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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La guerra del fin del mundo (87 page)

En vez de subir al dormitorio, el Barón volvió como sonámbulo, oyendo resonar sus pasos, al despacho. Olió, vio, en el aire espeso de la habitación, flotando como pelusas, las palabras de esa larga conversación que, le parecía ahora, había sido, más que un diálogo, un par de monólogos intocables. No volvería a ver al periodista miope, no volvería a hablar con él. No permitiría que volviera a resucitar esa monstruosa historia en la que habían naufragado sus bienes, su poder político, su mujer. «Sólo ella importa», murmuró. Sí, a todas las otras pérdidas hubiera podido resignarse. Para lo que le quedaba por vivir —¿diez, quince años?— tenía como mantener el régimen de vida a que estaba acostumbrado. No importaba que éste acabara con él: ¿acaso había herederos por cuya suerte inquietarse? Y en cuanto al poder político, en el fondo se alegraba de haberse sacado ese peso de encima. La política había sido una carga que se impuso por carencia de los demás, por la excesiva estupidez, negligencia o corrupción de los otros, no por vocación íntima: siempre le había fastidiado, aburrido, hecho el efecto de un quehacer insulso y deprimente, pues revelaba mejor que ningún otro las miserias humanas. Además, tenía un rencor secreto contra la política, quehacer absorbente al que había sacrificado esa disposición científica que había sentido desde niño, cuando coleccionaba mariposas y hacía herbarios. La tragedia a la que nunca se conformaría era Estela. Había sido Canudos, esa historia estúpida, incomprensible, de gentes obstinadas, ciegas, de fanatismos encontrados, el culpable de lo ocurrido con Estela. Había cortado con el mundo y no restablecería las amarras. Nada ni nadie le recordaría ese episodio. «Haré que le den trabajo en el periódico —pensó—. Corrector de pruebas, cronista judicial, algo mediocre como corresponde a lo que es. Pero no lo recibiré ni escucharé más. Y si escribe ese libro sobre Canudos, que por supuesto no escribirá, tampoco lo leeré.»

Fue hasta la licorera y se sirvió una copa de cognac. Mientras calentaba la bebida en la palma de su mano, sentado en el confortable de cuero, desde el que había orientado un cuarto de siglo de vida política de Bahía, el Barón de Cañabrava escuchó la armoniosa sinfonía de los grillos de la huerta, a la que hacía eco, a ratos, el desafinado coro de unas ranas. ¿Qué lo desasosegaba así? ¿Qué le producía esa impaciencia, ese cosquilleo en el cuerpo, como si estuviera olvidando algo urgentísimo, como si en estos segundos fuera a ocurrir algo irrevocable y decisivo en su vida? ¿Canudos, todavía?

