Read La insoportable levedad del ser Online
Authors: Milan Kundera
Franz vio a su amigo de la Sorbona levantando el puño y amenazando a aquel silencio de la orilla de enfrente.
La traductora gritó por tercera vez su llamada con la bocina.
El silencio que nuevamente le respondió transformó de pronto la angustia de Franz en una rabia furiosa. Estaba muy cerca del puente que separa Tailandia de Camboya y le invadió un inmenso deseo de cruzarlo corriendo, de gritar al cielo terribles insultos y de morir en medio del inmenso estruendo de los disparos.
Ese repentino deseo de Franz nos recuerda algo; sí nos recuerda al hijo de Stalin, que corrió a colgarse a las alambradas electrificadas al no poder soportar la visión de los polos de la existencia humana acercándose hasta tocarse, sin diferencia ya entre lo elevado y lo bajo, entre el ángel y la osca, entre Dios y la mierda.
Franz no podía aceptar que la gloria de la Gran Marcha fuese lo mismo que la cómica vanidad de quienes participaban en ella y que el magnífico estruendo de la historia europea se perdiese en un silencio interminable sin que hubiese ya diferencia entre la historia y el silenció. En ese momento quiso poner su propia vida en el platillo de la balanza para demostrar que la Gran Marcha pesa más que la mierda.
Pero el hombre no es capaz de lograrlo. Sobre uno de los platillos de la balanza estaba la mierda, encima del otro se puso el hijo de Stalin con todo su cuerpo y la balanza no se movió.
En lugar de hacerse matar, Franz agachó la cabeza y regresó, a paso ligero con todos los demás, hacia los autobuses.
Todos necesitarnos que alguien nos mire. Sería posible dividirnos en cuatro categorías, según el tipo de mirada bajo la cual queremos vivir.
La primera categoría anhela la mirada de una cantidad infinita de ojos anónimos, o dicho de otro modo, la mirada del público. Ese es el caso del cantante alemán, de la actriz norteamericana y también del redactor con largas barbas. Estaba acostumbrado a sus lectores y, cuando un buen día los rusos cerraron su semanario, tuvo la sensación de que el aire era cien veces más enrarecido. Nadie podía reemplazarle la mirada de los ojos desconocidos. Le pareció que se ahogaba. Entonces fue cuando advirtió que la policía vigilaba todos sus pasos, que oían sus conversaciones por teléfono y que hasta le sacaban en secreto fotos en la calle. ¡De pronto los ojos anónimos estaban otra vez en todas partes y él podía respirar de nuevo! ¡Estaba feliz! Se dirigía con voz teatral a los micrófonos de las paredes. Había encontrado en la policía al público perdido.
La segunda categoría la forman los que necesitan para vivir la mirada de muchos ojos conocidos. Estos son los incansables organizadores de cócteles y cenas. Son más felices que las personas de la primera categoría quienes, cuando pierden a su público, tienen la sensación de que en el salón de su vida se ha apagado la luz. A casi todos ellos les sucede esto alguna vez. En cambio, las personas de la segunda categoría siempre consiguen alguna de esas miradas.
Entre éstos están Marie-Claude y su hija.
Luego está la tercera categoría, los que necesitan de la mirada de la persona amada. Su situación es igual de peligrosa que la de los de la primera categoría. Alguna vez se cerrarán los ojos de la persona amada y en el salón se hará la oscuridad. Pertenecen a este grupo Teresa y Tomás.
Y hay también una cuarta categoría, la más preciada, la de quienes viven bajo la mirada imaginaria de personas ausentes. Son los soñadores. Por ejemplo Franz. El único motivo de su viaje hasta la frontera de Camboya fue Sabina. El autobús traquetea por la carretera tailandesa y él siente que su larga mirada se fija en él.
A la misma categoría pertenece también el hijo de Tomás. Lo llamaré Simón. (Se alegrará de tener un nombre bíblico como su padre.) Los ojos que anhela son los de Tomás. Cuando se comprometió en la recogida de firmas lo echaron de la universidad. La chica con la que salía era sobrina de un cura de pueblo. Se casó con ella, se hizo tractorista en la cooperativa, católico practicante y padre. Después se enteró por medio de algún amigo de que Tomás también vivía en el campo y se alegró: ¡el destino había logrado que sus vidas fuesen simétricas! Aquello lo impulsó a escribirle una carta. No pedía respuesta. Lo único que quería era que Tomás dirigiera su mirada hacia su vida.
Franz y Simón son los soñadores de esta novela. A diferencia de Franz, Simón no quería a su madre. Buscaba desde su infancia a su papá. Estaba dispuesto a creer que alguna injusticia cometida contra su padre antecedía y explicaba la injusticia que éste había cometido con él. Nunca se había enfadado con él porque no quería convertirse en aliado de la madre, que calumniaba sistemáticamente al padre.
Vivió con ella hasta que cumplió los dieciocho y después de la reválida se fue a estudiar a Praga. En aquella época Tomás ya lavaba escaparates. Simón le esperó muchas veces con la intención de preparar un encuentro casual en la calle, pero el padre nunca se detuvo junto a él.
