—Del Duque de Normandía —admitió João Abade—. Cuéntala de una vez.
—¿Lloró? —oyó, como venida del otro mundo, la voz que tanto conocía, esa voz siempre asustada, y a la vez curiosa, chismosa, entrometida—. ¿Oyendo la historia de Roberto el Diablo?
Sí, había llorado. En algún momento, tal vez cuando las grandes matanzas e iniquidades, cuando, poseído, empujado, dominado por el espíritu de destrucción, fuerza invisible que no podía resistir, Roberto hundía la faca en los vientres de las mujeres embarazadas o degollaba a los recién nacidos («Lo que quiere decir que era sureño, no nordestino», precisaba el Enano) y empalaba a los campesinos y prendía fuego a las cabañas donde dormían las familias, él había advertido que el Comandante de la Calle tenía brillo en los ojos, un espejeo en las mejillas, temblor en la barbilla y ese subir y bajar de su pecho. Desconcertado, atemorizado, el Enano se calló —¿cuál podía ser su error, su olvido? — y miró ansioso a Catarina, esa figurilla tan escuálida que parecía no ocupar espacio en el reducto de la calle del Niño Jesús, donde João Abade lo había llevado. Catarina le indicó con un gesto que siguiera. Pero João Abade no lo dejó:
—¿Era su culpa lo que hacía? —dijo, transformado—. ¿Era su culpa cometer tantas crueldades? ¿Podía hacer otra cosa? ¿No estaba pagando la deuda de su madre? ¿A quién debía cobrarle el Padre esas maldades? ¿A él o a la Duquesa? —Clavó los ojos en el Enano, con una angustia terrible —: Responde, responde.
—No sé, no sé —tembló el Enano—. No está en el cuento. No es mi culpa, no me hagas nada, sólo soy el que cuenta la historia.
—No te va a hacer nada —susurró la mujer que parecía espíritu—. Sigue contando, sigue.
Él había seguido contando, viendo cómo Catarina le secaba los ojos a João Abade con el ruedo de su falda, cómo se acuclillaba a sus pies y le pasaba las manos por las piernas y apoyaba su cabeza en sus rodillas, para hacerlo sentir acompañado. No había vuelto a llorar, ni a moverse, ni a interrumpirlo hasta ese final que, a veces, ocurría con la muerte de Roberto el Santo convertido en piadoso ermitaño, y, a veces, con Roberto calzándose la corona que mereció al descubrirse que era hijo de Ricardo de Normandía, uno de los Doce Pares de Francia. Recordaba que al terminar esa tarde —¿o esa noche? — João Abade le había agradecido la historia. Pero ¿cuándo, en qué momento fue aquello? ¿Antes de que llegaran los soldados, cuando la existencia era tranquila y Belo Monte parecía el sitio para pasar la vida? ¿O cuando la vida se volvió muerte, hambre, ruina, miedo?
—¿Cuándo fue, Jurema? —preguntó, ansioso, sin saber por qué era tan impostergable situar aquello exactamente en el tiempo—. Miope, miope, ¿fue al principio o al final de la función?
—¿Qué tiene? —oyó que decía una de las Sardelinhas.
—Fiebre —contestó Jurema, abrazándolo.
—¿Cuándo fue? —dijo el Enano—. ¿Cuándo fue?
—Está delirando —oyó que decía el miope y sintió que le tocaba la frente, lo acariñaba en el pelo y en la espalda.
Lo oyó estornudar, dos, tres veces, como siempre que algo lo sorprendía, divertía o asustaba. Ahora sí podía estornudar. Pero no lo había hecho la noche que huían, esa noche en la que un estornudo le habría costado la vida. Lo imaginó en una función de pueblo, estornudando veinte, cincuenta, cien veces, como la Barbuda se tiraba los pedos en el número de los payasos, con registros y tonalidades altas, bajas, largas, cortas, y le dieron también ganas de reírse, como el público que asistía al espectáculo. Pero no tuvo fuerzas.
