La insoportable levedad del ser (14 page)

Encontró un piso pequeño en el casco antiguo. En un momento en que sabía que no iban a estar ni la mujer ni la hija, visitó su antiguo hogar para llevarse la ropa y los libros más importantes. Se cuidó mucho de no coger nada que pudiera hacerle falta a Marie-Claude.

Un día la vio a través del cristal de una cafetería. Estaba sentada con otras dos señoras y su cara, en la que una gesticulación incontrolada había marcado hace tiempo muchas arrugas, se movía temperamentalmente. Las damas la escuchaban y se reían sin parar. Franz tenía la impresión de que les estaba hablando de él. Seguro que se habría tenido que enterar de que Sabina había desaparecido de Ginebra precisamente en la misma época en que Franz decidió irse a vivir con ella. ¡Era una historia verdaderamente cómica! No podía extrañarse de ser objeto de diversión de las amigas de su mujer.

Regresó a su piso, hasta donde llegaba cada hora el sonido de las campanas de la iglesia de Saint-Pierre. Aquel mismo día le habían traído la mesa de la tienda. Olvidó a Marie-Claude y a sus amigas. Y por un momento olvidó también a Sabina. Se sentó a la mesa. Estaba contento de haberla elegido él mismo. Había vivido veinte años rodeado de muebles que no había elegido él. De todo se encargaba Marie-Claude. En realidad es la primera vez que dejaba de ser un muchacho y se independizaba. Al día siguiente había quedado con el carpintero para que le hiciese una librería. Llevaba ya varias semanas entretenido dibujando su forma, tamaño y ubicación.

Entonces se percató con sorpresa de que no era desdichado. La presencia física de Sabina era mucho menos importante de lo que había supuesto. Lo importante era la huella dorada, la huella mágica que había dejado en su vida y que nadie podría quitarle. Antes de desaparecer de su vista tuvo tiempo de poner en sus manos la escoba de Hércules, con la cual barrió de su vida todo lo que no quería. Aquella inesperada felicidad, aquella comodidad, aquel placer que le producían la libertad y la nueva vida, ése era el regalo que le había dejado.

Por lo demás, siempre prefería lo irreal a lo real. Del mismo modo en que se sentía mejor en las manifestaciones (que como ya he dicho son sólo teatro y sueño) que en la cátedra desde la que les daba clase a sus alumnos, era más feliz con la Sabina que se había convertido en una diosa invisible que con la Sabina con la que recorría el mundo y por cuyo amor temía constantemente. Le había dado la inesperada libertad del hombre que vive solo, le había regalado la luz de la seducción. Se había vuelto atractivo para las mujeres; una de sus alumnas se enamoró de él.

Y así, en un período de tiempo increíblemente breve, se transformó por completo el escenario de su vida. Hasta hacía poco tiempo vivía en una gran casa burguesa con criada, hija y esposa, y ahora reside en un piso pequeño del casco antiguo y su joven amante se queda a dormir en su casa casi todos los días. No necesita recorrer con ella los hoteles de todo el mundo y puede hacer el amor con ella en su propio piso, en su propia cama, en presencia de sus libros y de su cenicero que está encima de la mesa de noche.

¡La chica no era ni guapa ni fea, pero era tanto más joven que él! Y admiraba a Franz igual que hasta hacía poco tiempo admiraba Franz a Sabina. Aquello no era desagradable. Y si acaso podía interpretar el haber cambiado a Sabina por una estudiante con gafas como una pequeña degradación, su bondad era suficiente como para que la nueva amante hubiera sido bien recibida, para que sintiera por ella un amor paternal que antes nunca había podido satisfacer debido a que Marie-Anne no se comportaba como una hija, sino como una segunda Marie-Claude.

Un día visitó a su esposa y le dijo que le gustaría volver a casarse.

Marie-Claude hizo un gesto negativo con la cabeza.

—¡Pero si el divorcio no va a cambiar nada! ¡No pierdes nada! ¡Te dejo todas las propiedades!

—No se trata de las propiedades —dijo.

—Entonces, ¿de qué se trata?

—Del amor —sonrió.

—¿Del amor? —se extrañó.

—El amor es un combate —sonreía Marie-Claude—. Combatiré todo lo que sea necesario. Hasta el final.

—¿Que el amor es un combate? No tengo el menor deseo de combatir —dijo Franz y se marchó.

9

Después de cuatro años pasados en Ginebra, Sabina se fue a vivir a París y no era capaz de recuperarse de la melancolía. Si alguien le hubiera preguntado qué le había pasado, no habría encontrado palabras para explicarlo.

Un drama vital siempre puede expresarse mediante una metáfora referida al peso. Decimos que sobre la persona cae el peso de los acontecimientos. La persona soporta esa carga o no la soporta, cae bajo su peso, gana o pierde. ¿Pero qué le sucedió a Sabina? Nada. Había abandonado a un hombre porque quería abandonarlo. ¿La persiguió él? ¿Se vengó? No. Su drama no era el drama del peso, sino el de la levedad. Lo que había caído sobre Sabina no era una carga, sino la insoportable levedad del ser.

