No lo rodean más de cincuenta hombres. ¿Y los otros? Los que podían moverse, volvieron a Belo Monte. «Pero no eran muchos», gruñe un yagunzo sin dientes, el hojalatero Zósimo. A Antonio le asombra encontrarlo de combatiente, cuando su decrepitud y sus años deberían tenerlo apagando incendios y acarreando heridos a las Casas de Salud. No tiene sentido seguir allí; una nueva carga de jinetes acabaría con ellos.
—Vamos a ayudar a João Grande —les dice.
Se escinden en grupos de tres o cuatro y, dando el brazo a los que cojean, protegiéndose en las arrugas del terreno, emprenden el regreso. Antonio va rezagado, junto a Honorio y a Zósimo. Acaso los nubarrones de polvo, acaso los rayos de sol, acaso la premura que tienen por invadir Canudos expliquen que ni las tropas que progresan a su izquierda ni los lanceros que divisan a la derecha, vengan a rematarlos. Porque los ven, es imposible que no los vean como ellos los están viendo. Pregunta a Honorio por las Sardelinhas. Le responde que a todas las mujeres les mandó decir que se fueran, antes de abandonar las trincheras. Todavía hay un millar de pasos hasta las viviendas. Será difícil, yendo tan despacio, llegar hasta allí sanos y salvos. Pero el temblor de sus piernas y el tumulto de su sangre le dicen que ni él ni ninguno de los sobrevivientes están en condiciones de ir más de prisa. El viejo Zósimo se tambalea, presa de un pasajero desvanecimiento. Le da una palmada, alentándolo, y lo ayuda a caminar. ¿Será cierto que este anciano estuvo alguna vez a punto de quemar vivo al León de Natuba, antes de ser rozado por el ángel?
—Mire por el lado de la casa de Antonio el Fogueteiro, compadre.
Una intensa, ruidosa fusilería viene de ese macizo de viviendas que se elevan delante del antiguo cementerio y cuyas callejuelas, enrevesadas como jeroglíficos, son las únicas de Canudos que no llevan nombres de santos, sino de cuentos de troveros: Reina Magalona, Roberto el Diablo, Silvaninha, Carlomagno, Fierabrás, Pares de Francia. Allí están concentrados los nuevos peregrinos. ¿Son ellos quienes tirotean de ese modo a los ateos? Techos, puertas, bocacalles del barrio vomitan fuego contra los soldados. De pronto, entre las siluetas de yagunzos tumbados, de pie o acuclillados, descubre la inconfundible silueta de Pedrão, saltando de aquí a allá con su mosquetón, y está seguro de distinguir, entre el ruido atronador de los disparos, el estruendo del arma del mulato gigantón. Pedrão ha rechazado siempre cambiar esa vieja arma, de sus épocas de bandido, por los fusiles de repetición Mánnlicher y Máuser, pese a que éstos disparan cinco tiros y se cargan de prisa, en tanto que él, cada vez que usa el mosquete, tiene que limpiar el cañón y cebarlo de pólvora y taponarlo, antes de disparar los absurdos proyectiles: pedazos de fierro, de limonita, de vidrio, de plomo, de cera y hasta de piedra. Pero Pedrão tiene una destreza asombrosa y hace esa operación a una velocidad que parece cosa de brujo, como su extraordinaria puntería.
