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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (54 page)

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Emily trató de tranquilizarse, pero la ansiedad la obligó a estar atenta a cualquier sonido y a mirar con frecuencia hacia las murallas, donde todo, no obstante, estaba solitario y tranquilo. Según disminuían las impresiones de su propio e inmediato peligro aumentó su preocupación por madame Montoni, que, como recordaba muy bien, había sido amenazada con ser confinada en el torreón este, y era posible que su marido hubiera satisfecho su venganza con este castigo. En consecuencia, decidió que cuando se hiciera de noche y todos los habitantes del castillo durmieran, exploraría el camino hacia el torreón, que, por la dirección con el que lo nombraban, no parecía muy difícil de localizar. Sabía, naturalmente, que aunque su tía estuviera allí, no podría facilitarle asistencia alguna, pero podría servirle de consuelo el saber que la había localizado y oír el sonido de la voz de su sobrina. Para ella, cualquier información sobre el estado de madame Montoni resultaba más importante que aquella agotadora incertidumbre.

Mientras tanto, Annette no aparecía, y Emily estaba sorprendida y preocupada por ella, ya que, pese a la confusión de todo lo que había ocurrido, era improbable que hubiera renunciado a ir a su habitación, a menos que algo grave hubiera ocurrido.

Así transcurrieron las horas en soledad, en silencio y en inquietantes conjeturas. Al no ser molestada por mensaje alguno o por cualquier sonido, le dio la impresión de que Montoni se había olvidado totalmente de ella y sintió cierto consuelo al comprobar que pudiera librarse de su atención. Trató de calmar sus pensamientos, de sobreponerse a ellos, pero se negaron a su control. No pudo ni leer ni dibujar, y los acordes de su laúd no concordaban con el estado de sus sentimientos y no fue capaz de soportarlos.

Por fin el sol se ocultó tras las montañas del oeste; sus fieros rayos desaparecieron de las nubes y una penosa melancolía púrpura se extendió sobre ellas, envolviendo progresivamente todo el paisaje. Poco después, los centinelas pasaron por la muralla para comenzar la guardia.

El crepúsculo se había extendido por todos los elementos. La desmayada oscuridad de su habitación despertó los pensamientos temerosos y recordó que para conseguir una luz tendría que cruzar una amplia zona del castillo y, sobre todo, los vestíbulos, donde había experimentado tantos temores. En su presente estado de ánimo, la oscuridad hacía que el silencio y la soledad fueran terribles para ella; impedirían además la posibilidad de localizar el camino hacia el torreón, y la condenarían a permanecer en la incertidumbre, en relación con la situación de su tía; no obstante, no se atrevía a aventurarse en busca de la lámpara.

Continuó mirando por el ventanal y según contemplaba los últimos brillos luminosos de la tarde, mil imágenes vagas de miedo flotaron en su fantasía. «¿Qué pasaría si alguno de esos rufianes —se dijo—, encontrara el camino de la escalera y en la oscuridad de la noche penetrara en mi habitación?» Entonces, recordando al misterioso habitante de la habitación próxima, sus temores cambiaron de dirección. «No es un prisionero, aunque permanezca en esa habitación, porque Montoni no cerró la puerta cuando salió; la persona desconocida fue la que lo hizo; esto es cierto. En consecuencia, él puede salir cuando quiera».

Se detuvo porque, por encima de los terrores de la oscuridad, consideró muy poco probable, quienquiera que fuera, que tuviera interés alguno en entrar en su habitación; y de nuevo cambió el tema de sus preocupaciones cuando, recordando su proximidad a la habitación en la que el velo había descubierto un terrible espectáculo, tuvo dudas de si algún pasadizo podría comunicarla con la insegura puerta de la escalera.

Se había hecho totalmente de noche y se apartó del ventanal. Según estaba sentada con los ojos fijos en la chimenea, creyó percibir una chispa de luz; osciló y desapareció y poco después fue de nuevo visible. Finalmente, con mucho cuidado, removió los rescoldos que habían quedado del fuego de la mañana y arrimó la lámpara que siempre tenía en su habitación. Se sintió más satisfecha y pensó que sería mejor que comprobara su situación. Su primera acción fue asegurar la puerta de la escalera, para lo cual colocó contra ella todos los muebles que pudo trasladar. Estuvo entretenida en ello algún tiempo considerando al final que la desgracia se hace más opresiva cuando se está sin hacer nada que cuando se está ocupado, porque, al terminar, volvió a recordar todas sus presentes aflicciones e imaginó miles de desgracias para su futuro y estas ideas reales o supuestas alteraron completamente su mente.

Así pasaron lentamente las horas hasta la medianoche, cuando contó las campanadas del gran reloj, que le llegaban por la muralla, sobre un tremendo silencio, excepto el de las pisadas de los centinelas que llegaban para cambiar la guardia. Pensó que era el momento para aventurarse hasta el torreón y abrió suavemente la puerta de su cámara para mirar por el pasillo y comprobar si alguna persona se movía por el castillo. Lo encontró todo totalmente tranquilo. Sin embargo, nada más salir de la habitación, percibió un rayo de luz en las paredes del corredor, y sin esperar a ver de quién se trataba, regresó y cerró la puerta. Nadie se aproximó, y supuso que se trataba de Montoni que iba a hacer su visita de medianoche al vecino desconocido, por lo que decidió esperar hasta que se retirara a sus habitaciones.

