La insoportable levedad del ser (16 page)

Volvía a temer por sus piernas. Antes, cuando trabajaba en el restaurante de la pequeña ciudad, veía con horror los muslos de sus compañeras, llenos de varices. Era la enfermedad de todas las camareras, obligadas a pasar la vida andando, corriendo o de pie y llevando una pesada carga. Ahora el trabajo era más cómodo que antes en la pequeña ciudad. Pese a que antes de empezar su turno tenía que cargar con los pesados cajones de cerveza y agua mineral, luego ya no tenía otro trabajo que permanecer tras la barra, servir licores a los clientes y limpiar entre tanto los vasos en una pequeña pila instalada a un costado del bar. Karenin yacía durante todo el tiempo pacientemente a sus pies.

Cuando terminaba de sacar las cuentas y le llevaba el dinero al director del hotel, era ya bastante más de medianoche. Después iba a despedirse del embajador que tenía el servicio nocturno. Detrás del alargado mostrador de la recepción había una puerta que conducía a una pequeña habitación en la que había una cama estrecha en la que podía echar una cabezada. Encima de la cama había unas fotografías enmarcadas: en todas aparecía él con otras personas que sonreían al objetivo o le daban la mano o estaban sentadas a su lado tras una mesa y firmaban algo. Algunas de las fotografías estaban provistas de firma y dedicatoria. En lugar destacado colgaba una foto en la cual, junto a la cabeza del embajador, sonreía la cara de John F. Kennedy.

Esta vez el embajador no charlaba con el presidente de los Estados Unidos, sino con un desconocido de unos sesenta años que dejó de hablar al ver a Teresa.

—Es una amiga —dijo el embajador—, puedes hablar con tranquilidad —después se dirigió a Teresa—: Acaban de condenar a su hijo a cinco años.

Se enteró de que el hijo del sexagenario había estado vigilando, en los primeros días de la ocupación, la entrada de un edificio en el que se alojaba un servicio especial del ejército soviético. Estaba claro que los checos que salían de allí eran agentes al servicio de los rusos. Les seguía junto con sus amigos, identificaba las matrículas de sus coches y les pasaba la información a los redactores de la emisora ilegal checa, que advertía de ello a la población. A uno de los agentes le dieron una paliza con la ayuda de los amigos.

El sexagenario dijo:

-Esta fotografía fue el único cuerpo del delito. Lo negó todo hasta que se la enseñaron.

Sacó del bolsillo de la chaqueta un recorte:

—Salió en el «Times», en el otoño de 1968.

En la foto había un joven que cogía a un hombre por el cuello. La gente lo miraba. Debajo de la foto decía: castigo al colaboracionista.

Teresa suspiró con alivio. No, la fotografía no era suya.

Después se fue a casa con Karenin, andando por la Praga nocturna. Pensaba en los días que había pasado fotografiando los tanques. Qué ingenuos, pensaban que estaban arriesgando la vida por la patria y, sin saberlo, trabajaban para la policía rusa.

Llegó a casa a la una y media. Tomás ya dormía. Su pelo olía a sexo de mujer.

8

¿Qué es la coquetería? Podría decirse que es un comportamiento que pretende poner en conocimiento de otra persona que un acercamiento sexual es posible, de tal modo que esta posibilidad no aparezca nunca como seguridad. Dicho de otro modo: la coquetería es una promesa de coito sin garantía.

Teresa está detrás de la barra y los clientes a los que sirve bebidas, coquetean con ella. ¿Le desagrada esa permanente marea de piropos, frases ambiguas, anécdotas, ofrecimientos, sonrisas y miradas? En absoluto. Siente un deseo irrefrenable de que su cuerpo (ese cuerpo extraño que debería irse a recorrer el mundo) se exponga a ese oleaje.

Tomás siempre ha pretendido convencerla de que el amor y la sexualidad son dos cosas distintas. Nunca quiso entenderlo. Ahora está rodeada de hombres por los que no siente la menor simpatía. ¿Qué pasaría si hiciese el amor con ellos? Tiene ganas de hacer la prueba, al menos en esa forma de promesa sin garantías a la que se llama coquetería.

Para que no haya confusiones: No pretende tomarse la revancha con Tomás. Lo que quiere es encontrar una salida al laberinto. Sabe que se ha convertido en una carga para él: se toma las cosas demasiado en serio, por cualquier cosa hace una tragedia, no es capaz de comprender la levedad y la divertida intrascendencia del amor físico. ¡Quisiera aprender a ser leve! ¡Desea que alguien le enseñe a dejar de ser anacrónica!

Si para otras mujeres la coquetería es una segunda naturaleza, una rutina sin importancia, para Teresa se ha convertido en el punto clave de una importante investigación que tiene por objeto enseñarle de qué es capaz. Pero precisamente por ser para ella algo tan importante y serio, su coquetería carece de levedad, es forzada, voluntaria, exagerada. El equilibrio entre la promesa y su falta de garantías (¡en el que reside precisamente el virtuosismo en la coquetería!) queda roto. Promete con demasiado fervor, sin dejar suficientemente clara la falta de garantías de la promesa. En otras palabras, le parece a todo el mundo excepcionalmente accesible. Y cuando los hombres reclaman después el cumplimiento de lo que a su juicio les fue prometido, topan con una violenta resistencia que no pueden explicarse más que suponiendo que Teresa es mala y taimada.

