La insoportable levedad del ser (33 page)

Paraíso. Karenin no sabe nada de la dualidad entre el cuerpo y el alma y no sabe qué es el asco. Por eso

Teresa se siente tan a gusto y serena con él. (Y por eso es tan peligroso transformar el animal en «machina animata» y la vaca en un autómata que produce leche: el hombre corta así el hilo que lo ataba al Paraíso y en su vuelo por el vacío del tiempo ya nada podrá detenerlo ni consolarlo.)

De la confusa mezcla de estas ocurrencias, crece ante Teresa una idea blasfema de la que no puede librarse: el amor que la une a Karenin es mejor que el que existe entre ella y Tomás. Mejor, no mayor. Teresa no quiere culpar a Tomás ni culparse a sí misma, no pretende afirmar que pudieran quererse más. Pero le da la impresión de que la pareja humana está hecha de tal manera que su amor es a priori de peor clase de la que puede ser (al menos en su caso, que es el mejor) el amor entre una persona y un perro, esa extravagancia en la historia del hombre, probablemente no planeada por el Creador.

Es un amor desinteresado: Teresa no quiere nada de Karenin. Ni siquiera le pide amor. Jamás se ha planteado los interrogantes que torturan a las parejas humanas: ¿me ama?, ¿ha amado a alguien más que a mí?, ¿me ama más de lo que yo le amo a él? Es posible que todas estas preguntas que inquieren acerca del amor, que lo miden, lo analizan, lo investigan, lo interrogan, también lo destruyan antes de que pueda germinar. Es posible que no seamos capaces de amar precisamente porque deseamos ser amados, porque queremos que el otro nos dé algo (amor), en lugar de aproximarnos a él sin exigencias y querer sólo su mera presencia.

Y algo más: Teresa aceptó a Karenin tal como era, no pretendía transformarlo a su imagen y semejanza, estaba de antemano de acuerdo con su mundo canino, no pretendía quitárselo, no tenía celos de sus aventuras secretas. No lo educó porque quisiera transformarlo (como quiere el hombre transformar a su mujer y la mujer a su hombre), sino para enseñarle un idioma elemental que hiciera posible la comprensión y la vida en común.

Y luego: El amor hacia el perro es voluntario, nadie la fuerza a él. (Teresa piensa nuevamente en su madre y todo le da lástima: ¡Si la madre fuera una de las desconocidas de la aldea, es posible que su alegre brusquedad le resultara simpática! ¡Ay, si la madre fuera una persona extraña! Teresa se avergonzó desde su infancia de que la madre hubiera ocupado los rasgos de su cara y confiscado su yo. ¡Pero lo peor era que el antiguo imperativo «¡ama a tu padre y a tu madre!» la obligaba a estar de acuerdo con aquella ocupación y a llamar a aquella agresión amor! La madre no tenía la culpa de que Teresa hubiera roto con ella. No rompió con ella porque la madre fuera como era, sino porque era la madre.)

Y lo principal: Ninguna persona puede otorgarle a otra el don del idilio. Eso sólo lo sabe hacer el animal, porque no ha sido expulsado del Paraíso. El amor entre un hombre y un perro es un idilio. En él no hay conflictos, no hay escenas desgarradoras, no hay evolución. Karenin rodeó a Teresa y a Tomás con su vida basada en la repetición y eso mismo era lo que esperaba de ellos.

Si Karenin hubiera sido un hombre y no un perro, seguro que hace tiempo ya que le hubiera dicho a Teresa: «Haz el favor, estoy aburrido de llevar todos los días el panecillo en la boca. ¿No puedes inventar algo nuevo?».

En esta frase está encerrada toda la condena que pesa sobre el hombre. El tiempo humano no da vueltas en redondo, sino que sigue una trayectoria recta. Ese es el motivo por el cual el hombre no puede ser feliz, porque la felicidad es el deseo de repetir.

Sí, la felicidad es el deseo de repetir, piensa Teresa.

