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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La guerra del fin del mundo (34 page)

BOOK: La guerra del fin del mundo
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Un domingo más tarde, la Guardia Católica recorrió en procesión las calles de Canudos, entre una doble valla de gentes que los aplaudían y los envidiaban. La procesión comenzó al mediodía y, como en las grandes celebraciones, se pasearon en ella las imágenes de la Iglesia de San Antonio y del Templo en construcción, los vecinos sacaron las que tenían en sus casas, se reventaron cohetes y el aire se llenó de incienso y rezos. Al anochecer, en el Templo del Buen Jesús, todavía sin techar, bajo un cielo saturado de estrellas tempraneras que parecían haber salido para atisbar el regocijo, los miembros de la Guardia Católica repitieron en coro el juramento del Beatito.

Y a la madrugada siguiente llegaba hasta João Abade un mensajero de Pajeú, a informarle que el Ejército del Can tenía mil doscientos hombres, varios cañones y que al Coronel que lo mandaba le decían Cortapescuezos.

Con gestos rápidos, precisos, Rufino termina los preparativos de un nuevo viaje, más incierto que los anteriores. Se ha cambiado el pantalón y la camisa con los que fue a ver al Barón, a la hacienda de Pedra Vermelha, por otros idénticos, y tiene consigo un machete, una carabina, dos facas y una alforja. Echa una ojeada a la cabaña, las escudillas, la hamaca, las bancas, la imagen de Nuestra Señora de Lapa. Tiene la cara desencajada y pestañea sin tregua. Pero su rostro anguloso recupera después de un momento la expresión inescrutable. Con movimientos exactos, hace unos preparativos. Cuando acaba, enciende con el mechero los objetos que ha dispuesto en distintos lugares. La cabaña empieza a llamear. Sin apresurarse, va hacia la puerta, llevándose únicamente las armas y la alforja. Afuera, se acuclilla junto al corral vacío y desde allí contempla cómo un viento suave atiza las llamas que devoran su hogar. La humareda llega hasta él y lo hace toser. Se pone de pie. Se coloca la carabina en bandolera, envaina el machete en la cintura, junto a las facas, y se cuelga la alforja del hombro. Da media vuelta y se aleja, sabiendo que nunca volverá a Queimadas. Al pasar por la estación ni siquiera advierte que están colgando banderolas y carteles de bienvenida al Séptimo Regimiento y al Coronel Moreira César.

Cinco días después, al atardecer, su silueta enjuta, flexible, polvorienta, entra a Ipupiará. Ha hecho un rodeo para devolver la faca que se prestó del Buen Jesús y andando un promedio de diez horas diarias, descansando en los momentos de máxima oscuridad y de mayor calor. Salvo un día, que comió pagando, se ha procurado el alimento con trampas o bala. Sentados en la puerta del almacén, hay un puñado de viejos idénticos, fumando de una misma pipa. El rastreador se dirige a ellos y, quitándose el sombrero, los saluda. Deben de conocerlo pues le preguntan sobre Queimadas y todos quieren saber si ha visto soldados y qué se dice de la guerra. Les responde lo que sabe, sentado entre ellos, y se interesa por las gentes de Ipupiará. Algunas han muerto, otras partido al Sur en busca de fortuna y dos familias acaban de marcharse a Canudos. Al oscurecer, Rufino y los viejos entran al almacén a tomar una copita de aguardiente. Una tibieza agradable ha reemplazado a la ardiente atmósfera. Rufino entonces, con los circunloquios debidos, lleva la charla hacia donde ellos supieron siempre que la llevaría. Usa las formas más impersonales para interrogar. Los viejos lo escuchan sin simular extrañeza. Todos asienten y hablan, en orden. Sí, ha estado aquí, más fantasma de circo que circo, tan empobrecido que costaba trabajo creer que había sido alguna vez esa suntuosa caravana que conducía el Gitano. Rufino, respetuosamente, los escucha rememorar los viejos espectáculos. Por fin, en una pausa, los regresa adónde los había llevado y, esta vez, los viejos, como si estimaran que las formas se han cumplido, le dicen lo que ha venido a saber o confirmar: el tiempo que acampó aquí, cómo la Barbuda, el Enano y el Idiota se ganaron el sustento echando la suerte, contando historias y haciendo payaserías, las preguntas locas del forastero sobre los yagunzos y cómo una partida de capangas vinieron a cortarle los pelos rojos y a robarse el cadáver del filicida. Ni él pregunta ni ellos mencionan a la otra persona que no era cirquera ni forastero. Pero ella, ausencia presentísima, ronda en la conversación, cada vez que alguno refiere cómo el extranjero era curado y alimentado. ¿Saben que esa sombra es la mujer de Rufino? Seguramente lo saben o lo adivinan, como saben o adivinan lo que se puede decir y lo que hay que callar. Casi casualmente, al concluir la charla, Rufino averigua en qué dirección partieron los cirqueros. Duerme en el almacén, en un camastro que le ofrece el dueño y parte al amanecer, con su trotecito metódico.

