—Estela, amor mío, amor mío —dijo, con ternura, sintiendo que la saliva y los jugos de Sebastiana se le escurrían por los labios, siempre arrodillado en el suelo, siempre separando con sus codos las piernas de la mucama—. Yo te amo, más que a nada en el mundo. Hago esto porque lo deseo hace mucho tiempo y por amor a ti. Para estar más cerca de ti, amor mío.
Sentía el cuerpo de Sebastiana sacudido por convulsiones y la oía sollozar con desesperación, la boca y los ojos tapados con sus manos, y veía a la Baronesa, inmóvil a su lado, observándolo. No parecía asustada, enfurecida, horrorizada, sino ligeramente intrigada. Tenía un camisón ligero, bajo el que, en la media luz, adivinaba, difuminados, los límites de su cuerpo, que el tiempo no había conseguido deformar —era una silueta aún armoniosa, perfilada — y sus cabellos claros, a los que la penumbra disimulaba todas las hebras grises, recogidos en una redecilla, de la que escapaban algunas puntas. Hasta donde podía ver, no se había formado en su frente ese pliegue profundo, solitario, que era signo inequívoco en ella de contrariedad, el único que Estela no había conseguido nunca controlar, como todas las otras manifestaciones de sentimiento. No tenía el ceño fruncido, aunque su boca estaba, sí, levemente entreabierta, subrayando el interés, la curiosidad, la tranquila sorpresa de sus ojos. Pero ya era nuevo en ella, por ínfimo que pareciera, ese volcarse hacia afuera, ese interesarse en algo ajeno, pues el Barón no había vuelto a ver en los ojos de la Baronesa, desde aquella noche de Calumbí, otra expresión que la de la indiferencia, el retraimiento, el encierro espiritual. Su palidez era ahora más acentuada, tal vez por la penumbra azul, tal vez por lo que estaba experimentando. El Barón sintió que la emoción lo sofocaba, que iba a ponerse a sollozar. Adivinó casi los pies lívidos, desnudos, de Estela, sobre la madera lustrosa del suelo, y obedeciendo un impulso se inclinó a besarlos. La Baronesa no se movió mientras él, arrodillado, cubría de besos sus empeines, sus dedos, sus uñas, sus talones, con infinito amor y reverencia y balbuceaba ardientemente contra ellos que los amaba, que siempre le habían parecido bellísimos, dignos de un culto intenso por haberle dado, a lo largo de la vida, tanto impagable placer. Luego de besarlos una y otra vez y de subir los labios hasta los frágiles tobillos, sintió en su esposa un movimiento y alzó rápidamente la cabeza, a tiempo para ver que la mano que lo había tocado antes en la espalda, de nuevo venía hacia él, sin premura ni violencia, con esa naturalidad, distinción, sabiduría, con que Estela se había movido, hablado, conducido siempre, y la sintió posarse sobre sus cabellos y permanecer allí, conciliadora, blanda, en un contacto que agradeció desde el fondo de su ser porque no había en él nada hostil, admonitivo, sino más bien amable, afectuoso, tolerante. El deseo, que se había evaporado totalmente, compareció entonces de nuevo y el Barón sintió que su sexo volvía a endurecerse. Cogió la mano que Estela le había puesto en la cabeza, se la llevó a la boca, la besó, y, sin soltarla, se volvió hacia la cama donde Sebastiana permanecía hundida dentro de sí misma, con la cara oculta, y alargando la mano libre la colocó sobre el pubis de la mujer tendida, cuya negrura contrastaba nítidamente con el color mate de su cuerpo.
—Siempre quise compartirla contigo, amor mío —balbuceó, la voz quebrada por sentimientos encontrados, de timidez, vergüenza, emoción y renaciente deseo—, pero nunca me atreví, porque temía ofenderte, lastimarte. ¿Me equivoqué, no es cierto? ¿No es verdad que no te hubiera herido ni ofendido? ¿Que lo hubieras aceptado, celebrado? ¿No es cierto que hubiera sido otra manera de demostrarte cuánto te amo, Estela?
