Read La insoportable levedad del ser Online
Authors: Milan Kundera
Cuando entraron en la sala del crematorio, Tomás no comprendía qué pasaba: la sala estaba iluminada como un estudio de cine. Miró sorprendido a su alrededor y comprobó que habían colocado cámaras en tres sitios. No, no era la televisión, era la policía la que filmaba el funeral para poder estudiar a los participantes. Un antiguo compañero del científico, que seguía siendo miembro de la Academia de Ciencias, tuvo el valor de despedir al féretro. No contaba con que ese día se convertiría en actor de cine.
Cuando terminaba el acto y ya todos habían estrechado las manos de los familiares del muerto, Tomás vio en un rincón de la sala a un grupo de personas y, entre ellas, al redactor alto y encorvado. Volvió a añorar a aquellas personas que no tenían miedo a nada y estaban seguramente unidas por una gran amistad. Avanzó hacia él, le sonrió, quería saludarlo, pero el hombre encorvado dijo: «Cuidado, doctor, es mejor que no se acerque».
La frase era curiosa. Podía explicársela como una sincera advertencia amistosa («Cuidado, nos están filmando, si habla con nosotros, tendrá un interrogatorio más») o podía tener también un sentido irónico («¡Si no ha tenido el valor suficiente para firmar la petición, sea consecuente y no se junte con nosotros!»). Cualquiera que hubiera sido el significado real, Tomás obedeció y se alejó. Tenía la sensación de que veía a una hermosa mujer subir al coche-cama de uno de los grandes expresos y de que, en el momento en que iba a expresarle su admiración, ella ponía el dedo sobre los labios y no le permitía hablar.
Ese mismo día por la tarde tuvo otro encuentro interesante. Estaba limpiando el escaparate de una gran zapatería y justo a su lado se detuvo un hombre joven. Se inclinó hacia el escaparate y se puso a mirar los precios.
—Han subido —dijo Tomás sin dejar de secar el agua del cristal con su aparato.
El hombre lo miró. Era aquel compañero suyo del hospital al que he bautizado con la letra S., el mismo que en otros tiempos sonreía enfadado porque Tomás hubiera firmado su declaración autocrítica. Tomás se alegró de aquel encuentro (con la simple e ingenua alegría que nos producen los acontecimientos inesperados), pero observó en la mirada de su colega (durante el primer segundo, mientras S. aún no había tenido tiempo de controlarse) un gesto de sorpresa y desagrado.
—¿Cómo te va? —preguntó S.
Antes de que Tomás tuviera tiempo de responder, ya se había dado cuenta de que S. se avergonzaba de su pregunta. Era una evidente tontería que un médico que sigue trabajando le preguntara «¿cómo te va?» a un médico que limpia escaparates.
Para que no se sintiese avergonzado, Tomás le respondió con el tono más alegre que pudo: «¡estupendamente!», pero advirtió de inmediato que ese «estupendamente» sonaba, a su pesar (y precisamente por haber procurado pronunciarlo con alegría), como una amarga ironía. Por eso añadió en seguida:
—¿Qué hay de nuevo en el hospital?
S. respondió:
—Nada. Todo normal.
Esta respuesta, aunque pretendía ser lo más neutral posible, también estaba totalmente fuera de lugar, y los dos lo sabían y sabían que lo sabían: ¿cómo es posible que todo sea normal cuando uno de los dos limpia escaparates?
—¿Y el jefe? —preguntó Tomás.
—¿No os veis? —preguntó S.
—No —dijo Tomás.
Era verdad, desde que se fue del hospital no había vuelto a ver al médico jefe, a pesar de que trabajaban muy bien juntos y tendían a considerarse casi como amigos. Hiciera lo que hiciera, el «no» que acababa de pronunciar llevaba cierta carga de tristeza y Tomás intuía que S. estaba disgustado por la pregunta que le había hecho, porque al igual que el médico jefe, él tampoco había ido nunca a preguntarle a Tomás cómo le iba y si le hacía falta algo.
