En las horas que siguen, la cicatriz parece incandescente, irradia ondas ardientes hacia su cerebro. Ha elegido mal el sitio, dos veces pasan, a su espalda, patrullas con macheteros de paisano haciendo volar los arbustos. ¿Es milagro que no vean a sus hombres, pese a pasar casi pisándolos? ¿O esos macheteros son elegidos del Buen Jesús? Si los descubren, escaparán pocos pues, con esos miles de soldados, les será fácil cercarlos. Es el temor de ver a sus hombres diezmados, sin haber cumplido la misión, lo que convierte en llaga viva su cara. Pero, ahora, sería insensato moverse.
Cuando empieza a oscurecer, ha contado veintidós carros de burros; aún falta la mitad de la Columna. Cinco horas ha visto soldados, cañones, animales. Nunca se le ocurrió que había tantos soldados en el mundo. La bola roja está cayendo rápido; en media hora estará oscuro. Le ordena a Táramela que se lleve la mitad de la gente a Rancho do Vigario y lo cita en las grutas donde hay armas escondidas. Apretándole el brazo, le susurra: «Ten cuidado». Los yagunzos parten, inclinados hasta tocar con el pecho las rodillas, de a tres, de a cuatro.
Pajeú continúa allí hasta que el cielo se estrella. Cuenta diez carros más y ya no duda: es evidente que ningún batallón tomó otro rumbo. Llevándose a la boca el pito de madera, sopla, corto. Ha estado tanto rato inmóvil que le duele todo el cuerpo. Se soba con fuerza las pantorrilas antes de echarse a andar. Cuando va a tocarse el sombrero, descubre que no lo tiene. Recuerda que lo perdió en Rosario: una bala se lo llevó, una bala que le dejó el calor de su paso.
La marcha hasta Rancho do Vigario, a dos leguas de Baixas, es lenta, fatigante; progresan cerca de la trocha, en fila india, deteniéndose a cada momento, arrastrándose como lombrices para cruzar los descampados. Llegan pasada la medianoche. En vez de acercarse a la vivienda misionera al que el sitio debe el nombre, Pajeú se desvía hacia el Oeste, en busca del desfiladero rocoso, al que siguen colinas con grutas. Es el punto de reunión. No sólo Joaquim Macambira y Felicio —han perdido sólo tres hombres en el choque con los soldados — los esperan. También João Abade.
Sentados por tierra, en una gruta, en torno a una lamparilla, mientras bebe un zurrón de agua algo salobre, que le sabe a gloria, y come bocados de fréjol que tienen fresco el sabor del aceite, Pajeú le cuenta a João Abade lo que ha visto, hecho, temido y sospechado desde que salió de Canudos. Éste lo escucha, sin interrumpirlo, esperando que se ponga a beber o a masticar para hacerle preguntas. Alrededor están Táramela, Mané Quadrado y el viejo Macambira, que mete su cuchara para hablar alarmado de la Matadeira. Afuera, los yagunzos se han echado a dormir. La noche es clara, con grillos. João Abade cuenta que la Columna que viene subiendo desde Sergipe y Geremoabo, es la mitad de numerosa que ésta, no más de dos mil hombres. Pedrão y los Vilanova la esperan en Cocorobó. «Es el mejor lugar para caerle», dice. «Lo que viene después es chato. Desde hace tres días, todo Belo Monte está abriendo trincheras, allí donde había corrales, por si Pedrão y los Vilanova no consiguen parar a la República en Cocorobó.» Y de inmediato vuelve al asunto que les importa. Está de acuerdo con ellos: si ha venido hasta Rancho do Vigario, la Columna atravesará mañana la Sierra de Angico. Porque, si no, tendría que hacer diez leguas más hacia el Oeste antes de hallar otra trocha para sus cañones.
—Después de Angico comienza el peligro —gruñe Pajeú.
Como otras veces, João Abade hace trazos en la tierra con la punta de su faca:
—Si se desvían hacia el Tabolerinho, todo nos falla. La gente está esperándolos ya alrededor de la Favela.
