La insoportable levedad del ser (9 page)

Pero es precisamente el débil quien tiene que ser fuerte y saber marcharse cuando el fuerte es demasiado débil para ser capaz de hacerle daño al débil.

Así se decía apretando contra su cara la cabeza peluda de Karenin: «No te enfades, Karenin. Vas a tener que volver a cambiar de casa».

28

Estaba sentada en un rincón del compartimiento, la pesada maleta sobre su cabeza. Karenin se apretaba contra sus piernas. Estaba pensando en un cocinero del restaurante en el que trabajaba cuando vivía en casa de su madre. Aprovechaba cualquier oportunidad para darle una palmada en el trasero y con frecuencia la invitaba, en presencia de todos, a acostarse con él. Era curioso que pensase precisamente en él. Representaba un ejemplo directo de todo lo que le repugnaba. Pero en lo único que pensaba ahora era en localizarle y decirle: «Tu decías que querías acostarte conmigo. Aquí estoy».

Tenía ganas de hacer algo para que ya no le quedara escapatoria. Tenía ganas de destruir brutalmente todo el pasado de sus últimos siete años. Era el vértigo. El embriagador, el insuperable deseo de caer.

También podríamos llamarlo la borrachera de la debilidad. Uno se percata de su debilidad y no quiere luchar contra ella, sino entregarse. Está borracho de su debilidad, quiere ser aún más débil, quiere caer en medio de la plaza, ante los ojos de todos, quiere estar abajo y aún más abajo que abajo.

Trataba de convencerse de que no se quedaría en Praga y ya no trabajaría como fotógrafa. Regresaría a la pequeña ciudad de la cual la sacó una vez la voz de Tomás.

Pero cuando llegó a Praga, no tuvo más remedio que quedarse allí durante algún tiempo para resolver muchas cuestiones prácticas. Empezó a postergar su partida.

Así pasaron cinco días y en la casa de pronto apareció Tomás. Karenin estuvo un largo rato saltándole a la cara, de modo que durante bastante tiempo les libró de la necesidad de decirse nada.

Se sentían como si estuviesen en medio de una planicie nevada, temblando de frío.

Luego se aproximaron como dos enamorados que aún no se han besado.

El le preguntó:

—¿Estaba todo en orden?

—Sí —contestó.

—¿Has pasado por la revista?

—Llamé por teléfono.

—¿Y?

—Nada. Estaba esperando.

—¿Qué?

No le respondió. No podía decirle que le esperaba a él.

29

Volvemos a un instante que ya conocemos. Tomás estaba desesperado y le dolía el estómago. No se durmió hasta muy entrada la noche.

Poco después se despertó Teresa. (Los aviones rusos sobrevolaban Praga y con ese ruido no se podía dormir.) Su primer pensamiento fue: Ha vuelto por culpa de ella. Por su culpa cambió su destino. Ahora no tendrá él que hacerse responsable de ella, ahora tiene ella que hacerse responsable de él.

Aquella responsabilidad le parecía superior a sus fuerzas.

Pero luego se acordó de que ayer, poco después de aparecer él en la puerta de la casa, sonaron en una iglesia de Praga las seis de la tarde. La primera vez que se vieron, ella terminaba de trabajar a las seis. Lo había visto sentado en el banco amarillo y había oído sonar las campanas de la torre.

No, no fue la superstición, fue su sentido de la belleza el que la liberó de la angustia y la llenó de ganas de vivir. Los pájaros de la casualidad volvían a posarse en su hombro. Tenía lágrimas en los ojos y estaba inmensamente feliz de oírle respirar a su lado.

Tercera Parte
Palabras incomprendidas
1

Ginebra es una ciudad de surtidores y fuentes, de parques con glorietas en las que, en otros tiempos, tocaba la orquesta. Hasta el edificio de la universidad se pierde entre los árboles. Franz terminó hace poco su clase de la mañana y salió del edificio. De las mangueras salía agua pulverizada que mojaba el césped y él estaba de un humor excelente. Fue directamente de la universidad a casa de su amante. Vivía a un par de manzanas de allí.

Iba a verla con frecuencia, pero sólo como amigo galante, nunca como amante. Si hiciera el amor con ella en su estudio de Ginebra, pasaría en un mismo día de una mujer a otra, de la esposa a la amante y de la amante a la esposa y, dado que en Ginebra los matrimonios duermen en una misma cama, a la francesa, pasaría por lo tanto en unas pocas horas de la cama de una mujer a la cama de otra mujer. Creía que, de ese modo, humillaría a la amante y a la esposa y, al fin y al cabo, se humillaría a sí mismo.

El amor que sentía por la mujer de la que se había enamorado hacía unos meses era para él algo tan preciado que trataba de crear para ella un espacio independiente en su vida, un territorio inaccesible de pureza. Con frecuencia era invitado a dar conferencias en diversas universidades extranjeras y ahora aceptaba fervientemente todas las invitaciones. Y como no eran bastantes, se inventaba además congresos y simposios ficticios, para poder justificar sus ausencias ante la esposa. La amante, que disponía libremente de su tiempo, lo acompañaba. Así hizo posible que ella conociera, en breve plazo, muchas ciudades europeas y una norteamericana.