—Se ha dormido —oyó que decía Jurema, acomodándole la cabeza entre sus piernas—. Mañana estará bien.
No estaba dormido. Desde el fondo de esa ambigua realidad de fuego y hielo que era su cuerpo encogido en la oscuridad de la gruta, siguió oyendo todavía el relato de Antonio el Fogueteiro, reproduciendo, viendo ese fin del mundo que él ya había anticipado, conocido, sin necesidad de que ese resucitado de entre los carbones y los cadáveres se lo relatara. Y pese a lo mal que se sentía, a los escalofríos, a lo lejos que le parecía estar de quienes hablaban a su lado, en la noche del sertón bahiano, en ese mundo ya sin Canudos y sin yagunzos, y que pronto estaría también sin soldados cuando los que habían cumplido su misión acabaran de irse, y esas tierras volvieran a su orgullosa y miserable soledad de siempre, el Enano se había interesado, impresionado, asombrado con lo que Antonio el Fogueteiro refería.
—Se puede decir que resucitaste —oyó a Honorio, el Vilanova que hablaba tan rara vez que cuando lo hacía parecía su hermano.
—Se puede —repuso el Fogueteiro—. Pero no estaba muerto. Ni siquiera herido de bala. No sé, tampoco eso sé. No tenía sangre en el cuerpo. Quizá me cayó una piedra en la cabeza. Pero nada me dolía, tampoco.
—Te desmayaste —dijo Antonio Vilanova—. Como se desmayaba la gente, en Belo Monte. Te creyeron muerto y eso te salvó.
—Eso me salvó —repitió el Fogueteiro—. Pero no sólo eso. Porque cuando desperté y me vi en medio de los muertos, también vi que los ateos iban rematando a los tumbados con las bayonetas o a balazos si se movían. Pasaron a mi lado, muchos, y ninguno se agachó a comprobar si estaba muerto.
—O sea que estuviste todo un día haciéndote el muerto —dijo Antonio Vilanova.
—Sintiéndolos pasar, rematar a los vivos, acuchillar a los prisioneros, dinamitar las paredes —dijo el Fogueteiro—. Pero eso no era lo peor. Lo peor eran los perros, las ratas, los urubús. Se comían a los muertos. Los oía escarbar, morder, picotear. Los animales no se engañan. Saben quién está muerto y quién no está. Los urubús, las ratas, no se comen a los vivos. Mi miedo eran los perros. Ése fue el milagro: también me dejaron en paz.
—Tuviste suerte —dijo Antonio Vilanova—. ¿Y ahora, qué vas a hacer?
—Volver a Mirandela —dijo el Fogueteiro—. Allá nací, allá me crié, allá aprendí a hacer cohetes. No sé, tal vez. ¿Y ustedes?
—Iremos lejos de aquí —dijo el ex-comerciante—. A Assaré, tal vez. De allá vinimos, allá comenzamos esta vida, huyendo, como ahora, de la peste. De otra peste. Quizá volvamos a terminar todo donde comenzó. ¿Qué otra cosa podemos hacer?
—Seguramente —dijo Antonio el Fogueteiro.
Ni cuando le dicen que corra el puesto de mando del General Artur Osear, si quiere echar un vistazo a la cabeza del Consejero antes que el Teniente Pinto Souza se la lleve a Bahía, deja el Coronel Geraldo Macedo, jefe del Batallón de Voluntarios de la Policía Bahiana, de pensar en aquello que lo obsesiona desde el fin de la guerra: ¿Quién lo ha visto? ¿Dónde está? Pero, como todos los jefes de Brigada, Regimiento y Batallón (a los oficiales de menos grado no se les concede ese privilegio) va a contemplar lo que queda de ese hombre que ha matado y hecho morir a tanta gente y al que, sin embargo, según todos los testimonios, nunca nadie vio coger personalmente un fusil ni una faca. No ve gran cosa, por lo demás, porque han metido la cabeza en una bolsa de yeso debido a su descomposición: sólo unas matas de pelo grisáceas. Apenas hace acto de presencia en la barraca del General Osear, a diferencia de otros oficiales que se quedan allí, felicitándose por el fin de la guerra y haciendo planes para el futuro ahora que regresan a sus ciudades y a sus familias. El Coronel Macedo posa un instante sus ojos sobre esa maraña de pelos, se retira sin hacer el menor comentario, y vuelve a internarse en el humeante amontonamiento de ruinas y cadáveres.
