Todas las mujeres se enderezaron. Siguió con la vista lo que miraban: de las cumbres venían saltando diez o doce yagunzos. El cañoneo era tan fuerte que a Jurema le parecía que reventaba dentro de su cabeza. Igual que las otras corrió hacia ellos y entendió que querían municiones: no había con qué pelear, los hombres estaban rabiosos. Cuando las Sardelinhas replicaron «qué municiones», pues la última caja se la habían llevado dos yagunzos hacía rato, se miraron entre ellos y uno escupió y pisoteó con cólera. Les ofrecieron de comer, pero ellos sólo bebieron, pasándose un cucharón de mano en mano: terminaban y corrían cerro arriba. Las mujeres los miraban beber, partir, sudorosos, el ceño fruncido, las venas salientes, los ojos inyectados, sin preguntarles nada. El último se dirigió a las Sardelinhas:
—Regresen a Belo Monte, mejor. No aguantaremos mucho. Son demasiados, no hay balas.
Luego de un instante de duda, las mujeres, en vez de ir hacia las acémilas, se precipitaron también cerro arriba. Jurema quedó confusa. No iban a la guerra por locas, allí estaban sus hombres, querían saber si aún vivían. Sin pensar más corrió tras ellas, gritando al miope —petrificado y boquiabierto — que la esperara.
Trepando el cerro se arañó las manos y dos veces resbaló. La subida era empinada; su corazón se resentía y le faltaba la respiración. Arriba, vio nubarrones ocres, plomizos, anaranjados, el viento los hacía, deshacía y rehacía, y sus oídos, además de tiros, espaciados, próximos, oían voces ininteligibles. Descendió por un declive sin piedras, gateando, tratando de ver. Encontró dos pedrones recostados uno en el otro y escudriñó los velos de polvo. Poco a poco fue viendo, intuyendo, adivinando. Los yagunzos no estaban lejos pero era difícil reconocerlos, pues se confundían con la ladera. Fue ubicándolos, ovillados detrás de lajas o matas de cactos, hundidos en huecos, con sólo la cabeza afuera. En los cerros opuestos, cuyas moles alcanzaba a distinguir en el terral, habría también muchos yagunzos, esparcidos, sumidos, disparando. Tuvo la impresión de que se iba a quedar sorda, que estos estampidos era lo último que oiría.
Y en eso se dio cuenta que esa tierra oscura, como boscaje, en que se convertía el barranco cincuenta metros más abajo, eran los soldados. Sí, ellos: una mancha que ascendía y se acercaba, en la que había brillos, destellos, reflejos, estrellitas rojas que debían ser disparos, bayonetas, espadas, y entrevió caras que aparecían y desaparecían. Miró a ambos lados y hacia la derecha la mancha estaba ya a su altura. Sintió algo en el estómago, tuvo una arcada y se vomitó encima del brazo. Estaba sola en medio del cerro y esa creciente de uniformes muy pronto la sumergiría. Irreflexivamente se dejó resbalar, sentada, hasta el nido de yagunzos más próximo: tres sombreros, dos de cuero y uno de paja, en una oquedad. «No disparen, no disparen», gritó, mientras rodaba. Pero ninguno se volvió a mirarla cuando saltó en el hueco protegido por un parapeto de piedras. Entonces vio que de los tres dos estaban muertos. Uno había recibido una explosión que convirtió su cara en una masa bermeja. Estaba abrazado por el otro que tenía los ojos y la boca llenos de moscas. Se sostenían, como los pedrones en que había estado oculta. El yagunzo vivo la miró de soslayo, después de un momento. Apuntaba con un ojo cerrado, calculando antes de disparar, y a cada disparo el fusil le golpeaba el hombro. Sin dejar de apuntar, movió los labios. Jurema no entendió lo que le estaba diciendo. Gateó hacia él, en vano. En sus oídos había un zumbido y era lo único que podía oír. El yagunzo señaló algo y por fin entendió que quería la bolsa que estaba junto al cadáver sin cara. Se la alcanzó y vio al yagunzo, sentado con las piernas cruzadas, limpiar su fusil y cargarlo, tranquilo, como si dispusiera de todo el tiempo.
