Está imaginando lo que hubiera sentido, dicho, el Consejero si hubiera visto flamear esa bandera, ahora ya llena de huecos por las salvas de disparos que inmediatamente lanzan contra ella los yagunzos desde los techos, torres y andamios del Templo del Buen Jesús, cuando ve al soldado que lo está apuntando, que le está disparando.
No se agazapa, no huye, no se mueve y se le ocurre pensar que es uno de esos pajaritos que la cobra hipnotiza en el árbol antes de tragárselos. El soldado está apuntándole y el León de Natuba sabe que ha disparado por la contracción de su hombro cuando rebota la culata. Pese al terral, al humo, ve los ojitos del hombre que le apunta de nuevo, ese brillo que provoca en ellos tenerlo a su merced, la alegría salvaje de saber que esta vez le acertará. Pero alguien lo arranca de un jalón de donde se halla y lo obliga a saltar, a correr, medio descoyuntado por la mano de hierro que le aprieta el brazo. Es João Grande, semidesnudo, que le grita, señalándole Campo Grande:
—Por allá, por allá, a Niño Jesús, a San Eloy, a San Pedro. Esas barreras aguantan. Escapa, anda allá.
Lo suelta y se pierde en el entrevero de las Iglesias y el Santuario. El León de Natuba, sin la mano que lo tenía suspendido, se desbarata por el suelo. Pero permanece allí sólo un instante, mientras recompone esos huesos que parecen haberse descolocado en la carrera. Es como si el empujón que le ha dado el jefe de la Guardia Católica hubiera activado un secreto motor, pues el León de Natuba echa de nuevo a trotar, por entre los escombros y las basuras de lo que fue Campo Grande, la única que por su anchura y alineación merecía el nombre de calle y que es ahora, como las otras, un campo erupcionado de huecos, derrumbes y cadáveres. No ve nada de eso que deja atrás, que va sorteando, pegado al suelo, no siente las raspaduras, golpes, aguijones de los pedruscos y vidrios, pues todo en él está absorbido en el empeño de llegar adónde le han dicho, el callejón del Niño Jesús, el de San Eloy y San Pedro Mártir, esa viborilla que zigzaguea hasta la Madre Iglesia. Allá estará a salvo, allá, durará, durará. Pero al doblar en la tercera esquina de Campo Grande, por lo que era Niño Jesús y es ahora un túnel atestado, oye ráfagas de fusilería y ve llamaradas rojizas, amarillentas, espirales grisáceas elevándose hacia el cielo. Queda acuclillado contra una carretilla volcada y una valla de estacas que es todo lo que sobrevive de esa vivienda, dudando. ¿Tiene sentido ir al encuentro de esas llamas, de esas balas? ¿No es preferible regresar? Calle arriba, donde se cruzan Niño Jesús y la Madre Iglesia, divisa siluetas, grupos, en un ir y venir sin prisas, parsimonioso. Ahí está, pues, la barrera. Mejor llegar allá, mejor morir donde haya otras personas.
Pero no está tan solo como cree, pues, a medida que trepa la cuesta del Niño Jesús, a brincos, su nombre sale de la tierra, voceado, gritado, a derecha y a izquierda: «¡León! ¡León! ¡Ven aquí! ¡Cúbrete, León! ¡Escóndete, León!». ¿Dónde, dónde? No ve a nadie y sigue avanzando sobre montones de tierra, ruinas, desechos y cadáveres, algunos desventrados, con las vísceras esparcidas y pedazos de carne arrancados por la metralla hace ya muchas horas, acaso días, a juzgar por esa pestilencia que lo rodea y que, junto con la humareda que le sale al encuentro, lo hace lagrimear y lo sofoca. Y, de pronto, ahí están los soldados. Seis, tres de ellos con antorchas que van mojando en una lata que lleva otro y que debe contener kerosene, pues luego de mojarlas las encienden y las avientan a las viviendas, al mismo tiempo que los demás disparan a quemarropa sus fusiles contra esas mismas casas. Está a menos de diez pasos de ellos, en el lugar donde ha quedado paralizado al verlos, y los mira aturdido, medio cegado, cuando estalla el tiroteo en todo su rededor. Se aplasta contra el suelo, pero sin cerrar esos ojos que, fascinados, ven desmoronarse, torcerse, rugir, soltar los fusiles, a los soldados alcanzados por la balacera. ¿De dónde, de dónde? Uno de los ateos rueda cogiéndose la cara hasta él. Lo ve quedarse quieto con la lengua fuera de la boca.