Lo alegra verlo allí. Si Pedrão y sus hombres han tenido tiempo de regresar, también lo habrán hecho João Abade y Pajeú y, entonces, Belo Monte está bien defendido. Les falta ya menos de doscientos pasos para la primera línea de trincheras y los yagunzos que van delante agitan los brazos y se identifican a gritos para que los defensores no les disparen. Algunos corren; él y Honorio los imitan, pero se detienen pues el viejo Zósimo no puede seguirlos. Lo toman de los brazos y lo llevan a rastras, inclinados, tropezando, bajo una granizada de explosiones que a Antonio le parece dirigida contra ellos tres. Llega hasta lo que era una bocacalle y es ahora una tapia de piedras y latas de arena, tablas, tejas, ladrillos y toda clase de objetos sobre los que divisa una compacta hilera de tiradores. Muchas manos se estiran para ayudarlos a trepar. Antonio se siente levantado en peso, bajado, depositado al otro lado de la trinchera. Se sienta a descansar. Alguien le alcanza un zurrón lleno de agua, que bebe a sorbos, con los ojos cerrados, sintiendo una sensación dolorosa y dichosa cuando el líquido moja su lengua, su paladar, su garganta, que parecen de lija. Sus oídos zumbantes se destapan de rato en rato y puede oír la fusilería y los mueras a la República y a los ateos y los vítores al Consejero y al Buen Jesús. Pero en una de ésas —la gran fatiga va cediendo, pronto se levantará — se da cuenta que los yagunzos no pueden aullar «¡Viva la República!», «¡Viva el Mariscal Floriano!», «¡Mueran los traidores!», «¡Mueran los ingleses!». ¿Es posible que estén tan cerca que oiga sus voces? Los toques de corneta vibran en sus mismos oídos. Siempre sentado, coloca cinco balas en el tambor de revólver. Al cargar el Mánnlicher, ve que es la última cacerina. Haciendo un esfuerzo que resiente todos sus huesos, se pone de pie y trepa, ayudándose con codos y rodillas, hasta lo alto de la barricada. Le abren un hueco. A menos de veinte metros carga una maraña de soldados, en filas apretadas. Sin apuntar, sin buscar oficiales, descarga al bulto todas las balas del revólver y luego las del Mánnlicher, sintiendo, en cada rebote de la culata, un agujazo en el hombro. Mientras recarga apresurado el revólver mira el contorno. Los masones atacan por todos lados, y en el sector de Pedrão están aún más cerca que aquí; algunas bayonetas han llegado al borde mismo de las barricadas y hay yagunzos que se alzan de pronto armados de garrotes y fierros, golpeando con furia. No ve a Pedrão. Hacia su derecha, en una polvareda descomunal, las oleadas de uniformes avanzan hacia Espíritu Santo, Santa Ana, San José, Santo Tomás, Santa Rita, San Joaquim. Por cualquiera de esas calles llegarán en segundos hasta San Pedro o Campo Grande, el corazón de Belo Monte, y podrán asaltar las Iglesias y el Santuario. Lo tironean de un pie. Un jovencito le dice a gritos que el Comandante de la Calle quiere verlo, en San Pedro. El jovencito ocupa su puesto en el parapeto.
Mientras sube, trotando, la cuesta de San Crispín, ve a ambos lados de la calle mujeres llenando baldes y cajas de arena, que cargan al hombro. Todo a su alrededor es polvo, carreras, desbarajuste, entre casas con techos desfondados, fachadas acribilladas y ennegrecidas por el humo y otras desmoronadas o removidas. El movimiento frenético tiene un sentido, que descubre al llegar a San Pedro, la paralela a Campo Grande que taja Belo Monte del Vassa Barris al cementerio. El Comandante de la Calle está allí, con dos carabinas cruzadas, clausurando el lugar con barricadas en todas las esquinas que miran al río. Le estira la mano y sin preámbulos —pero, piensa Antonio, sin precipitación, con la calma debida para que el ex-comerciante lo comprenda exactamente — le pide que se encargue él de cerrar esas callejuelas transversales de San Pedro, utilizando toda la gente disponible.
—¿No es mejor reforzar la trinchera de abajo? —dice Antonio Vilanova, señalando el lugar de donde viene.
—Ahí no podremos aguantarlos mucho, es abierto —dice el Comandante de la Calle—. Aquí se enredarán y estorbarán. Tiene que ser una verdadera muralla, ancha, alta.
—No te preocupes, João Abade. Anda, yo me encargo. —Pero cuando el otro da media vuelta, añade —: ¿Y Pajeú?
—Vivo —dice João Abade, sin volverse—. En la Fazenda Velha.