Hasta ahora, los momentos de traición la llenaban de excitación y de alegría, porque ante ella se abría un camino nuevo y, al final de éste, la nueva aventura de una traición. ¿Pero qué sucederá si ese camino se acaba un buen día? Uno puede traicionar a los padres, al marido, al amor, a la patria, pero cuando ya no hay ni padres, ni marido, ni amor, ni patria, ¿qué queda por traicionar?

Sabina sentía a su alrededor el vacío. Pero ¿qué sucedería si ese vacío fuese precisamente el objetivo de todas sus traiciones?

Por supuesto, hasta ahora no había sido consciente de ello: el objetivo hacia el cual se precipita el hombre queda siempre velado. La muchacha que desea casarse, desea algo totalmente desconocido para ella. El joven que persigue la gloria no sabe qué es la gloria. Aquello que otorga sentido a nuestra actuación es siempre algo totalmente desconocido para nosotros. Sabina tampoco sabía qué objetivo se ocultaba tras su deseo de traicionar. ¿Es su objetivo la insoportable levedad del ser? Al abandonar Ginebra se le acercó considerablemente.

Llevaba ya tres años en París cuando recibió una carta de Praga. La escribía el hijo de Tomás. De algún modo se había enterado de su existencia, había conseguido su dirección y se dirigía a ella como a «la amiga más próxima» de su padre. Le comunicaba la muerte de Tomás y Teresa. Al parecer habían pasado los últimos años en un pueblo donde Tomás trabajaba como conductor de un camión. Solían ir de cuando en cuando a la ciudad más próxima y pasaban la noche allí en un hotel barato. El camino serpenteaba por los montes y el camión en el que iban se precipitó por una escarpada ladera. Sus cuerpos quedaron totalmente destrozados. La policía comprobó posteriormente que los frenos estaban en un estado catastrófico.

Era incapaz de sobreponerse a aquella noticia. El último vínculo que aún la ataba al pasado quedaba truncado.

Siguiendo su antigua costumbre pensó en calmarse paseando por un cementerio. El que estaba más próximo era el cementerio de Montparnasse. Se componía de una serie de casitas estrechas, de capillitas en miniatura construidas encima de cada tumba. Sabina no entendía por qué los muertos querían tener encima estas imitaciones de palacios. Aquel cementerio era la soberbia convertida en piedra. En lugar de haberse vuelto más razonables después de muertos, los habitantes del cementerio eran aún más necios que cuando vivos. Exhibían su importancia en esos monumentos. Los que descansaban ahí no eran padres, hermanos, hijos o abuelitas, sino dignatarios y hombres públicos, portadores de títulos, distinciones y honores; hasta los empleados de correos exponían aquí a la admiración pública su posición, su importancia social —su dignidad.

Paseando a lo largo de la alameda del cementerio vio que estaban enterrando a alguien en aquel preciso momento. El jefe de ceremonias llevaba un gran ramo de flores y entregaba a cada uno de los deudos una flor. También le dio una a Sabina. Ella se sumó a los demás. Dieron un rodeo alrededor de muchos mausoleos hasta llegar a una tumba a la que le habían quitado la lápida. Se inclinó sobre el foso. Era profundísimo. Dejó caer la flor. Fue describiendo pequeños círculos hasta llegar al ataúd. En Bohemia las tumbas no son tan profundas. En París las tumbas son tan profundas como altas las casas. Su mirada cayó sobre la lápida que yacía a un costado de la tumba. Aquella lápida le dio pánico, de modo que se dio prisa por volver a casa.

Se pasó el día pensando en aquella lápida. ¿Por qué la había asustado tanto?

Se respondió: Si una tumba está cubierta por una lápida, el muerto ya nunca podrá salir.

Pero si el muerto nunca sale, ¿no da lo mismo que esté cubierto de tierra o de piedra?

No da lo mismo: Cuando cubrimos la tumba con una piedra, significa que no queremos que el muerto regrese. La pesada lápida le dice al muerto: «¡Quédate donde estás!».

Sabina se acuerda de la tumba de su padre. Encima del ataúd hay tierra, de la tierra crecen flores y el arce estira sus raíces hacia el ataúd, de modo que podemos imaginarnos que, a través de esas raíces y esas flores, sale de la tumba. Si su padre hubiese estado cubierto por una lápida, nunca hubiera podido ir a hablar con él después de su muerte, nunca hubiera podido oír en la corona del árbol su voz que la perdonaba.

¿Qué aspecto tendrá el cementerio donde yacen Teresa y Tomás?

Volvió a pensar en ellos. Solían ir a la ciudad más próxima a pasar la noche en el hotel que allí había. Aquel párrafo de la carta llamó su atención. Indicaba que eran felices. Volvió a ver a Tomás como si fuera uno de sus cuadros: delante, Don Juan como un decorado falso pintado por un pintor ingenuo; a través de una grieta en el decorado, podía verse a Tristán. Había muerto como Tristán, no como Don Juan. Los padres de Sabina murieron en una misma semana. Tomás y Teresa en un mismo instante. Sintió nostalgia de Franz.

