—Hasta hace un rato —dice uno de los mensajeros—, todo esto hervía de soldados.
Táramela, que ha estado contando a la gente, le informa a Pajeú que hay treinta y cinco. ¿Esperarán a los otros?
—No hay tiempo —responde Pajeú—. Nos necesitan.
Deja un mensajero, para orientar a los demás, reparte los rifles y morrales que han traído y parte por el filo de las barrancas a encontrarse con Mané Quadrado, Felicio y Macambira. El reposo le ha hecho bien, y haber bebido y comido. Ya no le duelen los músculos; la herida le arde menos. Va de prisa, sin ocultarse, por la vereda quebradiza que los obliga a hacer eses. Sigue, a sus pies, la progresión de la Columna. La cabeza está ya lejos, tal vez subiendo la Favela, pues ni siquiera en las perspectivas sin obstáculos la divisa. El río de soldados, caballos, cañones, carromatos, no tiene fin. «Es un crótalo», piensa Pajeú. Cada batallón son los anillos, los uniformes las escamas, la pólvora de sus cañones el veneno con que emponzoña a sus víctimas. Le gustaría poder contarle a la mujer lo que le ha ocurrido.
Entonces, oye disparos. Todo ha salido como João Abade planeó. Ahí están ya fusilando a la serpiente desde las rocas de las Umburanas, dándole el último empujón hacia la Favela. Al contornear una loma, ven subiendo a un pelotón de jinetes. Comienza a disparar, a los animales, para hacerlos rodar por el barranco. Qué buenos caballos, cómo escalan la pendiente tan parada. La salva de fusilería derriba a dos pero varios alcanzan la cumbre. Pajeú da orden de escapar, sabiendo, mientras corre, que los hombres deben sentirse resentidos pues los ha privado de una victoria fácil.
Cuando llegan por fin a las quebradas en las que se despliegan los yagunzos, Pajeú se da cuenta que sus compañeros están en una situación difícil. El viejo Macambira, a quien localiza después de un buen rato, le explica que los soldados bombardean las cumbres, provocando derrumbes, y que les envía compañías frescas cada cuerpo que pasa. «Hemos perdido bastantes», dice el viejo, mientras baquetea su fusil con energía y lo carga, cuidadosamente, con pólvora que extrae de un cuerno. «Lo menos veinte, gruñe. No sé si aguantaremos la próxima carga. ¿Qué hacemos?»
Desde donde está, Pajeú ve, próximo, el haz de lomas que componen la Favela y, más adelante, el Monte Mario. Esos cerros, grises y ocres, se han vuelto azulosos, rojizos, verdosos, y se mueven como infestados de larvas.
—Hace tres o cuatro horas que suben —dice el viejo Macambira—. Han subido hasta los cañones. Y también la Matadeira.
—Entonces, hicimos lo que teníamos que hacer —dijo Pajeú—. Entonces, vámonos todos a reforzar el Riacho.
Cuando las Sardelinhas le preguntaron si quería ir con ellas a cocinar a los hombres que esperaban a los soldados en Trabubú y Cocorobó, Jurema dijo que sí. Lo dijo mecánicamente, como decía y hacía las cosas. El Enano se lo reprochó y el miope lanzó ese ruido entre gemido y gárgara que emitía cada vez que algo lo asustaba. Llevaban ya más de dos meses en Canudos y no se separaban nunca.
Creyó que el Enano y el miope permanecerían en la ciudad, pero, cuando estuvo listo el convoy de cuatro acémilas, veinte cargadores y una docena de mujeres, ambos se pusieron junto a ella. Tomaron la ruta de Geremoabo. Nadie se incomodó ¿con la presencia de esos dos intrusos que no tenían armas ni picos y palas para hacer trincheras. Al pasar por los corrales, reconstruidos y con cabras y chivos otra vez, todos se pusieron a cantar himnos que, decían, había compuesto el Beatito. Ella iba callada, sintiendo, a través de las sandalias, los pedruscos del camino. El Enano cantaba como los demás. El miope, concentrado en la operación de ver qué pisaba, tenía una mano en el ojo derecho sosteniendo la montura de carey a la que había colado varios pedacitos de sus anteojos rotos. Ese hombre que parecía con más huesos que los otros, de andar desbarajustado, con ese artefacto de añicos de vidrio, que se acercaba a las cosas y a las personas como si fuera a toparlas, hacía olvidarse a ratos a Jurema de su mala estrella. En esas semanas en que había sido, para él, ojos, bastón y consuelo, había pensado que era como su hijo. Pensar «es mi hijo» de ese grandullón era su juego secreto, un pensamiento que la hacía reír. Dios la había hecho conocer gentes extrañas, que ni sospechaba que existieran, como Galileo Gall, los cirqueros o este ser descalabrado que acababa de dar un traspiés.
