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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La guerra del fin del mundo (28 page)

BOOK: La guerra del fin del mundo
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Trataré de aguantar, Coronel. —El periodista miope se retira y se adelantan el Coronel Tamarindo y el Mayor Cunha Matos, que esperaban detrás de él.

—La vanguardia acaba de ponerse en marcha —dice el Coronel Tamarindo.

El Mayor explica que las patrullas del Capitán Ferreira Rocha han reconocido la ruta hasta Tanquinho y que no hay rastro de yagunzos, pero que está llena de desniveles y accidentes que van a dificultar el paso de la artillería. Los exploradores de Ferreira Rocha están viendo si hay manera de evitar esos obstáculos y, de todos modos, se ha adelantado una sección de zapadores a allanar el camino.

—¿Repartió bien a los presos? —le pregunta Moreira César.

—En compañías distintas y con prohibición expresa de verse o hablarse entre ellos —asiente el Mayor.

—Ha partido también el convoy del ganado —dice el Coronel Tamarindo. Y, después de vacilar un momento —: Febronio de Brito estaba muy ofuscado. Tuvo una crisis de llanto.

—Otro se hubiera suicidado —es todo el comentario de Moreira César. Se levanta y un ordenanza se apresura a recoger los papeles de la mesa que le ha servido de escritorio. El Coronel, seguido de sus oficiales, se dirige hacia la salida. Hay gente que corre, para verlo, pero él, antes de llegar a la puerta, recuerda algo, cambia de dirección y va hacia la banca donde esperan los Concejales de Queimadas. Éstos se ponen de pie. Son hombres rústicos, agricultores o modestos comerciantes, que han vestido sus mejores ropas y encerado sus zapatos en señal de respeto. Llevan los sombreros en las manos y se los nota cohibidos.

—Gracias por la hospitalidad y la colaboración, señores. —El Coronel los confunde en una sola mirada convencional y casi ciega—. El Séptimo Regimiento no olvidará el afecto de Queimadas. Les recomiendo a la tropa que queda aquí.

No tienen tiempo de responderle pues, en vez de despedirse de cada uno, hace un saludo general, llevándose la mano derecha al quepis, y da media vuelta hacia la salida.

La aparición de Moreira César y de su comitiva, en la calle, donde está formado el Regimiento —las compañías se pierden a lo lejos, alineadas una detrás de otra, junto a los rieles del ferrocarril — provoca aplausos y vítores. Los centinelas atajan a los curiosos que quieren acercarse. El hermoso caballo blanco relincha, impaciente por partir. Suben a sus cabalgaduras Tamarindo, Cunha Matos, Olimpio de Castro y la escolta y los corresponsales, ya montados, rodean al Coronel. Éste relee el telegrama que ha dictado para el Supremo Gobierno: «El Séptimo Regimiento inicia hoy, 8 de febrero, su campaña en defensa de la soberanía brasileña. Ni un solo caso de indisciplina en la tropa. Nuestro único temor es que Antonio Consejero y los facciosos restauradores no nos esperen en Canudos. Viva la República». Le pone sus iniciales, para que el telegrafista lo despache de inmediato. Hace luego una señal al Capitán Olimpio de Castro, quien da una orden a los cornetas. Éstos ejecutan un toque penetrante y lúgubre que escarapela la madrugada.

—Es el toque del Regimiento —dice Cunha Matos al corresponsal canoso, que está a su lado.

—¿Tiene un nombre? —pregunta la vocecita fastidiosa del hombre del
Jornal de Noticias.
Ha adosado a su mula una gran bolsa, para el tablero de escribir, que da al animal una silueta masurpial.

—Toque de Carga y Degüello —dice Moreira César—. El Regimiento lo toca desde la guerra del Paraguay, cuando, por falta de munición, tenía que atacar a sable, bayoneta y faca.