Cuando el presidente de la cooperativa, al volver del trabajo, saca a pasear a su Mefisto y se encuentra con Teresa, nunca olvida decir: «¡Señora Teresa! ¿Por qué no la habré conocido yo antes? ¡Hubiéramos salido a ligar juntos! ¡No hay mujer que se resista a dos marranos!». El cerdito estaba adiestrado de tal manera que, cuando terminaba de decir estas palabras, gruñía. Teresa se reía aunque sabía de antemano lo que el presidente iba a decir. El chiste no perdía su gracia con la reiteración. Al contrario. En el contexto del idilio, hasta el humor está sometido a la dulce ley de la repetición.

5

Los perros no tienen muchas ventajas con respecto a las personas, pero hay una que vale la pena: en su caso, la eutanasia no está prohibida por la ley; los animales tienen derecho a una muerte caritativa. Karenin andaba con tres patas y pasaba cada vez más tiempo en el rincón. Se quejaba. El matrimonio estaba de acuerdo en que no podían hacerle sufrir inútilmente. Pero la aceptación de ese principio no era suficiente para eliminar la angustiosa inseguridad: ¿cómo reconocer el momento en que el sufrimiento es ya inútil?, ¿cómo determinar el momento en que ya no vale la pena vivir?

¡Si al menos Tomás no fuera médico! Entonces podría esconderse detrás de alguien. Podría ir al veterinario y pedirle que le pusiera una inyección.

¡Qué terrible es asumir el papel de la muerte! Tomás insistió durante mucho tiempo en que él no le pondría la inyección, en que llamaría al veterinario. Pero después comprendió que podía otorgarle un privilegio que no tiene hombre alguno: la muerte tendrá para él el aspecto de aquellos a quienes quiere.

Karenin pasó la noche quejándose. Cuando Tomás lo auscultó por la mañana, le dijo a Teresa: «Ya no esperaremos más».

Era de madrugada, pronto iban a tener que irse los dos de casa. Teresa entró en la habitación a ver a Karenin. Hasta entonces había estado acostado sin moverse (ni siquiera le había prestado atención a Tomás mientras lo auscultaba) pero ahora, al oír que se abría la puerta, levantó la cabeza y miró a Teresa.

Era incapaz de soportar aquella mirada, casi la asustaba. Nunca miraba así a Tomás, así sólo la miraba a ella. Pero nunca con tanta intensidad como esta vez. No era una mirada desesperada o triste, no. Era una mirada de terrible, insoportable confianza. Aquella mirada era una ansiosa interrogación. Toda la vida había esperado Karenin la respuesta de Teresa y ahora le comunicaba (aún con mayor urgencia que nunca) que seguía preparado para oír de ella la verdad. (Todo lo que proviene de Teresa es para él verdad: incluso cuando le dice «¡siéntate!» o «¡acuéstate!», para él éstas son verdades con las que se identifica y que le dan sentido a su vida.)

Aquella mirada de terrible confianza fue breve. Al cabo de un momento volvió a apoyar la cabeza sobre las patas. Teresa sabía que nunca nadie más volvería a mirarla así.

Nunca le daban dulces, pero hace unos días le había comprado unas tabletas de chocolate. Les quitó el papel de plata, las partió y las puso junto a él. Añadió también un cuenco con agua para que no le faltara nada, ya que tendría que quedarse unas horas solo en casa. Era como si la mirada que le había dirigido hacía un rato lo hubiera fatigado. Aunque estaba rodeado de chocolate, no levantaba la cabeza.

Se tendió en el suelo junto a él y lo abrazó. Lenta y fatigosamente la olisqueó y le lamió una o dos veces la cara. Acogió la lamida con los ojos cerrados, como si quisiera recordarla para siempre. Volvió la cabeza para que le lamiera también la otra mejilla.