Ya no piensa en el Consejero, ni en los oficiales exultantes que ha dejado en el puesto de mando, oficiales a los que nunca ha sentido igual, por lo demás, y a los que, desde que llegó a los montes de Canudos con el Batallón de la Policía Bahiana siempre ha devuelto el desprecio que le manifiestan con un desprecio idéntico. Él sabe cuál es su apodo, cómo lo llaman cuando les da la espalda: Cazabandidos. No le importa. Está orgulloso de haberse pasado treinta años de su vida limpiando una y otra vez de partidas de cangaceiros las tierras de Bahía de haberse ganado todos los galones que tiene y haber llegado a coronel, él, un modesto mestizo nacido en Mulungo do Morro, pueblecito que ninguno de estos oficiales podría localizar en el mapa, a base de arriesgar su piel enfrentándose a la ralea de esta tierra.
Pero a sus hombres sí les importa. A los policías bahianos que hace cuatro meses aceptaron venir a luchar contra el Consejero por lealtad personal a él —les dijo que el Gobernador de Bahía se lo había pedido, que era indispensable que el cuerpo policial se ofreciera a ir a Canudos para desarmar las pérfidas habladurías que en el resto del país acusaban a los bahianos de blandura, indiferencia y hasta simpatía y complicidad con los yagunzos, para demostrar al Gobierno Federal y a todo el Brasil que los bahianos estaban tan dispuestos como cualquiera a todos los sacrificios para defender a la República — sí los ofenden y hieren esos desaires y desplantes que han tenido que sufrir desde que se incorporaron a la Columna. Ellos no se contienen como él: responden a los insultos con insultos, a los apodos con apodos, y en estos cuatro meses han protagonizado incontables incidentes con los soldados de otros regimientos. Lo que más los exaspera es que el Comando también los discrimina. En todas las acciones, el Batallón de Voluntarios de la Policía Bahiana ha sido tenido al margen, en la retaguardia, como si el propio Estado Mayor diera crédito a la infamia de que los bahianos son restauradores de corazón, consejeristas vergonzantes.
La pestilencia es tan fuerte que tiene que sacar su pañuelo y taparse la nariz. Aunque muchos incendios se han apagado, el aire está lleno de virutas tiznadas, de chispas y cenizas y el Coronel tiene los ojos irritados, mientras explora, espía, aparta con los pies para verles las caras, a los yagunzos caídos. La mayoría están carbonizados, o tan desfigurados por las llamas que, aun si lo conociera, no podría identificarlo. Por lo demás, aunque se conserve intacto, ¿cómo lo va a reconocer? ¿Acaso lo ha visto alguna vez? Las descripciones que tiene de él no son suficientes. Es una estupidez, por supuesto. Piensa: «Por supuesto». Sin embargo, es más fuerte que su razón, es ese oscuro instinto que tanto le sirvió en el pasado, esos súbitos pálpitos que lo hacían precipitar a su volante en una inexplicable marcha forzada de dos o tres días para caer en una aldea en la que, en efecto, sorprendían a aquellos bandidos que habían buscado infructuosamente semanas o meses. Ahora es lo mismo. El Coronel Geraldo Macedo sigue escarbando entre los hediondos cadáveres, la nariz y la boca cubiertas con el pañuelo, la otra mano apartando los enjambres de moscas, desembarazándose a veces a patadas de las ratas que se le suben por las piernas, porque, contra toda lógica, algo le dice que cuando se encuentre con la cara, el cuerpo o los simples huesos de João Abade, sabrá que son los de él.
—Excelencia, Excelencia. —Es su adjunto, el Teniente Soares, que viene también tapándose la cara con un pañuelo.
