—Sí, sí, León, va a vivir para nosotros, va a vivir todavía mucho tiempo.
Pero sabe que no es así; algo, en sus entrañas, le dice que éstos son los últimos días, acaso horas, del hombre que cambió su vida y la de todos los que están en el Santuario, de todos los que allá afuera mueren, agonizan y pelean en las cuevas y trincheras en que ha quedado convertido Belo Monte. Sabe que es el final. Lo ha sabido desde que supo, simultáneamente, la caída de la Fazenda Velha y el desmayo en el Santuario. El Beatito sabe descifrar los símbolos, interpretar el mensaje secreto de esas coincidencias, accidentes, aparentes casualidades que pasan inadvertidas para los demás; tiene una intuición que le permite reconocer de inmediato, bajo lo inocente y lo trivial, la presencia profunda del más allá. Estaba ese día en la Iglesia de San Antonio, haciendo rezar el rosario a los heridos, enfermeros, parturientas y huérfanos de ese lugar convertido en Casa de Salud desde el comienzo de la guerra, elevando la voz para que la doliente humanidad sangrante, purulenta y a medio morir oyera sus Avemarías y Padrenuestros entre el estrépito de la fusilería y los cañonazos. Y en eso vio entrar, a la vez, a la carrera, saltando sobre los cuerpos hacinados, a un «párvulo» y a Alejandrinha Correa. El niño habló primero:
—Los perros han entrado a la Fazenda Velha, Beatito. Dice João Abade que hay que parar un muro en la esquina de los Mártires, porque los ateos tienen ahora paso libre por ahí.
Y apenas había dado media vuelta el «párvulo» cuando la antigua hacedora de lluvia, en voz más descompuesta que su cara, le susurró al oído otra noticia que él presentía muchísimo más grave: «El Consejero se ha enfermado».
Le tiemblan las piernas, se le seca la boca y se le oprime el pecho, como esa mañana, hace ya ¿seis, siete, diez días? Tuvo que hacer un gran esfuerzo para que los pies le obedecieran y correr tras Alejandrinha Correa. Cuando llegó al Santuario, el Consejero había sido alzado al camastro y había reabierto los ojos y tranquilizado con la mirada a las aterradas beatas y al León de
Natuba. Había ocurrido al incorporarse, después de rezar varias horas, como siempre lo hacía, tumbado con los brazos en cruz. Las beatas, el León de Natuba, la Madre María Quadrado notaron la dificultad con que ponía una rodilla en tierra, ayudándose con una mano, luego con la otra, y que palidecía por el esfuerzo o el dolor al tenerse de pie. Repentinamente volvió al suelo como un costal de huesos. En ese momento —¿hace seis, siete, diez días? — el Beatito tuvo la revelación: ha llegado la hora nona.
¿Por qué era tan egoísta? ¿Cómo podía no alegrarse de que el Consejero descansara, subiera a recibir la recompensa por lo hecho en esta tierra? ¿No tendría más bien, que cantar hosannas? Tendría. Pero no puede, su alma está traspasada. «Quedaremos huérfanos», piensa una vez más. En eso, lo distrae el ruidito que surte del camastro, que escapa de debajo del Consejero. Es un ruidito que no agita el cuerpo del santo, pero ya la Madre María Quadrado y las beatas corren a rodearlo, levantarle el hábito, limpiarlo, recoger humildemente eso que —piensa el Beatito — no es excremento, porque el excremento es sucio e impuro y nada que provenga de él puede serlo. ¿Cómo sería sucia, impura, esa aguadija que mana sin tregua desde hace —seis, siete, diez días — de ese cuerpo lacerado? ¿Acaso ha comido algo el Consejero en estos días para que su organismo tenga impurezas que evacuar? «Es su esencia lo que corre por ahí, es parte de su alma, algo que está dejándonos.» Lo intuyó en el acto, desde el primer momento. Había algo misterioso y sagrado en esos cuescos súbitos, tamizados, prolongados, en esas acometidas que parecían no terminar nunca, acompañadas siempre de la emisión de esa aguadija. Lo adivinó: «Son óbolos, no excremento». Entendió clarísimo que el Padre, o el Divino Espíritu Santo, o el Buen Jesús, o la Señora, o el propio Consejero querían someterlos a una prueba. Con dichosa inspiración se adelantó, estiró la mano entre las beatas, mojó sus dedos en la aguadija y se los llevó a la boca, salmodiando: «¿Es así como quieres que comulgue tu siervo, Padre? ¿No es esto para mí rocío?» Todas las beatas del Coro Sagrado comulgaron también, como él.