Pajeú imagina la horquilla en que se bifurca el declive, luego del pedrerío espinoso de Angico. Si no toman el rumbo de Pitombas, no llegarán a la Favela. ¿Por qué tendrían que tomar el rumbo de Pitombas? Muy bien podrían tomar el otro, el que desemboca en las faldas del Cambaio y el Tabolerinho.
—Salvo que se encuentren aquí con una pared de balas —explica João Abade, alumbrando con la lamparilla la tierra rayada—. Si no tienen pase por ese lado, no les queda más que tomar la dirección de Pitombas y el Umburanas.
—Los esperaremos a la salida de Angico, entonces —asiente Pajeú—. Les meteremos bala a lo largo de toda la ruta, por la derecha. Verán que el camino está cerrado.
—Eso no es todo —dice João Abade—. Después, tienen que darse tiempo para reforzar a João Grande, en el Riacho. Al otro lado hay bastante gente. Pero no en el Riacho.
La fatiga y la tensión caen de golpe sobre Pajeú, a quien João Abade ve de pronto escurrirse sobre el hombro de Táramela, dormido. Éste lo desliza hasta el suelo y aparta el fusil y la escopeta del muchacho curiboca, que Pajeú tenía sobre las piernas. João Abade se despide con un rápido «Alabado sea el Buen Jesús Consejero».
Cuando Pajeú despierta, el día despunta en la cima del desfiladero, pero a su alrededor es aún noche cerrada. Remece a Táramela, a Felicio, a Mané Quadrado y al viejo Macambira, que han dormido también en la gruta. Mientras un resplandor azulado se extiende por las lomas, se ocupan de reponer, con las municiones enterradas por la Guardia Católica, las que gastaron en Rosario. Cada yagunzo lleva trescientos proyectiles en su zurrón. Pajeú hace repetir a cada uno lo que va a hacer. Los cuatro grupos parten por separado.
Al trepar las lajas de la Sierra de Angico, el de Pajeú —será el primero que atacará, para hacerse perseguir desde esas lomas hasta Pitombas, donde estarán apostados los otros — escucha, lejanas, las cornetas. La Columna se ha puesto en marcha. Deja a dos yagunzos en la cumbre y va a emboscarse al pie de la vertiente, frente a la rampa que es paso obligatorio, el único sitio por donde pueden resbalar las ruedas de los carromatos. Esparce a la gente entre las matas, bloqueando la trocha que se bifurca al Oeste y les vuelve a repetir que esta vez no se trata de correr. Eso, más tarde. Primero hay que aguantar el tiroteo. Que el Anticristo crea que tiene al frente cientos de yagunzos. Después, hay que hacerse ver, corretear, seguir hasta Pitombas. Uno de los yagunzos que dejó en la cumbre llega a decir que viene una patrulla. Son seis soldados; los dejan pasar sin dispararles. Uno rueda del caballo, pues la laja es resbaladiza, sobre todo en la mañana, por la humedad acumulada en la noche. Después de esa patrulla, pasan otras dos, antes de los zapadores con sus palas, picos y serruchos. La segunda patrulla enrumba hacia el Cambaio. Malo. ¿Significa que en este punto van a abrirse? Casi enseguida surge la vanguardia. Se ha arrimado mucho a los que limpian el camino. ¿Estarán así, tan juntos, los nueve cuerpos?
Tiene ya el fusil en el hombro y está midiendo al jinete viejo que debe ser el jefe, cuando estalla un disparo, otro y varias ráfagas. Mientras observa el desorden en la rampa, los protestantes que se atropellan, y, a su vez, dispara, Pajeú se dice que tendrá que averiguar quién desencadenó el tiroteo antes de que él diera el primer disparo. Vacía su cacerina, despacio, apuntando, pensando que por culpa del que disparó los perros han tenido tiempo de retroceder y refugiarse en la cumbre.