Su mujer seguía observándolo, no enojada, ya no sorprendida sino con esa apacible mirada que era la suya hacía unos meses. Y vio que, luego de un momento, se volvía a mirar a Sebastiana, que seguía sollozando, hecha un ovillo, y comprendió que aquella mirada, hasta entonces neutral, se interesaba y dulcificaba. Acatando la indicación que recibió de ella, soltó la mano de la Baronesa. Vio a Estela dar dos pasos hacia la cabecera, sentarse al borde, y alargar los brazos con esa gracia inimitable que él admiraba en todos sus movimientos para coger a Sebastiana de las mejillas, con gran cuidado y precaución, como si temiera trizarla. No quiso seguir viendo más. El deseo había vuelto con una especie de furia y el Barón volvió a inclinarse, a abrirse paso hacia el sexo de la mucama, separándole las piernas, obligándola a estirarse, a fin de poder de nuevo besarlo, respirarlo, sorberlo. Estuvo mucho rato allí, con los ojos cerrados, ebrio, gozando, y cuando sintió que ya no podía contener la excitación se enderezó y gateando se encaramó sobre Sebastiana. Separándole las piernas con las suyas, ayudándose con una mano atolondrada, buscó su sexo y consiguió penetrarla en un movimiento que añadió dolor y desgarramiento a su placer. La sintió gemir y alcanzó a ver, en el tumultuoso instante en el que la vida pareció estallar entre sus piernas, que la Baronesa tenía siempre las dos manos en la cara de Sebastiana, a la que miraba con ternura y piedad, mientras le soplaba despacito en la frente para despegarle unos cabellos de la piel.
Horas después, cuando todo aquello hubo pasado, el Barón abrió los ojos como si algo o alguien lo hubiera despertado. La luz del amanecer entraba al aposento, y se oían cantos de pájaros y el rumor murmurante del mar. Se incorporó de la cama de Sebastiana, donde había dormido solo; se puso de pie, cubriéndose con la sábana que recogió del suelo y dio unos pasos hacia el cuarto de la Baronesa. Ella y Sebastiana dormían, sin tocarse, en el amplio lecho, y el Barón estuvo un momento observándolas con un sentimiento indefinible a través de la gasa transparente del mosquitero. Sentía ternura, melancolía, agradecimiento y una vaga inquietud. Avanzaba hacia la puerta del pasillo, donde la víspera se había despojado de sus ropas, cuando al pasar junto al balcón lo detuvo la bahía encendida por el naciente sol. Era algo que había visto innumerables veces y que nunca lo cansaba: Salvador a la hora en que el sol aparecía o moría. Se asomó y estuvo contemplando, desde el balcón, el majestuoso espectáculo: el ávido verdor de la isla de Itaparica, la blancura y la gracia de los veleros que zarpaban, el azul claro del cielo y el gris verde del agua y, más cerca, a sus pies, el horizonte quebradizo, bermejo, de los tejados de las casas en las que podía presentir el despertar de la gente, el comienzo de la diaria rutina. Con agridulce nostalgia se entretuvo tratando de reconocer, por los tejados de los barrios del Destierro y de Nazareth, los solares de los que habían sido sus compañeros políticos, esos amigos que no veía más: el del Barón de Cotagipe, el del Barón de Macaúbar, el del Vizconde de San Lorenzo, el del Barón de San Francisco, el del Marqués de Barbacena, el del Barón de Maragogipe, el del Conde de Sergimiruin, el del Vizconde de Oliveira. Su vista corrió una y otra vez por distintos puntos de la ciudad, por los techos del Seminario, y las Ladeiras llenas de verdura, el antiguo colegio de los Jesuítas, el Elevador hidráulico, la Alfándega, y estuvo un rato apreciando la reverberación del sol en esas piedras doradas de la Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción de la Playa que habían traído cortadas y labradas desde Portugal dos náufragos agradecidos a la Virgen, y, aunque no alcanzaba a verlo, adivinó el hormiguero multicolor que sería ya a esta hora el Mercado de pescados de la playa. Pero, de pronto, algo atrajo su atención y estuvo mirando muy serio, esforzando los ojos, adelantando la cabeza por sobre el bordillo. Luego de un momento, fue de prisa hasta la cómoda donde sabía que Estela guardaba los pequeños prismáticos de carey, que usaba en el teatro.