La conversación entre los dos antiguos compañeros de trabajo se había vuelto imposible, aunque ambos lo lamentaran y Tomás en particular. No estaba enfadado porque sus compañeros de trabajo se hubieran olvidado de él. Le hubiera gustado explicárselo a aquel joven. Tenía ganas de decirle: «¡No sientas vergüenza! ¡Es normal y totalmente correcto que no os relacionéis conmigo! ¡No te acomplejes por eso! ¡Estoy encantado de verte!», p ero hasta de decir e so tenía miedo, porque todo lo que había dicho hasta entonces había sonado de un modo distinto al que pretendía y su compañero de profesión hubiera sospechado que esta sincera frase también era irónica y agresiva.
—Perdona —dijo finalmente S.—, tengo una prisa horrible —y le dio la mano—. Te llamaré.
Antes, cuando sus compañeros de trabajo lo miraban despectivamente por su previsible cobardía, todos le sonreían. Ahora que no pueden mirarlo despectivamente, que están incluso obligados a reconocer su valor, lo esquivan.
Por lo demás, tampoco los antiguos pacientes lo invitaban ya, ni lo recibían con champán. La situación de los intelectuales desclasados había dejado de ser excepcional; se había convertido en algo duradero y desagradable a la vista.
Llegó a casa y se durmió antes que de costumbre. Una hora más tarde le despertó el dolor de estómago. Eran sus antiguas molestias que reaparecían siempre en los momentos de depresión. Abrió el botiquín y maldijo. No había ningún medicamento. Había olvidado renovarlos. Trató de superar el ataque a fuerza de voluntad y fue lográndolo pero no consiguió dormirse. Cuando Teresa volvió a casa, a la una y media de la mañana, tenía ganas de charlar con ella. Le habló del entierro, del redactor que no había querido dirigirle la palabra, de su encuentro con su colega S.
—Praga se ha vuelto fea —dijo Teresa.
—Fea —dijo Tomás.
Al cabo de un rato Teresa dijo en voz muy baja:
—Sería mejor que nos fuéramos de aquí.
—Sí —dijo Tomás—, pero no tenemos adonde ir.
Estaba sentado en la cama, en pijama, y ella se sentó a su lado y se abrazó a su cuerpo. Dijo:
—Al campo.
—¿Al campo? -preguntó extrañado.
—Allí estaríamos solos. Allí no te encontrarías ni con el redactor ni con tus antiguos compañeros. Allí la gente es distinta y la naturaleza sigue siendo igual que siempre.
En ese momento Tomás volvió a sentir un suave dolor en el estómago, se sentía viejo y le parecía que lo único que deseaba era un poco de tranquilidad y de paz.
—Puede que tengas razón —dijo dificultosamente, porque el dolor le impedía respirar.
Teresa seguía:
—Tendríamos una casa y un pequeño jardín, y Karenin por lo menos podría correr a gusto.
—Sí —dijo Tomás.
Después se imaginó qué pasaría si de verdad se fueran al campo. En un pueblo sería difícil tener todas las semanas a una mujer diferente. Allí se acabarían sus aventuras eróticas.
—Lo malo es que en un pueblo, a solas conmigo, te aburrirías —dijo Teresa como si le leyese los pensamientos.
El dolor había vuelto a aumentar. No podía hablar. Se le ocurrió pensar que su hábito de ir tras las mujeres era una especie de «es muss sein!», un imperativo que lo esclavizaba. Anhelaba unas vacaciones. ¡Pero unas vacaciones totales, en las que le dejaran en paz todos los imperativos, todos los «es muss sein!» Si había sido capaz de descansar (y para siempre) de la mesa de operaciones del hospital, ¿por qué no descansar de esa mesa de operaciones del mundo, sobre la cual abría con un escalpelo imaginario la funda en la que las mujeres guardaban la ilusoria millonésima diferencial?