—Los soldados ya están aquí —gritó Jurema—. Dios mío, ¿qué va a pasar, qué va a pasar?
Él se encogió de hombros y se acomodó de nuevo en el parapeto. ¿Debía salir de esa trinchera, volver al otro lado, huir a Canudos? Su cuerpo no le obedecía, sus piernas se habían vuelto de trapo, si se ponía de pie se derrumbaría. ¿Por qué no aparecían con sus bayonetas, por qué tardaban si los había visto tan cerca? El yagunzo movía la boca pero ella escuchaba sólo ese zumbido confuso y ahora, también, ruidos metálicos: ¿cornetas?
—No oigo nada, no oigo nada —gritó, con todas sus fuerzas—. Estoy sorda.
El yagunzo asintió y le hizo una seña, como indicando que alguien se iba. Era joven, de cabellos largos y crespos que se chorreaban bajo las alas del sombrero, de piel algo verdosa. Tenía el brazalete de la Guardia Católica. «¿Qué?», rugió Jurema. Él le hizo señas de que mirara por el parapeto. Empujando a los cadáveres, asomó la cara a una de las aberturas entre las piedras. Los soldados estaban ahora más abajo, eran ellos los que se iban. «¿Por qué se van si han ganado?», pensó, viendo cómo se los tragaban los remolinos de tierra. ¿Por qué se iban en vez de subir a rematar a los sobrevivientes?
Cuando el Sargento Fructuoso Medrado —Primera Compañía, Decimosegundo Batallón —oye la corneta ordenando la retirada, cree loquearse. Su grupo de cazadores está a la cabeza de la Compañía y ésta a la cabeza del Batallón en la carga a la bayoneta, la quinta del día, a las laderas occidentales de Cocorobó. Que esta vez, cuando han ocupado las tres cuartas partes de la pendiente, sacando a bayoneta y sable a los ingleses de los escondrijos desde donde raleaban a los patriotas, les ordenen retroceder, es algo que, simplemente, no le cabe en la cabeza al Sargento Fructuoso, a pesar de que la tiene grande. Pero no hay duda: ahora son muchas las cornetas que ordenan marcha atrás. Sus once hombres están agazapados, mirándolo, y en el terral que los envuelve el Sargento Medrado los ve tan sorprendidos como él. ¿Ha perdido el juicio el Comando para privarlos de la victoria cuando sólo quedan las cumbres por limpiar? Los ingleses son pocos y casi no tienen municiones; el Sargento Fructuoso Medrado divisa allá en lo alto a los que han ido escapando de las olas de soldados que rompían sobre ellos y ve que nos disparan: hacen gestos, muestran facas y machetes, tiran piedras. «Todavía no he matado mi inglés», piensa Fructuoso.
—¿Qué espera el primer grupo de cazadores para cumplir la orden? —grita el jefe de la Compañía, el Capitán Almeida, que se materializa a su lado.
—¡Primer grupo de cazadores! ¡Retirada! —ruge de inmediato el Sargento y sus once hombres se lanzan pendiente abajo.
Pero él no se apura; desciende al mismo paso que el Capitán Almeida.
—La orden me tomó de sorpresa, su señoría —murmura, colocándose a la izquierda del oficial—. ¿Quién entiende una retirada a estas alturas?
—Nuestra obligación no es entender sino obedecer —gruñe el Capitán Almeida, que se desliza sobre los talones, utilizando el sable como bastón. Pero, un momento después añade, sin disimular su cólera —: Tampoco lo entiendo. Sólo faltaba rematarlos, era ya un juego.