Da la orden de partida con la mano derecha. Mulas, hombres, caballos, carromatos, armas, se ponen en movimiento entre bocanadas de polvo que un ventarrón manda a su encuentro. Al salir de Queimadas los distintos cuerpos de la Columna van muy unidos y sólo los diferencian los colores de los pendones que llevan sus escoltas. Pronto, los uniformes de oficiales y soldados son igualados por el terral que obliga a todos a bajar las viseras de gorros y quepis y, a muchos, a amarrarse pañuelos a la boca. Poco a poco, batallones, compañías y secciones se van distanciando y lo que, al dejar la estación, parecía un organismo compacto, una larga serpiente ondulando por la tierra agrietada, entre troncos de favela resecos, estalla en miembros independientes, serpientes hijas que también se alejan unas de otras, perdiéndose de vista por momentos y volviéndose a avistar, según las anfractuosidades del terreno. Hay constantes jinetes que suben y bajan, tendiendo un sistema circulatorio de informaciones, órdenes, averiguaciones, entre las partes de ese todo diseminado cuya cabeza, a las pocas horas de marcha, presiente ya, a lo lejos, la primera población del trayecto: Pau Seco. La vanguardia, comprueba el Coronel Moreira César a través de sus prismáticos, ha dejado allí, entre las cabañitas, huellas de su paso: un banderín y dos soldados que lo esperan sin duda con mensajes.

Los escoltas se adelantan unos metros al Coronel y a su Estado Mayor; detrás de éstos, pegote exótico en esa sociedad uniformada, van los corresponsales que, al igual que muchos oficiales, han desmontado y caminan conversando. Exactamente al medio de la Columna se halla la batería de cañones.

—El detalle maestro fue el arco triunfal en la estación de la Calzada llamándonos salvadores —recuerda Tamarindo—. Unos días antes se oponían frenéticamente a que el Ejército Federal interviniera en Bahía y después nos echan flores por las calles y el Barón de Cañabrava nos manda decir que viaja a Calumbí para poner su hacienda a disposición del Regimiento.

Se ríe, de buena gana, pero su buen humor no contagia a Moreira César.

—Eso significa que el Barón es más inteligente que sus amigos —dice—. No podía impedir que Río interviniera en un caso flagrante de insurrección. Entonces, opta por el patriotismo, para que los republicanos no lo desplacen. Distraer y confundir por ahora para intentar después otro zarpazo. El Barón tiene buena escuela: la escuela inglesa, señores.

Encuentran a Pau Seco desierto de gente, de cosas, de animales. Dos soldados, junto al tronco sin ramas donde bailotea el banderín que dejó la vanguardia, saludan. Moreira César frena su caballo y pasa la vista por las viviendas de barro, cuyo interior se divisa por puertas abiertas o arrancadas. De una de ellas emerge una mujer sin dientes, descalza, con una túnica por entre cuyos agujeros se le ve el pellejo oscuro. Dos criaturas raquíticas, de ojos vidriosos, una de las cuales está desnuda y tiene el vientre hinchado, se prenden de su cuerpo. Miran con asombro a los soldados. Moreira César, desde lo alto del caballo, sigue observándolas: parecen la encarnación del desamparo. Su cara se contrae en una expresión en la que se mezclan la tristeza, la cólera, el rencor. Siempre mirándolas, ordena a uno de los escoltas:

—Que les den de comer. —Y se vuelve a sus lugartenientes —: ¿Ven ustedes en qué estado tienen a la gente de su país?

Hay una vibración en su voz y sus ojos relampaguean. En un gesto intempestivo saca la espada del cinto y se la lleva a la cara, como si fuera a besarla. Los corresponsales ven entonces, alargando las cabezas, que el jefe del Séptimo Regimiento, antes de reanudar la marcha, hace con su espada ese saludo que se hace en los desfiles a la bandera y a la máxima autoridad, a los tres miserables pobladores de Pau Seco.