En cierta ocasión, le había hablado de sus paseos por los cementerios, se estremeció de asco y dijo que los cementerios eran depósitos de huesos y piedras. En ese momento se abrió entre ellos un abismo de incomprensiones. Hasta hoy, en Montparnasse, no había entendido qué quería decir. Le da pena haber sido impaciente. Es posible que, si hubieran permanecido más tiempo juntos, hubieran empezado lentamente a comprender las palabras que decían. Sus vocabularios se habrían ido aproximando tímida y lentamente como unos amantes muy vergonzosos, y la música de cada uno de ellos hubiera empezado a fundirse con la música del otro. Pero ya es tarde.

Sí, es tarde y Sabina sabe que no se quedará en París, que seguirá avanzando, aún más allá, porque, si muriera aquí, le pondrían una lápida encima y, para una mujer que nunca tiene sosiego, la idea de que su huida vaya a detenerse para siempre es insoportable.

10

Todos los amigos de Franz sabían de Marie-Claude y todos sabían de su estudiante con grandes gafas. Pero de quien no sabían era de Sabina. Franz se equivocaba al pensar que su esposa hablaba de ella con sus amigas. Sabina era una mujer hermosa y Marie-Claude no quería que la gente comparara mentalmente la cara de las dos.

El temía que los descubriesen y por eso nunca tuvo ningún cuadro suyo, ningún dibujo, ni siquiera una pequeña fotografía. De modo que desapareció de su vida sin dejar huella. No existían pruebas tangibles de que hubiera pasado con ella el mejor año de su vida.

Por eso le gustaba aún más serle fiel.

Cuando se quedan solos en la habitación, su joven amante levanta a veces la vista del libro y le mira inquisitivamente: «¿En qué piensas?», pregunta.

Franz está sentado en el sillón y tiene los ojos fijos en el techo. Cualquiera que sea la respuesta que le dé, seguro que piensa en Sabina.

Cuando publica algún trabajo en una revista especializada, su estudiante es la primera lectora y quiere discutirlo con él. Pero él piensa en qué diría Sabina si lo leyese. Todo lo que hace lo hace para Sabina y lo hace de modo que le guste a Sabina.

Es una infidelidad muy inocente, como hecha a medida para Franz, que nunca sería capaz de hacerle daño a la estudiante de las gafas. El culto a Sabina era para él más una cuestión de religión que de amor.

Además, de la teología de esa religión se desprende que su joven amante le ha sido enviada por Sabina. Por eso entre su amor terrenal y su amor celestial reina una paz absoluta. Y si el amor celestial contiene necesariamente (por ser celestial) una elevada proporción de elementos inexplicables e incomprensibles (recordemos el diccionario de palabras incomprendidas, ¡esa larga lista de malentendidos!), su amor terrenal está basado en una verdadera comprensión.

La estudiante es mucho más joven que Sabina, la composición musical de su vida está apenas esbozada y en ella incluye, agradecida, motivos tomados de Franz. La Gran Marcha de Franz también es su credo. La música es para ella una embriaguez dionisíaca, igual que para él. Van con frecuencia a bailar. Viven en la verdad, nada de lo que hacen ha de ser secreto para nadie. Frecuentan la compañía de amigos, compañeros y hasta personas desconocidas, disfrutan estando, bebiendo y charlando con ellos. Con frecuencia hacen excursiones a los Alpes. Franz se agacha, la muchacha salta sobre su espalda y él corre llevándola por los prados y recitando a gritos un largo poema alemán que le enseñó su mamá cuando era niño. La muchacha se ríe, se abraza a su cuello y admira sus piernas, su espalda y su torso.

Lo único que a ella se le escapa es la particular simpatía que siente Franz por ese país ocupado por los rusos. En el aniversario de la ocupación, una especie de sociedad checa de Ginebra organiza una celebración conmemorativa. En la sala hay poca gente. El orador tiene el pelo cano ondulado, de peluquería. Lee un largo discurso que aburre hasta a los pocos entusiastas que han ido a oírlo. Habla en un francés sin faltas pero con un acento terrible. De vez en cuando, para subrayar una idea, levanta el dedo índice, como si amenazara a la gente que está en la sala.

La chica de las gafas está sentada al lado de Franz, tratando de no bostezar. En cambio Franz sonríe feliz. Mira al hombre de pelo cano, que le resulta simpático con su curioso dedo índice y todo. Le parece que ese hombre es un mensajero secreto, un ángel, que mantiene la comunicación entre él y su diosa. Cierra los ojos tal como los cerraba encima del cuerpo de Sabina en quince hoteles europeos y uno norteamericano.

Cuarta Parte
El alma y el cuerpo
1

Teresa, a la una y media de la mañana, se metió en el cuarto de baño, se puso el pijama y se acostó junto a Tomás. Dormía. Se inclinó sobre la cara de él y al besarlo notó en su pelo un perfume extraño. Volvió a olerlo otra vez y otra más. Lo olfateó como un perro y entonces comprendió: era el olor de un sexo de mujer.

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