Read La insoportable levedad del ser Online
Authors: Milan Kundera
La segunda cuestión sorprendente era la reacción que producía su supuesta actitud. Podríamos dividir esas reacciones en dos tipos básicos:
El primer tipo de reacciones era el que manifestaban aquellos que se habían visto obligados (ellos mismos o quienes los rodeaban) a renegar de algo, a manifestar su apoyo al régimen de ocupación o estaban dispuestos a hacerlo (aunque fuera a disgusto; nadie lo hacía por placer).
Esta gente le sonreía con una sonrisa especial, que hasta entonces desconocía: con la tímida sonrisa de aprobación del conspirador. Es la sonrisa de dos hombres que se encuentran por casualidad en un burdel; les da un poco de vergüenza y al mismo tiempo se alegran de que la vergüenza sea mutua; surge entre ellos una especie de fraternidad que los une.
Le sonreían aún más contentos porque él nunca había tenido fama de conformista. Por eso su prevista aceptación de la propuesta del director era una muestra de que la cobardía iba convirtiéndose en norma de conducta y de que pronto dejaría de ser vista como tal. Esta gente nunca había sido amiga suya. Tomás advirtió con temor que, si en efecto hiciese la declaración que le había pedido el director, lo invitarían a tomar una copa a su casa y pretenderían hacerse amigos suyos.
El segundo tipo de reacciones se refería a la gente que había sufrido (ellos mismos o quienes los rodeaban) persecuciones, a quienes se negaban a aceptar ningún tipo de compromiso con el régimen de ocupación o a aquellos a los que nadie les exigía que aceptaran ningún compromiso (que hicieran ninguna declaración), quizá porque eran demasiado jóvenes para haberse visto implicados en nada y estaban convencidos de que, si se lo hubieran pedido, no lo habrían hecho.
Uno de ellos, el médico S., un joven de mucho talento, le preguntó a Tomás:
—¿Qué, ya la hiciste?
—¿De qué me hablas? —le preguntó Tomás.
—De tu declaración —dijo S.
No lo decía con mala intención. Incluso sonreía. Era una sonrisa completamente distinta, otra de las sonrisas del voluminoso herbario de las sonrisas: una sonrisa de feliz superioridad moral.
Tomás dijo:
—Oye ¿tú qué sabes de mi declaración? ¿La has leído?
—No —respondió S.
—Entonces no hables de lo que no sabes —dijo Tomás.
S seguía sonriendo tranquilamente:
—Todos sabemos cómo funciona esto. Esas declaraciones se escriben en forma de carta al director o al ministro o al que sea, y éste promete que la carta no se publicará para que el que la escribe no se sienta humillado. ¿Es así?
Tomás se encogió de hombros y siguió escuchando.
—Después archiva la declaración tranquilamente en su cajón, pero el que la escribió sabe que puede publicarse en cualquier momento. Por eso nunca podrá decir nada, ni criticar nada, ni protestar por nada, porque en ese caso se publicaría su declaración y él quedaría deshonrado ante todos. A decir verdad es un método bastante amable. Los hay peores.
—Sí, es un método muy amable —dijo Tomás—, pero me gustaría saber quién te dijo que yo he aceptado entrar en semejante juego.
Se encogió de hombros pero la sonrisa no desapareció de su rostro.
Tomás se dio cuenta de una cosa curiosa. ¡Todos le sonríen, todos desean que escriba esa declaración, todos se alegrarían! Los primeros se alegran de que la inflación de cobardía trivialice su actitud y les devuelva el honor perdido. Los otros ya se han acostumbrado a considerar su honor como un privilegio especial al que no quieren renunciar. Por eso tienen por los cobardes un amor secreto; sin ellos su coraje se convertiría en un esfuerzo corriente e inútil que no suscitaría la admiración de nadie.
Tomás no podía soportar aquellas sonrisas y le daba la impresión de que las veía en todas partes, incluso en la cara de los desconocidos que pasaban por la calle. No podía dormir. ¿Y eso? ¿Es tal la importancia que les atribuye? No. La opinión que esa gente le merece no es buena y se enfada consigo mismo por sentirse tan afectado por esas miradas. Es algo que carece de lógica. ¿Cómo es posible que alguien que estime tan poco a la gente, dependa tanto de su opinión?
Su profunda desconfianza hacia la gente (sus dudas con respecto a que tengan derecho a decidir acerca de lo que a él le concierne y a juzgarlo) tuvo probablemente algo que ver en la elección de su profesión, que descartaba cualquier posibilidad de relación con el público. Cuando alguien elige, por ejemplo, una carrera política, opta libremente por hacer del público su juez, en la ingenua y manifiesta confianza de que logrará su favor. Un eventual rechazo de las masas le estimula para lograr metas aún más difíciles, del mismo modo en que la dificultad de un diagnóstico estimulaba a Tomás.