Cuando las campanas marcaron el paso de otra media hora, abrió una vez más la puerta, y, comprobando que no había nadie en el pasillo, lo cruzó rápida hacia un pasadizo que conducía por el lado sur del castillo hacia la escalera, donde creía que podría encontrar fácilmente el camino del torreón. Se detuvo varias veces, escuchando con aprensión los murmullos del viento, y mirando temerosa la oscuridad que se abría ante ella por los pasadizos, cuando llegó a la escalera; pero allí comenzó su perplejidad. Tenía ante sí dos caminos, sin que supiera cuál debía tomar, por lo que se decidió al azar más que por cualquier otra circunstancia. Por el que entró, se abría primero a una ancha galería, que recorrió rápida y silenciosa, pues el solitario aspecto del lugar la atemorizaba y se mantuvo alerta ante el eco de sus propios pasos.

De pronto le pareció oír una voz, y, al no distinguir de dónde procedía, temió tanto seguir avanzando como retroceder. Durante unos momentos se quedó en una actitud de escucha expectante, encogiéndose sobre sí misma y casi sin atreverse a mirar a su alrededor. Sonó de nuevo la voz, pero, aunque estaba ahora más cerca, el terror le impidió juzgar exactamente de dónde procedía. Sin embargo, pensó que se trataba de una voz quejumbrosa, y su sospecha no tardó en confirmarse por un quejido en voz baja que parecía proceder de una de las habitaciones que daban a la galería. Se le ocurrió al instante que madame Montoni podía estar confinada allí y se acercó a la puerta para hablar, pero se detuvo al considerar que tal vez se iba a confiar a un desconocido que podía descubrirla ante Montoni; porque, aunque aquella persona, quienquiera que fuera, parecía estar afligida, eso no implicaba que estuviera prisionera.

Mientras estos pensamientos cruzaban por su cabeza y la dejaban envuelta en la duda, oyó de nuevo la voz que llamaba a «Ludovico», y entonces comprendió que debía tratarse de Annette, por lo que, abandonando todas sus dudas, procedió a contestarla.

—¡Ludovico! —exclamó Annette, sollozando—. ¡Ludovico!

—Soy yo —dijo Emily, tratando de abrir la puerta—. ¿Por qué estás ahí? ¿Quién te ha encerrado?

—¡Ludovico! —repitió Annette—, ¡oh, Ludovico!

—No soy Ludovico, soy yo, mademoiselle Emily.

Annette dejó de sollozar y guardó silencio.

—Si puedes abrir la puerta, déjame entrar —dijo Emily—, no hay nadie que pueda hacerte daño.

—¡Ludovico! ¡Oh, Ludovico! —gritó Annette.

Emily perdió la paciencia y su temor a ser descubierta aumentó. Estaba a punto de apartarse de la puerta cuando consideró que Annette podría, tal vez, saber algo de la situación de madame Montoni u orientarla hacia el torreón. Por fin, logró una respuesta, aunque poco satisfactoria para sus preguntas, ya que Annette no sabía nada de madame Montoni, y sólo pedía a Emily que le dijera qué le había pasado a Ludovico. Por su parte, tampoco podía decirle nada del criado y le preguntó de nuevo quién la había encerrado.

—Ludovico —dijo la pobre muchacha—, me ha encerrado Ludovico. Cuando salí corriendo del vestidor, casi no sé a dónde fui para refugiarme; y en esta galería, aquí, me encontré con Ludovico, que me metió en esta cámara y me encerró para que no me sucediera nada, según me dijo. Pero él también tenía mucha prisa y no pronunció más de diez palabras, pero me dijo que vendría a dejarme salir cuando todo estuviera tranquilo, y se llevó la llave. Han pasado todas estas horas y ni le he visto ni he sabido nada de él; han tenido que matarle. ¡Estoy segura de ello!

Emily recordó de pronto a la persona herida a la que había visto que transportaban al salón de los sirvientes y casi no dudó de que se trataba de Ludovico, pero ocultó los detalles a Annette y trató de consolarla. Entonces, impaciente por saber algo de su tía, le volvió a preguntar por el camino que conducía al torreón.

—¡Oh!, no debéis ir, mademoiselle —dijo Annette—, ¡por amor de Dios! ¡No vayáis! Y no me dejéis sola.

—No, Annette, no puedo esperar aquí toda la noche —replicó Emily—, indícame el camino del torreón. Por la mañana trataré de liberarte.

—¡Virgen Santa! —exclamó Annette—, ¡no puedo quedarme aquí sola toda la noche! Perderé el sentido de puro miedo, y moriré de hambre. ¡No he tomado nada desde la comida!

