No había vuelto a ver a Pajeú desde la tarde en que descubrió la felicidad. Pero ella y el periodista miope habían hablado mucho del caboclo de la cara cortada al que ambos sabían una amenaza aún más grave para su amor que los propios soldados. Desde aquella tarde habían estado escondiéndose en los refugios del Norte de Canudos, la zona más alejada de la Fazenda Velha; el Enano hacía incursiones para saber de Pajeú. La mañana que el Enano —estaban bajo una techumbre de latas, en el callejón de San Eloy, detrás del Mocambo — vino a contarles que el Ejército asaltaba la Fazenda Velha, Jurema había dicho al periodista miope que el caboclo defendería sus trincheras hasta que lo mataran. Pero esa misma noche supieron que Pajeú y los sobrevivientes de la Fazenda Velha estaban en esas trincheras del cementerio que se hallaban ahora a punto de caer. Había llegado, pues, la hora de enfrentarse con Pajeú. Ni siquiera este pensamiento pudo privarla de esa felicidad que había pasado a ser, como los huesos y la piel, parte de su cuerpo.
La felicidad la salvaba a ella, como la miopía y el miedo al que llevaba de la mano, y como la fe, el fatalismo o la costumbre a quienes tenían todavía fuerzas y bajaban también, corriendo, cojeando, andando, a levantar esa barrera, de ver lo que sucedía a su alrededor, de reflexionar y sacar las conclusiones que el sentido común, la razón o el simple instinto hubieran podido sacar de ese espectáculo: esas callecitas antes de tierra y cascajo que eran ahora subibajas agujereados por los obuses, sembradas de desechos de las cosas fulminadas por las bombas o echadas abajo por los yagunzos para levantar parapetos, y esos seres tumbados que a duras penas podían ya ser llamados hombres o mujeres porque ya no quedaban rasgos en sus caras ni luz en sus ojos ni ánimo en sus músculos, pero que por alguna perversa absurdidad aún vivían.
Jurema los veía y no se daba cuenta que estaban allí, confundibles ya con los cadáveres que los viejos no habían tenido tiempo de recoger y que sólo se diferenciaban de ellos por el número de moscas que los cubrían y el grado de pestilencia que expulsaban. Veía y no veía los buitres que revoloteaban sobre ellos y a veces también caían muertos por las balas, y a esos niños que con aire sonámbulo escarbaban las ruinas o masticaban tierra.
Había sido una larga carrera y, cuando se detuvieron, tuvo que cerrar los ojos y apoyarse contra el periodista miope, hasta que el mundo dejara de girar.
El periodista le preguntó dónde estaban. A Jurema le costó descubrir que el irreconocible lugar era el callejón de San Juan, pequeño paso entre las casitas apiñadas alrededor del cementerio y la espalda del Templo en construcción. Todo era escombros, fosos, y una muchedumbre se agitaba, cavando, llenando sacos, latas, cajas, barriles y toneles con tierra y arena y arrastrando maderas, tejas, ladrillos, piedras, adobes y hasta esqueletos de animales a la barrera que se iba alzando donde, antes, una cerca de estacas limitaba el cementerio. El tiroteo había cesado a los oídos de Jurema, ensordecidos, ya no lo distinguían de los otros ruidos. Le decía al periodista miope que Pajeú no estaba allí y sí, en cambio, Antonio y Honorio Vilanova, cuando un tuerto les rugió que qué esperaban. El periodista miope se dejó caer al suelo y comenzó a escarbar. Jurema le procuró un fierro para que pudiera hacerlo mejor. Y ella se hundió, entonces, una vez más, en la rutina de llenar costales, llevarlos adónde le decían, y picar paredes para reunir piedras, ladrillos, tejas y maderas, que reforzaran esa barrera ya ancha y alta de varios metros. De rato en rato, iba adónde el periodista miope amontonaba arena y cascajo a hacerle saber que estaba cerca. No se daba cuenta que, detrás de la espesa barrera, el tiroteo renacía, amenguaba, cesaba y resucitaba y que, de tanto en tanto, grupos de viejos pasaban con heridos hacia las Iglesias.