¿De dónde los han tiroteado, dónde están los yagunzos? Permanece al acecho, atento a los caídos, sus ojos saltando de uno a otro, esperando que uno de los cadáveres se incorpore y venga a rematarlo.
Pero lo que ve es algo pegado a tierra, rampante, rápido, salido como una lombriz de una vivienda y cuando piensa «¡un párvulo!» ya el chiquillo no es uno sino tres, los otros llegados también reptando. Los tres escarban y tironean a los muertos. No los están desnudando, como el León de Natuba cree al principio: les arrebataban las bolas de proyectiles y las cantimploras. Y uno de los «párvulos» se demora todavía en clavarle al soldado más próximo —que él creía cadáver y por lo visto es moribundo — una faca grande como un brazo, con la que lo ve izarse haciendo fuerza.
«León, León». Es otro «párvulo», haciéndole señas de que lo siga. El León de Natuba lo ve perderse por la puerta semiabierta de una de las viviendas, en tanto que los otros se alejan en direcciones contrarias, jalando su botín, y sólo entonces le obedece su cuerpecillo petrificado por el pánico y puede arrastrarse hasta allí. Unas manos enérgicas lo reciben en el umbral. Se siente alzado, pasado a otras manos, bajado, y oye a una mujer: «Pásenle la cantimplora». Se la ponen en las manos sangrantes, y se la lleva a la boca. Bebe un largo trago, cerrando los ojos, agradecido, conmovido por esa sensación de milagro que es el líquido humedeciendo esas entrañas que parecen brasas.
Mientras responde a las seis o siete personas armadas que están en el pozo abierto en el interior de la vivienda —caras tiznadas, sudorosas, algunas vendadas, irreconocibles — y les cuenta, jadeando, lo que ha podido ver en la explanada de las Iglesias y mientras venía hacia aquí, se da cuenta que el pozo es un túnel. Entre sus piernas se materializa un «párvulo», diciendo: «Más perros con fuego, Salustiano». Quienes lo estaban escuchando se agitan, lo hacen a un lado, y en ese momento se da cuenta que dos de ellos son mujeres. También tienen fusiles, también apuntan con un ojo cerrado hacia la calle. A través de las estacas, como una imagen recurrente, el León de Natuba ve perfilarse otra vez siluetas de soldados con antorchas encendidas que arrojan a las casas. «¡Fuego!», grita un yagunzo y la habitación se llena de humo. El León oye la explosión, oye otras explosiones próximas. Cuando se despeja un poco de humo, dos «párvulos» saltan del pozo y reptan a la calle en busca de las municiones y cantimploras.
—Los dejamos acercarse y los fusilamos, así no escapan —dice uno de los yagunzos, mientras limpia su fusil.
—Prendieron tu casa, Salustiano —dice una mujer.
—Y la de João Abade —añade éste.
Son las del frente; se han inflamado juntas y, bajo el crujido de las llamas, se percibe agitación, voces, gritos que llegan hasta ellos con gruesas bocanadas de humo que apenas dejan respirar.
—Quieren achicharrarnos, León —dice tranquilamente otro de los yagungos del pozo—. Todos los masones entran con antorchas.
El humo es tan denso que el León de Natuba comienza a toser, a la vez que esa mente activa, creativa, funcionante, recuerda algo que el Consejero dijo alguna vez, que él escribió y que debe de estar también carbonizándose en los cuadernos del Santuario: «Habrá tres fuegos. Los tres primeros los apagaré y el cuarto se lo ofreceré al Buen Jesús». Dice fuerte, ahogándose: «¿Es éste el cuarto fuego, es éste el último fuego?». Alguien pregunta, con timidez: «¿Y el Consejero, León?». Lo está esperando, desde que entró a la vivienda sabía que alguno se atrevería a preguntárselo. Ve, entre las lenguas humosas, siete, ocho caras graves y esperanzadas.
