Pero al día siguiente la tropa sufre un duro revés. Centenar y medio de reses, que venían de Monte Santo, caen en manos de los yagunzos de la manera más estúpida. Por exceso de precaución, para evitar ser víctimas de esos pisteros enrolados en el sertón que resultan casi siempre cómplices del enemigo en las emboscadas, la compañía de lanceros que escolta las reses se ha guiado sólo por los mapas trazados por los ingenieros del Ejército. La suerte no los acompaña. En vez de tomar el camino de Rosario y de las Umburanas, que desemboca en la Favela, se desvían por la ruta del Cambaio y el Tabolerinho, yendo a caer de pronto en medio de las trincheras de los yagunzos. Los lanceros dan un valeroso combate, librándose de ser exterminados, pero pierden todas las reses, que los fanáticos se apresuran a arrear a fuetazos a Canudos. Desde la Favela, el General Osear ve con sus prismáticos ese inusitado espectáculo: la polvareda y el ruido que levanta la tropilla entrando a la carrera a Canudos entre la felicidad estentórea de los degenerados. En un ataque de furia, a los que no suele ser propenso, recrimina en público a los oficiales de la compañía que extravió las reses. ¡Este fracaso será un estigma en su carrera! Para castigar a los yagunzos por el golpe de buena suerte que les ha regalado ciento cincuenta reses, el tiroteo de hoy es el doble de intenso.
Como el problema de la alimentación asume caracteres críticos, el General Osear y su Estado Mayor envían a los lanceros gauchos —que nunca han desmentido su fama de grandes vaqueros — y al Batallón 27 de Infantería, a conseguir comestibles «de donde sea y como sea», pues el hambre causa ya daño físico y moral en las filas. Los lanceros retornan al anochecer con veinte reses, sin que el General les pregunte la procedencia; son inmediatamente carneadas y distribuidas entre la Favela y la «línea negra». El General y sus adjuntos dan disposiciones para mejorar la comunicación entre los dos campamentos y el frente. Se establecen rutas de seguridad, se las jalona de puestos de vigilancia y se sigue reforzando la barricada. Con su energía de costumbre, el General prepara, también, la partida de los heridos. Se fabrican angarillas, muletas, se reparan las ambulancias y se hace una lista de los que partirán.
Duerme esa noche en su barraca de la Favela. A la mañana siguiente, cuando está desayunando su café con galletas de maicena, se da cuenta que llueve. Boquiabierto, observa el prodigio. Es una lluvia diluvial, acompañada de un viento silbante que lleva y trae las trombas de agua turbia. Cuando sale a empaparse, regocijado, ve que todo el campamento chapotea bajo la lluvia, en el barro, en un estado de fervor. Es la primera lluvia en muchos meses, una verdadera bendición después de estas semanas de calor endemoniado y de sed. Todos los cuerpos almacenan el precioso líquido en los recipientes de que disponen. Con sus prismáticos trata de ver lo que ocurre en Canudos, pero hay una neblina espesa y no distingue siquiera las torres. La lluvia no dura mucho, unos minutos después, está allí, de nuevo, el viento cargado de polvo. Ha pensado muchas veces que cuando esto termine, su memoria conservará de manera indeleble esos ventarrones continuos, deprimentes, que presionan las sienes. Mientras se quita las botas para que su ordenanza les saque el barro, compara la tristeza de este paisaje sin verde, sin siquiera una mata floreada, con la exuberancia vegetal que lo rodeaba en el Piauí.
—Quién me iba a decir que echaría de menos mi jardín —le confiesa al Teniente Pinto Souza, que prepara la Orden del Día—. Nunca entendí la pasión de mi esposa por las flores. Las podaba y regaba todo el día. Me parecía una enfermedad encariñarse con un jardín. Ahora, frente a esta desolación, lo comprendo.