Cada cierto trecho encontraban en los montes grupos armados de la Guardia Católica; se detenían a repartirles farinha, frutas, rapadura, charqui y municiones. A ratos aparecían mensajeros que frenaban su carrera para hablar con Antonio Vilanova. Su paso levantaba un cuchicheo. El tema era el mismo: la guerra, los perros que venían. Había acabado por comprender que eran dos Ejércitos, acercándose uno por Queimadas y Monte Santo y otro por Sergipe y Geremoabo. Centenares de yagunzos habían partido en esas dos direcciones en los días pasados y cada tarde, durante los consejos, a los que Jurema asistía puntualmente, el Consejero exhortaba a rezar por ellos. Había visto la zozobra que provocaba la cercanía de una nueva guerra. A ella se le ocurrió sólo que, gracias a esa guerra, había partido y tardaría en volver el caboclo maduro y fortachón de la cicatriz cuyos ojitos la asustaban.
El convoy llegó a Trabubú al anochecer. Dieron de comer a los yagunzos atrincherados en las rocas y tres mujeres se quedaron con ellos. Luego Antonio Vilanova ordenó continuar rumbo a Cocorobó. Hicieron el último tramo a oscuras. Jurema le dio la mano al miope. Pese a su ayuda, resbaló tantas veces que Antonio Vilanova lo hizo montar en una acémila, sobre las bolsas de maíz. Al entrar al desfiladero de Cocorobó vino a su encuentro Pedrão. Era un hombre agigantado, casi tanto como João Grande, mulato claro y ya viejo, con un clavinote antiguo que no se quitaba del hombro ni para dormir. Andaba descalzo, con un pantalón al tobillo y un chaleco que dejaba al aire sus brazos fornidos. Tenía un vientre esférico que se rascaba al hablar. Jurema sentía aprensión al verlo, por las historias que circulaban sobre su vida en Varzea de Ema, donde había hecho grandes fechorías con esos acompañantes de caras de forajidos que jamás se apartaban de él. Sentía que estar cerca de gentes como Pedrão, João Abade o Pajeú, por más que ahora fueran santos, era inseguro, como vivir con una onza, una cobra y una tarántula que, por un oscuro instinto, podían en cualquier momento dar el zarpazo, morder o picar.
Ahora, Pedrão parecía inofensivo, disuelto en las sombras en las que conversaba con Antonio y con Honorio Vilanova, quien había emergido fantasmalmente de detrás de las rocas. Numerosas siluetas llegaron con él, descolgándose de las breñas para desembarazar a los cargadores de los bultos que traían a las espaldas. Jurema ayudaba a encender los braseros. Los hombres abrían cajas de municiones, bolsas con pólvora, repartían mechas. Ella y las demás mujeres empezaron a cocinar. Los yagunzos estaban tan hambrientos que apenas podían esperar que hirvieran las marmitas. Se aglomeraban en torno a Asunción Sardelinha, que les iba llenando de agua los cazos y latas, en tanto que otras les repartían puñados de mandioca; como cundió cierto desorden, Pedrão les ordenó calmarse.
Trabajó toda la noche, reponiendo una y otra vez las ollas, friendo trozos de carne, recalentando el fréjol. Los racimos de hombres parecían el mismo hombre multiplicado. Venían de diez en diez, de quince en quince, y cuando alguno reconocía entre las cocineras a su mujer, la cogía del brazo y se apartaba para conversar. ¿Por qué no se le había pasado nunca a Rufino por la cabeza, como a tantos sertaneros, venirse a Canudos? Si lo hubieran hecho, todavía estaría vivo.