Emily casi no pudo contener una sonrisa ante las heterogéneas preocupaciones de Annette, aunque sintió sincera piedad por ella y dijo lo que pudo para consolarla. Finalmente, obtuvo algún detalle orientativo para dirigirse al torreón este. Se apartó de la puerta y desde allí, tras numerosas dudas y caminos intrincados, llegó ante la escalera de caracol que conducía al torreón, a cuyo pie se detuvo a descansar y a recobrar el coraje para lo que consideraba un deber. Al revisar aquel lugar solitario, advirtió que había una puerta en el lado opuesto de la escalera, y, ansiosa por saber si conducía a madame Montoni, trató de descorrer los cerrojos de la misma. Una bocanada de aire fresco le sacudió en el rostro al abrirla para comprobar que daba a la muralla del lado este. La inesperada corriente de aire casi apagó su lámpara, que apartó a una cierta distancia, y al volver a mirar hacia la oscura terraza percibió únicamente la débil silueta de los muros y de algunas torres, mientras pesadas nubes movidas por el viento se mezclaban con las estrellas y envolvían la noche con una oscuridad más espesa. Mientras miraba, casi dispuesta a diferir el momento de certeza, del que esperaba sólo una confirmación del mal, unos pasos lejanos le recordaron que podía ser vista por los hombres que hacían la guardia, y cerró rápidamente la puerta, cogió la lámpara y se dirigió a la escalera. Con movimientos temblorosos, fue ascendiendo a través de la oscuridad. Para su imaginación conmovida parecía aquel el lugar de la muerte, y el tremendo silencio que reinaba, confirmaba su carácter. Titubeó. «Tal vez —se dijo—, he venido tan sólo para descubrir una terrible verdad o para ser testigo de un espectáculo terrible; me doy cuenta de que no podré soportar más horrores».

La imagen de su tía asesinada, asesinada quizá por la mano de Montoni, se presentó en su imaginación. Tembló, trató de recobrar el aliento, arrepentida por haberse atrevido a aventurarse hasta allí y se detuvo. Pero, tras una pausa de unos pocos minutos, recuperó la conciencia de su deber y prosiguió su camino. Todo estaba absolutamente silencioso. Su vista se fijó en unas manchas de sangre que había en la escalera, y al instante se apercibió de que el muro y otros escalones también estaban manchados. Tuvo que detenerse de nuevo, tratando de mantenerse en pie y estuvo a punto de dejar caer la lámpara de sus manos temblorosas. Sin embargo, no se oía sonido alguno y nadie parecía habitar el torreón. Mil veces deseó verse de nuevo en su habitación; aterrada de seguir adelante. Estaba aterrada ante la idea de encontrarse un espectáculo espantoso y, sin embargo, no era capaz de decidirse, cuando estaba tan cerca del final de sus esfuerzos, a desistir de ellos. Tras recuperar una vez más el valor suficiente para continuar, tras subir más o menos la mitad de las escaleras del torreón, llegó a otra puerta, ante la que se detuvo dudosa. Escuchó atentamente y, haciendo acopio de toda su energía, la abrió y entró en la habitación. A los débiles rayos de su lámpara, en medio de aquella oscuridad, sólo vio unos muros de piedra. Según examinaba todo, con el temor de descubrir los restos de su desafortunada tía, descubrió algo que yacía en una esquina oscura de la habitación, y, conmovida con una convicción horrible, se quedó sin movimiento y casi insensible. Entonces, con resolución desesperada, corrió hacia el objeto que le producía aquel terror. Se trataba de las ropas de alguna persona, tiradas en el suelo, y vio lo que parecía un viejo uniforme de soldado, bajo el cual asomaban varias picas y otras armas. Casi sin confiar en su mirada, continuó durante un momento contemplando lo que había sido el objeto de su preocupación, y salió de la habitación, más animada con la convicción de que su tía no estaba allí. Decidida a bajar del torreón sin hacer más investigaciones, al volverse para hacerlo, observó en algunos escalones del segundo piso manchas de sangre, y recordó que aún le quedaba otra habitación por explorar. Siguió subiendo por la escalera de caracol, comprobando las manchas de sangre de los peldaños.

Al llegar a un descansillo había una puerta en la que la escalera concluía y no se sentía capaz de seguir adelante. Cuando estaba tan cerca de tener una certeza total, no se atrevía a descubrirla y no tenía fuerzas para hablar ni para abrir la puerta.

Escuchó en vano cualquier sonido que pudiera confirmar o destruir sus temores y, finalmente, puso la mano en el picaporte, comprobando que estaba cerrada. Llamó a madame Montoni, pero sólo un aterrador silencio correspondió a su voz.

—¡Está muerta! —exclamó—, ¡asesinada! ¡Su sangre está en estas escaleras!

Emily estuvo a punto de desmayarse, casi no podía mantenerse en pie y sólo tuvo la mínima presencia de ánimo para dejar la lámpara en el suelo y sentarse en uno de los escalones.

Cuando logró recuperarse, volvió a hablar junto a la puerta e intentó abrirla de nuevo. Esperó un buen rato sin recibir respuesta alguna y sin oír ningún ruido. Descendió del torreón y con toda la rapidez que le permitía su debilidad, regresó a su habitación.

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