron en la puerta de su cámara, y al abrir se encontró con Cario.

—Querida señorita —dijo—, he estado tan ocupado que hasta ahora no me he acordado de vos. Os he traído algo de fruta y vino, y estoy seguro de que lo necesitáis más de lo que pueda decirse.

—Gracias, Cario, eres muy bondadoso. ¿Te lo ha recordado el signor?

—No, signora —replicó Cario—, su
Excellenza
está demasiado ocupado.

Emily le hizo una serie de preguntas relativas a madame Montoni, pero Carlo había estado trabajando en otra parte del castillo cuando fue sacada de la habitación y no había vuelto a oír nada sobre ella desde entonces.

Mientras hablaba, Emily le miró fijamente, ya que dudaba si desconocía realmente lo sucedido u ocultaba lo que sabía por temor a enfadar a su amo. A sus varias preguntas relativas a las luchas del día anterior, contestó muy limitadamente; pero le dijo que las disputas se habían resuelto amistosamente, y que el signor creía que se había equivocado al sospechar de sus invitados.

—La pelea fue importante, signora —dijo CarIo—, pero confío en no ver otro día igual en este castillo, aunque están sucediendo cosas extrañas.

Emily le preguntó lo que quería decir.

—¡Ah, signora! —añadió—, no puedo revelar secretos o decir lo que pienso, pero el tiempo lo hará por mí.

Le pidió entonces que liberara a Annette y, después de indicarle la habitación en la que la pobre muchacha estaba recluida, prometió obedecerla inmediatamente. Iba a salir, cuando le preguntó quiénes eran las personas que acababan de llegar. Su suposición había sido acertada; se trataba de Verezzi y su partida.

Su ánimo se calmó en parte tras la breve conversación con Carlo, ya que en estas circunstancias suponía algún consuelo oír tonos compasivos y encontrarse con miradas de simpatía.

Transcurrió una hora antes de que apareciera Annette, que llegó llorando y sollozando.

—¡Oh, Ludovico! ¡Ludovico! —gritó.

—¡Mi pobre Annette! —dijo Emily y la hizo sentarse.

—¿Quién podía suponerlo, mademoiselle? ¡Oh, qué día tan desgraciado, que he tenido que vivir para verlo! —y continuó quejándose y lamentándose, hasta que Emily pensó que era necesario poner fin a aquel exceso de desesperación.

—Todos estamos perdiendo continuamente amigos queridos —dijo, con un suspiro que le salió del corazón—. Debemos someternos a la voluntad del Cielo. ¡Nuestras lágrimas, desgraciadamente, no pueden devolvemos a los muertos!

Annette apartó el rostro del pañuelo.

—Te encontrarás con Ludovico en un mundo mejor. Eso espero —añadió Emily.

—Sí, sí, mademoiselle —sollozó Annette—, pero espero encontrarle de nuevo en éste, ¡aunque esté tan herido!

—¿Herido? —exclamó Emily—, ¿vive?

—Sí, mademoiselle, pero fue herido de gravedad y no pudo venir a liberarme. Al principio creyeron que estaba muerto, y hasta el momento sigue estando muy grave.

—Me alegro, Annette, al oír que vive.

—¡Vive! ¡Por todos los santos! ¡Seguro que no morirá!

Emily le dijo que esperaba que fuera así, pero la expresión de esperanza de Annette implicaba temores y los suyos aumentaron en la misma proporción, aunque se decidió a animarla. A sus preguntas relativas a madame Montoni no pudo corresponder con respuestas satisfactorias.

—Olvidé preguntar a los otros criados, mademoiselle —dijo—, porque era incapaz de pensar en nada que no fuera el pobre Ludovico.

Annette estaba más consolada y Emily la envió a que preguntara lo que pudieran saber sobre su señora, aunque, no obstante, no pudo obtener dato alguno de las personas con las que habló, realmente ignorantes de su destino o porque habían recibido probablemente órdenes de ocultarlo.

Para Emily el día transcurrió en una preocupación y ansiedad continuas por su tía, pero no fue molestada por ninguna llamada de Montoni; y, ahora que Annette había sido liberada, consiguió los alimentos sin exponerse a peligros o impertinencias.

Pasaron dos días del mismo modo, sin distinguirse por acontecimiento alguno, durante los cuales no obtuvo información sobre madame Montoni. Por la tarde del segundo de ellos, tras despedir a Annette y retirarse a la cama, se vio asaltada por las imágenes más desesperadas que podía sugerir su larga ansiedad en relación con su tía. Incapaz de sobreponerse o de hacer desaparecer a los fantasmas que la atormentaban, se levantó de la cama y se asomó a uno de los ventanales de su habitación para respirar aire puro.

En el exterior todo estaba silencioso y oscuro, a menos que pudiera llamarse luz lo que era tan sólo un leve brillar de las estrellas, dibujando imperfectamente la silueta de las montañas, los torreones del lado oeste del castillo y las murallas que se extendían por debajo, por las que paseaba un centinela solitario. ¡Qué imagen de reposo presentaba aquella escena! Las tremendas y fieras pasiones que con tanta frecuencia agitaban a los habitantes del edificio, parecían también sumidas en su sueño —esos misteriosos esfuerzos que levantan los elementos de la naturaleza del hombre hacia la tempestad—; estaban en calma. No así el corazón de Emily; aunque sus sufrimientos, pese a ser profundos, participaban del carácter gentil de su mente. El suyo era un silencio angustioso y, no obstante, firme; la energía salvaje de la pasión, que inflama la imaginación, se detenía ante las barreras de la razón y vivía en su propio mundo.

El aire la refrescó y continuó en el ventanal, mirando la escena llena de sombras, sobre la que los planetas ardían con una luz clara, entre el azul profundo del éter, según se movían silenciosos en su destino. Recordó cuántas veces los había contemplado con su querido padre, con cuánta frecuencia él le había señalado su camino en los cielos y le había explicado sus leyes; y estas reflexiones la llevaron a otras, que, con igual intensidad, despertaron su dolor y su asombro.

Le trajeron una visión retrospectiva de todos los acontecimientos extraños y entristecedores que habían ocurrido desde que vivía en paz con sus padres. Y para Emily, que había sido educada, tan tiernamente querida, que sólo había conocido en otro tiempo la bondad y la felicidad, para ella, los últimos acontecimientos y su situación presente, en un país extranjero, en un castillo remoto, rodeada por el vicio y la violencia, todo parecían ser visiones de una imaginación distorsionada y no circunstancias reales. Lloró al pensar en lo que habrían sufrido sus padres si hubieran podido entrever los acontecimientos de su vida futura.

Al levantar sus ojos llorosos al cielo distinguió el mismo planeta que había visto en Languedoc la noche anterior a la muerte de su padre, que se levantaba por encima de las torres del lado oeste del castillo, mientras recordaba la conversación que tuvo relativa al probable estado de las almas que partían. Recordó, también, la música solemne que oyó entonces y a la que la ternura de su ánimo dio, a pesar de la razón, un significado supersticioso. Con estos recuerdos volvió a llorar y continuó pensativa, cuando, inesperadamente, las notas de una música dulce le llegaron en el aire. Un temor supersticioso le recorrió el cuerpo. Continuó escuchando, durante algunos momentos, con un temblor expectante hasta que se decidió a reaccionar frente a sus pensamientos y a razonarlos. Pero la razón humana no puede imponer leyes en temas perdidos en la oscuridad de la imaginación, con la misma certeza que el ojo definir las formas de los objetos cuando sólo la débil luz de la noche los ilumina.

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