—No podemos estirar el frente sin los refuerzos —se queja el Mayor Carreño—. ¿Por qué nos abandonan así, Excelencia?
El General Osear se encoge de hombros. Desde el día de la emboscada, al llegar a Canudos, al ver la mortandad que sufrían sus hombres, ha mandado súplicas urgentes, fundamentadas, incluso exagerando la gravedad de la situación. ¿Por qué no envía refuerzos la superioridad?
—Si en vez de tres mil, hubiéramos sido cinco mil, Canudos estaría en nuestro poder —piensa en voz alta un oficial.
El General los obliga a cambiar de tema, comunicándoles que va a revisar el frente y el nuevo Hospital de Sangre instalado esa mañana junto a las barrancas del Vassa Barris, una vez que fueron desalojados de allí los yagunzos. Antes de abandonar la casa del Fogueteiro, bebe una taza de café, oyendo las campanas y Avemarías de los fanáticos tan cerca que le parece mentira.
A sus cincuenta y tres años es un hombre de gran energía, que raramente se fatiga. Ha seguido los pormenores del asalto, con sus prismáticos, desde las cinco de la mañana, en que los cuerpos comenzaron a abandonar la Favela, y ha marchado con ellos, inmediatamente detrás de los batallones de vanguardia, sin descansar y sin probar bocado, contentándose con tragos de su cantimplora. A comienzos de la tarde, una bala perdida hirió a un soldado que estaba al lado suyo. Sale de la cabaña. Es de noche; no hay una estrella. El rumor de los rezos lo invade todo, como un hechizo, y apaga los últimos tiros. Da instrucciones de que no se enciendan fogatas en la trinchera, pero, pese a ello, en el lento, intrincado recorrido que hace escoltado por cuatro oficiales, en muchos puntos de la serpenteante, jeroglífica, abrupta barricada levantada por las tropas con escombros, tierra, piedras, latas y toda clase de útiles y artefactos, detrás de la cual se alinean, sentados de espaldas contra los ladrillos, durmiendo unos contra otros, algunos con ánimos todavía para cantar o para adelantar la cabeza sobre la muralla e insultar a los bandidos —que deben estar escuchando, agazapados detrás de su propia barrera, a cinco metros de distancia en algunos sectores, en otros a diez, en otros prácticamente tocándose—, el General Osear encuentra braseros donde grupos de soldados hierven una sopa con residuos de viandas, recalientan pedazos de carne salada o dan calor a los heridos que tiemblan por la fiebre y que no han podido ser conducidos hasta el Hospital de Sangre por su estado calamitoso.
Cambia palabras con los jefes de compañía, de batallones. Están agotados, en todos descubre la misma desolación, mezclada de pasmo, que él también siente por las cosas incomprensibles de esta maldita guerra. Mientras felicita a un joven alférez por su comportamiento heroico en el asalto, se repite algo que se ha dicho muchas veces: «Maldita la hora en que acepté este Comando».
Mientras estaba en Queimadas, lidiando con los endemoniados problemas de falta de transportes, de animales de tiro, de carros para los víveres, que lo tendrían atascado allí tres meses de aburrimiento mortal, el General Osear se enteró que, antes de que el Ejército y la Presidencia de la República le ofrecieran el mando de la Expedición, tres generales en activo habían rehusado aceptarlo. Ahora entiende por qué le habían hecho lo que él, en su ingenuidad, creyó una distinción, un regalo para cerrar con broche de oro su carrera. Mientras estrecha manos y cambia impresiones con oficiales y soldados cuyas caras le oculta la noche, piensa en lo imbécil que ha sido creyendo que la superioridad quiso premiarlo sacándolo de su jefatura militar del Piauí donde ha transcurrido, tan sosegadamente, su servicio de cerca de veinte años para permitirle, antes del retiro, dirigir un glorioso hecho de armas: aplastar la rebelión monárquico-restauradora del interior bahiano. No, no ha sido para desagraviarlo por tantas postergaciones y reconocer al fin sus méritos —como él dijo a su esposa al anunciarle la nueva — sino porque los otros jefes del Ejército no querían embarrarse en semejante lodazal, que le encomendaron esta jefatura. Un presente griego. ¡Claro que los tres generales tenían razón! ¿Acaso había sido preparado él, un militar profesional, para esta guerra grotesca, absurda, totalmente al margen de las reglas y convenciones de la verdadera guerra?