—¿Lo encontraron? —se entusiasma el Coronel Macedo.
—Todavía, Excelencia. El General Osear dice que salga de aquí porque los zapadores van a comenzar la demolición.
—¿La demolición? —El Coronel Macedo echa una ojeada en torno, deprimido—. ¿Queda algo que demoler?
—El General prometió que no quedaría piedra sobre piedra —dice el Teniente Soares—. Ha dado orden de que dinamiten las paredes que no se han desmoronado.
—Vaya desperdicio —murmura el Coronel. Tiene la boca entreabierta bajo el pañuelo y, como cada vez que reflexiona, está lamiéndose su diente de oro. Mira con pesadumbre la extensión de escombros, pestilencia y carroña. Termina por encogerse de hombros—. Bueno, nos iremos sin saber si murió o escapó.
Siempre tapándose las narices, él y su adjunto emprenden el regreso al campamento. Poco después, a sus espaldas, comienzan las explosiones.
—¿Puedo hacerle una pregunta, Excelencia? —dice el Teniente Soares, gangoso bajo el pañuelo. El Coronel Macedo asiente—. ¿Por qué le importa tanto el cadáver de João Abade?
—Es una vieja historia —gruñe el Coronel. También su voz suena gangosa. Sus ojitos oscuros buscan, aquí y allá—. Una historia que yo comencé, parece. Eso dicen, al menos. Porque yo maté al padre de João Abade, hace lo menos treinta años. Era un coitero de Antonio Silvino, en Custodia. Dicen que se hizo cangaceiro para vengar al padre. Y después, bueno... —Se vuelve a mirar a su adjunto y se siente, de pronto, viejo—. ¿Cuántos años tienes?
—Veintidós, Excelencia.
—Con razón no sabes quién era João Abade —gruñe el Coronel Macedo.
—El jefe militar de Canudos, un gran desalmado —replica el Teniente Soares.
—Un gran desalmado —asiente el Coronel Macedo—. El más feroz de Bahía. El que siempre se me escapó. Lo perseguí diez años. Varias veces estuve a punto de ponerle la mano encima. Siempre se me escurría. Decían que había hecho pacto. Lo llamaban Satán, en ese tiempo.
—Ahora entiendo por qué quiere encontrarlo —sonreía el Teniente Soares—. Para ver si esta vez no se le escapó.
—En realidad, no sé por qué —gruñe el Coronel Macedo, encogiéndose de hombros—. Porque me recuerda la juventud, tal vez. Cazar bandidos era mejor que este aburrimiento.
Hay un rosario de explosiones y el Coronel Macedo puede ver que, desde las faldas y cumbres de los cerros, millares de personas contemplan cómo vuelan por los aires las últimas paredes de Canudos. No es un espectáculo que le interese y no se molesta en mirar; sigue caminando hacia el acantonamiento del Batallón de Voluntarios Bahianos, al pie de la Favela, inmediatamente detrás de las trincheras del Vassa Barris.
—La verdad, hay cosas que no entran en la cabeza, aunque uno la tenga grande —dice, escupiendo el mal sabor que le ha dejado la frustrada exploración—. Primero, mandar contar casas que ya no son casas sino ruinas. Y ahora, mandar dinamitar piedras y adobes. ¿Tú entiendes para qué estuvo contando las casas esa Comisión del Coronel Dantas Barreto?
Se habían pasado toda la mañana, entre las miasmas humeantes, y establecido que hubo cinco mil doscientas casas en Canudos.
—Se les ha armado un embrollo y no les sale la cuenta —se burla el Teniente Soares—. Calcularon cinco personas por casa. O sea, unos treinta mil yagunzos. Pero la Comisión del Coronel Dantas Barreto encontró apenas seiscientos cuarenta y siete cadáveres.
—Porque sólo contó cadáveres enteros —gruñe el Coronel Macedo—. Se olvidó de los pedazos, de los huesos, y así es como quedó la mayoría. Cada loco con su lema.