¿Por qué lo sometía el Padre a una agonía así? ¿Por qué quería que pasara sus últimos momentos defecando, defecando, aunque fuera maná lo que escurría su cuerpo? El León de Natuba, la Madre María Quadrado y las beatas no lo entienden. El Beatito ha tratado de explicárselo y de prepararlos: «El Padre no quiere que caiga en manos de los perros. Si se lo lleva, es para que no sea humillado. Pero no quiere tampoco que creamos que lo libra de dolor, de penitencia. Por eso lo hace sufrir, antes del premio». El Padre Joaquim le ha dicho que hizo bien en prepararlos; él también teme que la muerte del Consejero los trastorne, les arranque protestas impías, reacciones dañinas para su alma. El Perro acecha y no perdería una oportunidad para hacerse de esas presas.
Se da cuenta de que se ha reanudado el tiroteo —fuerte, nutrido, circular — cuando abren el Santuario. Ahí está Antonio Vilanova. Con él vienen João Abade, Pajeú, João Grande, extenuados, sudorosos, olientes a pólvora, pero con caras radiantes: saben que ha hablado, que está vivo.
—Aquí está Antonio Vilanova, Padre —dice el León de Natuba, empinándose en las patas traseras hasta el Consejero.
El Beatito deja de respirar. Los hombres y mujeres que repletan el aposentó —están tan apretados que ninguno podría alzar los brazos sin golpear al vecino — escrutan suspensos la boca sin labios y sin dientes, la faz que parece máscara mortuoria. ¿Va a hablar, va a hablar? Pese al tiroteo ruidoso, tartamudo, de afuera, el Beatito escucha otra vez el ruidito inconfundible. Ni María Quadrado ni las beatas van a asearlo. Todos siguen inmóviles, inclinados sobre el camastro, esperando. La Superiora del Coro Sagrado acerca su boca a la oreja cubierta por hebras grisáceas y repite:
—Aquí está Antonio Vilanova, padre.
Hay un leve parpadeo en sus ojos y la boca del Consejero se entreabre. Comprende que está haciendo esfuerzos por hablar, que la debilidad y el sufrimiento no le permiten emitir sonido alguno y suplica al Padre que le conceda esa gracia ofreciéndose, a cambio, a recibir cualquier tormento, cuando oye la voz amada, tan débil que todas las cabezas se adelantan para escuchar:
—¿Está ahí, Antonio? ¿Me oyes?
El antiguo comerciante cae de rodillas, coge una de las manos del Consejero y la besa con unción: «Sí, padre, sí, padre». Transpira, abotagado, sofocado, trémulo. Siente envidia de su amigo. ¿Por qué ha sido el llamado? ¿Por qué él y no el Beatito? Se recrimina por ese pensamiento y teme que el Consejero los haga salir para hablar a solas.
—Anda al mundo a dar testimonio, Antonio, y no vuelvas a cruzar el círculo. Aquí me quedo yo con el rebaño. Allá irás tú. Eres hombre del mundo, anda, enseña a sumar a los que olvidaron la enseñanza. Que el Divino te guíe y el Padre te bendiga.