«Defendiendo las aguadas», piensa Vilanova. Si los sacan de allí, se quedarían sin gota de agua. Después de las Iglesias y el Santuario, es lo más importante para seguir viviendo: las aguadas. El ex-cangaceiro se pierde en la polvareda, por la cuesta que baja al río. Antonio se vuelve hacia las torres del Templo del Buen Jesús. Por el terror supersticioso de que no las iba a ver en su sitio, no las ha mirado desde que volvió a Belo Monte. Ahí están, desportilladas pero intactas, con su espesa osatura de piedra resistiendo las balas, los obuses, la dinamita de los perros. Los yagunzos encaramados en el campanario, en los techos, en los andamios, disparan sin tregua, y, otros, acuclillados o sentados, lo hacen desde el techo y el campanario de San Antonio. Entre los racimos de tiradores de la Guardia Católica que hacen fuego desde las barricadas del Santuario, divisa a João Grande. Todo eso lo embarga de fe, evapora el pánico que le ha subido desde la planta de los pies al oír a João Abade que los soldados van a trasponer inevitablemente las trincheras de abajo, que allí no hay esperanza de atajarlos. Sin perder más tiempo, ordena a gritos a los enjambres de mujeres, niños y viejos que comiencen a derribar todas las viviendas de las esquinas de San Crispín, de San Joaquim, de Santa Rita, de Santo Tomás, de Espíritu Santo, de Santa Ana, de San José, para convertir en una selva inextricable esa parte de Belo Monte. Les da el ejemplo, utilizando su fusil como ariete. Hacer trincheras, parapetos, es construir, organizar, y ésas son cosas que Antonio Vilanova hace mejor que la guerra.
Como se habían llevado todos los fusiles, cajas de municiones y explosivos, el almacén se había triplicado de tamaño. El gran vacío aumentaba el desamparo del periodista miope. El cañoneo anulaba el tiempo. ¿Cuánto hacía que estaba encerrado en el depósito con la Madre de los Hombres y el León de Natuba? Había escuchado a éste leer el papel de las disposiciones del asalto a la ciudad con un rechinar de dientes que todavía le duraba. Desde entonces, debía haber transcurrido ya la noche, estar amaneciendo. No era posible que aquello durase ya menos de ocho, diez horas. Pero el miedo alargaba los segundos, volvía inmóviles los minutos. Acaso no había pasado una hora desde que João Abade, Pedrão, Pajeú, Honorio Vilanova y João Grande partieron a la carrera, al escuchar las primeras explosiones de eso que el papel llamaba «el ablandamiento». Recordó su partida precipitada, la discusión entre ellos y la mujer que quería regresar al Santuario, cómo la habían obligado a permanecer allí.
Esto, pese a todo, resultaba alentador. Si habían dejado en el almacén a esos dos íntimos del Consejero, allí estaban más protegidos que en otras partes. Pero ¿no era ridículo pensar en sitios seguros, en este momento? El «ablandamiento» no era un tiroteo de blancos específicos; eran cañonazos ciegos, para prender incendios, destruir casas, sembrar las calles de cadáveres y ruinas que desmoralizaran a los pobladores de manera que no tuvieran ánimos para enfrentarse a los soldados cuando irrumpieran en Canudos.
«La filosofía del Coronel Moreira César», pensó. Qué estúpidos, qué estúpidos, qué estúpidos. No entendían palabra de lo que ocurría acá, no sospechaban cómo eran estas gentes. El cañoneo interminable, sobre la ciudad en tinieblas, sólo lo ablandaba a él. Pensó: «Debe haber desaparecido medio Canudos, tres cuartas partes de Canudos». Pero hasta ahora ningún obús había hecho impacto en el almacén. Decenas de veces, cerrando los ojos, apretando los dientes, pensó: «Éste es, éste es». Su cuerpo rebotaba al estremecerse las tejas, calaminas, maderas, al elevarse ese polvo en el que todo parecía quebrarse, rasgarse, despedazarse sobre, encima, bajo, en torno suyo. Pero el almacén seguía en pie, resistiendo los ramalazos de las explosiones.