Todo el resto de la mañana, mientras despachaba con distintos subordinados, piensa de manera recurrente en la polvareda que ciega y sofoca. Ni dentro de las barracas se escapa al suplicio. «Cuando uno no come polvo con asado, come asado con polvo. Y siempre aderezado de moscas», piensa.
Un tiroteo lo saca de esas filosofías, al atardecer. Una partida de yagunzos se lanza de pronto —emergiendo de la tierra como si hubieran cavado un túnel bajo la «línea negra» — contra un crucero de la barricada, con la intención de cortarla. El ataque toma de sorpresa a los soldados, que abandonan la posición, pero, una hora después, los yagunzos son desalojados con grandes pérdidas. El General Osear y los oficiales llegan a la conclusión de que el ataque tenía por objeto proteger a las trincheras de la Fazenda Velha. Todos los oficiales sugieren por eso ocuparlas, a como dé lugar: eso precipitará la rendición del cubil. El General Osear traslada tres ametralladoras de la Favela a la «línea negra».
Ese día, los lanceros gauchos vuelven al campamento con treinta reses. La tropa goza de un banquete, que mejora el humor de todo el mundo. El General Osear inspecciona los dos Hospitales de Sangre, donde se realizan los últimos preparativos para la partida de los enfermos y heridos. Para evitar escenas desgarradoras anticipadas, ha decidido dar a conocer sólo en el momento de la partida los nombres de los que emprenderán viaje.
Esa tarde, los artilleros le muestran, alborozados, cuatro cajas repletas de obuses para los Krupp 7,5 que una patrulla ha encontrado en el camino de las Umburanas. Los proyectiles están en perfecto estado y el General Osear autoriza lo que el Teniente Macedo Soares, responsable de los cañones de la Favela, llama «un fuego de artificio». Sentado junto a ellos y tapándose los oídos con algodones, como los servidores de las piezas, el General asiste al disparo de sesenta obuses, dirigidos todos contra el corazón de la resistencia de los traidores. Entre la polvareda que las explosiones levantan, observa con ansiedad las altas moles que sabe atestadas de fanáticos. Pese a estar desconchadas y con huecos, resisten. ¿Cómo sigue en pie el campanario de la Iglesia de San Antonio, que parece un colador y que está más ladeado que la famosa Torre de Pisa? Durante todo el bombardeo, espera ávidamente ver desmoronarse esa torrecilla en ruinas. Dios debería concederle esa dádiva, para inyectar un poco de entusiasmo a su espíritu. Pero la torre no cae.
A la mañana siguiente, está de pie al alba para despedir a los heridos. Van en la expedición sesenta oficiales y cuatrocientos ochenta soldados, todos los que los médicos creen en condiciones de llegar a Monte Santo. Entre ellos, se halla el jefe de la Segunda Columna, General Savaget, cuya herida en el vientre lo tiene inutilizado desde que llegó a la Favela. El General Osear se alegra de verlo partir, pues, aunque sus relaciones son cordiales, siente incomodidad frente a ese General sin cuya ayuda, está seguro, la Primera Columna hubiera sido exterminada. Que los bandidos fueran capaces de llevarlo a esa especie de matadero, con tanta habilidad táctica, es algo que, pese a la falta de otras pruebas, todavía hace pensar al General Osear que los yagunzos pueden estar asesorados por oficiales monárquicos y hasta por ingleses. Aunque esta posibilidad ha dejado de mencionarse en los consejos de oficiales.
La despedida de los heridos que parten y de los que se quedan no es desgarradora, con llantos y protestas, como temía, sino de grave solemnidad. Unos y otros se abrazan en silencio, cambian mensajes, y los que lloran procuran disimularlo. Había dispuesto que los que parten recibieran raciones para cuatro días, pero la falta de recursos lo obliga a reducir la ración a sólo un día. Parte con los heridos el Batallón de lanceros gauchos, que les procurará sustento en el recorrido. Además, los escolta el Batallón 33 de Infantería. Cuando los ve alejarse, en el día que despunta, lentos, miserables, famélicos, con los uniformes en ruinas, muchos de ellos descalzos, se dice que cuando lleguen a Monte Santo —los que no sucumban en el camino — estarán en un estado aún peor: tal vez la superioridad entienda entonces lo crítico de la situación y mande los refuerzos.