El ex-comerciante se pone a sollozar, con pucheros que se vuelven morisquetas. «Es su testamento», piensa el Beatito. Tiene perfecta conciencia de la solemnidad y trascendencia de este instante. Lo que está viendo y oyendo se recordará por los años y los siglos, entre miles y millones de hombres de todas las lenguas, razas, geografías; se recordará por una inmensa humanidad aún no nacida. La voz destrozada de Vilanova ruega al Consejero que no lo mande partir, mientras besa con desesperación la huesuda mano morena de largas uñas. Debe intervenir, recordarle que en este momento no puede discutir un deseo del Consejero. Se acerca, pone una mano en el hombro de su amigo y la presión afectuosa basta para calmarlo. Vilanova lo mira con los ojos arrasados por el llanto, suplicándole ayuda, aclaración. El Consejero permanece silencioso. ¿Todavía va a oír su voz? Oye, por dos veces consecutivas, el ruidito. Muchas veces se ha preguntado si, cada vez que se produce, el Consejero tiene retortijones, punzadas, estirones, calambres, si el Can le muerde el vientre. Ahora sabe que es así. Le basta advertir esa mínima mueca en la cara macilenta, que acompaña a los cuescos, para saber que éstos vienen con llamas y cuchillos martirizantes.
—Lleva contigo a tu familia, para que no estés solo —susurra el Consejero—. Y llévate a los forasteros amigos del Padre Joaquim. Que cada cual gane la salvación con su esfuerzo. Así como tú, hijo.
Pese a la atención hipnótica con que sigue las palabras del Consejero, el Beatito capta una mueca que contrae la cara de Pajeú: la cicatriz parece hincharse, rajarse, y su boca se abre para preguntar o, acaso, protestar. Es la idea de que se marche de Belo Monte esa mujer con la que quiere casarse.
Maravillado, el Beatito entiende por qué el Consejero, en ese instante supremo, se ha acordado de los forasteros que protege el Padre Joaquim. ¡Para salvar a un apóstol! ¡Para salvar el alma de Pajeú de la caída que podría significarle tal vez esa mujer! ¿O, simplemente, quiere poner a prueba al caboclo? ¿O hacerle ganar indulgencias con el sufrimiento? Pajeú está otra vez inexpresivo, verde oscuro, sereno, quieto, respetuoso, con el sombrero de cuero en la mano, mirando el camastro.
Ahora el Beatito tiene la seguridad de que esa boca no se abrirá más. «Sólo su otra boca habla», piensa. ¿Cuál es el mensaje de ese estómago que se desagua y se desvienta desde hace seis, siete, diez días? Lo angustia pensar que en esos cuescos y en esa aguadija hay un mensaje dirigido a él, que pudiera malinterpretar, no oír. Él sabe que nada es accidental, que la casualidad no existe, que todo tiene un sentido profundo, una raíz cuyas ramificaciones conducen siempre al Padre y que si uno es lo bastante santo puede vislumbrar ese orden milagroso y secreto que Dios ha instaurado en el mundo.
El Consejero está otra vez mudo, como si nunca hubiera hablado. El Padre Joaquim, en una esquina de la cabecera, mueve los labios, rezando en silencio. Los ojos de todos brillan. Nadie se ha movido, pese a que todos intuyen que el santo ha dicho lo que tenía que decir. La hora nona. El Beatito sospechó que se avecinaba desde la muerte del carnerito blanco por una bala perdida, cuando, tenido por Alejandrinha Correa, acompañaba al Consejero de vuelta al Santuario, después de los consejos. Ésa fue una de las últimas veces que el Consejero salió del Santuario. «Ya no se le oía la voz, ya estaba en el huerto de los olivos.» Haciendo un esfuerzo sobrehumano, todavía abandonaba el Santuario cada tarde para trepar los andamios, rezar y dar consejos. Pero su voz era un susurro apenas comprensible para los que estaban a su lado. El propio Beatito, que permanecía dentro de la pared viva de la Guardia Católica, sólo escuchaba palabras sueltas. Cuando la Madre María Quadrado le preguntó si quería que enterraran en el Santuario a ese animalito santificado por sus caricias, el Consejero dijo que no y dispuso que sirviera de alimento a la Guardia Católica.
