La insoportable levedad del ser (5 page)

Regresó a Bohemia por su causa. Una decisión tan trascendental se basaba en un amor tan casual que no hubiera existido si su jefe no hubiera tenido la ciática hacía siete años. Y aquella mujer, aquella personificación de la casualidad absoluta yace ahora a su lado y respira profundamente mientras duerme.

Estaba ya bien entrada la noche. Sentía que le empezaba a doler el estómago, tal como solía ocurrirle en los momentos de angustia.

La respiración de ella se transformó una o dos veces en un suave ronquido. Tomás no sentía en su interior ninguna clase de compasión. Lo único que sentía era la presión en el estómago y la desesperación por haber regresado.

Segunda Parte
El alma y el cuerpo
1

Sería estúpido que el autor tratase de convencer al lector de que sus personajes están realmente vivos. No nacieron del cuerpo de sus madres, sino de una o dos frases sugerentes o de una situación básica. Tomás nació de la frase «einmal ist keinmal». Teresa nació de una barriga que hacía ruido.

Cuando entró por primera vez en casa de Tomás, empezaron a sonarle las tripas. No es de extrañarse, no había almorzado ni cenado, sólo había comido a media mañana un sándwich en la estación antes de tomar el tren. Concentrada en su arriesgado viaje, se había olvidado de la comida. Pero aquel que no piensa en el cuerpo se convierte más fácilmente en su víctima. Era terrible encontrarse delante de Tomás y oír a sus propias vísceras hablar en voz alta. Tenía ganas de llorar. Por suerte Tomás la abrazó al cabo de diez segundos y ella pudo olvidar los sonidos de su vientre.

2

Teresa nació por lo tanto de una situación que desvela brutalmente la irreconciliable dualidad del cuerpo y el alma, de la experiencia humana esencial.

Hace mucho tiempo, el hombre oía extrañado el sonido de un golpeteo regular dentro de su pecho y no tenía ni idea de su origen. No podía identificarse con algo tan extraño y desconocido como era el cuerpo. El cuerpo era una jaula y dentro de ella había algo que miraba, escuchaba, temía, pensaba y se extrañaba; ese algo, ese resto que quedaba al sustraerle el cuerpo, eso era el alma.

Hoy, por supuesto, el cuerpo no es desconocido: sabemos que lo que golpea dentro del pecho es el corazón y que la nariz es la terminación de una manguera que sobresale del cuerpo para llevar oxígeno a los pulmones. La cara no es más que una especie de tablero de instrumentos en el que desembocan todos los mecanismos del cuerpo: la digestión, la vista, la audición, la respiración, el pensamiento.

Desde que sabemos denominar todas sus partes, el cuerpo desasosiega menos al hombre. Ahora también sabemos que el alma no es más que la actividad de la materia gris del cerebro. La dualidad entre el cuerpo y el alma ha quedado velada por los términos científicos y podemos reírnos alegremente de ella como de un prejuicio pasado de moda.

Pero basta que el hombre se enamore como un loco y tenga que oír al mismo tiempo el sonido de sus tripas. La unidad del cuerpo y el alma, esa ilusión lírica de la era científica, se disipa repentinamente.

3

Ella trataba de verse a sí misma a través de su cuerpo. Por eso se miraba con frecuencia al espejo. Como le daba miedo que la sorprendiera su madre, sus miradas al espejo tenían el cariz de un vicio secreto.

No era la vanidad lo que la atraía hacia el espejo, sino el asombro al ver a su propio yo. Se olvidaba de que estaba viendo el tablero de instrumentos de los mecanismos corporales. Le parecía ver su alma, que se le daba a conocer en los rasgos de su cara. Olvidaba que la nariz no es más que la terminación de una manguera para llevar el aire a los pulmones. Veía en ella la fiel expresión de su carácter.

Se miraba durante mucho tiempo y a veces le molestaba ver en su cara los rasgos de su madre. Se miraba entonces con aún mayor ahínco y trataba, con su fuerza de voluntad, de hacer abstracción de la fisonomía de la madre, de restarla, de modo que en su cara quedase sólo lo que era ella misma. Cuando lo lograba, aquél era un momento de embriaguez: el alma salía a la superficie del cuerpo como cuando los marinos salen de la bodega, ocupan toda la cubierta, agitan los brazos hacia el cielo y cantan.

4

No sólo era físicamente parecida a su madre, sino que a veces me parece que su vida no era más que una prolongación de la vida de la madre, poco más o menos como la trayectoria de una bola de billar es sólo la prolongación del movimiento de la mano del jugador, ¿Dónde y cuándo empezó aquel movimiento que posteriormente se convirtió en la vida de Teresa?

Probablemente en el momento en que el abuelo de Teresa, un comerciante praguense, empezó a manifestar en voz alta su adoración por la belleza de su hija, la madre de Teresa. Ella tendría entonces tres o cuatro años y él le contaba que se parecía a una de las madonas de Rafael. La madre de Teresa, con sus cuatro años, lo recordó perfectamente y cuando, más tarde, estaba sentada en el banco del colegio, en lugar de prestar atención al profesor, pensaba en cuál sería el cuadro al que se parecía.