Se escuchó un trueno. Pero el aire estaba seco, no podía ser anuncio de lluvia. Comprendió que era un cañón lo que retumbaba; Pedrão y los Vilanova hicieron apagar las fogatas y a los que estaban comiendo los mandaron regresar a las alturas. Sin embargo, una vez que se hubieron ido, ellos siguieron allí, conversando. Pedrão dijo que los soldados estaban en las afueras de Canche; tardarían en llegar. No viajaban de noche, los había seguido desde Simáo Dias y conocía sus costumbres. Apenas oscurecía, instalaban barracas y centinelas, hasta el día siguiente. En la madrugada, antes de partir, disparaban al aire: eso debía ser el cañonazo, estarían dejando Canche.
—¿Son muchos? —lo interrumpió, desde el suelo, una voz que parecía ulular de pájaro—. ¿Cuántos son?
Jurema lo vio incorporarse, perfilarse entre ella y los hombres, larguirucho y quebradizo, tratando de mirar con el anteojo de añicos. Los Vilanova y Pedrão se echaron a reír, igual que las mujeres que estaban guardando los cacharros y las sobras de comida. Ella contuvo la risa. Sintió pena por el miope. ¿Había alguien más desvalido y acobardado que su hijo? Todo lo asustaba; las personas que lo rozaban, los tullidos, locos y leprosos que pedían caridad, la rata que cruzaba el almacén: todo le provocaba el gritito, le desencajaba la cara, lo hacía buscar su mano.
—No los he contado —se carcajeó Pedro—. ¿Para qué, si los vamos a matar a todos?
Hubo otra onda de risas. En lo alto, comenzaba a aclarar.
—Es mejor que las mujeres salgan de aquí —dijo Honorio Vilanova.
Como su hermano, además de fusil, llevaba pistola y botas. Los Vilanova, por su manera de vestirse, de hablar y hasta por su físico, le parecían a Jurema muy diferentes del resto de Canudos. Pero nadie los trataba como si fueran distintos.
Pedrão, olvidándose del miope, indicó a las mujeres que lo siguieran. La mitad de los cargadores se habían trepado al monte, pero el resto estaba allí, con los bultos a cuestas. Un arco rojo se levantaba detrás de los cerros de Cocorobó. El miope siguió en el sitio, moviendo la cabeza, cuando el convoy se puso en marcha para instalarse en las rocas, detrás de los combatientes. Jurema le cogió la mano: estaba empapada. Sus ojos vidriosos y oscilantes la miraron con gratitud. «Vamos —dijo ella, arrastrándolo—. Nos están dejando atrás.» Tuvieron que despertar al Enano, que dormía a pierna suelta.
Cuando llegaron a un altozano abrigado, cerca de las cumbres, las avanzadas del Ejército entraban al desfiladero y había comenzado la guerra. Los Vilanova y Pedrão desaparecieron y allí quedaron, entre rocas erosionadas, las mujeres, el miope y el Enano, escuchando los disparos. Eran lejanos, dispersos. Jurema los oía a izquierda y derecha y pensó que el viento debía llevarse el estruendo pues llegaban muy amortiguados. No veía nada: una pared de piedras mohosas les ocultaba a los tiradores. Esa guerra, a pesar de estar tan cerca, parecía lejanísima. «¿Son muchos?», balbuceó el miope. Seguía aferrado a su mano. Le respondió que no sabía y fue a ayudar a las Sardelinhas a descargar las acémilas y disponer las tinajas con agua, las ollas con comida, las tiras y trapos para hacer vendados y los emplastos y remedios que el boticario había metido en una caja. Vio que el Enano trepaba hacia la cumbre. El miope se sentó en el suelo y se tapó la cara, como llorando. Pero cuando una de las mujeres le gritó que recogiera ramas para hacer una techumbre, se incorporó de prisa y Jurema lo vio afanarse, palpando el lugar en busca de tallos, hojas, yerbas, que venía a alcanzarles tropezando. Era tan cómica esa figurilla que iba y venía, levantándose y cayendo y mirando la tierra con su anteojo estrambótico, que las mujeres acabaron por burlarse, señalándolo. El Enano desapareció en el pedrerío.