El fuego cesa una vez que la rampa queda vacía. En la cima se vislumbran gorras rojiazules, brillo de bayonetas. Los soldados, parapetados tras las rocas, tratan de localizarlos. Oye ruidos de armas, de hombres, de animales, a veces injurias. De repente, irrumpe por la rampa un pelotón, encabezado por un oficial que apunta con el sable a la caatinga. Pajeú ve cómo taconea con ferocidad en su bayo nervioso, piafante. Ninguno de los jinetes rueda en la rampa, todos llegan al pie de la vertiente pese a la lluvia de balas. Pero todos caen, acribillados, apenas invaden la caatinga. El oficial del sable, alcanzado por varios tiros, ruge: «¡Muestren las caras, cobardes!». «¿Mostrarles las caras para que nos maten?», piensa Pajeú. «¿Eso es lo que los ateos llaman hombría?» Extraña manera de pensar; el diablo no sólo es malvado, sino estúpido. Está cargando su fusil, recalentado por el fuego. La rampa se llena de soldados, otros se descuelgan por el roquerío. A la vez que apunta, siempre con calma, Pajeú calcula que son lo menos cien, acaso ciento cincuenta.
Ve, por el rabillo del ojo, que un yagunzo lucha cuerpo a cuerpo con un soldado y se pregunta cómo ha llegado éste hasta aquí. Se pone la faca entre los dientes; es su costumbre, desde los tiempos del cangaco. La cicatriz se hace presente y oye, muy cerca, muy nítidos, gritos de «¡Viva la república!» «¡Viva el Mariscal Floriano!» «¡Muera Inglaterra!». Los yagunzos responden: «¡Muera el Anticristo!» «¡Viva el Consejero!» «¡Viva Belo Monte!».
«No podemos quedarnos aquí, Pajeú», le dice Táramela. Por la rampa baja ahora una compacta masa de soldados, carros de bueyes, un cañón, jinetes, protegidos por dos compañías que cargan contra la caatinga. Se abalanzan disparando y hunden las bayonetas en los matorrales con la esperanza de ensartar al enemigo invisible. «O nos vamos ahora o no nos vamos más, Pajeú», repite Táramela, pero su voz no está asustada. Él quiere tener la seguridad de que los soldados toman realmente el rumbo de Pitombas. Sí, no hay duda, el flujo de uniformes enfila sin vacilar al Norte; nadie, fuera de los que rastrillan el matorral, tuerce hacia el Oeste. Todavía dispara las últimas balas antes de sacarse la faca de la boca y soplar el pito de madera con todas sus fuerzas. Instantáneamente aquí y allá surgen los yagunzos, agazapados, gateando, corriendo, alejándose de espaldas, saltando de refugio en refugio, desalados, algunos escabulléndose entre los pies de los soldados. «No hemos perdido a nadie», piensa, admirado. Vuelve a soplar el pito y, seguido por Táramela, inicia también la retirada. ¿Ha demorado mucho? No corre en línea recta sino trazando un garabato de curvas, idas, vueltas, para dificultar la puntería del enemigo; vislumbra, a derecha y a izquierda, soldados que se llevan sus armas a la cara o corren persiguiendo a los yagunzos con la bayoneta adelantada. Mientras se interna en la caatinga, a toda la velocidad de sus piernas, piensa de nuevo en la mujer, en los dos que se mataron por ella: ¿será una de esas que traen desgracias?
Se siente agotado, el corazón a punto de estallar. Táramela también jadea. Es bueno que esté ahí ese compañero leal, amigo de tantos años, con el que no ha tenido jamás un cambio de palabras. Y en eso le salen al frente cuatro uniformes, cuatro rifles. «Tírate, tírate», grita. Se arroja al suelo y rueda, sintiendo que por lo menos dos disparan. Cuando alcanza a agazaparse ya tiene su fusil apuntando a los soldados que vienen hacia él. El Mánnlicher se ha encasquillado: el gatillo golpea sin provocar explosión. Oye un tiro y uno de los protestantes cae, agarrándose el vientre. «Sí, Táramela, eres mi suerte», piensa, a la vez que, utilizando el fusil como garrote, se lanza sobre los tres soldados a quienes ver a su compañero herido desconcierta unos segundos. Golpea y hace trastabillar a uno de ellos pero los otros se le echan encima. Siente un ardor, una punzada. Súbitamente la cara de uno de los soldados revienta en sangre y lo oye rugir. Táramela está ahí, después de irrumpir como un bólido. El enemigo que le toca no es adversario para Pajeú: muy joven, transpira y el uniforme en que está embutido apenas lo deja moverse. Forcejea hasta que Pajeú le arrebata el fusil y, entonces, corre. Táramela y el otro están en el suelo, resollando. Pajeú se les acerca y de un impulso hunde la faca hasta el mango en el cuello del soldado, el que gargariza, tiembla y queda inmóvil. Táramela tiene unos cuantos moretones y Pajeú sangra del hombro. Táramela le frota emplasto de huevo y lo venda, con la camisa de uno de los muertos. «Eres mi suerte, Táramela», dice Pajeú. «Soy», asiente éste. No pueden correr ahora, pues, además de los suyos, cada uno lleva un fusil de los soldados y su morral.