9

En una banqueta vacía junto a la barra se sentó un chico que tendría unos dieciséis años. Dijo unas cuantas frases provocativas que quedaron en la conversación como queda en un dibujo un trazo equivocado que ni se puede borrar ni puede prolongarse.

—Tiene unas piernas preciosas —le dijo.

Ella le respondió cortante:

—No se cómo hace para verlas a través de la barra.

—Se las vi en la calle —explicó, pero en ese momento ella ya no le prestaba atención y se dedicaba a atender a otro cliente.

El le pidió que le sirviera un coñac. Ella se negó.

—Tengo ya dieciocho años —protestó.

—Entonces, enséñeme su documentación —dijo Teresa.

—No se la enseño —dijo el chico.

—Entonces, tómese un zumo —dijo Teresa.

El chico se levantó sin decir palabra de la banqueta del bar y se marchó. Al cabo de media hora regresó y volvió a sentarse junto a la barra. Sus gestos eran desmedidos y olía a alcohol a tres metros de distancia.

—Una limonada —dijo.

—¡Está borracho! —dijo Teresa.

El chico señaló hacia un letrero impreso colgado en la pared, detrás de Teresa: Prohibido servir bebidas alcohólicas a los menores de dieciocho años.

—Está prohibido que me sirva bebidas alcohólicas —dijo señalando a Teresa con un amplio gesto de la mano—, pero lo que no dice en ningún sitio es que yo no pueda estar borracho.

—¿Dónde se ha puesto usted así? —preguntó Teresa.

—En el bar de enfrente —se rió y volvió a pedir su limonada.

—Entonces, ¿por qué no se quedó allí?

—Porque quiero verla —dijo el chico—. ¡Estoy enamorado de usted!

Lo dijo con una extraña mueca en la cara. Teresa no comprendía: ¿se ríe de ella?, ¿coquetea?, ¿bromea?, ¿o simplemente está borracho y no sabe lo que dice?

Le puso una limonada y dedicó su atención a los demás clientes. La frase «estoy enamorado de usted» parecía haber agotado al muchacho. Ya no dijo nada más, dejó silenciosamente su dinero encima de la barra y desapareció sin que Teresa lo advirtiera.

Pero en cuanto se fue, se encaró con ella un calvo bajito que llevaba ya tres vodkas:

—Señora, usted sabe perfectamente que a los menores no se les puede servir alcohol.

—¡Si no le di nada! ¡Sólo limonada!

—¡Me fijé perfectamente en lo que le ponía en la limonada!

—Pero ¿qué dice? —gritó Teresa.

—Otra vodka —dijo el calvo y añadió—: Hace tiempo que la vengo observando.

—Entonces, aproveche que le dejan mirar a una mujer guapa y cierre el pico —respondió un hombre alto que se había acercado a la barra poco antes y había estado observando la escena.

—¡Usted no se meta! ¡Esto no tiene nada que ver con usted! —gritó el calvo.

—Pues a ver si me explica qué tiene usted que ver con esto.

Teresa le sirvió al calvo la vodka que había pedido. Se la bebió de un trago, pagó y se marchó.

—Muchas gracias —le dijo Teresa al hombre alto.

No tiene importancia —dijo el hombre alto y también se marchó.

10

Unos días más tarde volvió a aparecer por el bar. Al verle le sonrió como a un viejo amigo:

—Tengo que darle otra vez las gracias. Ese calvo viene aquí con frecuencia y es muy desagradable.

—Olvídese de él.

—¿Por qué se habrá metido conmigo?

—Es un pobre borracho. Se lo ruego una vez más: olvídese de él.

—Si usted me lo pide, entonces me olvidaré.

El hombre alto la miró a los ojos:

—Prométamelo.

—Se lo prometo.

—Es precioso oírla decir que me lo promete —dijo el hombre y siguió mirándola a los ojos.

La coquetería estaba presente: un comportamiento que pretende comunicarle al otro que la aproximación sexual es posible, aunque al mismo tiempo esa aproximación sea sólo teórica y sin garantías.

—¿Cómo es posible que en el barrio más feo de Praga se encuentre uno con una mujer como usted?

Y ella:

—¿Y usted? ¿Qué hace usted en el barrio más feo de Praga?

Le dijo que no vive lejos de allí, que es ingeniero y que se detuvo allí la primera vez por pura casualidad al volver del trabajo.

11

Estaba mirando a Tomás, pero su mirada no iba dirigida a sus ojos, sino, diez centímetros más arriba, a su pelo que olía a sexo ajeno. Decía:

—Tomás, ya no puedo soportarlo. Yo sé que no tengo derecho a quejarme. Desde que volviste a Praga, por mi culpa, me he prohibido a mí misma tener celos. No quiero tener celos, pero no tengo fuerza, suficiente para impedirlo. ¡Por favor, ayúdame!