Volvió al balcón y miró, con un sentimiento creciente de perplejidad y de incomodidad. Sí, las barcas estaban allí, equidistantes de la isla de Itaparica y del redondo fuerte de San Marcelo, y, en efecto, las gentes de las barcas no estaban pescando sino echando flores al mar, derramando pétalos, corolas, ramos sobre el agua, y persignándose, y, aunque no podía oírlo —el pecho le golpeaba con fuerza — estuvo seguro que esas gentes estaban también rezando y acaso cantando.
El León de Natuba oye decir que es el primer día de octubre, cumpleaños del Beatito, que los soldados atacan Canudos por tres lados tratando de franquear las barreras de la Madre Iglesia, la de San Pedro y la del Templo del Buen Jesús, pero es la otra cosa que oye la que queda resonando en su cabezota greñuda: que la cabeza de Pajeú, sin ojos ni lenguas ni orejas, se balancea desde hace unas horas en una estaca plantada en las trincheras de los perros, por la Fazenda Velha. Lo han matado a Pajeú. También habrán matado a todos los que se metieron con él al campamento de los ateos para ayudar a salir de Canudos a los Vilanova y a los forasteros, y también habrán torturado y decapitado a estos últimos. ¿Cuánto falta para que les ocurra lo mismo a él, a la Madre de los Hombres y a todas las beatas que se han arrodillado a rezar por el martirio de Pajeú?
El griterío y la fusilería ensordecen al León de Natuba al abrirse la puertecita del Santuario empujada por João Abade:
—¡Salgan! ¡Salgan! ¡Váyanse de aquí! —ruge el Comandante de la Calle, urgiéndolos con las dos manos a darse prisa—. ¡Al Templo del Buen Jesús! ¡Corran!
Da media vuelta y desaparece en la polvareda que ha entrado con él al Santuario. El León de Natuba no tiene tiempo de asustarse, de pensar, de imaginar. Las palabras de João Abade levantan en peso a las beatas y, algunas chillando, otras persignándose, se precipitan a la salida, empujándolo, apartándolo, arrinconándolo contra la pared. ¿Dónde están sus guantes-sandalias, esas plantillas de cuero crudo sin las cuales no puede avanzar mucho pues las palmas se le llagan? Palmotea a un lado y a otro en la atmósfera ennegrecida de la habitación, sin encontrarlas, y, consciente de que todas se han ido, de que incluso la Madre María Quadrado se ha ido, trota apresuradamente hacia la puerta. Toda su energía, su viva inteligencia están concentradas en la decisión de llegar al Templo del Buen Jesús, como ha ordenado João Abade, y, mientras avanza golpeándose, rasguñándose, por el vericueto de defensas que rodean el Santuario, nota que ya no están allí los hombres de la Guardia Católica, no los vivos en todo caso, porque aquí y allá hay tirados sobre, entre, bajo los costales y cajones de arena seres humanos con cuyas piernas, brazos, cabezas chocan sus manos y pies. Cuando emerge del dédalo de barreras a la explanada y va a cruzarla, ese instinto de defensa que tiene más desarrollado que cualquiera, que desde niño le ha enseñado a detectar el peligro antes que nadie, mejor que nadie, y, también, a saber instantáneamente elegir entre varios peligros, lo hace contenerse, agazaparse entre una pila de barriles con agujeros por los que llueve arena. No llegaría nunca al Templo en construcción: sería arrollado, pisoteado, triturado por la muchedumbre que corre hacia allí, desbocada, frenética, y —los ojos grandes, vivos, penetrantes, del escriba lo saben a la primera ojeada — aun si llegara hasta esa puerta jamás conseguiría abrirse paso en ese enjambre de cuerpos que rebotan, se aplastan y se escurren en el cuello de botella que es la entrada del único refugio sólido, de paredes de piedra, que queda en Belo Monte. Mejor permanecer aquí, esperar la muerte aquí, en vez de ir a buscarla en ese apachurramiento para el que su esqueleto precario no está preparado, ese apachurramiento que es lo que más ha temido desde que está mezclado a la vida gregaria, colectiva, procesional, ceremoniosa de Canudos. Está pensando: «No te culpo por haberme abandonado, Madre de los Hombres. Tienes derecho a luchar por tu vida, a tratar de durar un día más, una hora más». Pero hay un gran dolor en su corazón: este instante no sería tan duro y amargo si ella, o cualquiera de las beatas, estuviera aquí.