Sin acelerar ni disminuir el ritmo, la silueta de Rufino cruza un paisaje donde la única sombra es la de su cuerpo, primero siguiéndolo, luego precediéndolo. La cara apretada, los ojos entrecerrados, marcha sin vacilar, pese a que el viento ha borrado a trechos la huella. Está oscureciendo cuando llega a un rancho que domina un sembrío. El morador, su mujer y chiquillos semidesnudos lo reciben con familiaridad. Come y bebe con ellos, dándoles noticias de Queimadas, Ipupiará y otros lugares. Charlan de la guerra y los temores que provoca, de los peregrinos que pasan rumbo a Canudos y filosofan sobre la posibilidad del fin del mundo. Sólo después les pregunta Rufino por el circo y el forastero sin pelo. Sí. han pasado por aquí y seguido hacia la Sierra de Olhos d'Água para tomar el camino a Monte Santo. La mujer recuerda sobre todo al hombre flaco y lampiño, de ojos amarillentos, que se movía como un animal sin huesos y al que, sin razones, le brotaba la risa. La pareja cede una hamaca a Rufino y, a la mañana siguiente, le llenan las alforjas sin aceptar remuneración.

Buena parte del día, Rufino trota sin ver a nadie, en un paisaje refrescado por matorrales entre los que chacotean bandadas de loros. Esa tarde empieza a toparse con pastores de cabras, con los que a veces conversa. Poco después del Sitio de las Flores —nombre que parece burla pues allí hay sólo piedras y tierra recocida — se desvía hasta una cruz de troncos cercada de ex votos, que son figurillas talladas en madera. Una mujer sin piernas vela junto al calvario, tendida en el suelo como una cobra. Rufino se arrodilla y la mujer lo bendice. El rastreador le da algo de comer y charlan. Ella no sabe quiénes son, no los ha visto. Antes de partir, Rufino enciende una vela y hace una reverencia a la cruz.

Durante tres días pierde el rastro. Interroga a campesinos y vaqueros y concluye que, en vez de seguir a Monte Santo, el circo se ha desviado o retrocedido. ¿Tal vez en procura de una feria, para poder comer? Da vueltas en torno al Sitio de las Flores, ampliando el círculo, averiguando por cada uno de quienes lo componen. ¿Alguien ha visto a una mujer con pelos en la cara? ¿A un enano de cinco palmos? ¿A un idiota de cuerpo blando? ¿A un forastero de pelusa rojiza que habla un idioma difícil de entender? La respuesta es siempre no. Hace suposiciones, tumbado en refugios de ocasión. ¿Y si lo han matado ya o murió de sus heridas? Baja hasta Tanquinho y sube otra vez, sin recobrar la huella. Una tarde que se ha echado a dormir, rendido, unos hombres armados se llegan hasta él, sigilosos como aparecidos. Lo despierta una alpargata posada en su pecho. Ve que los hombres, además de carabinas, llevan machetes, pitos de madera, facas, sartas de municiones y que no son bandidos o, en todo caso, que ya no lo son. Le cuesta convencerlos que no es pistero del Ejército, que no ha visto un soldado desde Queimadas. Está tan desinteresado de la guerra que creen que miente, y, en un momento, uno le pone la faca en la garganta. Por fin, el interrogatorio se vuelve plática. Rufino pasa la noche entre ellos, escuchándolos hablar del Anticristo, del Buen Jesús, del Consejero y de Belo Monte. Entiende que han secuestrado, matado y robado y vivido a salto de mata pero que ahora son santos. Le explican que un Ejército avanza como una peste, incautando las armas de la gente, levando hombres y hundiendo cuchillos en el pescuezo del que se resista a escupir los crucifijos y maldecir a Cristo. Cuando le preguntan si quiere unirse a ellos, Rufino les responde que no. Les explica por qué y ellos comprenden.