La cogió del brazo y la llevó hasta el parque al que, años atrás, solían ir a pasear. Los bancos eran azules, amarillos, rojos. Se sentaron en uno de ellos y Tomás dijo:

—Te comprendo. Sé lo que quieres. Está todo preparado. Ahora irás a la colina de Petrin.

De repente se sintió angustiada:

—¿A Petrin? ¿Por qué a Petrin?

—Llegarás hasta arriba y lo entenderás todo.

Le pesaba terriblemente tener que ir; su cuerpo estaba tan débil que no podía levantarse del banco. Pero era incapaz de desobedecer. Se incorporó con esfuerzo.

Miró a su alrededor. Seguía sentado en el banco y le sonreía casi con alegría. Le hizo con la mano un gesto que pretendía animarla a que fuera.

12

Cuando llegó a la ladera de Petrin, esa colina verde que se alza en medio de Praga, advirtió con sorpresa que no había nadie. Era extraño, porque otras veces se paseaban permanentemente por allí masas de praguen-ses. Sentía angustia en el corazón, pero la colina estaba tan silenciosa y el silencio era tan consolador que no se resistió y se confió al regazo de la colina. Subía, a ratos se detenía y observaba: veía abajo muchos puentes y torres; los santos amenazaban con sus puños y elevaban la vista hacia las nubes. Era la ciudad más hermosa del mundo.

Llegó hasta la cima. Más allá de los quioscos de helados, postales y dulces (en los que no había ningún vendedor) se extendía el césped con unos pocos árboles. En el césped había unos hombres. Cuanto más se acercaba a ellos, más despacio iba. Eran seis. Estaban quietos o se paseaban muy lentamente, como jugadores en un campo de golf, que examinan el terreno, sopesan los palos y procuran estar en forma antes de empezar el partido.

Llegó hasta donde estaban ellos. De los seis, reconoció perfectamente a tres que desempeñaban allí el mismo papel que ella: estaban inseguros, como si quisieran hacer muchas preguntas pero les diera miedo molestar y por eso prefirieran quedarse callados, dirigiendo a su alrededor una mirada interrogativa.

Los otros tres irradiaban una indulgente afabilidad. Uno de ellos llevaba en la mano un fusil. Al ver a Teresa le hizo un gesto afirmativo y sonriente:

—Sí, éste es el sitio.

Lo saludó con una inclinación de cabeza y sintió una horrible angustia.

El hombre añadió:

—Para que no haya equivocaciones. ¿Es a petición suya?

Hubiera sido fácil decirle «¡no, no es a petición mía!», pero era incapaz de imaginar que pudiera decepcionar a Tomás. ¿Qué explicación podría darle si regresara a casa? De modo que dijo:

—Sí. Por supuesto. Es a petición mía.

El hombre del fusil continuó:

—Para que sepa por qué se lo pregunto, esto sólo lo hacemos si tenemos la seguridad de que las personas que vienen son ellas mismas las que desean expresamente morir. El servicio es sólo para ellas.

Miró a Teresa inquisitivamente, de manera que tuvo que volver a confirmarle:

—No, no tema. Es a petición propia.

—¿Le gustaría ser la primera? —preguntó.

Quería postergar al menos un poco la ejecución, así que dijo:

—No, no por favor. Si fuera posible preferiría ser la última.

—Como quiera —dijo, y se reunió con los demás.

Sus dos ayudantes iban desarmados y sólo estaban allí para atender a la gente que había venido a morir. Los cogían del brazo y paseaban con ellos por el césped. El parque era muy amplio y se extendía hasta perderse en la lejanía. Los que iban a ser ejecutados podían elegir su propio árbol. Se detenían, miraban a su alrededor y no acertaban a decidirse. Por fin, dos de ellos eligieron dos plátanos, pero el tercero siguió hacia adelante como si ningún árbol le pareciese adecuado para su muerte. El ayudante lo cogió suavemente del brazo y lo acompañó pacientemente hasta que el hombre perdió por fin el valor para seguir avanzando y se detuvo junto a un robusto arce.

Después los ayudantes ataron a los tres hombres una venda alrededor de los ojos.

Y así quedaron sobre el extenso parque tres hombres de espaldas a tres árboles, cada uno de ellos con una venda tapándole los ojos y la cabeza vuelta hacia el cielo.

El hombre del fusil apuntó y disparó. No se oyó sino el canto de los pájaros. El fusil tenía silenciador. Sólo se vio cómo el nombre apoyado en el arce empezaba a derrumbarse.

Sin alejarse del sitio en el que estaba, el hombre del fusil se volvió en otra dirección y uno de los hombres que estaban apoyados en los plátanos se derrumbó en un silencio absoluto y unos momentos más tarde (el hombre del fusil no hizo más que girar otra vez sin moverse de su sitio) cayó en el césped el tercer ejecutado.

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