Fructuoso Medrado piensa que uno de los inconvenientes de esa vida militar que le gusta tanto, es lo misteriosas que pueden ser las decisiones de la autoridad. Ha participado en las cinco cargas contra los cerros de Cocorobó y, sin embargo, no está cansado. Lleva seis horas peleando, desde que, esta madrugada, su Batallón, que iba a la vanguardia de la Columna, se vio de pronto, a la entrada del desfiladero, entre un fuego cruzado de fusilería. En la primera carga, el Sargento iba detrás de la Tercera Compañía y vio cómo los grupos de cazadores del Alférez Sepúlveda eran segados por ráfagas que nadie localizó de dónde venían. En la segunda, la mortandad fue también tan grande que hubo que retroceder. La tercera carga la dieron dos Batallones de la Sexta Brigada, el Veintiséis y el Treinta y dos, pero a la Compañía del Capitán Almeida el Coronel Carlos María de Silva Telles le encargó una maniobra envolvente. No dio resultado, pues al escalar las estribaciones de la espalda descubrieron que se cortaban en cuchillo sobre una quebrada de espinas. Al regreso, el Sargento sintió un ardor en la mano izquierda: una bala acababa de llevarse la punta de su meñique. No le dolía y, en la retaguardia, mientras el médico del Batallón le ponía desinfectante, él hizo bromas para levantarles la moral a los heridos que traían los camilleros. En la cuarta carga fue de voluntario, argumentando que quería vengarse por ese pedazo de dedo y matar un inglés. Habían llegado hasta medio cerro, pero con tanta pérdida que, una vez más, tuvieron que retroceder. Pero en ésta los habían derrotado en toda la línea: ¿por qué retirarse? ¿Tal vez para que la Quinta Brigada los rematara y se llevara toda la gloria el Coronel Donaciano de Araujo Pantoja, subordinado preferido del General Savaget? «A lo mejor», murmura el Capitán Almeida.
Al pie del cerro, donde hay compañías que intentan reconstituirse, empujándose unas a otras, troperos que tratan de uncir los animales de arrastre a cañones, carros y ambulancias, toques de cornetas contradictorios, heridos que chillan, el Sargento Fructuoso Medrado descubre el porqué de la súbita retirada: la Columna que viene de Queimadas y Monte Santo ha caído en una trampa y la Segunda Columna, en vez de invadir Canudos por el Norte, irá a marchas forzadas a sacarla del atolladero.
El Sargento, que entró al Ejército a los catorce años e hizo la guerra contra el Paraguay y peleó en las revoluciones que alborotaron el Sur desde la caída de la monarquía, no se inmuta con la idea de partir, por un terreno desconocido, después de haber pasado el día peleando. ¡Y qué pelea! Los bandidos son bravos, se lo reconoce. Aguantaron varias rociadas de cañonazos sin moverse, obligando a los soldados a ir a sacarlos al arma blanca, y enfrentándoseles con ferocidad en el cuerpo a cuerpo: los malparidos pelean como paraguayos. A diferencia de él, que, luego de unos tragos de agua y unas galletas, se siente fresco, sus hombres lucen exhaustos. Son novatos, reclutados en Bagé en los últimos seis meses; éste ha sido su bautismo. Se han portado bien, a ninguno lo ha visto asustarse. ¿Le tendrán más miedo que a los ingleses? Es un hombre enérgico con sus subordinados, a la primera se las ven con él. En lugar de los castigos reglamentarios —pérdida de salida, calabozo, varazos — el Sargento prefiere los coscorrones, jalones de orejas, puntapiés en el trasero o aventarios a la charca lodosa de los cerdos. Están bien entrenados, lo han probado hoy. Todos se hallan salvos, con excepción del soldado Corintio, quien se golpeó contra unas piedras y cojea. Es flacuchento, camina aplastado por la mochila. Buen tipo, Corintio, tímido, servicial, madrugador, y Fructuoso Medrado tiene con él favoritismos por ser el marido de Florisa. El Sargento siente una comezón y se ríe para sus adentros. «Qué puta eres, Florisa —piensa—. Qué puta para que, estando tan lejos y en una guerra, seas capaz de parármela.» Tiene ganas de reírse a carcajadas con las burradas que se le ocurren. Mira a Corintio, cojeando, jorobado bajo la mochila, y recuerda el día que se presentó con el mayor desparpajo al rancho de la lavandera: «O te acuestas conmigo, Florisa, o Corintio se queda todas las semanas con castigo de rigor, sin derecho a visitas». Florisa resistió un mes; cedió para ver a Corintio, al principio, pero ahora, cree Fructuoso, se sigue acostando con él porque le gusta. Lo hacen en el mismo rancho o en el recodo del río donde ella va a lavar. Es una relación de la que Fructuoso se ufana cuando está borracho. ¿Sospechará algo Corintio? No, no sabe nada. ¿O se hace, pues, qué puede hacer contra un hombre como el Sargento que es, además, su superior?