La partida de la expedición deja un clima de melancolía y tristeza en los campamentos de la Favela y la «línea negra». La moral de la tropa ha decaído por la falta de alimento. Los hombres comen las cobras y perros que capturan y hasta tuestan hormigas y se las tragan, para aplacar el hambre.
La guerra consiste en tiros aislados, de parte a parte de las barricadas. Los contendores se limitan a espiar, desde sus posiciones; cuando avizoran un perfil, una cabeza, un brazo, estalla un tiroteo. Dura apenas unos segundos. Luego se instala otra vez ese silencio que es, también, marasmo embrutecedor, hipnótico. Lo perturban las balas perdidas que salen de las torres y del Santuario, no dirigidas a un blanco preciso, sino a las viviendas en ruinas que ocupan los soldados: atraviesan los livianos tabiques de estacas y barro y muchas veces hieren o matan a soldados dormidos o vistiéndose.
Ese anochecer, en la casa del Fogueteiro, el General Osear juega a las cartas con el Teniente Pinto Souza, el Coronel Neri (quien se repone de su herida) y dos capitanes de su Estado Mayor. Lo hacen sobre cajas, a la luz de un mechero. Se enfrascan de pronto en una discusión respecto a Antonio Consejero y los bandidos. Uno de los capitanes, que es de Río, dice que la explicación de Canudos es el mestizaje, esa mezcla de negros, indios y portugueses que ha ido paulatinamente degenerando la raza hasta producir una mentalidad inferior, propensa a la superstición y al fatalismo. Esta opinión es rebatida con ímpetu por el Coronel Neri. ¿Acaso no ha habido mezclas en otras partes del Brasil sin que se produzcan allí fenómenos similares? El, como creía el Coronel Moreira César, a quien admira y casi deifica, piensa que Canudos es obra de los enemigos de la República, los restauradores monárquicos, los antiguos esclavócratas y privilegiados que han azuzado y confundido a estos pobres hombres sin cultura inculcándoles el odio al progreso. «No es la raza sino la ignorancia la explicación de Canudos», afirma.
El General Osear, que ha seguido con interés el diálogo, queda perplejo cuando le preguntan su opinión. Vacila. Sí, dice al fin, la ignorancia ha permitido a los aristócratas fanatizar a esos miserables y lanzarlos contra lo que amenazaba sus intereses, pues la República garantiza la igualdad de los hombres, lo que está reñido con los privilegios congénitos a un régimen aristocrático. Pero se siente íntimamente escéptico sobre lo que dice. Cuando los otros parten, queda cavilando en su hamaca. ¿Cuál es la explicación de Canudos? ¿Taras sanguíneas de los caboclos? ¿Incultura? ¿Vocación de barbarie de gentes acostumbradas a la violencia y que se resisten por atavismo a la civilización? ¿Tiene algo que ver con la religión, con Dios? Nada lo deja satisfecho.
Al día siguiente está afeitándose, sin espejo ni jabón, con una navaja de barbero que él mismo afila en una piedra, cuando oye un galope. Ha ordenado que los desplazamientos entre la Favela y la «línea negra» se hagan a pie, pues los jinetes son blancos demasiado fáciles para las torres, de modo que sale a reprender a los infractores. Oye hurras y vítores. Los recién llegados, tres jinetes, franquean ilesos el descampado. El Teniente que desmonta a su lado y hace sonar los tacos, se presenta como jefe del pelotón de exploradores de la Brigada de refuerzos del General Girard, cuya vanguardia llegará dentro de un par de horas. El Teniente añade que los cuatro mil quinientos soldados y oficiales de los doce Batallones del General Girard están impacientes por ponerse a sus órdenes para derrotar a los enemigos de la República. Por fin, por fin, terminará para él y para el Brasil la pesadilla de Canudos.