Las palabras incomprensibles habían estado brotando, por ráfagas, desde que lo encontraron junto a la mujer triste y el cadáver de la mula que picoteaban los urubús. Esporádicas, vehementes, tronantes, o apagadas, susurradas, secretas, brotaban de día y de noche asustando a veces al Idiota que se ponía a temblar. La Barbuda le dijo a Jurema después de olfatear al hombre de los pelos rojos: «Tiene fiebres delirantes, como las que mataron a Dádiva. Se morirá hoy, a más tardar». Pero no se había muerto, aunque a ratos blanqueaba los ojos y parecía venir el estertor final. Luego de permanecer inmóvil, volvía a retorcerse haciendo muecas y a pronunciar las palabras que para ellos eran sólo ruidos. A ratos, abría los ojos y los miraba con atolondramiento. El Enano se empeñó en que hablaba lengua de gitanos y la Barbuda en que se parecía al latín de las misas.

Cuando Jurema preguntó si podía ir con ellos la Barbuda consintió, tal vez por compasión, tal vez por simple inercia. Entre los cuatro treparon al forastero al carromato, junto a la cesta de la cobra, y reanudaron la marcha. Los nuevos acompañantes les trajeron suerte pues, al atardecer, en la alquería de Quererá, les convidaron de comer. Una viejecita echó humo sobre Galileo Gall, le puso hierbas en las heridas, le dio un cocimiento y dijo que se curaría. Esa noche la Barbuda entretuvo a los vaqueros con la cobra, el Idiota hizo payaserías y el Enano les contó los cuentos de los caballeros. Continuaron viaje y, en efecto, el forastero empezó a tragar los bocados que le daban. La Barbuda le preguntó a Jurema si era su mujer. No, no lo era: él la había desgraciado, en ausencia de su marido, y después de eso qué le quedaba sino seguirlo. «Ahora entiendo por qué eres triste», comentó el Enano con simpatía.

Fueron en dirección Norte, guiados por una buena estrella pues a diario encontraban que comer. Al tercer día, dieron función en la feria de un caserío. Lo que más le gustó a la gente fueron las barbas de la Barbuda: pagaban por comprobar que no eran postizas y tocarle de paso las tetas y verificar que era mujer. El Enano, mientras tanto, les contaba su vida desde que era una niñita normal, allá en el Ceará, y cómo se convirtió en vergüenza de su familia el día que comenzaron a salirle vellos en la espalda, los brazos, las piernas y la cara. Empezó a decirse que había pecado de por medio, que era hija de sacristán o del Can. La niña tragó vidrio picado de matar perros con rabia. Pero no murió y vivió como hazmerreír hasta que llegó el Rey del Circo, el Gitano, que la recogió y la hizo artista. Jurema creía que era una fantasía del Enano pero éste le aseguró que era la pura verdad. Se sentaban a conversar, a veces, y como el Enano era amable y le inspiraba confianza ella le habló de su infancia en la hacienda de Calumbí, al servicio de la esposa del Barón de Cañabrava, una mujer bellísima y buenísima. Había sido triste que Rufino, su marido, en vez de quedarse con el Barón, se fuera a Queimadas y se dedicara a pistero, odioso oficio que lo tenía viajando. Y, más triste, no haberle podido dar un hijo. ¿Por qué la habría castigado Dios, impidiéndole engendrar? «¿Quién sabe?», murmuró el Enano. Las decisiones de Dios eran, a veces, difíciles de comprender.

Días después, acamparon en Ipupiará, encrucijada de trochas. Acababa de ocurrir una desgracia. Un morador, atacado de locura, había matado a sus hijos y. luego, se mató él también, con su machete. Como era el entierro de los niños-mártires, los cirqueros no dieron función, aunque pregonaron una para la noche siguiente. El pueblo era pequeño pero con un almacén donde venía a aprovisionarse toda la región.