No se lo había sacado de la cabeza: ahí estaba de nuevo. Pero la imagen que agresivamente se había armado e iluminado ante sus ojos, no era algo que hubiera oído de labios de su visitante. Había ocurrido cuando ni éste ni la criadita de Calumbí que ahora era su mujer, ni el Enano ni ninguno de los sobrevivientes de Canudos estaban ya allí. Se lo había referido el viejo coronel Murau, tomando un oporto, la última vez que se vieron aquí en Salvador, algo que, a su vez, se lo había contado a Murau el dueño de la hacienda Formosa, una de las tantas arrasadas por los yagunzos. El hombre se había quedado allí, pese a todo, por amor a su tierra o por no saber adónde ir. Y allí había continuado toda la guerra, manteniéndose gracias al comercio que hacía con los soldados. Cuando supo que todo había terminado, que Canudos había caído, se apresuró a ir allá con un grupo de peones a prestar ayuda. El Ejército ya no estaba allí, cuando avistaron los montes de la antigua ciudadela yagunza. Les había sorprendido, a la distancia —le contó el coronel Murau y ahí estaba el Barón, oyéndolo—, el extraño, indefinible, indetectable ruido, tan fuerte que estremecía el aire. Y ahí estaba, también, el poderosísimo olor que descomponía el estómago. Pero sólo al trasmontar la cuesta pedregosa, pardusca, del Poco Trabubú y encontrarse a sus pies, con lo que había dejado de ser Canudos y era lo que veían, comprendieron que ese ruido eran los aletazos y los picotazos de millares de urubús, de ese mar interminable, de olas grises, negruzcas, devorantes, ahítas, que todo lo cubría y que, a la vez que se saciaba, daba cuenta de lo que aún no había podido ser pulverizado ni por la dinamita ni por las balas ni por los incendios: esos miembros, extremidades, cabezas, vértebras, vísceras, pieles que el fuego respetó o carbonizó a medias y que esos animales ávidos ahora trituraban, despedazaban, tragaban, deglutían. «Miles y miles de buitres», había dicho el coronel Murau. Y, también que, espantados ante lo que parecía la materialización de una pesadilla, el hacendado de Formosa y sus peones, comprendiendo que ya no había a nadie que enterrar, pues los pajarracos lo estaban haciendo, habían partido de allí a paso vivo, tapándose bocas y narices. La imagen intrusa, ofensiva, había arraigado en su mente y no conseguía sacarla de allí. «El final que Canudos merecía», había respondido al viejo Murau, antes de obligarlo a cambiar de tema.

¿Era eso lo que lo perturbaba, angustiaba y tenía sobre ascuas? ¿Ese enjambre de aves carniceras devorando la podredumbre humana que era todo lo que quedaba de Canudos? «Veinticinco años de sucia y sórdida política, para salvar a Bahía de los imbéciles y de los ineptos a los que tocó una responsabilidad que no eran capaces de asumir, para que todo termine en un festín de buitres», pensó. Y en ese instante, sobre la imagen de hecatombe, reapareció la cara tragicómica, el hazmerreír de ojos bizcos y acuosos, protuberancias impertinentes, mentón excesivo, orejas absurdamente caídas, hablándole afiebrado del amor y del placer: «Lo más grande que hay en el mundo, Barón, lo único a través de lo cual puede encontrar el hombre cierta felicidad, saber qué es lo que llaman felicidad». Eso era. Eso era lo que lo perturbaba, desasosegaba, angustiaba. Bebió un trago de cognac, retuvo un momento en la boca la ardiente bebida, la tragó y la sintió correr por su garganta, caldeándola.

Se puso de pie: no sabía aún lo que iba a hacer, lo que anhelaba hacer, pero sentía una crepitación en las entrañas, y le parecía hallarse en un instante crucial, en el que debía tomar una decisión de incalculables consecuencias. ¿Qué iba a hacer, qué quería hacer? Dejó la copa de cognac en la licorera, y, sintiendo palpitar su corazón, sus sienes, discurrir la sangre por la geografía de su cuerpo, atravesó el escritorio, el gran salón, el espacioso rellano —todo desierto ahora, y a oscuras, pero iluminado por el resplandor de los faroles de la calle — hasta la escalera. Una lamparilla iluminaba los peldaños. Los subió de prisa, pisando con las puntas de los pies, de manera que ni siquiera él oía sus pasos. Arriba, sin dudar, en vez de dirigirse a su aposento fue hacia el cuarto en que dormía la Baronesa y al que sólo un biombo separaba de la recámara donde se había acomodado Sebastiana, para estar cerca de Estela por si la necesitaba en la noche.

En el momento de alargar la mano hacia la falleba se le ocurrió que la puerta podía estar trancada. Nunca había entrado a esa recámara sin anunciarse. No, no estaba asegurada. Cerró la puerta a sus espaldas y buscó el picaporte y lo corrió. Desde el umbral divisó la luz amarilla de la veladora —un pabilo flotando en un recipiente de aceite — que alcanzaba a iluminar parte del lecho de la Baronesa, la colcha azul, el dosel y las cortinillas de gasa. Donde estaba, sin hacer el menor ruido, sin que le temblaran las manos, el Barón se fue quitando la ropa que llevaba puesta. Cuando estuvo desnudo, cruzó el cuarto de puntillas hacia la recámara de Sebastiana.