Cuando llegó el momento de casarse tenía nueve pretendientes. Todos se arrodillaban en círculo a su alrededor. Ella estaba en medio como una princesa y no sabía a cuál elegir: uno era más guapo, el segundo más gracioso, el tercero más rico, el cuarto más deportivo, el quinto era de buena familia, el sexto le recitaba versos, el séptimo había viajado por todo el mundo, el octavo tocaba el violín y el noveno era de todos el más varonil. Pero todos estaban arrodillados del mismo modo y tenían los mismos callos en las rodillas.

Si al final eligió al noveno no fue tanto porque fuera de todos el más varonil, sino porque, cuando ella le susurró al oído «¡ten cuidado, ten mucho cuidado!», mientras hacían el amor, él, intencionadamente, no tuvo cuidado y ella tuvo que casarse a toda prisa con él, porque no consiguió a tiempo un médico que le hiciera un aborto. Así nació Teresa. Sus numerosísimos parientes vinieron de todos los rincones del país, se inclinaban sobre el cochecito y murmuraban. La madre de Teresa no murmuraba. Callaba. Pensaba en los otros ocho pretendientes y todos le parecían mejores que aquel noveno.

Al igual que su hija, también la madre de Teresa disfrutaba mirándose al espejo. Un día comprobó que tenía un montón de arrugas alrededor de los ojos y se dijo que su matrimonio era un absurdo. Encontró a un hombre nada varonil, que llevaba ya varias estafas y dos divorcios. Odiaba a los amantes que tienen callos en las rodillas. Tenía unas ganas furiosas de ser ella quien se arrodillase. Cayó de rodillas ante el estafador y dejó al marido y a Teresa.

El hombre más varonil se convirtió en el hombre más triste. Estaba tan triste que todo le daba lo mismo. Decía en todas partes en voz alta lo que pensaba y la policía comunista, estupefacta ante sus desorbitadas afirmaciones, lo detuvo, lo condenó y lo encarceló. A Teresa la echaron de la casa precintada y fue a parar a la de su madre.

El hombre más triste murió al poco tiempo en la cárcel, y la madre, el estafador y Teresa se trasladaron a un piso pequeño en un pueblo de montaña. El padrastro de Teresa trabajaba en una oficina, la madre, de vendedora, en una tienda. Parió otros tres hijos. Después volvió a mirarse al espejo y comprobó que era vieja y fea.

5

Cuando constató que lo había perdido todo, se puso a buscar al culpable. Todos tenían la culpa: culpable era el primer marido varonil y no amado, que no le hizo caso cuando le susurró al oído que tuviera cuidado; culpable era el segundo marido, no varonil y amado, que la arrastró de Praga a una pequeña ciudad y que perseguía a una mujer tras otra, de modo que ella no dejaba nunca de estar celosa. Ante ambos maridos era impotente. La única persona que le pertenecía y no podía huir, el rehén que podía pagar por todos los demás, era Teresa.

Por lo demás es posible que ella fuera efectivamente la culpable del destino de su madre. Ella, es decir ese absurdo encuentro entre el espermatozoide más varonil y el óvulo más hermoso. En ese instante fatal que se llama Teresa fue dada la señal de partida de la larga carrera de la vida arruinada de la madre.

La madre le explicaba permanentemente a Teresa que ser madre significa sacrificarlo todo. Sus palabras resultaban convincentes porque tras ellas estaba la vivencia de una mujer que lo había perdido todo por su hija. Teresa la oye y cree que el principal valor de la vida es la maternidad y que la maternidad es un gran sacrificio.

Si la maternidad es el Sacrificio personificado, entonces el sino de la hija significa una Culpa que nunca es posible expiar.

6

Claro que Teresa no conocía la historia de la noche en la que su madre le susurró a su padre que tuviera cuidado. La culpabilidad que sentía era oscura como el pecado original. Hacía todo lo posible para expiarla. La madre la sacó del Instituto y ella se puso a trabajar de camarera desde los quince años y todo lo que ganaba se lo entregaba. Estaba dispuesta a hacer lo que fuera por merecer su amor. Se ocupaba de la casa, atendía a sus hermanos, limpiaba y lavaba la ropa todos los domingos. Fue una lástima, porque en el Instituto era la mejor dotada de toda la clase. Le hubiera gustado llegar más alto, pero en esa pequeña ciudad no existía para ella ningún más alto. Teresa lavaba la ropa y junto el fregadero tenía un libro apoyado. Pasaba las hojas y sobre el libro caían gotas de agua.

En su hogar no existía la vergüenza. La madre andaba por casa en ropa interior, algunas veces sin sostén, algunas veces, en los días de verano, desnuda. El padrastro no andaba desnudo, pero entraba en el cuarto de baño cada vez que Teresa se estaba bañando. Una vez cerró la puerta del baño por ese motivo y la madre le hizo un escándalo: «¿Quién te crees que eres? ¿Qué te has creído? ¿Te piensas que alguien va a comerse tus encantos?».

