—Toda la intriga contra nosotros es barata, grotesca, de una vulgaridad total —dijo Gumucio.
—Pero le ha dado buenos resultados, hasta ahora. —El Barón echó un vistazo hacia el exterior: sí, los caballos estaban listos. Anunció a sus amigos que mejor seguía viaje de una vez, ya que había logrado su objetivo: convencer al hacendado más terco de Bahía. Iría a ver si Estela y Sebastiana podían partir. José Bernardo Murau le recordó entonces que un hombre, venido de Queimadas, lo esperaba desde hacía dos horas. El Barón lo había olvidado por completo. «Es cierto, es cierto», murmuró. Y ordenó que lo hicieran pasar.
Un instante después se recortó en la puerta la silueta de Rufino. Lo vieron quitarse el sombrero de paja, hacer una venia al dueño de casa y a Gumucio, ir hacia el Barón, inclinarse y besarle la mano.
—Cuánto me alegro de verte, ahijado —le dijo éste, palmeándolo con afecto—. Qué bueno que vinieras a vernos. ¿Cómo está Jurema? ¿Por qué no la trajiste? A Estela le hubiera gustado verla.
Advirtió que el guía permanecía cabizbajo, estrujando el sombrero y de pronto, lo notó terriblemente avergonzado. Sospechó entonces cuál podía ser el motivo de la visita de su antiguo peón.
—¿Le ha pasado algo a tu mujer? —preguntó—. ¿Está enferma Jurema? ' —Dame permiso para romper la promesa, padrino —dijo Rufino, de un tirón. Gumucio y Murau, que habían estado distraídos, se interesaron en el diálogo. En el silencio, que se había vuelto enigmático y tenso, el Barón demoró en darse cuenta que podía decir eso que oía, en saber qué le pedían.
—¿Jurema? —dijo, pestañeando, retrocediendo, escarbando en la memoria—. ¿Te ha hecho algo? ¿No te habrá abandonado, no, Rufino? ¿Quieres decir que lo ha hecho, que se ha ido con otro hombre?
La mata de pelos lacios y sucios que tenía delante, asintió casi imperceptiblemente. Ahora comprendió el Barón por qué Rufino le ocultaba los ojos. y supo el esfuerzo que estaba haciendo y cuánto padecía. Sintió compasión por él.
—¿Para qué, Rufino? —dijo, con un ademán apenado—. ¿Qué ganarías? Desgraciarte dos veces en lugar de una. Si se ha ido, en cierta forma se murió. se mató ella sola. Olvídate de Jurema. Olvídate un tiempo de Queimadas. también. Ya conseguirás otra mujer que te sea fiel. Ven con nosotros a Culumbí, donde tienes tantos amigos.
Gumucio y José Bernardo Murau esperaban con curiosidad la respuesta de Rufino. El primero se había servido un vaso de refresco y lo tenía junto a los labios, sin beber.
—Dame permiso para romper la promesa, padrino —dijo, al fin, el rastreador, sin levantar los ojos.
Una sonrisa cordial, de aprobación, brotó en Adalberto de Gumucio, que seguía muy atento la conversación entre el Barón y su antiguo servidor. José Bernardo Murau, en cambio, se había puesto a bostezar. El Barón se dijo que cualquier razonamiento sería inútil, que tenía que aceptar lo inevitable y decir sí o no, pero no engañarse tratando de hacer cambiar de decisión a Rufino. Aun así, intentó ganar tiempo:
—¿Quién se la ha robado? —murmuró—. ¿Con quién se ha ido? Rufino esperó un segundo antes de hablar.
—Un extranjero que vino a Queimadas —dijo. Hizo otra pausa y, con sabia lentitud, añadió —: Lo mandaron donde mí. Quería ir a Canudos, a llevarles armas a los yagunzos.