—Dentro de diez días, si no te parece mal, podríamos ir a Palermo —dijo.

—Prefiero Ginebra —respondió.

Estaba ante el caballete, con un cuadro a medio hacer, y contemplaba su obra.

—¿Cómo pretendes vivir sin conocer Palermo? —intentó bromear.

—Ya conozco Palermo —dijo.

—¿Y eso? —preguntó casi celoso.

—Una amiga mía me mandó una postal desde allí. La pegué en el water. ¿No te has fijado? —Luego añadió—: Había un poeta de principios de siglo. Era ya muy viejo y su secretario lo llevaba a pasear. «Maestro», le dice, «¡mire al cielo! ¡Hoy vuela sobre nuestra ciudad el primer avión!». «Me lo puedo imaginar», dijo el maestro a su secretario y no levantó los ojos del suelo. Ves, pues yo me puedo imaginar Palermo. Hay los mismos hoteles y los mismos coches que en las demás ciudades. Al menos en mi estudio hay siempre cuadros diferentes.

Franz se puso triste. Se había acostumbrado a que existiera una relación tan directa entre la vida amorosa y los viajes que su invitación «¡vamos a Palermo!» contenía un mensaje inequívocamente erótico. Por eso la afirmación «¡prefiero Ginebra!» tenía para él un sentido claro: su amante ya no le quiere como amante.

¿Cómo es posible que se sienta tan inseguro ante ella? ¡No había el menor motivo! Fue ella y no él la que tornó la iniciativa erótica poco después de que se conocieran; él era un hombre guapo, estaba en la cima de su carrera científica e incluso era temido por sus colegas, porque en las discusiones científicas era orgulloso y empecinado. Y entonces, ¿por qué piensa todos los días que su amante va a abandonarlo?

La única explicación que encuentro es la de que el amor no era para él una prolongación de su vida pública, sino el polo opuesto. Significaba para él el deseo de ponerse a merced de la mujer amada. Quien se entrega a otro como un soldado que se rinde, debe hacer previamente entrega de cualquier tipo de arma. Y si se queda sin defensa alguna ante un ataque, no podrá evitar preguntarse: ¿Cuándo llegará el ataque? Por eso puedo decir. Para Franz el amor significaba la permanente espera de un ataque.

Mientras él se entregaba a su angustia, su amante dejó el pincel y se fue a la habitación contigua. Volvió con una botella de vino. Sin decir palabra la abrió y sirvió dos vasos de vino.

Sintió una sensación de alivio; se daba risa a sí mismo. La frase «prefiero Ginebra» no significa que no tenga ganas de hacer el amor con él, sino, por el contrario, que ya no quiere limitar los momentos de amor a las ciudades extranjeras.

Ella alzó la copa y se la bebió de un trago. Franz también levantó la copa y bebió. Naturalmente, estaba muy contento de que la negativa a viajar a Palermo hubiera resultado ser una invitación a hacer el amor, pero, al mismo tiempo, lo lamentaba un poco: su amante había decidido dejar el hábito de pureza que él había instaurado en sus relaciones: no había comprendido su angustioso esfuerzo por salvar al amor de la trivialidad y separarlo radicalmente de su hogar conyugal.

En realidad, lo de no hacer el amor con la pintora en Ginebra era un castigo que se había impuesto a sí mismo por estar casado con otra mujer. Vivía aquello como una especie de culpa o defecto. Aunque su vida erótica con su mujer no valía gran cosa, lo cierto era que dormían en una misma cama, se despertaban por la noche al oír uno la respiración acelerada del otro y aspiraban mutuamente los olores de sus cuerpos. Claro que hubiera preferido dormir solo, pero la cama compartida seguía siendo el símbolo del matrimonio y los símbolos, como sabemos, son intocables.

Cada vez que se metía en la cama con su esposa pensaba en que su amante se lo imaginaba metiéndose en la cama junto a su esposa. Cada vez que pensaba aquello, sentía vergüenza y precisamente por eso pretendía distanciar lo más posible en el espacio la cama en la que dormía con la esposa de la cama en la que hacía el amor con la amante.

La pintora volvió a servirse vino, tomó un poco, y luego, en silencio, con una especie de extraña indiferencia, como si Franz no estuviera allí, comenzó a quitarse la blusa. Se comportaba como un alumno de una escuela de teatro que tiene que hacer un ejercicio mostrando lo que hace cuando está solo en una habitación y no lo ve nadie.

Se quedó sólo con la falda y el sostén. Después (como si acabara de darse cuenta de que no estaba sola en la habitación) miró largamente a Franz.