A la mañana siguiente, llega a Cansancao casi al mismo tiempo que los soldados. Rufino visita al herrero, que conoce. El hombre, sudando junto a la fragua que chisporrotea, le aconseja que se vaya cuanto antes pues los diablos enrolan por la fuerza a todos los pisteros. Cuando Rufino le explica, también él comprende. Sí puede ayudarlo; no hace mucho pasó por aquí Barbadura, que se encontró con los que busca. Y le ha hablado del forastero que lee las cabezas. ¿Dónde se los encontró? El hombre se lo explica y el rastreador se queda en la herrería, charlando, hasta que anochece. Entonces, sale de la aldea sin que los centinelas lo descubran y un par de horas después se encuentra de nuevo con los apóstoles de Belo Monte. Les dice que, en efecto, la guerra ha llegado a Cansancao.

El doctor Souza Ferreiro iba impregnando los vasos con alcohol y se los alcanzaba a la Baronesa Estela, quien se había colocado un pañuelo como una toca. Ella encendía el vaso y lo aplicaba con destreza sobre la espalda del Coronel. Éste se mantenía tan quieto que las sábanas apenas lucían arrugas. —Aquí en Calumbí he tenido que hacer de médico y de partera muchas veces —decía la voz cantarina, dirigiéndose tal vez al Doctor, tal vez al enfermo—. Pero, la verdad, años que no ponía ventosas. ¿Lo hago sufrir mucho, Coronel?

—En absoluto, señora. —Moreira César hacía esfuerzos por disimular su incomodidad, pero no lo lograba—. Le ruego que acepte mis excusas y se las transmita a su esposo, por esta invasión. No fue idea mía.

—Estamos encantados con su visita. —La Baronesa había terminado de aplicar las ventosas y acomodaba las almohadas—. Tenía muchas ganas de conocer a un héroe de carne y hueso. Bueno, desde luego, hubiera preferido que no fuera una enfermedad lo que lo trajera a Calumbí...

Su voz era amable, encantadora, superficial. Junto a la cama, había una mesa con jarras y lavadores de porcelana con pinturas de pavos reales, vendas, algodones, bocal con sanguijuelas, vasos para las ventosas y muchos pomos. En la habitación fresca, limpia, de cortinas blancas, entraba el amanecer. Sebastiana, la mucama de la Baronesa, permanecía junto a la puerta, inmóvil. El Doctor Souza Ferreiro examinó la espalda del enfermo, erupcionada de vasos de cristal, con unos ojos que delataban la mala noche.

—Bueno, ahora esperar media hora para el baño y las fricciones. No me negará que se siente mejor, Excelencia: le han vuelto los colores.

—El baño está preparado y yo estaré allí, para lo que necesiten —dijo Sebastiana.

—Yo también estoy a sus órdenes —encadenó la Baronesa—. Ahora los dejo. Ah, me olvidaba. Le he pedido permiso al Doctor para que tome el té con nosotros, Coronel. Mi esposo quiere saludarlo. Usted también está invitado, Doctor. Y el Capitán de Castro, y ese joven tan original, ¿cómo se llama?