El médico (a diferencia del político o del actor) sólo es juzgado por sus pacientes y por sus colaboradores más próximos, o sea entre cuatro paredes y a la vista de sus jueces. Puede responder inmediatamente a las miradas de quienes lo juzgan con su propia mirada, puede explicarse o defenderse. Pero ahora Tomás se encontraba (por primera vez en la vida) en una situación en la que se fijaba en él un número de ojos mayor de lo que era capaz de registrar. No podía responderles ni con una mirada suya ni con palabras. Estaba a su merced. Se hablaba de él en el hospital y fuera del hospital (en aquella época, Praga, nerviosa, comunicaba las noticias acerca de quién había defraudado, quién había denunciado, quién había colaborado, con la extraordinaria rapidez de un tamtam africano), y él lo sabía pero no podía hacer nada por remediarlo. El mismo estaba sorprendido de lo insoportable que aquello le resultaba y de la sensación de pánico que le invadía. El interés que aquella gente sentía por él le resultaba tan desagradable como una aglomeración o como el contacto de la gente que nos arranca la ropa en nuestras pesadillas.
Fue a ver al director y le comunicó que no escribiría nada.
El director apretó su mano con mucha mayor fuerza que otras veces y le dijo que había previsto esa decisión. Tomás dijo:
—Señor director, quién sabe si no será posible que usted me mantenga aquí aunque yo no haga esa declaración —dándole a entender que sería suficiente que todos sus colegas amenazasen con presentar la dimisión en caso de que obligasen a Tomás a marcharse.
Pero a nadie se le ocurrió amenazar con la dimisión y al cabo de un tiempo (el director le estrechó la mano aún con mayor fuerza que la vez anterior, le dejó marcas) Tomás tuvo que abandonar su puesto en el hospital.
Primero fue a parar a una clínica rural a unos ochenta kilómetros de Praga. Tenía que coger el tren todos los días, y regresaba con un cansancio mortal. Un año más tarde consiguió un puesto mucho más cómodo, aunque de menor importancia, en un ambulatorio de la periferia. Ya no podía dedicarse a la cirugía y tenía que ejercer como médico de cabecera. La sala de espera estaba repleta, apenas podía dedicarle cinco minutos a cada caso; les recetaba aspirinas, escribía los certificados de baja para sus empresas y los mandaba al especialista. Ya no se consideraba médico sino oficinista.
Allí fue a visitarlo en una ocasión, cuando ya terminaba de pasar consulta, un hombre de unos cincuenta años; una ligera obesidad le añadía cierta prestancia. Se presentó como funcionario del Ministerio del Interior e invitó a Tomás al bar de enfrente.
Pidió una botella de vino. Tomás se resistió:
—He venido en coche. Si me coge la policía, me quitarán el carnet de conducir.
El hombre del Ministerio del Interior se sonrió:
—Si le pasase algo, basta con dar mi nombre —y le dio a Tomás su tarjeta en la que figuraba su nombre (seguro que falso) y el teléfono del Ministerio.
Después se puso a hablar, durante largo rato, de lo mucho que apreciaba a Tomás. En el Ministerio todos lamentan que un cirujano de su talla tenga que recetar aspirinas en un ambulatorio de la periferia. Le dio a entender indirectamente que la policía, aunque no puede decirlo en voz alta, no está de acuerdo con el procedimiento excesivamente drástico por el cual se priva a destacados especialistas de sus puestos de trabajo.
Hacía mucho tiempo que a Tomás no lo elogiaba nadie, así que oía muy atentamente al señor obeso y se sorprendía de la precisión y el detalle con que estaba informado de sus éxitos profesionales. ¡Qué indefenso está el hombre ante los elogios! Tomás no podía evitar tomar en serio lo que decía el hombre del Ministerio.
Pero no era sólo por vanidad. Era más que nada por falta de experiencia. Si está usted sentado cara a cara con alguien que es afable, respetuoso, cortés, es muy difícil darse cuenta permanentemente de que nada de lo que dice es verdad, de que ninguna de sus afirmaciones es sincera. No creer (permanente y sistemáticamente, sin un momento de duda) requiere un enorme esfuerzo y exige entrenamiento, es decir interrogatorios policiales frecuentes. A Tomás le faltaba este entrenamiento. El hombre del Ministerio seguía:
—Sabemos, estimado doctor, que tenía usted en Zurich una excelente posición. Y valoramos su actitud al regresar. Eso ha sido estupendo. Usted sabía que su sitio era éste —y después añadió, como si le estuviera echando algo en cara a Tomás—: ¡Pero su sitio está en el quirófano!
—Estoy de acuerdo —dijo Tomás.
Se produjo una breve pausa y el hombre del Ministerio dijo con voz compungida:
—Pero dígame, doctor, ¿usted cree de verdad que habría que atravesarles los ojos a los comunistas? ¿No le parece raro que pueda decir eso una persona como usted que le ha devuelto la salud a tanta gente?
—Esto es absurdo -objetó Tomás-. Lea atentamente lo que yo escribí.