Oye tiros sobre la derecha así que va en busca del Capitán Almeida. La orden es seguir, salvar a la Primera Columna, impedir que los fanáticos la aniquilen. Esos tiros son maniobras de distracción, los bandidos se han reagrupado en Trabubú y quieren inmovilizarlos. El General Savaget ha destacado a dos Batallones de la Quinta Brigada para responder el reto, en tanto que los otros continúan la marcha acelerada hacia donde se halla el General Osear.
El Capitán Almeida está tan lúgubre que Fructuoso le pregunta si algo va mal.
—Muchas bajas —murmura el Capitán—. Más de doscientos heridos, setenta muertos, entre ellos el Comandante Tristáo Sucupira. Hasta el general Savaget está herido.
—¿El General Savaget? —dice el Sargento—. Pero si lo acabo de ver a caballo, su señoría.
—Porque es un bravo —responde el Capitán—. Tiene el vientre perforado por una bala.
Fructuoso regresa a su grupo de cazadores. Con tantos muertos y heridos han tenido suerte: están intactos, descontando la rodilla de Corintio y un dedo meñique. Se mira el dedo. No le duele pero sangra, la venda se ha teñido de oscuro. El médico que lo curó, el Mayor Nieri, se rió cuando el Sargento quiso saber si le darían de baja por invalidez. «¿Acaso no has visto tantos oficiales y soldados mochos?» Sí, ha visto. Se le erizan los pelos cuando piensa que podrían darle de baja. ¿Qué haría entonces? Para él, que no tiene mujer, ni hijos ni padres el Ejército es todas esas cosas.
A lo largo de la marcha, contorneando los montes que rodean Canudos, los infantes, artilleros y jinetes de la Segunda Columna oyen varias veces disparos, hechos desde las breñas. Alguna Compañía se retrasa para lanzar unas salvas, mientras el resto continúa. Al anochecer, el Decimosegundo Batallón hace alto, por fin. Los trescientos hombres se desembarazan de sus mochilas y fusiles. Están rendidos. Ésta no es como otras noches, como ha sido cada noche desde que salieron de Aracajú y avanzaron hacia aquí por Sao Cristóváo, Lagarto, Itaporanga, Simáo Dias, Geremoabo y Canche. Entonces, al detenerse, los soldados carneaban y salían en procura de agua y leña y la noche se llenaba de guitarras, cantos y charlas. Ahora nadie habla. Hasta el Sargento está cansado.
El reposo no dura mucho para él. El Capitán Almeida convoca a los jefes de grupo para saber cuántos cartuchos conservan y reponer los usados, de modo que todos partan con doscientos cartuchos en la mochila. Les anuncia que la Cuarta Brigada, a la que pertenecen, pasará ahora a la vanguardia y su Batallón a la vanguardia de la vanguardia. La noticia reanima el entusiasmo de Fructuoso Medrado, pero saber que irán de punta de lanza no provoca la menor reacción entre sus hombres, que reanudan la marcha con bostezos y sin comentarios.
El Capitán Almeida ha dicho que harán contacto con la Primera Columna al amanecer, pero, a menos de dos horas, las avanzadas de la Cuarta Brigada divisan la mole oscura de la Favela, donde, según los mensajeros del General Osear se halla éste cercado por los bandidos. La voz de las cornetas perfora la noche sin brisa, tibia, y poco después oyen, a lo lejos, la respuesta de otras cornetas. Una salva de vítores recorre el Batallón: los compañeros de la Primera Columna están allí. El Sargento Fructuoso ve que sus hombres, también conmovidos, agitan los quepis y gritan «Viva la República», «Viva el Mariscal Floriano».