La mujer y el León de Natuba hablaban. Entendía un rumor, no lo que decían. Aguzó el oído. Habían permanecido mudos desde el comienzo del bombardeo y en algún momento imaginó que habían sido alcanzados por las balas y que velaba sus cadáveres. El cañoneo lo había ensordecido; sentía un burbujeo zumbante, pequeñas explosiones internas. ¿Y Jurema? ¿Y el Enano? Habían ido en vano a la Fazenda Velha a llevar comida a Pajeú, pues se cruzaron con él, que vino a la reunión del almacén. ¿Estarían vivos? Una correntada impetuosa, afectuosa, apasionada, dolorida, lo recorrió, mientras los adivinaba en la trinchera de Pajeú, encogidos bajo las bombas, seguramente extrañándolo, como él a ellos. Eran parte de él y él parte de ellos. ¿Cómo era posible que sintiera por esos seres con los que no tenía nada en común y sí, en cambio, grandes diferencias de extracción social, de educación, de sensibilidad, de experiencia, de cultura, una afinidad tan grande, un amor tan desbordante? Lo que compartían desde hacía meses había creado entre ellos ese vínculo, el haberse visto, sin soñarlo, sin quererlo, sin saber cómo, por esos extraños, fantásticos encadenamientos de causas y efectos, de azares, accidentes y de coincidencias que era la historia, catapultados juntos en estos sucesos extraordinarios, en esta vida al borde de la muerte. Eso los había unido así. «No volveré a separarme de ellos», pensó. «Los acompañaré a llevar la comida a Pajeú, iré con ellos a...»
Pero tuvo una sensación de ridículo. ¿Acaso iba a continuar la rutina de los días pasados después de esta noche? Si salían indemnes del cañoneo ¿sobrevivirían a la segunda parte del programa leído por el León de Natuba? Presintió las filas cerradas, macizas, de miles y miles de soldados, bajando de los cerros con las bayonetas caladas, entrando a Canudos por todas las esquinas y sintió un fierro frío en las carnes flacas de su espalda. Les gritaría quién era y no oirían, les gritaría soy uno de ustedes, un civilizado, un intelectual, un periodista y no lo creerían ni entenderían, les gritaría no tengo nada que ver con estos locos, con estos bárbaros, pero sería inútil. No le darían tiempo para abrir la boca. Morir como yagunzo, entre la masa anónima de yagunzos: ¿no era el colmo del absurdo, prueba flagrante de la estupidez innata del mundo? Con todas sus fuerzas echó de menos a Jurema y al Enano, sintió urgencia de tenerlos cerca, de hablarles y de oírlos. Como si se le destaparan ambos oídos, oyó, muy clara, a la Madre de los Hombres: había faltas que no se podían expiar, pecados que no podían ser redimidos. En la voz convencida, resignada, callosa, atormentada, un sufrimiento parecía venir del fondo de los años.
—Hay un sitio en el fuego, esperándome —la oyó repetir—. No puedo cegarme, hijito.
—No hay crimen que el Padre no pueda perdonar —respondió el León de Natuba con presteza—. La Señora ha intercedido por ti y el Padre te ha perdonado. No sufras, Madre.
Era una voz bien timbrada, segura, fluida, con la música del interior. El periodista pensó que esa voz normal, cadenciosa, sugería a un hombre erecto, entero, apuesto, jamás a quien hablaba.
—Era pequeñito, indefenso, tierno, recién nacido, un corderito —salmodió la mujer—. Su madre tenía los pechos secos y era malvada y vendida al Diablo. Entonces, con el pretexto de no verlo sufrir, le metió una madeja de lana en la boca. No es un pecado como los otros, hijito. Es el pecado que no tiene perdón. Me verás quemándome por los siglos de los siglos.
—¿No crees en el Consejero? —la consoló el escriba de Canudos—. ¿No habla con el Padre? ¿No ha dicho que...?