En ese momento la mano derecha del Consejero se mueve, buscando algo; sus dedos nudosos suben, caen sobre el colchón de paja, se encogen y estiran. ¿Qué busca, qué quiere? El Beatito ve en los ojos de María Quadrado, de João Grande, de Pajeú, de las beatas, su misma ansiedad.
—León, ¿estás ahí?
Siente una puñalada en el pecho. Hubiera dado cualquier cosa porque el Consejero pronunciara su nombre, porque su mano lo buscara a él. El León de Natuba se empina y avanza la gran cabeza greñuda hacia esa mano, para besarla. Pero la mano no le da tiempo, pues apenas siente la proximidad de esa cara, trepa por ella con rapidez y hunde los dedos en las greñas tupidas. Al Beatito las lágrimas le nublan lo que ocurre. Pero no necesita verlo, sabe que el Consejero está rascando, espulgando, acariciando con sus últimas tuerzas, como lo ha visto hacer a lo largo de los años, la cabeza del León de Natuba.
La furia del estruendo que remece el Santuario, lo obliga a cerrar los ojos, a encogerse, a alzar las manos ante lo que parece una avalancha de piedras. Ciego, oye el ruido, los gritos, las carreras, se pregunta si ha muerto y si es su alma la que tiembla. Por fin, oye a João Abade: «Cayó el campanario de San Antonio». Abre los ojos. El Santuario se ha llenado de polvo y todos han cambiado de lugar. Se abre camino hacia al camastro, sabiendo lo que le espera. Divisa entre la polvareda la mano quieta sobre la cabeza del León de Natuba, arrodillado en la misma postura. Y ve al Padre Joaquim, con la oreja pegada al pecho flaco. Luego de un momento, el párroco se incorpora, desencajado:
—Ha rendido su alma a Dios —balbucea y la frase es para los presentes más estruendosa que el estrépito de afuera.
Nadie Hora a gritos, nadie cae de rodillas. Quedan convertidos en piedras. Evitan mirarse unos a otros, como si, al encontrarse, sus ojos fueran a revelar suciedades recíprocas, a rebasar por ellos, en ese momento supremo, vergüenzas íntimas. Llueve polvo del techo, de las paredes, y los oídos del Beatito, como los de otra persona, siguen oyendo, afuera, cerca y lejísimos, alaridos, llantos, carreras, chirridos, desprendimientos, y los rugidos con que los soldados de las trincheras de las que eran las calles de San Pedro y San Cipriano y el viejo cementerio, celebran la caída de la torrecilla de la Iglesia a la que tanto han cañoneado. Y la mente del Beatito, como si fuera de otro, imagina a las decenas de hombres de la Guardia Católica que han caído con el campanario, y las decenas de heridos, enfermos, inválidos, parturientas, recién nacidos y viejos centenarios que estarán en estos momentos apachurrados, quebrados, triturados, bajo los adobes, las piedras y las vigas, muertos, ya salvados, ya cuerpos gloriosos subiendo la dorada escalera de los mártires hacia el trono del Padre, o, acaso, aún agonizando en medio de espantosos dolores entre escombros humeantes. Pero, en realidad, el Beatito no oye ni ve ni piensa: el mundo se ha vaciado, él ha quedado sin carne, sin huesos, es una pluma flotando desamparada en los remolinos de un precipicio. Ve, como si fueran los ojos de otro los que vieran, que el Padre Joaquim coge la mano del Consejero de las crenchas del León de Natuba y la deposita junto a la otra, sobre el cuerpo. Entonces, el Beatito se pone a hablar, con la entonación grave, honda, con que salmodia en la Iglesia y en las procesiones:
—Lo llevaremos al Templo que mandó construir y lo velaremos tres días y tres noches, para que todos los hombres y mujeres puedan adorarlo. Y lo llevaremos en procesión por todas las casas y calles de Belo Monte para que por última vez su cuerpo purifique a la ciudad de la ignominia del Can. Y lo enterraremos bajo el Altar Mayor del Templo del Buen Jesús y plantaremos sobre su sepultura la cruz de madera que él hizo con sus manos en el desierto.