Aquella mirada lo descolocó porque no la entendía. Entre todos los amantes se, crean rápidamente unas reglas de juego de las que no son conscientes, pero que son válidas y no pueden infringirse. La mirada que en aquel momento le dirigió ella no respondía a aquellas reglas; no tenía nada en común con las miradas y los gestos que habitualmente precedían a sus actos amorosos. No había en ella ni incitación ni coquetería, sino más bien una especie de interrogación. Sólo que Franz no tenía ni idea de lo que podía significar aquella mirada.

Luego se quitó la falda. Cogió a Franz de la mano y le dio la vuelta para que quedara de cara al gran espejo que estaba a un paso de ellos apoyado contra la pared. No soltó su mano, observando en el espejo, siempre con aquella mirada prolongada e interrogativa, a ratos a sí misma, a ratos a él.

Junto al espejo había en el suelo un soporte que llevaba puesto un viejo sombrero hongo negro de hombre.

Se agachó a cogerlo y se lo puso en la cabeza. La imagen en el espejo cambió repentinamente: ahora se veía a una mujer en ropa interior, bella, inaccesible, indiferente y que llevaba puesto en la cabeza, un sombrero hongo horrorosamente fuera de lugar. Tenía cogido de la mano a un hombre de traje gris y corbata.

Tuvo que volver a reírse de su incapacidad para comprender a su amante. No se había desnudado para incitarlo a hacer el amor, sino para llevar a cabo una especie de extraña broma, un happening privado para ellos dos solos. Sonrió comprensiva y aprobatoriamente.

Esperaba que la pintora respondiera a su sonrisa con una sonrisa pero no hubo tal. No soltó su mano, mirando en el espejo, alternativamente, a sí misma y a él.

El tiempo del happening había llegado a su límite. A Franz le pareció que la broma (aunque estaba dispuesto a considerarla encantadora) duraba demasiado. Por eso cogió delicadamente el sombrero con dos dedos, se lo quitó con una sonrisa a la pintora y volvió a colocarlo en su soporte. Era como si estuviese borrando con una goma el bigote que un niño travieso le había dibujado a la Virgen María.

Ella permaneció unos instantes inmóvil mirándose al espejo. Luego Franz la besó con ternura. De nuevo le pidió que se fuera con él diez días a Palermo. Esta vez se lo prometió sin objeciones y él se marchó.

Volvió a estar de muy buen humor. Ginebra, a la que había maldecido toda la vida como capital del aburrimiento, le parecía hermosa y llena de aventuras. Estaba en la calle y miraba hacia atrás, a la amplia ventana del estudio, en lo alto. Eran los últimos días de primavera, hacía calor, en todas las ventanas estaban extendidos los toldos a rayas. Franz llegó hasta el parque sobre el cual, a lo lejos, flotaban las áureas cúpulas de la iglesia ortodoxa, como balas de cañón doradas, que una fuerza invisible hubiera detenido antes de caer, dejándolas fijas en el aire. Era hermoso. Franz bajó hacia la orilla del lago para tomar la lancha de la empresa municipal de transportes y cruzar hasta la orilla norte del lago, donde vivía.

2

Sabina se quedó sola. Regresó al espejo. Seguía en ropa interior. Volvió a ponerse el sombrero y estuvo largo rato observándose. A ella misma le resultaba extraño llevar ya tantos años persiguiendo un instante perdido.

Una vez, hace ya muchos años, vino a verla Tomás y le llamó la atención el sombrero. Se lo puso y se miró en un gran espejo que, como ahora, estaba entonces apoyado a la pared de su estudio praguense. Quería comprobar qué tal quedaría de alcalde del siglo pasado. Cuando Sabina empezó a desnudarse lentamente, le puso el sombrero en la cabeza. Estaban ante el espejo (siempre estaban delante de él mientras se desnudaban) y se miraban. Ella estaba sólo en ropa interior y en la cabeza llevaba el sombrero hongo. De pronto comprendió que aquella imagen los excitaba a los dos.

¿Cómo podía haber sucedido? No hacía más que un momento, el sombrero que llevaba puesto le parecía una broma. ¿Es que no hay más que un paso de lo ridículo a lo excitante?

En efecto. Aquella vez, al mirarse al espejo, no vio en los primeros instantes más que una situación graciosa. Pero inmediatamente lo cómico quedó oculto tras lo excitante: el sombrero hongo no representaba una broma, sino una violencia; una violencia respecto a Sabina, a su dignidad femenina. Se veía con las piernas desnudas, con las bragas de tela fina, a través de la cual se transparentaba el pubis. La ropa interior resaltaba sus encantos femeninos y el duro sombrero masculino negaba, violaba, ridiculizaba aquella femineidad. Tomás estaba a su lado vestido, de lo cual se desprendía que la esencia de lo que veían los dos no era la broma (en ese caso él también debería haber estado en ropa interior y sombrero hongo), sino la humillación. Ella, en lugar de rechazar la humillación, la ponía en evidencia orgullosa y provocativamente, como si permitiera que la violaran pública y voluntariamente, y de pronto ya no pudo más y arrastró a Tomás al suelo. El sombrero hongo rodó debajo de la mesa, mientras ellos se estremecían en la alfombra al pie del espejo.

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