En un extremo de la muralla están carneando una res. El General Osear se sienta a comer unos bocados de carne fría en un corro de oficiales. Charla con ellos sobre las campanas de Canudos y esas oraciones que acaban de cesar. Las rarezas de esta guerra: esos rezos, esas procesiones, esos tañidos, esas iglesias que los bandidos defienden con tanto encarnizamiento. Otra vez es presa del malestar. Le incomoda que esos caníbales degenerados sean, pese a todo, brasileños, es decir, en un sentido esencial, semejante a ellos. Pero lo que más le fastidia —a él, creyente devoto, cumplidor riguroso de los preceptos de la Iglesia, una de cuyas sospechas es que no ha sido más promocionado en su carrera por haberse negado obstinadamente a ser masón — es que los bandidos mientan que son católicos. Esas manifestaciones de fe —los rosarios, las procesiones, los vivas al Buen Jesús — lo confunden y apenan, a pesar de que el Padre Lizzardo, en todas las misas de campaña, truena contra los impíos, acusándolos de perjuros, heréticos y profanadores de la fe. Aun así, el General Osear no puede librarse del malestar, ante ese enemigo que ha convertido esta guerra en algo tan diferente de lo que esperaba, en una especie de contienda religiosa. Pero que lo turbe no significa que deje de odiarlo, a ese adversario anormal, impredecible, que, además, lo ha humillado, no deshaciéndose al primer choque, como estaba convencido que ocurriría al aceptar esta misión.
A ese enemigo lo odia todavía más, en el curso de la noche, cuando luego de recorrer la barricada cruza el descampado hacia el Hospital de Sangre del Vassa Barris. A medio camino se hallan los cañones Krupp 7,5 que han acompañado el asalto, bombardeando sin descanso esas torres desde las que el enemigo causa tanto daño a la tropa. El General Osear charla un momento con los artilleros, que, pese a lo avanzado de la hora, cavan un parapeto con picas, reforzando el emplazamiento.
La visita al Hospital de Sangre, a orillas del cauce seco, lo abruma; debe luchar para que los médicos, enfermeros, agonizantes, no lo adviertan. Agradece que esto suceda en la semioscuridad, pues las linternas y fogatas revelan apenas una insignificante parte del espectáculo que tiene lugar a sus pies. Los heridos están más desamparados que en la Favela, sobre la arcilla y el cascajo, agrupados como han ido llegando y los médicos le explican que, para colmo de males, toda la tarde y parte de la noche un ventarrón ha aventado contra esas heridas abiertas, que no hay con qué vendar ni desinfectar ni suturar, nubarrones de tierra rojiza. Por todas partes escucha alaridos, gemidos, llantos, desvarío de fiebre. La pestilencia es asfixiante y el Capitán Coriolano, que lo acompaña, tiene de pronto una arcada. Lo oye deshacerse en excusas. Cada cierto trecho, se detiene a decir palabras afectuosas, a palmear, estrechar la mano de un herido. Los felicita por su coraje, les agradece su sacrificio en nombre de la República. Pero queda mudo cuando hacen un alto frente a los cadáveres de los Coroneles Carlos Telles y Serra Martins, que serán enterrados mañana. El primero ha muerto de un tiro en el pecho, al comenzar el ataque, cruzando el río. El segundo al atardecer, asaltando a la cabeza de sus hombres la barrera de los yagunzos, en un combate cuerpo a cuerpo. Le informan que su cadáver cosido a heridas de puñal, lanza y machete, está castrado, desorejado y desnarigado. En momentos como éste, cuando oye que un destacado y bravo militar es vejado de ese modo, el General Osear se dice que es justa la política de degollar a todos los Sebastianistas que caen prisioneros. La justificación de esa política, para su conciencia, es de dos órdenes: se trata de bandidos, no de soldados, a los que el honor mandaría respetar; y, de otro lado, la escasez de víveres no deja alternativa, pues sería más cruel matarlos de hambre y absurdo privar de raciones a los patriotas para alimentar a monstruos capaces de hacer lo que han hecho con ese jefe.