Trabó amistad con el antiguo redactor de la barba larga sólo porque su historia le recordaba a la de su padre. El redactor no conocía el nombre de Tomás. El artículo sobre Edipo había quedado en el olvido y el redactor se enteró de él por medio de Simón, quien le rogó que fueran juntos a pedirle a su padre la firma. El redactor asintió sólo por darle gusto a un muchacho al que apreciaba.
Cuando Simón se acordaba de aquella reunión, se avergonzaba de su timidez. Seguro que a su padre no le había gustado. En cambio su padre le gustó a él. Se acordaba de cada una de las palabras que había dicho y le daba cada vez más la razón. Sobre todo se le quedó grabada una frase: «Castigar a los que no sabían lo que estaban haciendo es una barbaridad». Cuando el tío de su chica puso en sus manos una Biblia, le llamaron la atención sobre todo unas palabras de Jesús: «Perdónalos, porque no saben lo que hacen». Sabía que su padre no era creyente, pero en la similitud de ambas frases veía una señal secreta: su padre está de acuerdo con el camino que ha elegido.
Llevaba en el pueblo unos tres años cuando recibió una carta en la cual Tomás le invitaba a visitarlo. El encuentro fue amable, Simón se sintió a gusto y no tartamudeó nada. Quizá ni siquiera advirtió que no se habían entendido demasiado. Unos cuatro meses más tarde le llegó una carta. Tomás y su mujer habían muerto aplastados bajo un camión.
Fue entonces cuando se enteró de la existencia de una mujer que había sido amante de su padre y vivía en Francia. Consiguió su dirección. Necesitaba desesperadamente un ojo imaginario que siguiera observando su vida ¡y por eso, de tiempo en tiempo, le escribía largas cartas!
Hasta el final de su vida Sabina seguirá recibiéndolas de ese triste corresponsal rural. Muchas de ellas quedarán sin leer, porque el país del que provienen le interesa cada vez menos.
Él anciano murió y Sabina se fue a vivir a California. Aún más al oeste, aún más lejos de Bohemia.
Vende bien sus cuadros y le gusta Norteamérica. Pero sólo la superficie. Lo que está debajo es un mundo extraño. No tiene allí abajo ni a un abuelo ni a un tío. Tiene miedo de ser encerrada en un féretro y sepultada en tierra americana.
Por eso un día escribió un testamento en el que estableció que su cuerpo debía ser quemado y las cenizas esparcidas. Teresa y Tomás murieron bajo el signo del peso. Ella quiere morir bajo el signo de la levedad. Será más leve que el aire. Según Parménides ésta es una transformación de lo negativo en positivo.
El autobús se detuvo ante un hotel de Bangkok. Nadie tenía ganas ya de organizar reuniones. La gente andaba en grupos por la ciudad, algunos visitaban los templos, otros iban a los burdeles. El amigo de la Sorbona invitó a Franz a salir por la noche, pero él quería estar solo. Estaba oscureciendo cuando bajó a la calle. Seguía pensando en Sabina y sentía su larga mirada que siempre le hacía dudar de sí mismo, porque no acababa de saber qué pensaba Sabina. Esta vez también se sentía perplejo bajo aquella mirada. ¿No se ríe de él? ¿No cree que el culto que de ella hace es una tontería? ¿No quiere decirle que ya debería ser por fin mayor y dedicarse plenamente a la amante que ella misma le ha enviado?
Se imaginó la cara con las grandes gafas redondas. Se dio cuenta de lo feliz que era con su estudiante. De pronto el viaje a Camboya le parecía ridículo e insignificante. ¿Para qué había venido? Ahora lo sabe. ¡Vino para darse cuenta de una vez por todas de que no eran las marchas, de que no era Sabina, sino su chica de las gafas la que constituía su vida real, su única vida real! ¡Vino para darse cuenta de que la realidad es más que un sueño, mucho más que un sueño!
Entonces salió de la penumbra una figura y le dijo algo en un idioma desconocido. La miró con cierta extrañeza compasiva. El desconocido se inclinaba, sonreía y mascullaba constantemente algo muy urgente. ¿Qué le diría? Le pareció que lo invitaba a ir a algún lugar. Lo cogió del brazo y lo condujo. A Franz se le ocurrió que alguien necesitaba su ayuda. ¿Quizás no ha venido en balde? ¿Quién sabe si está destinado a ayudar aquí a alguien?
Y de pronto junto al hombre que mascullaba había otros dos y uno de ellos le pedía en inglés que les diese dinero.
En ese momento la chica de las gafas desapareció de su mente y volvió a mirarlo Sabina, la irreal Sabina con su gran destino, la Sabina ante la que se sentía pequeño. Sus ojos le miraban enfadados y descontentos: ¿Otra vez se había dejado engañar? ¿Otra vez se habían vuelto a aprovechar de su estúpida buena voluntad?
Se soltó bruscamente del hombre que le cogía la manga. Sabía que a Sabina siempre le había gustado su fuerza. Cogió el brazo que otro nombre extendía hacia él. Lo apretó con fuerza e hizo volar al hombre por encima de él en una perfecta toa de judo.