—¡A ti te duele el estómago! —advirtió entonces Teresa.
Asintió.
—¿Te has puesto la inyección?
Hizo un gesto de negación:
—Me olvidé de pedirlas.
Se enfadó con él por su dejadez y le acarició la frente, en la que el dolor había hecho aparecer algunas gotas de sudor.
—Ahora está un poco mejor —dijo.
—Acuéstate —dijo ella y lo cubrió con la manta.
Después fue al baño y al cabo de un momento se acostó a su lado. El giró hacia ella la cabeza, apoyada en la almohada, y se quedó asombrado: la tristeza que reflejaban sus ojos era insoportable. Dijo:
—Teresa, dime, ¿qué te pasa? A ti te está pasando algo. Lo siento. Lo veo.
Negó con la cabeza:
—No, no me pasa nada.
—¡No lo niegues!
—Es lo de siempre —dijo.
«Lo de siempre» significaba los celos de ella y las infidelidades de él. Pero Tomás siguió insistiendo.
—No, Teresa. Esta vez es otra cosa. Nunca habías estado tan mal.
Teresa dijo:
—Bien, te lo diré. Vé a lavarte la cabeza.
No le entendía.
Lo dijo con tristeza, sin agresividad, casi con ternura:
—Hace ya varios meses que tu pelo huele intensamente. Huele al sexo de alguna mujer. No te lo quería decir. Pero hace ya muchas noches que tengo que respirar el perfume del sexo de alguna de tus amantes.
En cuanto lo dijo el estómago volvió a dolerle. Estaba desesperado. ¡Se lava tanto! Se frota con tanto cuidado el cuerpo, las manos, la cara, para que no le quede ni una huella de olor ajeno. Evita los jabones perfumados en los cuartos de baño ajenos. Lleva a todas partes su propio jabón sin perfume. ¡Pero olvidó el pelo! ¡No, no se le ocurrió pensar en el pelo!
Y recordó la mujer que se le sienta en la cara y quiere que le haga el amor con toda su cara y hasta con la nuca. Ahora la odiaba. ¡Qué ocurrencia más idiota! Sabía que ahora no era posible negar nada y que lo único que podía hacer era reír estúpidamente e ir al baño a lavarse la cabeza.
Ella volvió a acariciarle la frente:
—Quédate acostado. Ya no vale la pena. Ya estoy acostumbrada.
Le dolía el estómago y anhelaba tranquilidad y paz. Dijo:
—Le escribiré a aquel paciente mío que encontramos en el balneario. ¿Conoces la región donde está su aldea?
—No —dijo Teresa.
A Tomás le costaba mucho trabajo hablar. No logró decir más que: «Bosques... montes...».
—Sí, lo haremos. Nos iremos de aquí. Pero deja de hablar —y seguía acariciándole la frente.
Estaban los dos juntos, acostados, y ya no decían nada. El dolor desaparecía lentamente. Pronto se durmieron los dos.
En medio de la noche se despertó y recordó con sorpresa que no había tenido más que sueños eróticos. Sólo recordaba con claridad el último: en una piscina nadaba de espaldas una enorme mujer desnuda, al menos cinco veces mayor que él, con una barriga toda cubierta de espeso vello, desde la entrepierna hasta el ombligo, la miraba desde la orilla y estaba terriblemente excitado.
¿Cómo podía estar excitado cuando su cuerpo se hallaba debilitado por un ataque al estómago? ¿Y cómo pudo excitarse mirando a una mujer que, despierto, sólo hubiera podido producirle asco?