En la mañana llegaron los capangas. Venían montados y su cabalgata, apresurada y piafante, despertó a la Barbuda que gateó bajo la carpa para ver quiénes eran. En todas las viviendas de Ipupirá había curiosos, sorprendidos como ella por esa aparición. Vio a seis jinetes armados; eran capangas y no cangaceiros ni guardias rurales por la manera como iban vestidos y porque, en las ancas de sus animales, se veía muy clara la misma marca de una hacienda. El que iba al frente —un encuerado — desmontó y la Barbuda vio que se dirigía hacia ella. Jurema acababa de incorporarse de la manta. La sintió temblar y la vio desencajada, con la boca entreabierta. «¿Es tu marido?», le preguntó. «Es Caifás», dijo la muchacha. «¿Va a matarte?», insistió la Barbuda. Pero, en vez de contestarle, Jurema salió a cuatro manos de la carpa, se irguió y fue al encuentro del capanga. Éste se detuvo a esperarla. El corazón de la Barbuda se agitó, pensando que el encuerado —era un hombre huesudo y tostado, de mirada fría — la golpearía, la patearía y tal vez le clavaría la faca antes de venir a clavársela al hombre de los pelos rojos al que sentía removerse en el carromato. Pero no, no la golpeó. Más bien, se quitó el sombrero y le hizo el saludo que se hace a alguien que se respeta. Desde sus caballos, los cinco hombres miraban ese diálogo que para ellos, como para la Barbuda, sólo era un movimiento de los labios. ¿Qué se decían? El Enano y el idiota se habían despertado y también espiaban. Luego de un momento, Jurema se volvió y señaló el carromato donde dormía el forastero herido.

El encuerado, seguido por la muchacha, fue hacia el carromato, metió la cabeza bajo el toldo y la Barbuda vio que inspeccionaba con indiferencia al hombre que, dormido o despierto, seguía hablando con los fantasmas. El jefe de los capangas tenía los ojos quietos de los que saben matar, los mismos que la Barbuda había visto en el bandido Pedrão aquella vez que venció y mató al Gitano. Jurema, muy pálida, esperaba que el capanga terminara la inspección. Por fin, éste se volvió hacia ella, le habló, Jurema asintió y el hombre entonces indicó a los jinetes que desmontaran. Jurema se acercó a la Barbuda y le pidió las tijeras. Mientras las buscaba, la Barbuda susurró: «¿No te va a matar?» Jurema dijo que no. Y, con las tijeras que habían sido de Dádiva en la mano, se encaramó en el carromato. Los capangas, llevando a sus caballos de las riendas, se dirigían al almacén de Ipupiará. La Barbuda se atrevió a acercarse a ver qué hacía Jurema, y tras ella vino el Enano y tras éste el Idiota.

Arrodillada junto a él —ambos cabían apenas en el angosto espacio — la muchacha cortaba, a ras del cráneo, los pelos del forastero. Lo hacía sujetando con una mano las matas rojizas y enruladas y las tijeras chirriaban. Había manchas de sangre coagulada en la levita negra de Galileo Gall, desgarraduras, polvo y excremento de pájaros. Estaba de espaldas, entre trapos y cajas de colores, anillas, tiznes y sombreritos de cartón con medialunas y estrellas. Tenía los ojos cerrados, la barba crecida y también con sangre reseca y, como le habían quitado las botas, los dedos de sus pies asomaban por los agujeros de las medias, grandes, blanquísimos y con las uñas sucias. La herida de su cuello desaparecía bajo la venda y las hierbas de la curandera. El Idiota se echó a reír y, aunque la Barbuda lo codeó, siguió riéndose. Lampiño, escuálido, de ojos idos, con la boca abierta y un hilo de baba colgando de los labios, se retorcía con las carcajadas. Jurema no le prestó atención, pero, en cambio, el forastero abrió los ojos. Su cara se contrajo en una expresión de sorpresa, de dolor o terror por lo que le hacían, pero la debilidad no le permitió incorporarse, sólo moverse en el sitio y emitir uno de esos ruidos incomprensibles para los cirqueros.

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