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Wonderful
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lo imitó el político, con los ojos brillantes.
H
ABÍA PREDICHO
tanto el Consejero, en sus sermones, que las fuerzas del Perro vendrían a prenderlo y a pasar a cuchillo a la ciudad, que nadie se sorprendió en Canudos cuando supieron, por peregrinos venidos a caballo de Joazeiro, que una compañía del Noveno Batallón de Infantería de Bahía había desembarcado en aquella localidad, con la misión de capturar al santo.
Las profecías empezaban a ser realidad, las palabras hechos. El anuncio tuvo un efecto efervescente, puso en acción a viejos, jóvenes, hombres, mujeres. Las escopetas y carabinas, los fusiles de chispa que debían ser cebados por el caño fueron inmediatamente empuñados y colocadas todas las balas en las cartucheras, a la vez que en los cinturones aparecían como por ensalmo facas y cuchillos y en las manos hoces, machetes, lanzas, punzones, hondas y ballestas de cacería, palos, piedras.
Esa noche, la del comienzo del fin del mundo, todo Canudos se aglomeró en torno al Templo del Buen Jesús —un esqueleto de dos pisos, con torres que crecían y paredes que se iban rellenando — para escuchar al Consejero. El fervor de los elegidos saturaba el aire. Aquél parecía más retirado en sí mismo que nunca. Luego de que los peregrinos de Joazeiro le comunicaron la noticia, no hizo el menor comentario, y prosiguió vigilando la colocación de las piedras, el apisonamiento del suelo y las mezclas de arena y guijarros para el Templo con absoluta concentración, sin que nadie se atreviera a interrogarlo. Pero todos sentían, mientras se alistaban, que esa silueta ascética los aprobaba. Y todos sabían, mientras aceitaban las ballestas, limpiaban el alma de las espingardas y los trabucos y ponían a secar la pólvora, que esa noche el Padre, por boca del Consejero, los instruiría.
La voz del santo resonó bajo las estrellas, en la atmósfera sin brisa que parecía conservar más tiempo sus palabras, tan serena que disipaba cualquier temor. Antes de la guerra, habló de la paz, de la vida venidera, en la que desaparecerían el pecado y el dolor. Derrotado el Demonio, se establecería el Reino del Espíritu Santo, la última edad del mundo antes del Juicio Final. ¿Sería Canudos la capital de ese Reino? Si lo quería el Buen Jesús. Entonces, se derogarían las leyes impías de la República y los curas volverían, como en los primeros tiempos, a ser pastores abnegados de sus rebaños. Los sertones verdecerían con la lluvia, habría maíz y reses en abundancia, todos comerían y cada familia podría enterrar a sus muertos en cajones acolchados de terciopelo. Pero, antes, había que derrotar al Anticristo. Era preciso fabricar una cruz y una bandera con la imagen del Divino para que el enemigo supiera de qué lado estaba la verdadera religión. E ir a la lucha como habían ido los Cruzados a rescatar Jerusalén: cantando, rezando, vitoreando a la Virgen y a Nuestro Señor. Y como éstos vencieron, también vencerían a la República los cruzados del Buen Jesús.
Nadie durmió esa noche en Canudos. Unos rezando, otros aprestándose, todos permanecieron de pie, mientras manos diligentes clavaban la cruz y cosían la bandera. Estuvieron listas antes del amanecer. La cruz medía tres varas por dos de ancho y la bandera eran cuatro sábanas unidas en las que el Beatito pintó una paloma blanca, con las alas abiertas, y el León de Natuba escribió, con su preciosa caligrafía, una jaculatoria. Salvo un puñado de personas designadas por Antonio Vilanova para permanecer en Canudos, a fin de que no se interrumpiera la construcción del Templo (se trabajaba día y noche, salvo los domingos), todo el resto de la población partió, con las primeras luces, en dirección a Bendengó y Joazeiro, parar probar a los adalides del mal que el bien todavía tenía defensores en la tierra. El Consejero no los vio partir, pues estaba rezando por ellos en la iglesia de San Antonio.
