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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La guerra del fin del mundo (38 page)

—Míralos, míralos —dijo con fiebre, con indignación—. Mira a las mujeres. Eran jóvenes, fuertes, bonitas. ¿Quién las volvió así? ¿Dios? Los canallas, los malvados, los ricos, los sanos, los egoístas, los poderosos.

Tenía una expresión exaltada, enfervorecida y, soltando a Jurema, avanzó hasta el centro del círculo, sin darse cuenta que el Enano había empezado a contar la singular historia de la Princesa Magalona, hija del Rey de Napóles. Los espectadores vieron que el hombre de pelusa y barba rojiza, pantalones rotosos y cicatriz en el cuello, se ponía a accionar:

—No perdáis el valor, hermanos, no sucumbáis a la desesperación. No estáis pudriéndolos en vida porque lo haya decidido un fantasma escondido tras las nubes, sino porque la sociedad está mal hecha. Estáis así porque no coméis, porque no tenéis médicos ni medicinas, porque nadie se ocupa de vosotros, porque sois pobres. Vuestro mal se llama injusticia, abuso, explotación. No os resignéis, hermanos. Desde el fondo de vuestra desgracia, rebelaos, como vuestros hermanos de Canudos. Ocupad las tierras, las casas, apoderaos de los bienes de aquellos que se apoderaron de vuestra juventud, que os robaron vuestra salud, vuestra humanidad...

La Barbuda no lo dejó continuar. Congestionada de ira lo remeció, increpándolo:

—¡Estúpido! ¡Estúpido! ¡Nadie te entiende! ¡Los estás poniendo tristes, los estás aburriendo, no nos darán de comer! ¡Tócales las cabezas, diles el futuro, algo que los alegre!

El Beatito, los ojos todavía cerrados, oyó cantar el gallo y pensó: «Alabado sea el Buen Jesús». Sin moverse, rezó y pidió al Padre fuerzas para la jornada. Su cuerpo menudo soportaba mal la intensa actividad; en los últimos días, con el aumento de peregrinos, a ratos tenía vértigos. En las noches, cuando se echaba sobre el jergón, detrás del altar de la capilla de San Antonio, el dolor en los huesos y músculos le impedía descansar; permanecía a veces horas, con los dientes apretados, antes de que el sueño lo librara de ese suplicio secreto. Porque el Beatito, aunque débil, tenía un espíritu lo bastante fuerte para que nadie notara las flaquezas de su carne, en esa ciudad en la que ejercía las funciones espirituales más altas, después del Consejero.

Abrió los ojos. El gallo había vuelto a cantar y la madrugada apuntaba por el tragaluz. Dormía con la túnica que María Quadrado y las beatas del Coro habían zurcido innumerables veces. Se calzó las alpargatas, besó el escapulario y el detente que llevaba en el pecho y se acomodó en la cintura el oxidado cilicio que le había cedido el Consejero cuando era todavía un niño, allá en Pombal. Enrolló el jergón y fue a despertar al llavero y mayordomo, que dormía a la entrada de la Iglesia. Era un viejo de Chorrochó; al abrir los ojos, murmuró: «Alabado sea Nuestro Señor Jesucristo». «Alabado sea», repuso el Beatito. Le alcanzó el látigo con el que cada mañana ofrecía sacrificio de dolor al Padre. El anciano cogió el látigo —el Beatito se había arrodillado — y le dio diez azotes, en la espalda y las nalgas, con toda la fuerza de sus brazos. Los recibió sin un quejido. Luego, volvieron a persignarse. Así iniciaban las tareas del día.

Mientras el llavero iba a asear el altar, el Beatito fue a la puerta y, al acercarse, sintió a los romeros llegados a Belo Monte por la noche, que los hombres de la Guardia Católica tendrían vigilados esperando que él decidiera si podían permanecer o eran indignos. El miedo a equivocarse, rechazando a un buen cristiano o admitiendo a alguien cuya presencia ocasionara daño al Consejero, laceraba su corazón, era algo por lo que pedía ayuda con más angustia al Padre. Abrió la puerta y oyó un rumor y vio a las decenas de seres que acampaban frente al portón. Había entre ellos miembros de la Guardia Católica, con brazaletes o pañuelos azules y carabinas, que corearon: «Alabado sea el Buen Jesús». «Alabado sea», murmuró el Beatito. Los romeros se persignaban, los que no eran tullidos o enfermos se ponían de pie. En sus ojos había hambre y felicidad. El Beatito calculó lo menos cincuenta.