En un momento, unas mujeres entre las que reconoció a Catarina, la mujer de João Abade, le pusieron en la mano unos huesos de gallina con un poco de pellejo para roer y un cazo de agua. Fue a compartir ese regalo con el periodista y el Enano pero a ambos también les habían repartido raciones parecidas. Comieron y bebieron juntos, dichosos, desconcertados con ese manjar. Porque hacía ya muchos días que se había acabado el alimento y se sabía que los restos existentes se reservaban a esos hombres que se mantenían día y noche en las trincheras y en las torres con las manos quemadas por la pólvora y los dedos encallecidos de tanto disparar.
Reanudaba el trabajo, después de esa pausa, cuando miró la torre del Templo del Buen Jesús y algo la obligó a seguir mirando. Debajo de las cabezas de yagunzos y de los cañones de fusiles y escopetas que sobresalían de los parapetos del techo y de los andamios, una figurilla de gnomo, entre el niño y el adulto, había quedado colgada, en una postura absurda, en la escalerilla que subía al campanario. Lo reconoció: era el campanero, el viejecito que cuidaba las Iglesias, el llavero y mayordomo del culto, el que, se decía, azotaba al Beatito, Había seguido subiendo, puntualmente, al campanario, todas las tardes, a tocar las campanas del Ave María, después de las cuales, con guerra o sin guerra, todo Belo Monte rezaba el rosario. Lo habían matado la víspera, sin duda, después de repicar las campanas, pues Jurema estaba segura de haberlas oído. Lo alcanzaría una bala y se quedaría enredado en la escalerita y nadie había tenido tiempo siquiera de descolgarlo.
—Era de mi pueblo —le dijo una mujer que trabajaba a su lado, señalando la torre—. Chorrochó. Era carpintero allá, cuando el ángel lo rozó.
Volvió al trabajo, olvidándose del campanero y de sí misma, y así estuvo toda la tarde, yendo de rato en rato donde el periodista. Al ponerse el sol vio que los hermanos Vilanova se alejaban corriendo hacia el Santuario y oyó que también habían pasado hacia allí, de distintas direcciones, Pajeú, João Grande y João Abade. Algo iba a ocurrir.
Poco después, estaba inclinada, hablando al periodista miope, cuando una fuerza invisible la obligó a arrodillarse, a callarse, a apoyarse en él. «¿Qué pasa, qué pasa?», dijo éste, cogiéndola del hombro, palpándola. Y oyó que le gritaba: «¿Te han herido, estás herida?» No la había alcanzado ninguna bala. Simplemente, todas las fuerzas habían huido de su cuerpo. Se sentía vacía, sin ánimos para abrir la boca o levantar un dedo, y aunque veía sobre la suya la cara del hombre que le había enseñado la felicidad, sus ojos líquidos abriéndose y parpadeando para verla, y se daba cuenta que estaba asustado, y sentía que debía tranquilizarlo, no podía. Todo era lejano, ajeno, inventado, y el Enano estaba allí, tocándola, acariñándola, sobándole las manos, la frente, alisándole los cabellos, y hasta le pareció que también él, como el periodista miope, la besaba en las manos, en las mejillas. No iba a cerrar los ojos, porque si lo hacía moriría, pero llegó un momento en que ya no pudo tenerlos abiertos.
Cuando los abrió, ya no sentía tanto frío. Era de noche; el cielo estaba lleno de estrellas, había luna llena, y ella se apoyaba contra el cuerpo del periodista miope —cuyo olor, flacura, ruido, reconoció al instante — y allí estaba el Enano, todavía sobándole las manos. Aturdida, advirtió la alegría de los dos hombres al verla despierta y se sintió abrazada y besada por ellos de tal modo que los ojos se le aguaron. ¿Estaba herida, enferma? No, había sido la fatiga, haber trabajado tanto rato. Ya no se hallaba en el mismo sitio. Mientras permanecía desmayada había crecido de pronto el tiroteo y aparecieron los yagunzos de las trincheras del cementerio, corriendo. El Enano y el periodista tuvieron que traerla hasta esta esquina para que no la pisotearan. Pero los soldados no habían podido franquear la barrera construida en San Juan. Los escapados del cementerio y muchos yagunzos venidos de las Iglesias los habían contenido allí. Sintió que el miope le decía que la quería y en eso la tierra reventó en pedazos. Nariz y ojos se le llenaron de polvo y se sintió golpeada y aplastada, pues, por la fuerza del sacudón, el periodista y el Enano fueron aventados contra ella. Pero no tuvo miedo; se encogió bajo los cuerpos que la cubrían, haciendo esfuerzos porque salieran de su boca los ruidos necesarios a fin de saber si ellos estaban salvos. Sí, sólo magullados por la granizada de piedrecillas, residuos y astillas que la explosión diseminó. Un griterío confuso, enloquecido, multitudinario, disonante, incomprensible, encrespaba la oscuridad. El miope y el Enano se incorporaron, la ayudaron a sentarse, los tres se apretaron contra el único muro que seguía en pie en esa esquina. ¿Qué había sucedido, qué estaba sucediendo?