(Esta situación demuestra claramente que el odio hacia la hija era en la madre más fuerte que los celos hacia el marido. La culpa de la hija era infinita e incluía también las infidelidades del marido. Y el que la hija quisiera emanciparse y reclamase algunos derechos —por ejemplo el de cerrar la puerta del cuarto de baño— era para la madre más inaceptable que un eventual interés sexual del marido por Teresa.)

En cierta ocasión la madre se paseaba en invierno desnuda con la luz encendida. Teresa se apresuró en seguida a correr las cortinas para que no viesen a la madre desde la casa de enfrente. Oyó detrás de sí la risa de ella. Un día más tarde vinieron a visitar a su madre unas amigas: la vecina, una compañera de la tienda, la maestra local y unas dos o tres mujeres más que tenían la costumbre de reunirse periódicamente. Teresa, junto con el hijo de una de ellas, que tenía dieciséis años, entró a verlas un momento a la habitación. La madre lo aprovechó inmediatamente para contar que la hija había pretendido defender su intimidad el día anterior. Se rió y todas las mujeres rieron con ella. Luego la madre dijo: «Teresa no quiere hacerse a la idea de que el cuerpo humano mea y echa pedos». Teresa estaba roja de vergüenza pero la madre continuaba: «¿Hay algo de malo en eso?» y ella misma respondió de inmediato a su pregunta: soltó una sonora ventosidad. Todas las mujeres se rieron.

7

La madre se suena la nariz ruidosamente, le habla a la gente de su vida sexual, enseña su dentadura postiza. Con la lengua sabe darle la vuelta dentro de la boca con asombrosa habilidad, de modo que, en medio de una amplia sonrisa, el maxilar superior cae hacia la parte inferior de la dentadura, adquiriendo su cara de repente un aspecto horrible.

Su actuación no es más que un solo gesto brusco, con el cual se desprende de su belleza y de su juventud. En la época en que nueve pretendientes se arrodillaban en círculo a su alrededor, ella cuidaba celosamente su desnudez. Es como si el nivel de vergüenza pretendiera expresar el nivel de valor que tiene su cuerpo. Ahora, cuando prescinde de la vergüenza, lo hace de modo radical, como si con su desvergüenza quisiera hacer una solemne tachadura sobre su vida y gritar que la juventud y la belleza, que había sobrevalorado, no tienen en realidad valor alguno.

Me parece que Teresa es una prolongación de ese gesto con el que su madre arrojó lejos de sí su vida de mujer hermosa.

(Y si la propia Teresa tiene movimientos nerviosos y gestos poco armoniosos, no podemos extrañarnos: aquel gran gesto de la madre, salvaje y autodestructivo, ha quedado dentro de Teresa, ¡se ha convertido en Teresa!)

8

La madre pide justicia para sí y quiere que el culpable sea castigado. Por eso insiste en que la hija permanezca con ella en el mundo de la desvergüenza, donde la juventud y la belleza nada significan, donde todo el mundo no es más que un enorme campo de concentración de cuerpos que se parecen el uno al otro y en los que las almas son invisibles.

Ahora podemos comprender mejor el sentido del vicio secreto de Teresa, sus frecuentes y prolongadas miradas al espejo. Era una lucha contra su madre. Era un deseo de no ser un cuerpo como los demás cuerpos, de ver en la superficie de la propia cara a los marinos del alma que salieron corriendo de la bodega. No era fácil, porque el alma, triste, tímida, atemorizada, estaba escondida en las profundidades de las entrañas de Teresa y le daba vergüenza que la vieran.

Así ocurrió precisamente el día en que encontró por primera vez a Tomás. Iba sorteando a los borrachos en su restaurante, con el cuerpo inclinado bajo el peso de las cervezas que llevaba en la bandeja y el alma estaba en algún lugar del estómago o del páncreas. Y precisamente entonces la llamó Tomás. Aquella llamada fue importante porque provenía de alguien que no conocía ni a su madre ni a los borrachos que diariamente le dirigían los mismos comentarios vulgares. Su condición de forastero lo situaba por encima de los demás.

Y había otra cosa más que lo situaba por encima del resto: tenía en la mesa un libro abierto. En ese restaurante nunca nadie había abierto un libro en la mesa. El libro era para Teresa la contraseña de una hermandad secreta. Para defenderse del mundo de zafiedad que la rodeaba, tenía una sola arma: los libros que le prestaban en la biblioteca municipal; sobre todo las novelas: había leído muchísimas, desde Fielding hasta Thomas Mann. Le brindaban la posibilidad de una huida imaginaria de una vida que no la satisfacía, pero también tenían importancia para ella en tanto que objetos: le gustaba pasear por la calle llevándolos bajo el brazo. Tenían para ella el mismo significado que un bastón elegante para un dandy del siglo pasado. La diferenciaban de los demás.

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