Encogido entre barriles y costales, espiando a un lado y a otro, se va haciendo una idea de lo que ocurre en el cuadrilátero de las Iglesias y el Santuario. La barrera que levantaron hace apenas dos días detrás del cementerio, la que protegía a la Iglesia de San Antonio, ha cedido y los perros han entrado, están entrando a las viviendas de Santa Inés, que colinda con la Iglesia. Es de Santa Inés de donde viene la gente que trata de refugiarse en el Templo, viejos, viejas, mujeres con niños de teta en los brazos, en los hombros, apretados contra el pecho. Pero en la ciudad hay mucha gente que todavía resiste. Frente a él, desde las torres y andamios del Templo del Buen Jesús salen continuas ráfagas y el León de Natuba alcanza a ver las chispas con que los yagunzos encienden la pólvora de los mosquetones, los impactos que desportillan piedras, tejas, maderas, de todo lo que lo rodea. João Abade, a la vez que a advertirles que escaparan, vino sin duda a llevarse a los hombres de la Guardia Católica del Santuario y ahora todos ellos estarán peleando en Santa Inés, o levantando otra barrera, cerrando un poco más ese círculo del que hablaba —«y con tanta razón» — el Consejero. ¿Dónde están los soldados, por dónde va a ver llegar a los soldados? ¿Qué hora del día o de la tarde es? La tierra y el humo, cada vez más espesos, le irritan la garganta y los ojos y respira con dificultad, tosiendo.
—¿Y el Consejero, y el Consejero? —oye decir, casi en su oído—. ¿Cierto que subió al cielo, que se lo llevaron los ángeles?
La cara llena de arrugas de la viejecita tumbada en el suelo tiene un solo diente y las légañas le tapan los ojos. No parece herida sino extenuada.
—Subió —asiente el León de Natuba, con una clara percepción de que eso es lo mejor que puede hacer por ella en ese instante—. Se lo llevaron los ángeles.
—¿También vendrán a llevarse mi alma, León? —susurra la anciana.
El León vuelve a asentir, varias veces. La viejecita le sonríe antes de quedarse quieta y boquiabierta. La fusilería y el chillerío del lado de la caída Iglesia de San Antonio aumentan bruscamente y el León de Natuba tiene la sensación de que una granizada de tiros le roza la cabeza y que muchas balas se incrustan en los costales y barriles del parapeto tras el que se escuda. Permanece aplastado contra la tierra, los ojos cerrados, esperando.
Cuando amengua el ruido, alza la cabeza y espía el amontonamiento de escombros provocado hace dos noches por el derrumbe del campanario de San Antonio. Ahí están los soldados. Le quema el pecho: ahí están, ahí están, moviéndose entre las piedras, disparando al Templo del Buen Jesús, acribillando a la multitud que forcejea en la puerta, y que, en este momento, luego de unos segundos de indecisión, al verlos aparecer y sentirse tiroteada, sale corriendo en estampida a darles el encuentro, las manos alargadas, las caras congestionadas de ira, indignación, deseo de venganza. En segundos, la explanada se convierte en un campo de batalla cuerpo a cuerpo, y en el terral que enturbia todo el León de Natuba ve parejas y grupos forcejeando, rodando, ve sables, bayonetas, facas, machetes, oye rugidos, insultos, Vivas a la República, Mueras a la República, Vivas al Consejero, al Buen Jesús y al Mariscal Floriano. En la turbamulta, además de los viejos y las mujeres, hay ahora yagunzos, gentes de la Guardia Católica que siguen llegando por un costado de la explanada. Le parece reconocer a João Abade y, más allá, en una figura bruñida que avanza con un pistolón en una mano y un machete en la otra, a João Grande o, tal vez, a Pedrão. Los soldados están también en el techo de la desfondada San Antonio. Ahí están, donde estaban los yagunzos, tiroteando la explanada desde las paredes mochas, ahí están sus quepis, uniformes, correajes. Y al fin comprende qué es lo que hace uno de ellos, suspendido casi en el vacío, sobre el tejado trunco de la fachada. Coloca una bandera. Han izado una bandera de la República sobre Belo Monte.