El vaso se desprendió de las manos de Adalberto de Gumucio y se hizo trizas a sus pies, pero ni el ruido ni las salpicaduras ni la lluvia de astillas distrajo a los tres hombres que, con los ojos muy abiertos, miraban asombrados al rastreador. Éste permanecía inmóvil, cabizbajo, callado, se hubiera dicho que ignorante del efecto que acababa de causar. El Barón fue el primero en reponerse.
—¿Un extranjero quería llevar armas a Canudos? —El esfuerzo que hacía por parecer natural estropeaba más su voz.
—Quería pero no fue —asintió la mata de pelos sucios. Rufino mantenía la postura respetuosa y miraba siempre al suelo—. El coronel Epaminondas lo mandó matar. Y lo cree muerto. Pero no lo está. Jurema lo salvó. Y ahora Jurema y él están juntos.
Gumucio y el Barón se miraron, maravillados, y José Bernardo Murau hacía esfuerzos por incorporarse de la mecedora, gruñendo algo. El Barón se levantó antes que él. Estaba pálido y las manos le temblaban. Ni siquiera ahora parecía advertir el rastreador la agitación que provocaba en los tres hombres.
—O sea que Galileo Gall está vivo —articuló, por fin, Gumucio, golpeándose una palma con el puño—. O sea que el cadáver quemado, la cabeza cortada y toda esa truculencia...
—No se la cortaron, señor —lo interrumpió Rufino y otra vez reinó un silencio eléctrico en la salita desarreglada—. Le cortaron los pelos largos que tenía. El que mataron era un alunado que asesinó a sus hijos. El extranjero está vivo.
Calló y aunque Adalberto de Gumucio y José Bernardo Murau le hicieron varias preguntas a la vez, y le pidieron detalles y le exigieron que hablara, Rufino guardó silencio. El Barón conocía bastante a la gente de su tierra para saber que el guía había dicho lo que tenía que decir y que nadie ni nada le sacaría una palabra más.
—¿Hay alguna otra cosa que puedas contarnos, ahijado? —Le había puesto una mano en el hombro y no disimulaba lo conmovido que estaba. Rufino movió la cabeza.
—Te agradezco que vinieras —dijo el Barón—. Me has hecho un gran servicio, hijo. A todos nosotros. Al país también, aunque tú no lo sepas.
La voz de Rufino volvió a sonar, más insistente que antes:
—Quiero romper la promesa que te hice, padrino.
El Barón asintió, apesadumbrado. Pensó que iba a dictar una sentencia de muerte contra alguien que tal vez era inocente, o que tenía razones poderosas y respetables, y que iba a sentirse mal y repelido por lo que iba a decir, y, sin embargo, no podía hacer otra cosa.
—Haz lo que tu conciencia te pida —murmuró—. Que Dios te acompañe y te perdone.
Rufino alzó la cabeza, suspiró, y el Barón vio que sus ojitos estaban ensangrentados y húmedos y que su cara era la de un hombre que ha sobrevivido a una terrible prueba. Se arrodilló y el Barón le hizo la señal de la cruz en la frente y le dio otra vez a besar su mano. El rastreador se levantó y salió de la habitación sin siquiera mirar a las otras dos personas.
El primero en hablar fue Adalberto de Gumucio:
—Me inclino y rindo honores —dijo, escrutando los pedazos de vidrio diseminados a sus pies—. Epaminondas es un hombre de grandes recursos. Es verdad, estábamos equivocados con él.
—Lástima que no sea de los nuestros —agregó el Barón. Pero, a pesar de lo extraordinario del descubrimiento que había hecho, no pensaba en Epaminondas Gonce, sino en Jurema, la muchacha que Rufino iba a matar, y en la pena que su mujer sentiría si lo llegaba a saber.
—L
A ORDENANZA
está ahí desde ayer —dice Moreira César, apuntando con su fuete el cartel que manda a la población civil declarar al Séptimo Regimiento todas las armas de fuego—. Y esta mañana, al llegar la Columna, fue pregonada antes del registro. Sabían a lo que se arriesgaban, señores.