Llegó al borde de la cama sin despertarla. Había una leve claridad —el resplandor del farol de gas de la calle, que se volvía azul al cruzar las cortinas — y el Barón pudo ver las formas de la mujer que dormía, plegando y levantando las sábanas, de lado, su cabeza apoyada en una almohadilla redonda. Los cabellos libres, largos, negros, dispersos, caían sobre la cama y se derramaban por el costado y colgaban besando el suelo. Pensó que nunca había visto a Sebastiana con los cabellos sueltos, de pie, que sin duda debían llegarle hasta los talones y que, seguramente, alguna vez, ante un espejo o delante de Estela, se habría envuelto, jugando, en esa larguísima cabellera como en una sedosa manta, y esa imagen comenzó a despertar en él un dormido instinto. Se llevó la mano al vientre y se palpó el sexo: estaba fláccido pero, en su tibieza, en la suavidad, celeridad y como alegría con que se dejó descubrir y emergió el glande separándose del prepucio, sintió que había allí una vida profunda, anhelando ser convocada, reavivada, vertida. Las cosas que había estado temiendo mientras se acercaba —¿Cuál sería la reacción de la mucama? ¿Cuál la de Estela si aquélla se despertaba gritando? —desaparecieron al instante y —sorpresivo, alucinado — el rostro de Galileo Gall compareció en su mente y recordó el voto de castidad que, para concentrar energías en órdenes que creía más elevados —la acción, la ciencia — había hecho el revolucionario. «He sido tan estúpido como él», pensó. Sin haberlo hecho, había cumplido un voto semejante por muchísimo tiempo, renunciando al placer, a la felicidad, por ese quehacer vil que había traído desgracia al ser que más quena en el mundo.

Sin pensar, de manera automática, se inclinó hasta sentarse al borde de la cama, a la vez que movía las dos manos, una para retirar las sábanas que cubría a Sebastiana, y la otra hacia su boca, para apagar el grito. La mujer se encogió y quedó rígida y abrió los ojos y llegó a sus narices un vaho de calor, la intimidad del cuerpo de Sebastiana, de quien nunca había estado tan cerca, y sintió que inmediatamente su sexo se animaba, y fue como si tomara conciencia de que sus testículos también existían, de que estaban allí, renaciendo entre sus piernas. Sebastiana no había llegado a gritar, a incorporarse: sólo a emitir una exclamación ahogada que llevó el aire cálido de su aliento contra la palma de la mano que el Barón retenía a un milímetro de su boca.

—No grites, es mejor que no grites —susurró, sintiendo que su voz no era firme, pero lo que la hacía temblar no era la duda sino el deseo—. Te ruego que no grites.

Con la mano que había retirado las sábanas, acariciaba ahora, por sobre el camisón que ella tenía abotonado hasta el cuello, los pechos de Sebastiana: eran grandes, bien modelados, extraordinariamente firmes para alguien que debería frisar los cuarenta años; los sentía erizándose bajo sus yemas, atacados de frío. El Barón le pasó los dedos por el filo de la nariz, por los labios, por las cejas, con toda la delicadeza de que era capaz, y por fin los hundió en la madeja de cabellos y los enredó en sus crenchas, suavemente. Entretanto, procuraba conjurar sonriendo el miedo cerval que percibía en la mirada incrédula, atónita, de la mujer.

—Debí hacer esto hace mucho, Sebastiana —dijo, rozándole las mejillas con los labios—. Debí hacerlo el primer día que te deseé. Hubiera sido más feliz. Estela hubiera sido más feliz y acaso tú también.

Bajó la cara, buscando con sus labios los de la mujer, pero ella, haciendo un esfuerzo para romper la parálisis en que la tenían el miedo y la sorpresa, se apartó y el Barón, a la vez que leía la súplica de sus ojos, la oyó balbucear: «Le ruego, por lo que más quiera, le suplico... La señora, la señora».