—Bienvenidos a Belo Monte, tierra del Padre y del Buen Jesús —salmodió—. Dos cosas pide el Consejero a los que vienen, escuchando el llamado: fe y verdad. Nadie que sea incrédulo o que mienta se aposentará en esta tierra del Señor.

Dijo a la Guardia Católica que comenzara a hacerlos pasar. Antes, conversaba con cada peregrino a solas; ahora tenía que hacerlo por grupos. El Consejero no quería que nadie lo ayudara; «Tú eres la puerta, Beatito», respondía, cada vez que él le rogaba compartir esta función.

Entraron un ciego, su hija y su marido y dos hijos de éstos. Venían de Querará y el viaje les había tomado un mes. En el trayecto murió la madre del marido y dos hijos mellizos de la pareja. ¿Los enterraron cristianamente? Sí, en cajones y con responso. Mientras el anciano de párpados pegados le refería el viaje, el Beatito los observó. Se dijo que eran una familia unida, donde se respetaba a los mayores, pues los cuatro escuchaban al ciego sin interrumpirlo, asintiendo en apoyo de lo que decía. Las cinco caras mostraban esa mezcla de fatiga que daban el hambre y el sufrimiento físico y de regocijo del alma que invadía a los peregrinos al pisar Belo Monte. Sintiendo el roce del ángel, el Beatito decidió que eran bienvenidos. Todavía preguntó si ninguno había servido al Anticristo. Luego de tomarles juramento de no ser republicanos, ni aceptar la expulsión del Emperador, ni la separación de la Iglesia y el Estado, ni el matrimonio civil, ni los nuevos pesos y medidas ni las preguntas del censo, los abrazó y envió con alguien de la Guardia Católica donde Antonio Vilanova. En la puerta, la mujer murmuró algo al oído del ciego. Éste, temeroso, preguntó cuándo verían al Buen Jesús Consejero. Había tanta ansiedad en la familia mientras esperaba su respuesta, que el Beatito pensó: «Son elegidos». Lo verían esta tarde, en el Templo; lo oirían dar consejos y decirles que el Padre estaba dichoso de recibirlos en el rebaño. Los vio partir, aturdidos de gozo. Era purificadora la presencia de la gracia en este mundo condenado a la perdición. Esos vecinos —el Beatito lo sabía — habían olvidado ya sus tres muertos y las penalidades y sentían que la vida valía la pena de ser vivida. Ahora Antonio Vilanova los apuntaría en sus libros, mandaría al ciego a una Casa de Salud, a la mujer a ayudar a las Sardelinhas y al marido y a los chiquillos a trabajar como aguateros.

Mientras escuchaba a otra pareja —la mujer tenía un bulto en las manos—, el Beatito pensó en Antonio Vilanova. Era un hombre de fe, un elegido, una oveja del Padre. Él y su hermano eran gente instruida, habían tenido negocios, ganado, dinero; hubieran podido dedicar su vida a atesorar y a tener casas, tierras, sirvientes. Pero habían preferido compartir con sus hermanos-humildes la servidumbre de Dios. ¿No era merced del Padre tener aquí a alguien como Antonio Vilanova, cuya sabiduría solucionaba tantos problemas? Acababa, por ejemplo, de organizar el reparto del agua. Se recogía del Vassa Barris y de las aguadas de la Fazenda Velha y se distribuía gratuitamente. Los aguateros eran peregrinos recién llegados; así, iban siendo conocidos, se sentían útiles al Consejero y al Buen Jesús y las gentes les daban de comer.