Los prisioneros están atados espalda contra espalda, y no hay huellas de castigo en sus caras ni en sus torsos. Descalzos, sin sombreros, podrían ser padre e hijo, tío y sobrino, o dos hermanos, pues los rasgos del joven repiten los del más viejo y ambos tienen una manera semejante de mirar la mesita de campaña del tribunal que acaba de juzgarlos. De los tres oficiales que hicieron de jueces, dos se están yendo, con la prisa que vinieron y los sentenciaron, hacia las compañías que siguen llegando a Cansancao y se suman a las que ya acampan en el poblado. Sólo Moreira César está allí, junto al cuerpo del delito: dos carabinas, una caja de balas, una bolsita de pólvora. Los prisioneros, además de ocultar las armas, han atacado y herido a uno de los soldados que los arrestó. Toda la población de Cansancao —unas pocas decenas de campesinos — está en el descampado, detrás de soldados con la bayoneta calada que les impiden acercarse.
—Por esta basura, no valía la pena —la bota del Coronel roza las carabinas. No hay la menor animosidad en su voz. Se vuelve a un Sargento, que está a su lado y, como si le preguntara la hora, le dice —: Déles un trago de aguardiente.
Muy cerca de los prisioneros, apiñados, silenciosos, con caras de estupefacción o de susto, se hallan los corresponsales. Los que no tienen sombreros se protegen de la resolana con sus pañuelos. Más allá del descampado, se oyen los ruidos de rutina: zapatones y botas contra la tierra, cascos y relinchos, voces de orden, crujidos y risotadas. Se diría que a los soldados que llegan o que ya descansan les importa un comino lo que va a pasar. El Sargento ha destapado una botella y la acerca a la boca de los prisioneros. Ambos beben un largo trago.
—Quiero morir de tiro. Coronel —suplica, de pronto, el más joven. Moreira César mueve la cabeza.
—No gasto munición en traidores a la República —dice—. Coraje. Mueran como hombres.
Hace una seña y dos soldados desenvainan sus facas del cinto y avanzan. Actúan con precisión, con movimientos idénticos: cogen, cada cual con la mano izquierda, los pelos de un prisionero, de un tirón le echan la cabeza atrás y los degüellan al mismo tiempo de un tajo profundo, que corta en seco el quejido animal del joven y el alarido del viejo:
—¡Viva el Buen Jesús Consejero! ¡Viva Belo... !
Los soldados se arriman, como para cerrar el paso a los vecinos, que no se han movido. Algunos corresponsales han bajado la vista, otro mira anonadado y el periodista miope del
Jornal de Noticias
hace muecas. Moreira César observa los cuerpos caídos, teñidos de sangre.
—Que queden expuestos al pie de la Ordenanza —dice, con suavidad.
Y, en el acto, parece olvidar la ejecución. Con andar nervioso, rápido, se aleja por el descampado, hacia la cabaña donde le han preparado una hamaca. El grupo de periodistas se pone en movimiento, tras él, y le da alcance. Va en medio de ellos, serio, tranquilo, con la piel seca, a diferencia de los corresponsales, congestionados por el calor y la impresión. No se recuperan del impacto de esas gargantas seccionadas a pocos pasos de ellos: el significado de ciertas palabras, guerra, crueldad, sufrimiento, destino, ha desertado el abstracto dominio en que vivía y cobrado una carnalidad mensurable, tangible, que los enmudece. Llegan a la puerta de la cabaña. Un ordenanza presenta al Coronel un lavatorio, una toalla. El jefe del Séptimo Regimiento se enjuaga las manos y se refresca la cara. El corresponsal que anda siempre arropado balbucea:
—¿Se puede dar noticia de esta ejecución. Excelencia? Moreira César no oye o no se digna contestarle.
—En el fondo, el hombre sólo teme a la muerte —dice, mientras se seca, sin grandilocuencia, con naturalidad, como en las charlas que en las noches le oyen dar a grupos de sus oficiales—. Por eso, es el único castigo eficaz. A condición de que se aplique con justicia. Alecciona a la población civil y desmoraliza al enemigo. Suena duro, lo sé. Pero así se ganan las guerras. Hoy han tenido su bautismo de fuego. Ya saben de qué se trata, señores.