Se dijo: En el sistema de relojería de la cabeza dan vueltas en sentido contrario dos ruedas dentadas. En una de ellas están las visiones, en la otra las reacciones del cuerpo. El diente en el que está la visión de una mujer desnuda toca el diente opuesto, en el que está inscrito el imperativo de la erección. Si por algún descuido las ruedas se desplazan y la rueda de la excitación se pone en contacto con el diente en el que está pintada la imagen de una golondrina volando, nuestro sexo se empinará al ver a una golondrina. Conocía además las investigaciones de un colega suyo que estudiaba el sueño de las personas y afirmaba que en el hombre se produce la erección con cualquier sueño. Eso quiere decir que la relación entre la erección y una mujer desnuda es sólo uno de los mil modos en que el Creador pudo haber ajustado el mecanismo de relojería de la cabeza del hombre.
¿Pero qué tiene que ver el amor con esto? Nada. Si en la cabeza de Tomás la rueda se desplaza por algún motivo y él, a partir de entonces, se excita al ver a una golondrina, nada cambia en su amor por Teresa.
Si la excitación es el mecanismo mediante el cual se divierte nuestro Creador, el amor es, por el contrario, lo que nos pertenece sólo a nosotros y con lo que escapamos al Creador. El amor es nuestra libertad. El amor está al otro lado del «es muss sein!».
Pero esto no es del todo cierto. Aunque el amor sea algo distinto a la maquinaria de relojería del sexo con el que se divierte el Creador, queda sin embargo amarrado a esa maquinaria. Está amarrado a ella como una tierna mujer desnuda al péndulo de un enorme reloj.
Tomás piensa: Amarrar el amor al sexo ha sido una de las ocurrencias más extravagantes del Creador.
Y después piensa esto también: La única manera de salvar el amor de la estupidez del sexo hubiese sido la de ajustar de otro modo el reloj de nuestra cabeza y excitarnos viendo una golondrina.
Se durmió con aquella dulce idea. Y en el umbral del sueño, en ese mágico territorio de imágenes confusas, de pronto se sintió seguro de haber descubierto la solución de todos los misterios, la llave del secreto, la nueva utopía, el paraíso: un mundo donde el hombre se excita al mirar a una golondrina y donde puede querer a Teresa sin verse interrumpido por la agresiva estupidez del sexo.
Se durmió.
Había varias mujeres semidesnudas, daban vueltas a su alrededor y él se sentía cansado. Para escapar de ellas, abrió la puerta de la habitación contigua. Vio en el sofá de enfrente a una muchacha.
También estaba semides-nuda, sólo en bragas. Estaba reclinada de costado y se apoyaba en un codo.
Le miraba con una sonrisa, como si supiera que iba a venir.
Se acercó a ella. Recorrió su cuerpo una sensación de inmensa felicidad por haberla encontrado y poder estar con ella. Se sentó junto a ella, él le dijo algo y ella también le habló. Irradiaba serenidad. Los gestos de su mano eran lentos y acompasados. Toda la vida había anhelado aquellos gestos serenos. Era precisamente aquella serenidad femenina la que había echado en falta toda la vida.
Pero en ese momento se produjo el deslizamiento del sueño al despertar. Se encontró en ese no man's land en el que el hombre ya no duerme y aún no está despierto. Le aterró que la muchacha desapareciera ante sus ojos y se dijo: ¡Por Dios, no debo perderla! Intentó desesperadamente recordar quién era la muchacha, dónde la había encontrado, qué experiencia había tenido con ella. ¿Cómo es posible que no lo sepa, conociéndola tanto? Se hizo la promesa de llamarla por teléfono en cuanto amaneciese. Pero nada más pensarlo se alarmó, porque había olvidado su nombre y no podía llamarla. ¿Pero cómo puede olvidar el nombre de alguien a quien conoce tanto? Estaba ya casi despierto del todo, tenía los ojos abiertos y se preguntaba: ¿Dónde estoy? Sí, estoy en Praga, pero y esa muchacha, ¿es de Praga?, ¿no la habré visto en otro sitio?, ¿no será una suiza? Tardó un rato en comprender que no conocía a aquella muchacha, que no era de Suiza ni de Praga, que era la muchacha de un sueño, que no era de ninguna otra parte.