El Beatito comprendió, por la jerigonza del hombre, que el bulto era una niña recién nacida, muerta la víspera, cuando bajaban la Sierra de Cañabrava. Levantó el pedazo de tela y observó: el cadáver estaba rígido, color del pergamino. Explicó a la mujer que era favor del cielo que su hija hubiese muerto en el único pedazo de tierra que permanecía a salvo del Demonio. No la habían bautizado y lo hizo, llamándola María Eufrasia y rogando al Padre que se llevara esa almita a Su gloria. Tomó juramento a la pareja y los mandó donde los Vilanova, para que su hija fuera enterrada. Por la escasez de madera, los entierros se habían convertido en un problema de Belo Monte. Lo recorrió un escalofrío. Era lo que más temía: su cuerpo sepultado en una fosa, sin nada que lo cubriera.

Mientras entrevistaba a nuevos romeros, entraron unas beatas del Coro Sagrado a arreglar la capilla y Alejandrinha Correa le trajo una ollita de barro con un recado de María Quadrado: «Para que lo comas tú solo». Porque la Madre de los Hombres sabía que regalaba sus raciones a los hambrientos. A la vez que escuchaba a los peregrinos, el Beatito agradeció a Dios haberle dado suficiente fortaleza de alma para no sufrir hambre ni sed. Unos sorbos, un bocado le bastaban; ni siquiera durante la peregrinación por el desierto había padecido como otros hermanos los tormentos de la falta de comida. Por eso, sólo el Consejero había ofrecido más ayunos que él al Buen Jesús. Alejandrinha Correa le dijo también que João Abade, João Grande y Antonio Vilanova lo esperaban en el Santuario.

Estuvo todavía cerca de dos horas recibiendo peregrinos y sólo prohibió quedarse a un comerciante en granos de Pedrinhas, que había sido recaudador de impuestos. A los ex soldados, pisteros y proveedores del Ejército, el Beatito no los rechazaba. Pero los cobradores de impuestos debían marcharse y no volver, bajo amenaza de muerte. Habían esquilmado al pobre, le habían rematado sus cosechas, robado sus animales, eran implacables en su codicia: podían ser el gusanito que corrompe la fruta. El Beatito explicó al hombre de Pedrinhas que, para obtener la misericordia del cielo, debía luchar contra el Can, lejos, por su cuenta y riesgo. Luego de decir a los romeros del descampado que lo esperaran, se dirigió al Santuario. Era media mañana, el sol hacía reverberar las piedras. Muchas personas intentaron detenerlo, pero él les explicó con gestos que tenía prisa. Iba escoltado por gente de la Guardia Católica. Al principio, había rechazado la escolta, pero ahora comprendía que era indispensable. Sin esos hermanos, cruzar los pocos metros entre la capilla y el Santuario le tomaría horas, por la gente que lo acosaba con pedidos y consultas. Iba pensando que entre los peregrinos de esa mañana había algunos venidos de Alagoas y Ceará. ¿No era extraordinario? La muchedumbre aglomerada alrededor del Santuario era tan compacta —gentes de toda edad estirando las cabezas hacia la puertecita de madera donde, en algún momento del día, asomaría el Consejero — que él y los cuatro de la Guardia Católica quedaron atollados. Agitaron entonces sus trapos azules y sus compañeros que cuidaban el Santuario abrieron una valla para el Beatito. Mientras, inclinado, avanzaba por el callejón de cuerpos, éste se dijo que sin la Guardia Católica el caos habría hecho presa de Belo Monte: ésa hubiera sido la puerta para que el Perro entrara.

«Alabado sea Nuestro Señor Jesucristo», dijo y oyó: «Alabado sea». Percibió la paz que instalaba a su alrededor el Consejero. Incluso el ruido de la calle era aquí música.

—Me avergüenzo de haberme hecho esperar, padre —musitó—. Llegan cada vez más peregrinos y no alcanzo a hablar con ellos ni a recordar sus caras.

—Todos tienen derecho a salvarse —dijo el Consejero—. Alégrate por ellos.