De pronto, los disparos se acrecentaron y acercaron. Las mujeres quedaron inmóviles, escuchando. Jurema vio que la crepitación, las ráfagas continuas, las ponían muy serias: habían olvidado al miope y se acordaban de sus maridos, padres, hijos, que, en la vertiente opuesta, eran blanco de ese fuego. Se le dibujó la cara de Rufino y se mordió los labios. El tiroteo la aturdía pero no le daba miedo. Sentía que aquella guerra no la concernía y que, por eso, las balas la respetarían. Sintió una modorra tan fuerte que se encogió contra las rocas, al lado de las Sardelinhas. Durmió sin dormir, con un sueño lúcido, consciente del tiroteo que sacudía los montes de Cocorobó, soñando una y otra vez con otros tiros, los de esa mañana de Queimadas, aquel amanecer en que estuvo a punto de ser muerta por los capangas y en que el forastero de hablar raro la violó. Soñaba que, como sabía lo que iba a pasar, le rogaba que no lo hiciera pues eso sería su ruina y la de Rufino y la del propio forastero, pero éste, que no entendía su idioma, no le hacía caso.
Cuando despertó, el miope, a sus pies, la miraba como el idiota del circo. Dos yagunzos bebían de una de las tinajas, rodeados por las mujeres. Se incorporó y fue a averiguar qué ocurría. El Enano no había vuelto y la fusilería era ensordecedora. Venían a llevarse municiones; apenas podían hablar, de la tensión y la fatiga: el desfiladero estaba sembrado de ateos, caían como moscas todas las veces que se lanzaban al asalto del monte. Una y otra vez les habían rechazado sus cargas, sin permitirles llegar ni a media ladera. El que hablaba, un hombrecito de barba rala, salpicada de puntos blancos, encogió los hombros: sólo que eran tantos que nada los hacía retroceder. A ellos, en cambio, comenzaba a agotárseles la munición.
—¿Y si toman las laderas? —oyó Jurema balbucear al miope.
—En Trabubú no podrán pararlos —carraspeó el otro yagunzo—. Allá ya casi no queda gente, todos se vinieron a ayudarnos.
Como si eso les hubiera recordado la necesidad de partir, los yagunzos murmuraron «Alabado sea el Buen Jesús» y Jurema los vio escalar las rocas y esfumarse. Las Sardelinhas dijeron que había que recalentar la comida, pues en cualquier momento aparecerían más yagunzos. Mientras las ayudaba, Jurema sentía al miope, pegado a sus faldas, temblando. Adivinó su terror, su pánico de que súbitamente hombres uniformados empezaran a descolgarse de las rocas, baleando y ensartando lo que se les ponía delante. Además de fusilería, estallaban cañonazos cuyos impactos eran seguidos por piedras que rodaban con ruido de terremoto. Jurema recordó la indecisión de su pobre hijo todas estas semanas, sin saber qué hacer con su vida, si quedarse o escaparse. Quería partir, era lo que ansiaba, y, en las noches, cuando, tumbados en el suelo del almacén, oían roncar a la familia Vilanova, se los decía, trémulo: quería salir, escaparse a Salvador, a Cumbe, a Monte Santo, a Geremoabo, donde pudiese pedir ayuda, hacer saber a la gente amiga que vivía. ¿Pero cómo irse si se lo habían prohibido? ¿Adonde podía llegar solo y medio ciego? Lo alcanzarían y matarían. Algunas veces intentaba convencerla a ella, en esos susurrantes diálogos nocturnos, que lo guiara hasta cualquier aldea donde pudiera contratar pisteros. Le ofrecía todas las recompensas del mundo si lo ayudaba, pero un instante después, se rectificaba y decía que era locura querer escapar pues los encontrarían y matarían. Antes temblaba por los yagunzos, ahora temblaba por los soldados. «Pobre mi hijo», pensó. Se sentía triste y desanimada. ¿La matarían los soldados? No le importaba. ¿Sería cierto que al morir cada hombre o mujer de Belo Monte vendrían ángeles a llevarse sus almas? En todo caso, la muerte sería descanso, sueño sin sueños tristes, algo menos malo que la vida que llevaba desde lo de Queimadas.