Cuando está terminando el recorrido, se detiene ante un pobre soldado al que dos enfermeros sujetan mientras le amputan un pie. El cirujano, acuclillado, serrucha, y el General lo oye pedir que le limpien el sudor de los ojos. No debe ver mucho, de todos modos, pues otra vez hay viento y la fogata bailotea. Cuando el cirujano se incorpora reconoce al joven paulista Teotónio Leal Cavalcanti. Cambian un saludo. Cuando el General Osear emprende el regreso, la cara flaca y atormentada del estudiante, cuya abnegación encomian sus colegas y pacientes, lo acompaña. Hace unos días ese joven a quien no conocía se le presentó a decirle: «He matado a mi mejor amigo y quiero ser castigado». Asistía a la entrevista su adjunto, el Teniente Pinto Souza, y al enterarse de quién es el oficial al que Teotónio, por compasión, ha disparado un balazo en la sien, se puso lívido. La escena hizo vibrar al General. Teotónio Leal Cavalcanti, con la voz rota, explicó la condición del Teniente Pires Ferreira —ciego, sin manos, destrozado en el cuerpo y en el alma—, sus súplicas para que pusiera fin a su sufrimiento y los remordimientos que lo acosan por haberlo hecho. El General Osear le ha ordenado guardar absoluta reserva y continuar en sus funciones como si nada hubiera sucedido. Una vez que acaben las operaciones, decidirá sobre su caso.
En casa del Fogueteiro, ya en la hamaca, recibe un informe del Teniente Pinto Souza, que acaba de regresar de la Favela. La Séptima Brigada estará aquí a primera hora, para reforzar la «línea negra».
Duerme cinco horas, y a la mañana siguiente se siente repuesto, lleno de ánimos, mientras toma su café y un puñado de esas galletas de maicena que son el tesoro de su despensa. Reina un extraño silencio en todo el frente. Los batallones de la Séptima Brigada están por llegar y, para cubrir su cruce del descampado, el General ordena que los Krupp bombardeen las torres. Desde los primeros días, ha pedido a la superioridad que, junto con los refuerzos, le manden esas granadas especiales, de setenta milímetros, con puntas de acero; que se fabricaron en la Casa de la Moneda de Río, para perforar los cascos de los barcos rebelados el 6 de septiembre. ¿Por qué no le hacen caso? Ha explicado a la jefatura que los
shrapnel
y obuses de gasolina no bastan para destruir esas malditas torres de roca viva. ¿Por qué se hacen los sordos?
El día transcurre en calma, con tiroteos ralos, y al General Osear se le pasa dedicado a distribuir a los hombres frescos de la Séptima Brigada a lo largo de la «línea negra». En una reunión con su Estado Mayor se descarta terminantemente otro asalto, mientras no lleguen los refuerzos. Se mantendrá una guerra de posiciones, tratando de avanzar gradualmente por el flanco derecho —el más débil de Canudos, a simple vista—, en ataques parciales, sin exponer a toda la tropa. Se decide, también, que parta una expedición a Monte Santo llevándose a los heridos en condiciones de soportar el viaje.
A mediodía, cuando están enterrando a los Coroneles de Silva Telles y Serra Martins, junto al río, en una sola tumba con dos crucecillas de madera, le dan al General una mala noticia: acaba de ser herido en la cadera, por una bala perdida, el Coronel Neri, mientras hacía una necesidad biológica en una encrucijada de la «línea negra».
Esa noche lo despierta un fuerte tiroteo. Los yagunzos atacan los dos cañones Krupp 7,5 del descampado y el Batallón 32 de Infantería vuela a reforzar a los artilleros. Los yagunzos cruzaron la «línea negra» en la oscuridad, en
las barbas de los centinelas. El combate es reñido, de dos horas, y la mortandad grande: perecen siete soldados y hay quince heridos, entre ellos un alférez. Pero los yagunzos tienen cincuenta muertos y diecisiete prisioneros. El General va a verlos.