Poco después oyen un tiroteo. Empieza ralo pero pronto cobra intensidad. La vanguardia ya está en Pitombas, recibiendo las balas de Felicio. Imagina la rabia que deben sentir al encontrarse, colgando de los árboles, los uniformes, las botas, las gorras, los correajes del Cortapescuezos, de darse con los restos comidos por los urubús. Durante casi toda su marcha hacia Pitombas, sigue el tiroteo y Táramela comenta: «Quién como ellos, les sobran balas, pueden disparar por disparar». Los tiros cesan de pronto. Felicio debe haber emprendido la retirada, sirviendo de señuelo a la Columna por el camino de las Umburanas, donde el viejo Macambira y Mané Quadrado la recibirán con otra lluvia de fuego.
Cuando Pajeú y Táramela —deben descansar un rato, pues el sobrepeso de los fusiles y morrales los fatiga el doble — llegan a la caatinga de Pitombas, todavía hay allí yagunzos diseminados. Disparan esporádicamente a la Columna que, sin prestarles atención, continúa discurriendo, entre una polvareda amarilla, hacia esa profunda depresión, antaño cauce de río, que los sertañeros llaman camino de las Umburanas.
—No te debe doler mucho, cuando te ríes, Pajeú —dice Táramela.
Pajeú está soplando el pito de madera, para hacer saber a los yagunzos que ya está allí, y piensa que tiene derecho a sonreír. ¿No están los perros hundiéndose por la quebrada, batallón tras batallón, camino de las Umburanas? ¿No los lleva ese camino, indefectiblemente, hacia la Favela?
Él y Táramela están en una explanada boscosa que cuelga sobre las barrancas peladas; no necesitan ocultarse, pues, además del ángulo muerto, los protegen los rayos del sol que ciegan a los soldados si miran en esta dirección. Ven cómo la Columna, allí abajo, va azulando, enrojeciendo la tierra grisácea. Escuchan siempre tiros esporádicos. Los yagunzos llegan reptando, emergen de cuevas, se descuelgan de palenques disimulados en los árboles.
Se apiñan en torno a Pajeú, al que alguien pasa un zurrón con leche, que él toma a sorbitos y que le deja un hilo blanco en las comisuras. Nadie le pregunta por su herida y, más bien, evitan mirársela, como si fuera algo impúdico. Pajeú va comiendo un puñado de frutas que ponen en sus manos: quixabas, trozos de umbú, mangabas. A la vez, escucha el informe entrecortado de dos hombres que Felicio dejó allí, mientras él iba a reforzar a Joaquim Macambira y a Mané Quadrado en las Umburanas. Los perros tardaron en reaccionar al ser tiroteados desde la explanada, porque les parecía arriesgado trepar el declive y ponerse en la mira de los tiradores o porque adivinaban que éstos eran grupos insignificantes. Sin embargo, cuando Felicio y sus hombres se adelantaron hasta la orilla del barranco y los ateos vieron que comenzaban a tener bajas, mandaron varias compañías a cazarlos. Así habían estado, ellos tratando de subir y los yagunzos aguantándolos, hasta que, por fin, los soldados se les colaron por uno y otro sitio y ellos los vieron desaparecer entre las matas. Felicio partió poco después.