Corrían sombras en todas direcciones, alaridos espantosos rasgaban el aire, pero lo raro, para Jurema, que había replegado sobre sí las piernas y apoyaba la cabeza en el hombro del periodista miope, era que junto a los llantos, rugidos, quejidos, lamentos, estaba oyendo risas, carcajadas, vítores, cantos, y, ahora, un solo canto, vibrante, marcial, entonado estruendosamente por centenares de gargantas.
—La Iglesia de San Antonio —dijo el Enano—. Le han dado, la han tumbado.
Miró y en la tenue luminosidad lunar, allá arriba, donde se estaba disipando, empujada por una brisa que venía del río, la humareda que la ocultaba, vio la silueta maciza, imponente, del Templo del Buen Jesús, pero no la del campanario y techo de San Antonio. Ése había sido el estruendo. Los alaridos y llantos eran de los que habían caído con la Iglesia, de los que la Iglesia había aplastado y pese a ello no habían muerto. El periodista miope, teniéndola siempre abrazada, preguntaba a voces qué sucedía, qué eran esas risas y cantos y el Enano dijo que eran los soldados, locos de alegría. ¡Los soldados! ¡Las voces, el canto de los soldados! ¿Cómo podían estar tan cerca? Las exclamaciones de triunfo se confundían en sus oídos con los ayes y parecían aún más próximos que ésos. Al otro lado de esa barrera que había ayudado a construir, se apiñaba una muchedumbre de soldados, cantando, lista para cruzar los pocos pasos que los separaban de ellos tres. «Padre —rezó—, te pido que nos maten juntos.»
Pero, curiosamente, la caída de San Antonio, en vez de atizar la guerra pareció interrumpirla. Poco a poco, sin moverse de ese rincón, escucharon disminuir los gritos de dolor y de triunfo, y, luego, una calma que no había reinado en varias noches. No se oían cañonazos ni balas, sino llantos y quejidos aislados, como si los combatientes hubieran acordado una tregua para descansar. A ratos, les parecía que se dormía y cuando despertaba no sabía si había pasado un segundo o una hora. Cada vez, seguía en el mismo lugar, abrigada entre el periodista miope y el Enano.
Y en una de esas veces vio a un yagunzo de la Guardia Católica, que se despedía de ellos. ¿Qué quería? El Padre Joaquim los mandaba llamar. «Le dije que no podías moverte», murmuró el miope. Un momento después, trotando en la oscuridad, apareció el cura de Cumbe. «¿Por qué no vinieron?», lo oyó decir, de una manera rara, y pensó: «Pajeú».
—Jurema está agotada —oyó decir al periodista miope—. Se ha desmayado varias veces.
—Tendrá que quedarse, entonces —repuso el Padre Joaquim, con la misma voz extraña, no furiosa, más bien rajada, desalentada, entristecida—. Ustedes dos vengan conmigo.
—¿Quedarse? —oyó murmurar al periodista miope, sintiéndolo que se ponía tenso y enderezaba.
—Silencio —ordenó el cura. Susurró —: ¿No quería tanto marcharse? Tendrá su oportunidad. Pero, ni una palabra. Vengan.
El Padre Joaquim comenzó a relajarse. Fue ella la primera en ponerse de pie, sobreponiéndose y cortando de este modo el tartamudeo del periodista —«Jurema no puede, yo, yo...» — y demostrándole que sí podía, que ahí estaba, caminando tras la sombra del cura. Segundos después corría, de la mano del miope y del Enano, entre las ruinas y los muertos y malheridos de la Iglesia de San Antonio, aún sin creer lo que había oído.