El Coronel intentó sonreírle, pero apenas la esposa del Barón de Cañabrava hubo traspuesto el umbral, seguida por Sebastiana, fulminó al médico.

—Debería fusilarlo por meterme en esta trampa.

—Si le da un colerón, lo sangraré y tendrá que guardar cama un día más. —El Doctor Souza Ferreiro se dejó caer en una mecedora, borracho de fatiga—. Y ahora déjeme descansar a mí también, una media hora. No se mueva, por favor.

A la media hora exacta, abrió los ojos, se los restregó y comenzó a quitarle las ventosas. Los vasos se desprendían fácilmente y quedaba un círculo cárdeno donde habían estado apoyados. El Coronel permanecía boca abajo, con la cabeza hundida sobre los brazos cruzados y apenas despegó los labios cuando el Capitán Olimpio de Castro entró a darle noticias de la Columna. Souza Ferreiro acompañó a Moreira César al cuarto de baño, donde Sebastiana había preparado todo según sus instrucciones. El Coronel se desnudó —a diferencia de su tez y brazos bruñidos su cuerpecillo era muy blanco—, entró a la bañera sin hacer un gesto y permaneció en ella largo rato, apretando los dientes. Luego, el Doctor lo frotó vigorosamente con alcohol y emplasto de mostaza y le hizo inhalar humo de hierbas que hervían en un brasero. La curación transcurrió en silencio, pero, al terminar las inhalaciones, el Coronel, para relajar la atmósfera, murmuró que tenía la sensación de estar sometido a prácticas de brujería. Souza Ferreiro comentó que las fronteras entre ciencia y magia eran indiferenciables. Habían hecho las paces. En la habitación los esperaba una bandeja con frutas, leche fresca, panes, mermelada y café. Moreira César comió sin apetito y se quedó dormido. Cuando despertó, era mediodía y estaba a su lado el periodista del
Jornal de Noticias
con un juego de naipes, proponiéndole enseñarle el tresillo, que estaba de moda entre los bohemios de Bahía. Estuvieron jugando sin cambiar palabra hasta que Zouza Ferreiro, lavado y rasurado, vino a decir al Coronel que podía levantarse. Al entrar éste a la sala, para tomar el té con los dueños de casa, estaban allí el Barón y su esposa, el Doctor, el Capitán de Castro y el periodista, el único que no se había aseado desde la víspera.

El Barón de Cañabrava vino a estrechar la mano del Coronel. En la amplia habitación de baldosas rojas y blancas, había muebles de Jacaranda y las sillas de paja y madera llamadas «austríacas», mesitas con lámparas de kerosene, fotos, vitrinas con cristalería y porcelana y mariposas clavadas en cajas de terciopelo. En las paredes, acuarelas campestres. El Barón se interesó por la salud de su huésped y ambos cambiaron civilidades; pero el hacendado jugaba ese juego mejor que el oficial. Por las ventanas, abiertas sobre el crepúsculo, se veían las columnas de piedra de la entrada, un pozo de agua, y a los costados del terraplén del frente, con tamarindos y palmeras imperiales, lo que había sido la senzala de los esclavos y eran ahora las viviendas de los trabajadores. Sebastiana y una sirvienta de mandil a cuadros disponían las teteras, las tazas, pastas y galletas. La Baronesa explicaba al Doctor, al periodista y a Olimpio de Castro lo difícil que había sido, a lo largo de años, acarrear hasta Calumbí los materiales y objetos de esta casa y el Barón, mostrando a Moreira César un herbario, le decía que de joven soñaba con la ciencia y pasar su vida en laboratorios y anfiteatros. Pero el hombre propone y Dios dispone; al final, se había consagrado a la agricultura, la diplomacia y la política, cosas que no le interesaron jamás de muchacho. ¿Y el Coronel? ¿Siempre había querido ser militar? Sí, él ambicionó la carrera de las armas desde que tuvo uso de razón, y acaso antes, allá en el poblado paulista donde nació: Pindamonhangaba. El periodista se separó del otro grupo y estaba ahora junto a ellos, escuchándolos con impudicia.

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