—Subió —tose el León de Natuba—. Se lo llevaron los ángeles.
Otro acceso le cierra los ojos y lo dobla en dos. En la desesperación que es la falta de aire, sentir que los pulmones se anchan, sufren, sin recibir lo que ansían, piensa que ahora sí es el final, que sin duda no subirá al cielo pues ni siquiera en este instante consigue creer en el cielo, y oye entre sueños que los yagunzos tosen, discuten y al final deciden que no pueden seguir aquí pues el fuego va a extenderse hasta esta casa. «León, nos vamos», oye, «Agáchate, León», y él, que no puede abrir los ojos, estira las manos y siente que lo cogen, tiran de él y lo arrastran. ¿Cuánto dura ese desplazamiento a ciegas, ahogándose, golpeándose contra paredes, palos, gentes que le obstruyen el paso y lo tienen rebotando, a un lado, a otro lado, hacia adelante, por el estrecho, curvo pasadizo de tierra en el que, de tanto en tanto, lo ayudan a encaramarse por un pozo excavado en el interior de una vivienda para luego volver a sepultarlo en la tierra y a arrastrarlo? Quizá minutos, quizá horas, pero a lo largo de todo el trayecto su inteligencia no deja un segundo de pasar revista a mil cosas, de resucitar mil imágenes, concentrada en sí misma, ordenando a su cuerpecillo que resista, que dure por lo menos hasta la salida del túnel y asombrándose de que su cuerpo le obedezca y no se deshaga en pedazos como le parece que va a ocurrir a cada instante.
De pronto, la mano que lo llevaba lo suelta y él se desploma, blandamente. Su cabeza va a estallar, su corazón va a estallar, la sangre de sus venas va a estallar y a diseminar por los aires su figurilla magullada. Pero nada de eso ocurre y poco a poco se va calmando, serenando, sintiendo que un aire menos viciado le devuelve gradualmente la vida. Oye voces, tiros, un intenso trajín. Se frota los ojos, se limpia los tiznes de los párpados, y advierte que está en una vivienda, no en el pozo sino en la superficie, rodeado de yagunzos, de mujeres con criaturas en las faldas, sentadas en el suelo, y reconoce al que prepara los castillos y fuegos artificiales: Antonio el Fogueteiro.
—Antonio, Antonio, ¿qué pasa en Canudos? —dice el León de Natuba. Pero no sale ruido de su boca. Aquí no hay llamas, sólo una polvareda que lo iguala todo. Los yagunzos no se hablan entre ellos, baquetean sus fusiles, cargan sus escopetas, y se alternan para espiar afuera. ¿Por qué no puede hablar, por qué no le sale la voz? Sobre los codos y las rodillas va hasta el Fogueteiro y se prende de sus piernas. Éste se acuclilla a su lado mientras ceba su arma.
—Aquí los hemos parado —le explica, con voz pastosa, no alterada en absoluto—. Pero se han metido por la Madre Iglesia, por el cementerio y Santa Inés. Están por todas partes. João Abade quiere levantar una barrera en Niño Jesús y otra en San Eloy, para que no nos caigan por la espalda.
El León de Natuba imagina sin dificultad este último círculo en que ha quedado convertido Belo Monte, entre las callecitas quebradas de San Pedro Mártir, de San Eloy y del Niño Jesús; ni la décima parte de lo que era.
—¿Quiere decir que tomaron ya el Templo del Buen Jesús? —dice y esta vez le sale la voz.
—Lo tumbaron mientras dormías —responde el Fogueteiro, con la misma calma, como si hablara del tiempo—. Cayó la torre y se bajó el techo. El ruido debió oírse en Trabubú, en Bendengó. Pero a ti ni te despertó, León.