Debieron andar diez leguas para encontrar a los soldados. Las anduvieron cantando, rezando y vitoreando a Dios y al Consejero. Descansaron una sola vez, luego de pasar el monte Cambaio. Los que sentían una urgencia, salían de las torcidas filas a escabullirse detrás de un roquedal y luego alcanzaban a los demás a la carrera. Recorrer ese terreno llano y reseco les tomó un día y una noche sin que nadie pidiera otro alto para descansar. No tenían plan de batalla. Los raros viajeros se asombraban de saber que iban a la guerra. Parecían una multitud festiva; algunos se habían puesto sus trajes de feria. Tenían armas y lanzaban mueras al Diablo y a la República, pero aun en esos momentos el regocijo de sus caras amortiguaba el odio de sus gritos. La cruz y la bandera abrían la marcha, cargada la primera por el ex-bandido Pedrão y la segunda por el ex-esclavo João Grande, y detrás de ellos María Quadrado y Alejandrinha Correa llevaban la urna con la imagen del Buen Jesús pintada en tela por el Beatito, y, atrás, dentro de una polvareda, apelotonados, difusos, venían los elegidos. Muchos acompañaban las letanías soplando los canutos que antaño servían de cachimbas y que los pastores horadaban para silbar a los rebaños.
En el curso de la marcha, imperceptiblemente, obedeciendo a una convocatoria de la sangre, la columna se fue reordenando, se fueron agrupando las viejas pandillas, los habitantes de un mismo caserío, los de un barrio, los miembros de una familia, como si, a medida que se acercaba la hora, cada cual necesitara la presencia contigua de lo conocido y probado en otras horas decisivas. Los que habían matado se fueron adelantando y ahora, mientras se acercaban a ese pueblo llamado Uauá por las luciérnagas que lo alumbran de noche, João Abade, Pajeú, Táramela, José Venancio, los Macambira y otros alzados y prófugos rodeaban la cruz y la bandera, a la cabeza de la procesión o ejército, sabiendo, sin que nadie se los hubiera dicho, que ellos por su veteranía y sus pecados eran los llamados a dar el ejemplo a la hora de la embestida.
Pasada la medianoche, un aparcero les salió al encuentro para advertirles que en Uauá acampaban los ciento cuatro soldados, llegados de Joazeiro la víspera. Un extraño grito de guerra —¡Viva el Consejero!, ¡Viva el Buen Jesús! — conmovió a los elegidos, que, azuzados por el júbilo, apresuraron el paso. Al amanecer avistaban Uauá, puñado de casitas que era el alto obligatorio de los troperos que iban de Monte Santo a Curacá. Empezaron a entonar letanías a San Juan Bautista, patrono del pueblo. La columna se apareció de pronto a los soñolientos soldados que hacían de centinelas a orillas de una laguna, en las afueras. Luego de mirar unos segundos, incrédulos, echaron a correr. Rezando, cantando, soplando los canutos, los elegidos entraron a Uauá, sacando del sueño para arrojar a una realidad de pesadilla al centenar de soldados que habían tardado doce días en llegar hasta allá y no entendían esos rezos que los despertaban. Eran los únicos pobladores de Uauá, todos los vecinos habían huido durante la noche y estaban ahora, entre los cruzados, dando vueltas a los tamarindos de la Plaza, viendo asomar las caras de los soldados en las puertas y ventanas, midiendo su sorpresa, sus dudas entre disparar o correr o volver a sus hamacas y camastros a dormir.
Una voz de mando rugiente, que quebró el cocorocó de un gallo, desató el tiroteo. Los soldados disparaban apoyando los fusiles en los tabiques de los ranchos y comenzaron a caer, bañados en sangre, los elegidos. La columna se fue deshaciendo, grupos intrépidos se abalanzaban, detrás de João Abade, de José Venancio, de Pajeú, a asaltar las viviendas y otros corrían a escudarse en los ángulos muertos o a ovillarse entre los tamarindos mientras los demás seguían desfilando. También los elegidos disparaban. Es decir, los que tenían carabinas y trabucos y los que conseguían cargar de pólvora las espingardas y divisar un blanco en la polvareda. Ni la cruz ni la bandera, en las varias horas de lucha y confusión, dejaron de estar erecta la una y danzante la otra, en medio de una isla de cruzados que, aunque acribillada, subsistió, compacta, fiel, en torno a esos emblemas en los que, más tarde, todos verían el secreto de la victoria. Porque ni Pedrão, ni João Grande, ni la Madre de los Hombres, que llevaba la urna con la cara del Hijo, murieron en la refriega.