—Lo he leído —dijo el hombre del Ministerio con una voz que pretendía ser muy triste.
—¿Y acaso escribí que hay que atravesarles los ojos a los comunistas?
—Todos lo entendieron así -dijo el hombre del Ministerio y su voz era cada vez más triste.
—Si hubiera leído usted el texto completo, tal como lo escribí, jamás se le hubiera ocurrido eso.
—¿Cómo? —aguzó el oído el hombre del Ministerio—. ¿No publicaron el texto tal como usted lo escribió?
—Lo recortaron.
—¿Mucho?
—Como un tercio.
El hombre del Ministerio parecía sinceramente indignado:
—Pues eso no fue juego limpio por parte de ellos.
Tomás se encogió de hombros.
—¡Debía haber protestado! ¡Debía haber exigido una rectificación!
—No ve que inmediatamente después llegaron los rusos. Todos teníamos otras preocupaciones —dijo Tomás.
—¿Pero por qué tiene que creer la gente que usted, un médico, quería que alguien le arrancara los ojos a la gente?
—Pero si mi artículo se publicó en la parte de atrás, con las cartas de los lectores. Nadie se fijó en él. Únicamente la embajada rusa, porque le vino bien.
—¡No diga eso, doctor! Yo mismo he hablado con mucha gente que había leído su artículo y estaba asombrada de que usted lo hubiera podido escribir. Pero ahora todo está mucho más claro al explicarme usted que el artículo no fue publicado tal como usted lo escribió. ¿Fueron ellos los que se lo encargaron?
—No —dijo Tomás—, se lo mandé yo.
—¿Usted los conoce?
—¿A quiénes?
—A los que publicaron su artículo.
—No.
—¿No habló nunca con ellos?
—Me invitaron una vez a la redacción.
—¿Para qué?
—Por lo del artículo.
—¿Y con quién habló?
—Con uno de los redactores.
—¿Cómo se llamaba?
Hasta ese momento Tomás no se había dado cuenta de que estaba siendo interrogado. De pronto le dio la impresión de que cualquier cosa que dijera podía poner a alguien en peligro. Por supuesto sabía el nombre de aquel redactor, pero lo negó: «No lo sé».
—Pero doctor —dijo el hombre con un tono lleno de indignación por la insinceridad de Tomás—: ¡Le habrá dicho su nombre al recibirle!
Resulta tragicómico que nuestra buena educación se convierta en aliada de la policía. No sabemos mentir. El imperativo «¡di la verdad!» que nos inculcaron mamá y papá actúa hasta tal punto de forma automática que incluso ante el policía que nos interroga nos da vergüenza mentir. Es más fácil para nosotros discutir con él, insultarlo (lo cual no tiene sentido alguno) que mentirle descaradamente (que es lo único lógico que podemos hacer).
Cuando el hombre del Ministerio del Interior le reprochó su falta de sinceridad, Tomás estuvo a punto de sentirse culpable; tuvo que superar una especie de obstáculo interno para continuar mintiendo:
—Seguramente se presentó —dijo—, pero el nombre no me decía nada y enseguida lo olvidé.
—¿Qué aspecto tenía?
El redactor que había hablado con él era pequeño y tenía el pelo rubio muy corto. Tomás trató de elegir los rasgos opuestos:
—Era alto. Tenía el pelo largo y negro.
—Ah —dijo el hombre del Ministerio—, ¡y la mandíbula saliente!
—Sí —dijo Tomás.
—Un poco encorvado.
—Sí —coincidió Tomas una vez más y se dio cuenta de que el hombre del Ministerio había identificado a la persona en cuestión.
Tomás no sólo acababa de delatar a un pobre redactor, sino que además su delación era falsa.
—¿Y por qué le llamaron? ¿De qué hablaron?
—Se trataba de una modificación de la sintaxis.
Aquello sonaba como una excusa ridícula. El hombre del Ministerio volvió a indignarse y asombrarse de que. Tomás no quisiera decirle la verdad:
—¡Pero doctor! ¡Hace un rato me dijo que le habían recortado una tercera parte del texto y ahora me dice que estuvieron discutiendo de un cambio en la sintaxis! ¡Eso no es lógico!
Para Tomás la respuesta ya era más fácil porque lo que decía era la pura verdad:
—No es lógico pero es así —sonrió—: Me pidieron que les permitiese modificar la sintaxis en una frase y después redujeron el artículo en un tercio.
El hombre del Ministerio volvió a hacer con la cabeza un gesto como si no pudiera comprender una actitud tan inmoral y dijo:
—Esa gente no se ha comportado correctamente con usted.
Terminó su copa de vino y concluyó:
—Estimado doctor, ha sido usted víctima de una manipulación. Sería una lástima que tuvieran que pagar las consecuencias usted y sus pacientes. Nosotros sabemos de su nivel profesional. Ya veremos lo que se puede hacer.
Le estrechó cordialmente la mano a Tomás. Después salieron del bar y cada uno cogió su coche.