Es el alba, una irisación azulada pespunta los cerros. El viento es tan frío que el General Osear se cubre con una manta mientras recorre el descampado a trancos. Los Krupp, felizmente, están intactos. Pero la violencia de la lucha y los compañeros muertos y heridos han exasperado de tal modo a los artilleros e infantes que el General Osear encuentra a los prisioneros medio muertos de los golpes que han recibido. Son muy jóvenes, algunos niños, y hay entre ellos dos mujeres, todos esqueléticos. El General Osear confirma lo que confiesan todos los prisioneros: la gran escasez de alimentos entre los bandidos. Le explican que eran las mujeres y los jóvenes quienes disparaban, pues los yagunzos se dedicaron a tratar de destruir los cañones con picas, mazas, garrotes, martillos, o en atorarlos con arena. Buen síntoma: es la segunda vez que lo intentan, los Krupp 7,5 les están haciendo daño. Las mujeres, igual que los niños, tienen trapos azules. Los oficiales presentes están asqueados de esos extremos de barbarie: que envíen niños y mujeres les parece el colmo de la abyección humana, un escarnio del arte y la moral de la guerra. Cuando se retira, el General Osear oye que los prisioneros, al darse cuenta que los van a ejecutar, vitorearon al Buen Jesús. Sí, los tres generales que rehusaron venir sabían lo que hacían; adivinaban que esto de guerrear contra niños y mujeres que matan y a los que por tanto hay que matar, y que mueren dando vivas a Jesús, es algo que no puede producir alegría a ningún soldado. Tiene la boca amarga, como si hubiera masticado tabaco.
Ese día transcurre en la «línea negra» sin novedad, dentro de lo que —piensa el jefe de la Expedición — será la rutina hasta que lleguen los refuerzos: tiroteos esporádicos de una parte a otra de las dos barricadas que se desafían, ceñudas y enrevesadas; torneos de insultos que sobrevuelan las barreras sin que los insultados se vean las caras, y el cañoneo contra las Iglesias y el Santuario, ahora breve debido a la escasez de municiones. Se hallan prácticamente sin nada que comer; quedan apenas diez reses en el corral habilitado detrás de la Favela y unos cuantos sacos de café y de grano. Reduce a la mitad las raciones de la tropa, que ya eran exiguas.
Pero esa tarde el General Osear recibe una noticia sorprendente: una familia de yagunzos, de catorce personas, se presenta espontáneamente como prisionera en el campamento de la Favela. Es la primera vez que ocurre algo así, desde el comienzo de la campaña. La noticia le levanta el ánimo de manera extraordinaria. La desmoralización y la hambruna deben estar socavando a los caníbales. En la Favela, él mismo interroga a los yagunzos. Son tres viejecillos en ruinas, una pareja adulta y niños raquíticos de vientres hinchados. Son de Ipueiras y según ellos —que responden a sus preguntas con los dientes rechinándoles de miedo — se hallan en Canudos sólo desde hace mes y medio; se refugiaron allí, no por devoción al Consejero, sino por temor al saber que se aproximaba un gran Ejército. Han huido haciendo creer a los bandidos que iban a cavar trincheras a la salida a Cocorobó, lo que en efecto han hecho hasta la víspera, en que, aprovechando un descuido de Pedrão, escaparon. Les ha tomado un día el rodeo hasta la Favela. Dan al General Osear todos los informes sobre la situación del cubil y presentan un cuadro tétrico de lo que ocurre allí, peor aún de lo que éste suponía —hambruna, heridos y muertos por doquier, pánico generalizado — y aseguran que la gente se rendiría si no fuera por los cangaceiros como João Grande, João Abade, Pajeú y Pedrão, que han jurado matar a toda la parentela del que deserte. Sin embargo, el General no les cree al pie de la letra lo que dicen: están tan visiblemente aterrorizados que dirían cualquier embuste para despertar su simpatía. Ordena que los encierren en el corral del ganado. La vida de todos los que, siguiendo el ejemplo de éstos, se rindan, será preservada. Sus oficiales se muestran también optimistas; algunos pronostican que el cubil caerá por descomposición interna, antes de que lleguen los refuerzos.