Read La insoportable levedad del ser Online
Authors: Milan Kundera
—No tienes que tener miedo de nada —dijo—, yo podría defenderte en cualquier situación. Antes participaba en competiciones de judo.
Consiguió levantar el brazo con la pesada silla por en cima de la cabeza y Sabina dijo:
—Es agradable ver lo fuerte que eres.
Pero para sus adentros añadió lo siguiente: Franz es fuerte, pero su fuerza se dirige sólo hacia fuera. Con respecto a las personas con las que vive, a las que quiere, es débil. La debilidad de Franz se llama bondad. Franz nunca podría darle órdenes a Sabina. No le mandaría, como en tiempos hizo Tomás, que coloque un espejo en el suelo y ande encima de él desnuda. No es que le falte sensualidad, pero le falta fuerza para mandar. Hay cosas que sólo pueden hacerse con violencia. El amor físico es impensable sin violencia.
Sabina miraba a Franz que caminaba por la habitación con la silla levantada, aquello le parecía grotesco y la llenaba de una extraña tristeza.
Franz dejó la silla en el suelo y se sentó en ella mirando a Sabina.
—No es que no me agrade ser fuerte —dijo—, pero ¿para qué necesito estos músculos en Ginebra? Los llevo como un adorno. Como unas plumas de pavo real. En la vida me he peleado con nadie.
Sabina continuó con su meditación melancólica: ¿Y si tuviera un hombre que le diera órdenes? ¿Alguien que quisiera ser su amo? ¿Cuánto tiempo iba a aguantarlo? ¡Ni siquiera cinco minutos! De lo cual se deduce que no hay hombre que le vaya bien. Ni fuerte ni débil. Dijo:
—¿Y por qué no utilizas nunca tu fuerza contra mí?
—Porque amar significa renunciar a la fuerza —dijo Franz con suavidad.
Sabina se dio cuenta de dos cosas: en primer lugar, de que aquella frase era hermosa y cierta. En segundo lugar, de que, al pronunciarla, Franz quedaba descalificado para su vida erótica.
VIVIR EN LA VERDAD: ésta es una fórmula que utiliza Kafka en su diario o en alguna carta. Franz ya no recuerda dónde. Aquella fórmula le llamó la atención. ¿Qué es eso de vivir en la verdad? La definición negativa es sencilla: significa no mentir, no ocultarse, no mantener nada en secreto. Desde que conoció a Sabina, Franz vive en la mentira. Le habla a su mujer de un congreso en Ámsterdam y de unas conferencias en Madrid que jamás han tenido lugar y le da miedo ir con Sabina por la calle en Ginebra. Le divierte mentir y esconderse, precisamente porque no lo ha hecho nunca. Se siente agradablemente excitado, como un buen alumno que hubiera decidido hacer novillos por una vez en su vida.
Para Sabina, vivir en la verdad, no mentirse a sí mismo, ni mentir a los demás, sólo es posible en el supuesto de que vivamos sin público. En cuanto hay alguien que observe nuestra actuación, nos adaptamos, queriendo o sin querer, a los ojos que nos miran y ya nada de lo que hacemos es verdad. Tener público, pensar en el público, eso es vivir en la mentira. Sabina desprecia la literatura en la que los autores delatan todas sus intimidades y las de sus amigos. La persona que pierde su intimidad, lo pierde todo, piensa Sabina. Y la persona que se priva de ella voluntariamente, es un monstruo. Por eso Sabina no sufre por tener que ocultar su amor. Al contrario, sólo así puede «vivir en la verdad».
Por el contrario, Franz está seguro de que la división de la vida en una esfera privada y otra pública es la fuente de toda mentira: el hombre es de una manera en su intimidad y de otra en público. «Vivir en la verdad» significa para él suprimir la barrera entre lo privado y lo público. Le agrada citar la frase de André Bretón acerca de que le gustaría vivir «en una casa de cristal» en la que nada sea secreto y en la que todos puedan verlo.
Cuándo oyó a su mujer decirle a Sabina «¡qué feo es ese colgante!», comprendió que ya no podía seguir viviendo en la mentira. En aquel momento debía haber salido en defensa de Sabina. Si no lo hizo fue porque tenía miedo de poner en evidencia su amor secreto.
Al día siguiente del cóctel iría con Sabina a pasar dos días a Roma. Seguía resonando en sus oídos la frase «qué feo es ese colgante» y veía a su mujer de una manera distinta a como la había visto durante toda su vida. Su agresividad, invulnerable, ruidosa y temperamental, lo liberaba del peso de la bondad que había cargado pacientemente durante veintitrés años de matrimonio. Se acordó del enorme espacio interior de la iglesia de Ámsterdam y volvió a sentir dentro de sí el extraño, ininteligible entusiasmo que en él despertaba aquel vacío.
Estaba haciendo la maleta cuando entró Marie-Claude a buscarlo a la habitación; empezó a hablarle de los invitados del día anterior, elogiando enérgicamente algunas opiniones que había oído de ellos y condenando sarcásticamente otras.
Franz la miró largamente y luego dijo:
—No hay ninguna conferencia en Roma.