—Mi corazón goza viendo que cada día son más —dijo el Beatito—. Mi cólera es contra mí, porque no llego a conocerlos bien.

Se sentó en él suelo, entre João Abade y João Grande, que tenían sus carabinas sobre las rodillas. Estaban allí también, además de Antonio Vilanová, su hermano Honorio, que parecía recién llegado de viaje por el terral que lo cubría. María Quadrado le alcanzó un vaso de agua y él bebió, paladeando. El Consejero, sentado en su camastro, permanecía erecto, envuelto en su túnica morada, y a sus pies el León de Natuba, el lápiz y el cuaderno en las manos, con su gran cabeza apoyada en las rodillas del santo; una mano de éste se hundía en los pelos retintos e intrincados. Mudas e inmóviles, las beatas estaban acuclilladas contra la pared y el carnerito blanco dormía. «Es el Consejero, el Maestro, el Pimpollo, el Amado», pensó el Beatito con unción. «Somos sus hijos. No éramos nada y él nos convirtió en apóstoles. » Sintió una oleada de felicidad: otro roce del ángel.

Comprendió que había una diferencia de opiniones entre João Abade y Antonio Vilanova. Éste decía que era opuesto a que se quemara Calumbí, como quería aquél, que Belo Monte y no el Maligno sería el perjudicado si la hacienda del Barón de Cañabrava desaparecía, pues era su mejor fuente de abastecimientos. Se expresaba como si temiera herir a alguien o decir algo gravísimo, en voz tan tenue que había que esforzar los oídos. Qué indiscutiblemente sobrenatural era el aura del Consejero para que un hombre como Antonio Vilanova se turbara así en su delante, pensó el Beatito. En la vida diaria, el comerciante era una fuerza de la naturaleza, cuya energía apabullaba y cuyas opiniones eran vertidas con una convicción contagiosa. Y ese vozarrón estentóreo, ese trabajador incansable, ese surtidor de ideas, ante el Consejero se volvía un párvulo. «Pero no está sufriendo —pensó—, sino sintiendo el bálsamo. » Se lo había dicho él mismo, muchas veces, antes, cuando daban paseos conversando, después de los consejos. Antonio quería saber todo sobre el Consejero, la historia de sus peregrinaciones, las enseñanzas ya sembradas, y el Beatito lo instruía. Pensó con nostalgia en esos primeros tiempos de Belo Monte, en la disponibilidad perdida. Se podía meditar, rezar, conversar. Él y el comerciante charlaban a diario, caminando de un extremo a otro del lugar, entonces pequeño y despoblado. Antonio Vilanova le abrió su corazón, revelándole cómo había cambiado su vida el Consejero. «Yo vivía agitado, con los nervios a punto de romperse y la sensación de que mi cabeza iba a estallar. Ahora, basta saber que está cerca para sentir una serenidad que nunca tuve. Es un bálsamo, Beatito. » Ya no podían conversar, esclavizados cada uno por sus respectivas obligaciones. Que se hiciera la voluntad del Padre.

Había estado tan abstraído en sus recuerdos que no notó en qué momento calló Antonio Vilanova. Ahora, João Abade le respondía. Las noticias eran terminantes y las había confirmado Pajeú: el Barón de Cañabrava servía al Anticristo, ordenaba a los hacendados que dieran capangas, víveres, pisteros, caballos y mulas al Ejército y Calumbí se estaba convirtiendo en campamento para uniformados. Esa hacienda era la más rica, la más grande, la de mejores depósitos y podía aprovisionar diez Ejércitos. Había que arrasarla, no dejar nada que sirviera a los perros o sería mucho más difícil defender Belo Monte cuando llegaran. Quedó con la vista fija en los labios del Consejero, como Antonio Vilanova. No había más que discutir: el santo sabría si Calumbí se salvaba o ardía. Pese a sus diferencias —el Beatito los había visto discrepar muchas veces — su hermandad no sufriría mella. Pero antes de que el Consejero abriera la boca, tocaron a la puerta del Santuario. Eran hombres armados, venían de Cumbe. João Abade fue a averiguar qué noticias traían.

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