Tuvo que ir a cuidar a sus terneras. Volvió después de mediodía. Tomás todavía no estaba en casa. Karenin yacía rodeado de chocolate y, cuando la oyó llegar, ya no levantó la cabeza. Su pata enferma estaba hinchada y el tumor había reventado en otro sitio más. Entre los pelos aparecía una gotita de color rojo claro (que no parecía sangre).

Volvió a tumbarse en el suelo junto a él. Tenía un brazo encima de su cuerpo y los ojos cerrados. Alguien llamó a la puerta. Se oyó: «¡Doctor, doctor! ¡Han venido el cerdo y su presidente!». Era incapaz de hablar con nadie. No se movió ni abrió los ojos. Volvió a oírse: «¡Doctor, han venido los marranos!» y después, silencio.

Al cabo de media hora llegó Tomás. Fue silenciosamente a la cocina a preparar la inyección. Cuando entró en la habitación, Teresa ya estaba de pie y Karenin se levantaba con esfuerzo del suelo. Al ver a Tomás movió débilmente la cola.

—Mira —dijo Teresa—, ¡aún sonríe!

Lo dijo como una súplica, como si con aquellas palabras quisiera pedir un pequeño aplazamiento, pero no insistió.

Puso lentamente una sábana sobre la cama. Era una sábana blanca con un estampado en forma de florecillas lilas. Todo lo tenía preparado y pensado, como si se hubiera imaginado la muerte de Karenin con muchos días de antelación. (¡Ay, qué terrible, en realidad, soñamos por adelantado con la muerte de aquellos a quienes amamos!)

Ya no tenía fuerzas para saltar a la cama. Lo cogieron en brazos y lo levantaron entre los dos. Teresa lo colocó de costado y Tomás le examinó la pata. Buscaba el lugar en el que la vena se nota más. Luego recortó en ese sitio los pelos con una tijera.

Teresa estaba arrodillada junto a la cama y sostenía con las manos la cabeza de Karenin junto a su cara.

Tomás le pidió que le apretara la pata trasera por encima de la vena, que era fina y hacía difícil clavarle la aguja. Apretaba la pata de Karenin pero no separaba la cara de la cabeza de él. Le hablaba sin cesar en voz baja y él no pensaba más que en ella. No tenía miedo. Le lamió dos veces más la cara. Y Teresa le susurraba: «No tengas miedo, no tengas miedo, allá no te dolerá nada, allá vas a soñar con ardillas y conejos, habrá vaquitas y estará Mefisto, no tengas miedo...».

Tomás le pinchó la vena con la aguja y apretó el émbolo. Karenin dio un pequeño tirón con la pata, respiró aceleradamente durante un par de segundos y de pronto su respiración se detuvo. Teresa estaba arrodillada en el suelo junto a la cama y apretaba su cara contra la cabeza de él.

Los dos tuvieron que ir a trabajar y el perro quedó tendido en la cama sobre una sábana blanca con florecillas lilas.

Volvieron por la noche. Tomás salió al jardín. Encontró entre dos manzanos las cuatro rayas del rectángulo que Teresa había dibujado hacía unos días con el tacón. Empezó a cavar allí. Mantuvo exactamente las dimensiones marcadas. Quería que todo fuese tal como lo había querido Teresa.

Ella se quedó en casa con Karenin. Tenía miedo de que lo enterraran vivo. Acercó el oído'a su hocico y le pareció que oía una respiración muy débil. Se alejó y vio que el pecho de él se movía ligeramente.

(No, había oído su propia respiración, que le imprimía un ligero movimiento a su cuerpo y le hacía creer que el pecho del perro se movía.)

Encontró en el bolso un espejito y se lo acercó al hocico. El espejito estaba tan manoseado que creyó ver que lo empañaba la respiración del perro.

—¡Tomás, está vivo! —gritó cuando Tomás volvió con los zapatos embarrados del jardín.

Se inclinó sobre el perro e hizo con la cabeza un gesto negativo.

Cada uno cogió un extremo de la sábana sobre la que yacía. Teresa por las patas; Tomás por la cabeza.