—La señora está ahí y yo la quiero más que tú —se oyó decir, pero tenía la sensación de que era otro el que hablaba y trataba aún de pensar; él sólo era ese cuerpo caldeado, ese sexo ahora sí despierto del todo al que sentía erguido, duro, húmedo, botando contra su vientre—. Esto lo hago también por ella, aunque no puedas comprenderlo.

Acariciando sus pechos, había encontrado los botones del camisón y los estaba haciendo saltar de los ojales, uno tras otro, a la vez que con la otra mano tomó a Sebastiana por detrás de la nuca y la obligó a ladear la cabeza y a ofrecerle los labios. Los sintió fríos, cerrados con fuerza, y advirtió que los dientes de la mucama castañeteaban y que toda ella temblaba y que en un segundo se había empapado de sudor.

—Abre la boca —ordenó, en un tono que rara vez había usado en su vida con los sirvientes o con los esclavos, cuando los tenía—. Si tengo que obligarte a ser dócil, lo haré.

Sintió que, condicionada sin duda por una costumbre, temor o instinto de conservación que venía hasta ella de muy atrás, con una tradición de siglos que su tono había sabido recordarle, la mucama le obedecía, a la vez que su cara, en la penumbra azul de la recámara, se descomponía en una mueca a la que al miedo se añadía ahora un infinito disgusto. Pero eso no le importó, mientras su lengua entraba en la boca de ella, chocaba con la de ella, la empujaba a un lado y a otro, exploraba sus encías, su paladar, y se las ingeniaba para pasarle un poco de su saliva y luego recobrarla y tragarla. Mientras, había seguido desabotonando, arrancando los botones del camisón y tratando de sacárselo. Pero aunque el espíritu y la boca de Sebastiana se habían resignado a obedecer, todo su cuerpo seguía resistiendo, a pesar del miedo o tal vez porque un miedo aún más grande que
aquel
que
le había
enseñado a acatar la voluntad de quien tenia poder sobre ella, la hacía defender lo que querían arrebatarle. Su cuerpo seguía encogido, rígido, y el Barón, que se había echado en la cama y trataba de abrazarla, se sentía contenido por los brazos que Sebastiana había colocado como escudo ante su cuerpo. La oía implorando algo en un susurro apagado y estuvo seguro que había comenzado a llorar. Pero él sólo atendía ahora al esfuerzo de quitarle el camisón que seguía prendido de sus hombros. Había podido pasarle un brazo por la cintura y atraerla, obligándola a pegarse contra su cuerpo, mientras que con la otra mano le acababa de quitar el camisón. Después de un forcejeo que no supo cuánto duró y en el que, mientras empujaba y presionaba, su energía y su deseo crecían sin cesar, logró al fin subirse sobre Sebastiana. Mientras con una de las suyas la forzaba a abrir las piernas que ella tenía soldadas, la besó con avidez en el cuello, en los hombros, en el pecho y, largamente, en los senos. Sintió que iba a eyacular contra el vientre de ella —una forma amplia, cálida, blanda, contra la que se frotaba su verga — y cerró los ojos e hizo un gran esfuerzo para contenerse. Lo consiguió y entonces fue deslizándose por sobre el cuerpo de Sebastiana, acariciándole, oliéndole, besándole las caderas, las ingles, el vientre, los vellos del pubis que ahora descubría espesos y enrulados en su boca. Con las manos, con la barbilla, presionó con todas sus fuerzas, sintiendo que ella sollozaba, hasta hacerle separar los muslos lo suficiente como para poder llegar hasta su sexo con la boca. Cuando lo estaba besando, succionando suavemente, hundiéndole la lengua y sorbiendo sus jugos, sumido en una ebriedad que, por fin, lo liberaba de todo lo que lo entristecía y amargaba, de esas imágenes que le roían la vida, sintió la presión suave de unos dedos en la espalda. Apartó la cabeza y miró, sabiendo lo que iba a ver: ahí estaba Estela, de pie, mirándolo.

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