Se dio cuenta que iban al Santuario, entre un rompecabezas de galerías y parapetos con hombres armados. Se abrió una puerta y vio, a la luz de una lamparilla, a Pajeú. Sin duda pronunció su nombre, alertando al periodista miope, pues éste, en el acto, estalló en estornudos que lo doblaron en dos. Pero no era por el caboclo que el Padre Joaquim los había traído hasta aquí, pues Pajeú no les prestaba atención. Ni los miraba. Estaban en el cuartito de las beatas, la antesala del Consejero, y por las rendijas Jurema veía, arrodilladas, al Coro Sagrado y a la Madre María Quadrado y los perfiles del Beatito y del León de Natuba. El estrecho recinto, además de Pajeú, estaban Antonio y Honorio Vilanova y las Sardelinhas y en las caras de todos ellos, como en la voz del Padre Joaquim, había algo inusitado, irremediable, fatídico, desesperado y salvaje. Como si no hubieran entrado, como si no estuvieran allí, Pajeú seguía hablando a Antonio Vilanova: oiría tiros, desorden, entrevero, pero aún no debían moverse. Hasta que sonaran los pitos. Entonces sí: ése era el momento de correr, de volar, de escabullirse como raposas. El caboclo hizo una pausa y Antonio Vilanova asintió, fúnebre. Pajeú habló de nuevo: «No dejen de correr por ningún motivo. Ni para recoger al que se cae ni para volver atrás. Depende de eso y del Padre. Si llegan al río antes de que se den cuenta, pasarán. Al menos, tienen una posibilidad».
—Pero tú no tienes ninguna de salir de ahí, ni tú ni nadie que se meta contigo al campamento de los perros —gimió Antonio Vilanova. Estaba llorando. Cogió de los brazos al caboclo y le imploró —: No quiero salir de Belo Monte y menos a costa de tu sacrificio. Tú haces más falta que yo. ¡Pajeú, Pajeú!
El caboclo se zafó de sus manos con una especie de disgusto.
—Tiene que ser antes de que claree —dijo, con sequedad—. Entonces no se podría.
Se volvió a Jurema, el miope y el Enano, que permanecían petrificados.
—Van a ir ustedes también, porque así lo quiere el Consejero —dijo, como si hablara a través de los tres, a alguien que no podían ver—. Primero hasta la Fazenda Velha, agachados, en fila. Y, donde digan los párvulos, esperarán los pitos. Cruzarán el campamento, correrán hasta el río. Pasarán, si el Padre lo permite.
Calló y observó al miope, quien, temblando como una hoja, abrazaba a Jurema.
—Estornude ahora —le dijo, sin cambiar de tono—. No después. No cuando estén esperando los pitos. Si estornuda ahí, le clavarán una faca en el corazón. No sería justo que por sus estornudos capturaran a todos. Alabado sea el Buen Jesús Consejero.
Cuando los oye, el soldado Queluz está soñando con el ordenanza del Capitán Oliveira, un soldado pálido y jovencito al que ronda hace tiempo y al que esta mañana vio cagando, acuclillado detrás de un montículo de piedras, junto a las aguadas del Vassa Barris. Conserva, intacta, la imagen de esas piernas lampiñas y de esas nalgas blancas que entrevió, suspendidas en el aire de la madrugada, como una invitación. Es tan nítida, consistente, vivida, que la verga del soldado Queluz se endereza, hinchando su uniforme y despertándolo. El deseo es tan imperioso que, a pesar de que las voces siguen ahí y de que ya no tiene más remedio que admitir que son de traidores y no de patriotas, su primer movimiento no es coger el fusil sino llevarse las manos a la bragueta para acariciarse la verga inflamada por el recuerdo de las nalgas redondas del ordenanza del Capitán Oliveira. Súbitamente, comprende que está solo, en medio descampado, junto a enemigos, y se despierta del todo y permanece rígido, la sangre helada en sus venas. ¿Y Leopoldinho? ¿Han matado a Leopoldinho? Lo han matado: ha oído, clarito, que el centinela no alcanzó a dar un grito, ni a saber que lo mataban. Leopoldinho es el soldado con el que comparte el servicio, en ese terral que separa la Favela del Vassa Barris, donde se halla el Quinto Regimiento de Infantería, el buen compañero con el que se turnan para dormir, lo que hace más llevaderas las guardias.