Lo levantaron y lo sacaron al jardín.

Teresa notó que la sábana estaba mojada. Llegó a nosotros con un charquito y con un charquito se fue, pensó y se alegró de sentir en las manos aquella humedad, el último saludo del perrito.

Lo llevaron hasta los manzanos y lo depositaron en el hoyo. Se inclinó sobre él y arregló la sábana de modo que lo cubriera por completo. Le parecía insoportable que la tierra, que dentro de un momento iban a echar encima de él, cayera sobre su cuerpo desnudo.

Después volvió a la casa y regresó con el collar, la correa y un puñado de chocolate que había quedado desde la mañana intacto en el suelo. Lo tiró todo por encima de él.

Junto al hoyo había un montón de tierra fresca. Tomás cogió la pala.

Teresa se acordó de su sueño: Karenin parió dos panecillos y una abeja. De pronto aquella frase le sonaba como un epitafio. Imaginó entre los dos manzanos un panteón con este texto: «Aquí yace Karenin. Parió dos panecillos y una abeja».

El jardín estaba en penumbra, era el momento que va del día a la noche, en el cielo brillaba una luna pálida, la lámpara olvidada en la habitación de los muertos.

Los dos tenían los zapatos manchados de barro y llevaban la azada y la pala al cobertizo en el que estaban las herramientas: el rastrillo, el pico, el azadón.

6

Estaba en su habitación, se había acostumbrado a leer allí, sentado a la mesa. Teresa solía acercarse entonces a él, se inclinaba hacia él, apretaba desde atrás su cara contra la de él. Ese día, al hacerlo, vio que Tomás no estaba leyendo libro alguno. Tenía ante sí una carta y, aunque no fueran más que cinco líneas escritas a máquina, la mirada de Tomás se mantenía fija e inmóvil en ellas.

—¿Qué es? —preguntó Teresa llena de angustia.

Sin girarse Tomás cogió la carta y se la dio. Decía que tenía que presentarse ese mismo día en el aeropuerto de la ciudad más próxima.

Por fin giró la cabeza y Teresa advirtió que en sus ojos había el mismo horror que había sentido ella.

—Iré contigo —dijo.

Hizo con la cabeza un gesto de negación:

—La citación sólo se refiere a mí.

—No, iré contigo —repitió.

Fueron con el camión de Tomás. Al cabo de un rato llegaron a la pista de aterrizaje. Había niebla. Frente a ellos se perfilaban, muy borrosamente, varios aviones. Los examinaron uno tras otro, pero todos tenían las puertas cerradas, eran inaccesibles. Por fin encontraron uno con la puerta abierta y unas escalerillas adosadas que conducían hasta ella. Subieron, en la puerta apareció un auxiliar de vuelo y los invitó a pasar. El avión era pequeño, apenas para treinta pasajeros, y estaba completamente vacío. Avanzaron por el corredor entre los asientos, sin perder el contacto entre los dos y sin demasiado interés por lo que sucedía a su alrededor. Se sentaron en dos asientos contiguos y Teresa apoyó la cabeza en el hombro de Tomás. El horror del comienzo se diluía y se convertía en tristeza.

El horror es un impacto, un momento de absoluta ceguera. El horror está desprovisto de toda huella de belleza. No vemos más que la intensa luz del acontecimiento desconocido que aguardamos. La tristeza, por el contrario, presupone que sabemos. Tomás y Teresa sabía qué les esperaba. La luz del horror perdió intensidad y el mundo empezó a verse bajo una iluminación azulada, tierna, que hacía las cosas más bellas de lo que eran antes.

En el momento en que Teresa leyó la carta, no sentía amor por Tomás, lo único que sabía es que no debía abandonarlo ni por un momento: el horror había sofocado todos los demás sentimientos y sensaciones. Ahora, cuando estaba pegada a él (el avión volaba en medio de las nubes), el susto había pasado y ella percibía su amor y sabía que era un amor sin fronteras y sin medida.

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