Ahora está satisfecho de sí mismo. Los ojos de Sabina seguían fijos en él. ¡Nunca volverán a verle humillado! ¡Nunca volverán a verle retroceder! ¡Franz ya no volverá a ser blando y sentimental!
Le invadió un odio casi alegre hacia aquellos hombres que habían pretendido reírse de su ingenuidad. Estaba ligeramente agachado sin quitarle los ojos de encima a ninguno de ellos. Pero entonces algo pesado le golpeó en la cabeza y se desplomó. Se dio cuenta vagamente de que lo llevaban a alguna parte. Después cayó. Sintió un golpe fuerte y perdió el sentido.
Se despertó en el hospital en Ginebra. Sobre su cama se inclinaba Marie-Claude. Quería decirle que no deseaba verla. Quería que avisaran inmediatamente a la estudiante de las gafas grandes. No pensaba más que en ella. Quería gritar que no soportaba a su lado a nadie más que a ella. Pero comprobó con horror que no podía hablar. Miró a Marie-Claude con odio infinito y quiso girarse hacia la pared para no verla. Pero no podía mover el cuerpo. Quiso volver al menos la cabeza. Pero tampoco podía mover la cabeza. Por eso cerró los ojos, para no verla.
Franz, muerto, pertenece por fin a su legítima esposa, más de lo que hasta entonces le había pertenecido nunca. Marie-Claude lo decide todo, se encarga de organizar el entierro, envía las esquelas, compra las coronas, encarga un vestido negro que es en realidad un vestido de bodas. Sí, el entierro del marido es para ella su verdadera boda; la culminación de su camino en la vida; la recompensa por todos sus sufrimientos.
Por lo demás, el pastor lo capta perfectamente y sobre la tumba habla de la fidelidad del amor que tuvo que pasar por muchas pruebas hasta llegar a ser para el finado, al final de su vida, el puerto seguro al que pudo regresar en el último momento. El colega de Franz, al que Marie-Claude le pidió que hablase en el entierro, también rindió homenaje, ante todo, a la entereza de la mujer del finado.
En algún lugar al fondo, sostenida por una amiga, estaba la chica de las gafas grandes. El llanto reprimido y la cantidad de pastillas consumidas hicieron que antes de que terminase el funeral sufriera un espasmo. Está encogida, se coge el vientre con las manos y su amiga tiene que llevársela del cementerio.
En cuanto recibió del presidente de la cooperativa el telegrama, cogió la moto y vino. Se hizo cargo del entierro. En la tumba mandó grabar, bajo el nombre del padre, la siguiente inscripción: Quiso el reino de Dios en la tierra.
Sabe perfectamente que el padre no lo hubiera dicho nunca con esas palabras. Pero está seguro de que la frase expresa correctamente lo que el padre quería. El reino de Dios en la tierra significa la justicia. Tomás deseaba un mundo en el que reinase la justicia. ¿No tiene derecho Simón a expresar la vida del padre con su propio vocabulario? ¡Ese es el eterno derecho de los deudos!
Tras tanto andar errante, el regreso, está escrito en el panteón sobre el féretro de Franz. La frase puede interpretarse como un símbolo religioso: andar errante por la vida terrenal, el regreso al seno de Dios. Pero los informados saben que la frase tiene también su sentido plenamente profano. Además, Marié-Claude habla de ello a diario: Franz, el bueno de Franz, no soportó la crisis de los cincuenta. ¡En manos de qué pobre chica fue a caer! Ni siquiera era guapa. (¿Visteis esas enormes gafas que la tapaban casi por completo?) Pero un hombre, cuando llega a los cincuenta, vendería su alma por un pedazo de cuerpo joven. ¡La única que sabe lo que sufría por ese motivo es su propia mujer! ¡Para él era una verdadera tortura moral! Porque Franz era, en el fondo de su alma, una persona buena y honrada. ¿Cómo explicarse, si no, ese absurdo, desesperado viaje a no sé que parte de Asia? Fue a buscar la muerte. Sí, Marie-Claude lo sabe con seguridad: Franz buscaba conscientemente la muerte. En el último momento, cuando se estaba muriendo y ya no tenía necesidad de mentir, no quería verla más que a ella. No podía hablar, pero al menos le daba las gracias con los ojos. Con la mirada le pedía que le perdonase. Y ella le había perdonado.
¿Qué quedó de la gente que moría en Camboya?
Una gran fotografía de la actriz norteamericana con un niño amarillo en brazos.
¿Qué quedó de Tomás?
Una inscripción: Quiso el reino de Dios en la tierra.
¿Qué quedó de Beethoven?
Un hombre huraño con una melena inverosímil que afirma con voz profunda: «Es muss sein!».
¿Qué quedó de Franz?
Una inscripción: Tras tanto andar errante, el regreso.
Etcétera, etcétera. Antes de que se nos olvide, seremos convertidos en kitsch. El kitsch es una estación de paso entre el ser y el olvido.