—¿Es verdad que el Consejero subió al cielo? —lo interrumpe una mujer, que habla sin mover la boca ni los ojos.
El León de Natuba no le responde: está oyendo, viendo desplomarse la montaña de piedras, los hombres con brazaletes y trapos azules cayendo como una lluvia sólida sobre el enjambre de heridos, enfermos, viejos, parturientas, recién nacidos, está viendo a las beatas del Coro Sagrado trituradas, a María Quadrado convertida en un montón de carne y huesos deshechos.
—La Madre de los Hombres te busca por todas partes, León —dice alguien, como contestando a su pensamiento.
Es un «párvulo» esquelético, una ristra de huesecitos y una piel estirada, que viste un calzón en hilachas y está entrando. Los yagunzos lo descargan de las cantimploras y bolsas de municiones que trae a cuestas. El León de Natuba lo coge de un bracito:
—¿María Quadrado? ¿Tú la has visto?
—Está en San Eloy, en la barrera —afirma el «párvulo»—. Pregunta a todos por ti.
—Llévame donde ella —dice el León de Natuba y hay angustia y súplica en su voz.
—El Beatito se fue donde los perros con una bandera —le dice el «párvulo» al Fogueteiro, acordándose.
—Llévame donde María Quadrado, te ruego —chilla el León de Natuba, prendido de él, saltando. El chiquillo mira al Fogueteiro, indeciso.
—Llévalo —dice éste—. Dile a João Abade que aquí está tranquilo ahora. Y vuelve rápido, que te necesito. —Ha ido repartiendo cantimploras a la gente y le alcanza al León la que guarda para él —: Toma un trago antes de irte.
El León de Natuba bebe y murmura: «Alabado sea el Buen Jesús Consejero». Sale de la cabaña detrás del chiquillo. En el exterior, percibe incendios por doquier y hombres y mujeres que tratan de apagarlos con baldazos de tierra. San Pedro Mártir tiene menos escombros y en las casas hay racimos de gentes. Algunas lo llaman y le hacen gestos y varias veces le preguntan si vio a los ángeles, si estaba allí cuando el Consejero subió. No les responde, no se detiene. Le cuesta gran trabajo avanzar, todo el cuerpo le duele, apenas puede apoyar las manos en el suelo. Grita al «párvulo» que no vaya tan de prisa, que no puede seguirlo, y en una de esas el chiquillo —sin dar un grito, sin decir palabra — se echa por tierra. El León de Natuba se arrastra hacia él, pero no llega a tocarlo pues donde estaban sus ojos hay ahora sangre y asoma por allí algo blanco, tal vez un hueso, tal vez una sustancia. Sin averiguar de dónde ha venido el disparo, echa a trotar con nuevos bríos, pensando «Madre María Quadrado, quiero verte, quiero morir contigo». A medida que avanza, más humo y llamas le salen al encuentro y de pronto sabe que no podrá pasar: San Pedro Mártir se interrumpe en una pared crepitante de llamas que cierra la calle. Se detiene acezando, sintiendo el calor del incendio en la cara.
«León, León.»
Se vuelve. Ve la sombra de una mujer, un fantasma de huesos salidos, pellejo arrugado, cuya mirada es tan triste como su voz. «Échalo tú al fuego, León», le pide. «Yo no puedo, pero tú sí. Que no se lo coman, como me van a comer a mí.» El León de Natuba sigue la mirada de la agonizante y, casi a su lado, sobre un cadáver enrojecido por el resplandor, ve el festín: son muchas ratas, tal vez decenas y se pasen por la cara y el vientre del que ya no es posible saber si fue hombre o mujer, joven o viejo. «Salen de todas partes por los incendios, o porque el Diablo ya ganó la guerra», dice la mujer, contando las letras de sus palabras. «Que no se lo coman a él que todavía es ángel. Échalo al fuego, Leoncito. Por el Buen Jesús.» El León de Natuba observa el festín: se han comido la cara, se afanan en el vientre, en los muslos.