—¿J
UREMA
? —dijo el Barón, sorprendiéndose—. ¿Jurema de Calumbí?
—Ocurrió en el terrible mes de agosto —se desvió el periodista miope—. En julio, los yagunzos habían contenido a los soldados dentro de la misma ciudad. Pero en agosto llegó la Brigada Girard. Cinco mil hombres más, doce batallones más, miles de armas más, decenas de cañones más. Y comida en abundancia. ¿Qué esperanza podían tener ya?
Pero el Barón no lo oía:
—¿Jurema? —repitió. Podía advertir el regocijo de su visitante, la felicidad con que esquivaba darle una respuesta. Y advertía, también, que ese regocijo y felicidad se debían a que él la nombraba, a que había conseguido interesarlo, a que el Barón sería ahora quien lo obligaría a hablar de ella—. ¿La mujer del pistero Rufino, el de Queimadas?
Tampoco esta vez el periodista miope le respondió:
—En agosto, además, el Ministro de Guerra, el propio Mariscal Carlos Machado Bittencourt vino en persona desde Río, a poner a punto la campaña
—prosiguió, solazándose con su impaciencia—. Eso no lo supimos allá. Que el Mariscal Bittencourt se había instalado en Monte Santo, organizando el transporte, el abastecimiento, los hospitales. No sabíamos que llovían sobre Queimadas y Monte Santo los soldados voluntarios, los médicos voluntarios, las enfermeras voluntarias. Que el propio Mariscal había despachado a la Brigada Girard. Todo eso, en agosto. Fue como si el cielo se abriera para descargar contra Canudos un cataclismo.
—Y, en medio de ese cataclismo, usted era feliz —murmuró el Barón. Porque ésas eran las palabras que el miope había dicho—. ¿Se trata de la misma?
—Sí. —El Barón notó que su felicidad ya no era secreta, ahora rebalsaba, atropellaba la voz del miope—. Es de justicia que la recuerde. Porque ella los recuerda mucho a usted y a su esposa. Con admiración, con cariño.
Así, era la misma, esa muchachita espigada y trigueña que había crecido en Calumbí, sirviendo a Estela, y a la que luego ambos habían casado con el trabajador honrado y tenaz que era el Rufino de entonces. No le cabía en la cabeza. Ese animalito del campo, ese ser rústico que sólo podía haber cambiado para peor desde que salió de los aposentos de Estela, había estado mezclado, también, al destino del hombre que tenía al frente. Porque el periodista había dicho, literalmente, esas inconcebibles palabras: «Pero, justamente, cuando empezó a deshacerse el mundo y fue el apogeo del horror, yo, aunque le parezca mentira, empecé a ser feliz». Otra vez se apoderó del Barón esa sensación de irrealidad, de sueño, de ficción, en que solía precipitarlo Canudos. Esas casualidades, coincidencias y asociaciones lo ponían sobre ascuas. ¿Sabía el periodista que Galileo Gall había violado a Jurema? No se lo preguntó, se quedó perplejo pensando en las extrañas geografías del azar, en ese orden clandestino, en esa inescrutable ley de la historia de los pueblos y de los individuos que acercaba, alejaba, enemistaba y aliaba caprichosamente a unos y a otros. Y se dijo que era imposible que esa pobre criaturita del sertón bahiano pudiera sospechar siquiera que había sido el instrumento de tantos trastornos en la vida de gentes tan disímiles: Rufino, Galileo Gall, este espantapájaros que ahora sonreía entregado con delectación a recordarla. Sintió deseos de volver a ver a Jurema; tal vez a la Baronesa le haría bien ver a esa muchacha a la que, antaño, había tratado con tanto cariño. Recordó que, por eso mismo, Sebastiana le tenía un sordo resentimiento y el alivio que fue para ella verla partir a Queimadas con el rastreador.