Los despide con la venia rapidísima, glacial, que han aprendido a reconocer como irreversible fin de entrevista. Les da la espalda e ingresa a la cabaña, en la que alcanzan a divisar un ajetreo de uniformes, un mapa desplegado y un puñado de adjuntos que hacen sonar los talones. Confusos, atormentados, descentrados, descruzan el descampado hacia el puesto de intendencia, donde, en cada descanso, reciben su ración, idéntica a la de los oficiales. Pero es seguro que hoy no probarán bocado.
Los cinco están muy cansados, por el ritmo de la marcha de la Columna. Tienen los fundillos resentidos, las piernas agarrotadas, la piel quemada por el sol de ese desierto arenoso, erizado de cactos y favela, que separa a Queimadas de Monte Santo. Se preguntan cómo aguantan los que marchan a pie, la inmensa mayoría del Regimiento. Pero muchos no aguantan: los han visto derrumbarse como fardos y ser llevados en peso a las carretas de la Sanidad. Ahora saben que esos exhaustos, una vez reanimados, son reprendidos severísimamente. «¿Ésta es la guerra?», piensa el periodista miope. Porque, antes de esta ejecución, no han visto nada que se parezca a la guerra. Por eso, no entienden la vehemencia con que el jefe del Séptimo Regimiento hace apurar a sus hombres. ¿Es ésta una carrera hacia un espejismo? ¿No había tantos rumores sobre las violencias de los yagunzos en el interior? ¿Dónde están? No han encontrado sino aldeas semidesiertas, cuya pobre humanidad los mira pasar con indiferencia y que, a sus preguntas, responde siempre con evasivas. La Columna no ha sido atacada, no se han oído tiros. ¿Es cierto que las reses desaparecidas han sido robadas por el enemigo, como asegura Moreira César? Ese hombre pequeño e intenso no les merece simpatía, pero les impresiona su seguridad, y que apenas coma y duerma, y la energía que no lo abandona un instante. Cuando, en las noches, se envuelven en las mantas para maldormir, lo ven todavía en pie, con el uniforme sin desabrochar ni remangar, recorriendo las hileras de soldados, deteniéndose a cambiar unas palabras con los centinelas o discutiendo con su Estado Mayor. Y, en las madrugadas, cuando suena la corneta y ellos, borrachos de sueño, abren los ojos, ya está él ahí, lavado y rasurado, interrogando a los mensajeros de la vanguardia o examinando las piezas de artillería, como si no se hubiera acostado. Hasta la ejecución de hace un momento, la guerra, para ellos, era él. Era el único que hablaba permanentemente de ella, con una convicción tal que llegaba a convencerlos, a hacer que la vieran rodearlos, asediarlos. Él los ha persuadido que muchos de esos seres impávidos, hambrientos —idénticos a los ejecutados—, que salen a verlos pasar, son cómplices del enemigo, y que tras esas miradas apagadas hay unas inteligencias que cuentan, miden, calculan, registran, y que esas informaciones van siempre por delante de ellos, rumbo a Canudos. El periodista miope recuerda que el viejo vitoreó al Consejero antes de morir y piensa: «A lo mejor es verdad. A lo mejor, todos ellos son el enemigo».
Esta vez, a diferencia de otros descansos, ninguno de los corresponsales se echa a cabecear. Permanecen, solidarios en su confusión y zozobra, junto al toldo de los ranchos, fumando, meditando, y el periodista del
Journal de Noticias
no aparta la vista de los cadáveres estirados al pie del tronco donde bailotea la Ordenanza que desobedecieron. Una hora después están de nuevo a la cabeza de la Columna, inmediatamente detrás de los estandartes y del Coronel Moreira César, rumbo a esa guerra que para ellos, ahora sí, ha comenzado.