No entendía:
—¿Y entonces a qué vas?
Dijo:
—Hace ya nueve meses que tengo una amante. No quiero que nos veamos en Ginebra. Por eso viajo tanto. He pensado que debías saberlo.
Después de pronunciar las primeras palabras se asustó; el coraje que tenía al comienzo lo abandonó. Apartó la vista para no ver en la cara de Marie-Claude la desesperación que suponía que le iba a causar con sus palabras.
Tras una pequeña pausa se oyó:
—Sí, yo también opino que debía saberlo.
La voz sonaba firme y Franz levantó la vista: Marie-Claude no se había derrumbado. Seguía pareciéndose a aquella mujer que ayer había dicho con voz chillona «¡qué feo es ese colgante!».
Siguió:
—Y ya que eres tan valiente para comunicarme que hace nueve meses que me engañas, ¿podrías decirme con quién?
El siempre había pensado que no debía hacerle daño a Marie-Claude, que tenía que valorar a la mujer que había en ella. ¿Pero adonde había ido a parar aquella mujer que había en Marie-Claude? Dicho de otro modo, ¿adonde había ido a parar la imagen de su madre que él relacionaba con su mujer? La madre, su triste y traicionada mamá, que llevaba en cada pie un zapato diferente, se había ido de Marie-Claude y quién sabe si ni siquiera se había ido, porque nunca había estado en ella. Se dio cuenta de aquello con repentino odio.
—No tengo ningún motivo para ocultártelo —dijo.
Aunque no la había herido la noticia de que le era infiel, no dudaba de que la heriría la noticia de quién era su rival. Por eso le habló de Sabina sin dejar de mirarla a la cara.
Poco después se reunió con Sabina en el aeropuerto. El avión levantó el vuelo y él se sentía cada vez más liviano. Pensaba en que, después de nueve meses, por fin vivía en la verdad.
Sabina se sentía como si Franz hubiera forzado la puerta de su intimidad. Como si de pronto se hubieran asomado la cabeza de Marie-Claude, la cabeza de Marie-Anne, la cabeza del pintor Alan y la del escultor que anda siempre apretándose el dedo, las cabezas de todas las personas que conoce en Ginebra. Se convertirá, contra su voluntad, en la rival de no sé qué mujer, que no le interesa en lo más mínimo. Franz se divorciará y ella ocupará un lugar a su lado en la cama de matrimonio. Todos podrán observarlo de cerca o de lejos, se verá obligada a hacer una especie de teatro; en lugar de ser Sabina, va a tener que desempeñar el papel de Sabina e inventar cómo se juega ese papel. El amor, cuando se hace público, aumenta de peso, se convierte en una carga. Sabina ya se encorvaba por anticipado al imaginarse ese peso.
Cenaron en un restaurante romano y bebieron vino. Ella estaba silenciosa.
—¿De verdad que no te enfadas? —preguntó Franz.
Le aseguró que no se enfadaba. Estaba confusa y no sabía si debía alegrarse o no. Se acordaba de su encuentro en el compartimiento del tren en Ámsterdam. Aquella vez tuvo ganas de caer de rodillas ante él y pedirle que la retuviera aunque fuera por la fuerza y que nunca la dejase ir. Aquella vez deseó que terminara de una vez ese peligroso camino de traiciones. Deseó detenerse.
Ahora trataba de evocar con la mayor intensidad posible el deseo de entonces, de invocarlo, de apoyarse en él. Era en vano. La sensación de disgusto era más fuerte.
Regresaban al hotel andando, ya de noche. Los italianos que pasaban junto a ellos hacían ruido, gritaban, gesticulaban, de modo que ellos podían andar juntos sin decir palabra y no oír su propio silencio.
Después Sabina se lavó largamente en el cuarto de baño mientras Franz la esperaba en la cama tapado con la colcha. La lamparita estaba encendida como siempre.
Al regresar del cuarto de baño la apagó. Fue la primera vez que lo hizo. Franz debía haber registrado mejor aquel gesto. No le prestó atención porque no tenía significado alguno para él. Como sabemos, prefería cerrar los ojos cuando hacía el amor.
Y debido precisamente a aquellos, ojos cerrados, Sabina apagó la lamparita. Ya no quería ver aquellos párpados cerrados ni un segundo más. Los ojos, como dice el proverbio, son la ventana del alma. El cuerpo de Franz, que se movía siempre encima de ella con los ojos cerrados, era para ella un cuerpo sin alma. Parecía un cachorro que aún está ciego y emite sonidos de impotencia porque tiene sed. Franz jodiendo, con sus hermosos músculos, era como un enorme cachorro que mamase de sus pechos. ¡Además era cierto que tenía en la boca un pezón suyo como si estuviera chupeteando leche! Esa idea de que por abajo era un hombre maduro y por arriba un lactante que mamaba, de que por lo tanto estaba jodiendo con un bebé, la ponía al borde de la náusea. ¡No, ya no quiere ver nunca más cómo se mueve desesperadamente encima de ella, ya nunca más le ofrecerá su pecho como una perra a su cachorro, hoy es la última vez, irrevocablemente la última vez!
Sabía, por supuesto, que su decisión era el colmo de la injusticia, que Franz es el mejor de los hombres que jamás ha tenido, que es inteligente, que comprende sus cuadros, que es guapo, que es bueno, pero cuanto más lo sabía, más ganas tenía de violar aquella inteligencia, aquella bondad, de violar aquella fuerza impotente.
Aquella noche lo amó con mayor intensidad que nunca porque la excitaba saber que era por última vez. Hacía el amor con él y estaba ya muy lejos de allí. Volvía a oí r a lo lejos la trompeta dorada de la traición y sabía que era una voz a la que no podría resistir. Le parecía que había aún ante ella un enorme espacio para la libertad, y la lejanía de aquel espacio la excitaba. Hacía el amor con Franz locamente, salvajemente, como nunca lo había hecho con él.
Franz gemía sobre su cuerpo y estaba seguro de entenderlo todo: Pese a que Sabina había estado callada durante la cena y no le había dicho lo que pensaba de su decisión, ahora le respondía. Ponía de manifiesto su alegría, su pasión, su aprobación, su deseo de vivir para siempre con él.
Se sentía como un jinete que va montado a caballo hacia un vacío maravilloso, hacia un vacío sin esposa, sin hija, sin hogar, hacia un maravilloso vacío barrido por la escoba de Hércules, hacia un maravilloso vacío que llenaría con su amor.
Ambos iban encima del otro como quien va a caballo. Ambos iban hacia la lejanía que anhelaban. Ambos estaban unidos por la traición que los liberaba. Franz iba en Sabina y traicionaba a su mujer, Sabina iba en Franz y traicionaba a Franz.
Durante más de veinte años había visto en su mujer a su madre, a un ser dulce al que es necesario defender; aquella idea estaba demasiado arraigada en él como para que pudiera librarse de ella en dos días. Al regresar a casa sintió remordimientos, tuvo miedo de que tras su partida se hubiera derrumbado y estuviera torturada por la tristeza. Abrió tímidamente la puerta, entró en su habitación. Se detuvo un momento en silencio, escuchando: sí, estaba en casa. Tras un momento de duda fue a verla para saludarla, como era su costumbre.
Alzó las cejas con una sorpresa fingida:
-¿Has vuelto aquí? —«¿Y adonde iba a ir?» tuvo ganas de decir (con auténtica sorpresa), pero no dijo nada. Ella continuó—: Para que todo quede claro. No tengo nada en contra de que te traslades en seguida a su casa.
Cuando se lo confesó todo, el día de la partida, no tenía un plan preciso. Estaba dispuesto a discutir amistosamente al regreso cómo hacer las cosas para causarle el menor daño posible. Pero no contaba con que ella misma insistiese fría y obstinadamente en que se fuese.
A pesar de que aquello le facilitaba las cosas, no pudo evitar la decepción. Toda la vida había tenido miedo de herirla y sólo por eso se había impuesto voluntariamente la disciplina de una monogamia idiotizante. ¡Y al cabo de veinte años de pronto comprueba que sus reparos han sido completamente inútiles y que se había privado de otras mujeres sólo por culpa de un malentendido!
Por la tarde tenía una clase y de la universidad fue directamente a casa de Sabina. Quería pedirle que le permitiese quedarse en su casa por la noche. Llamó al timbre pero no abrió nadie. Se fue al bar de enfrente y estuvo durante mucho tiempo mirando hacia la entrada de su casa.
Había anochecido ya y él no sabía qué hacer. Toda su vida había dormido con Marie-Claude en la misma cama. Si ahora regresara a casa, ¿dónde se acostaría? Podría acostarse, por supuesto, en el tresilío de la habitación contigua. ¿Pero no sería un gesto exagerado? ¿No parecería una manifestación de enemistad? ¡El quiere seguir siendo amigo de su mujer! Pero acostarse a su lado tampoco era posible. Podía oír por adelantado su irónica pregunta: cómo no prefiere dormir en la cama de Sabina. Por eso buscó una habitación en un hotel.
Al día siguiente volvió a llamar en vano a la puerta de Sabina durante todo el día.
Al tercer día fue a ver a la portera. No sabía nada y le indicó que se dirigiera a la propietaria de la casa, que era quien le había alquilado el estudio a Sabina. La llamó por teléfono y se enteró de que Sabina había rescindido el contrato dos días antes.
Fue varios días más a ver si localizaba a Sabina en su casa hasta que un día encontró la casa abierta, tres hombres vestidos con monos cargaban los muebles y los cuadros en un gran camión de mudanzas aparcado delante de la casa.
Les preguntó adonde llevaban los muebles.
Le contestaron que tenían orden expresa de mantener en secreto la dirección.
Ya estaba a punto de ofrecerles unos cuantos billetes para que le desvelaran el secreto, cuando de repente sintió que no tenía fuerzas para hacerlo. La tristeza lo había paralizado por completo. No entendía nada, no era capaz de explicarse nada, lo único que sabía era que había estado esperando aquel momento desde el instante en que conoció a Sabina. Había pasado lo que tenía que pasar. Franz no se resistía.