La victoria no fue rápida. Hubo muchos mártires es esas horas ruidosas. A las carreras y a los disparos sucedían paréntesis de inmovilidad y silencio que, un momento después, eran de nuevo violentados. Pero antes de media mañana los hombres del Consejero supieron que habían vencido, cuando vieron unas figurillas desaladas, a medio vestir, que, por orden de sus jefes o porque el miedo los había vencido antes que los yagunzos, escapaban a campo traviesa, abandonando armas, guerreras, polainas, botines, morrales. Les dispararon, sabiendo que no los alcanzarían, pero a nadie se le ocurrió perseguirlos. Poco después huían los otros soldados y, al escapar, algunos caían en los nidos de yagunzos que se habían formado en las esquinas, donde eran ultimados a palazos y cuchilladas en un santiamén. Morían oyéndose llamar canes, diablos, y pronosticar que sus almas se condenarían al mismo tiempo que sus cuerpos se pudrían.
Permanecieron algunas horas en Uauá, luego de la victoria. La mayoría, adormecidos, apoyados unos en otros reponiéndose de la fatiga de la marcha y de la tensión de la pelea. Algunos, por iniciativa de João Abade, registraban las casas en busca de los fusiles, municiones, bayonetas y cartucheras abandonados por los soldados. María Quadrado, Alejandrinha Correa y Gertrudis, una vendedora de Terehinha que había recibido una bala en el brazo y seguía igual de activa, iban envolviendo en hamacas los cadáveres de los yagunzos para llevárselos a enterrar a Canudos. Las curanderas, los yerbateros, las comadronas, los hueseros, los espíritus serviciales rodeaban a los heridos, limpiándoles la sangre, vendándolos o, simplemente, ofreciéndoles oraciones y conjuros contra el dolor.
Cargando sus muertos y heridos y siguiendo el cauce del Vassa Barris, esta vez menos de prisa, los elegidos desanduvieron las diez leguas. Ingresaron día y medio después en Canudos, dando vivas al Consejero, aplaudidos, abrazados y sonreídos por los que se quedaron trabajando en el Templo. El Consejero, que había permanecido sin comer ni beber desde su partida, dio los consejos esa tarde desde un andamio de las torres del Templo. Rezó por los muertos, agradeció al Buen Jesús y al Bautista la victoria, y habló de cómo el mal echó raíces en la tierra. Antes del tiempo, todo lo ocupaba Dios y el espacio no existía. Para crear el mundo, el Padre había debido retirarse en sí mismo a fin de hacer un vacío y la ausencia de Dios causó el espacio donde surgieron, en siete días, los astros, la luz, las aguas, las plantas, los animales y el hombre. Pero al crearse la tierra mediante la privación de la divina sustancia se habían creado, también, las condiciones propicias para que lo más opuesto al Padre, es decir el pecado, tuviera una patria. Así, el mundo nació maldito, como tierra del Diablo. Pero el Padre se apiadó de los hombres y envió a su Hijo a reconquistar para Dios ese espacio terrenal donde estaba entronizado el Demonio.
El Consejero dijo que una de las calles de Canudos se llamaría San Juan Bautista, como el patrono de Uauá.
—El Gobernador Viana está enviando a Canudos una nueva expedición —dice Epaminondas Goncalves—. Al mando de alguien que conozco, el Mayor Febronio de Brito. Esta vez no se trata de unos cuantos soldados, como los que fueron atacados en Uauá, sino de un Batallón. Deben salir de Bahía en cualquier momento, a lo mejor lo han hecho ya. Queda poco tiempo.
—Puedo partir mañana mismo —responde Galileo Gall—. El guía está esperando. ¿Trajo las armas?
Epaminondas ofrece a Gall un tabaco, quien lo rechaza con un movimiento de cabeza. Están sentados en unos sillones de mimbre, en la destartalada terraza de una finca situada en algún lugar entre Queimadas y Jacobina, hasta donde ha guiado a Gall un jinete encuerado de nombre bíblico —Caifás — que lo hacía dar vueltas y revueltas por la caatinga, como si quisiera confundirlo. Es el atardecer; más allá de la balaustrada de madera, hay una fila de palmeras reales, un palomar, unos corrales. El sol, una bola rojiza, incendia el horizonte. Epaminondas Goncalves chupa su tabaco con parsimonia.
—Dos decenas de fusiles franceses, de buena calidad —murmura, mirando a Gall a través del humo—. Y diez mil cartuchos. Caifás lo llevará en el carromato hasta las afueras de Queimadas. Si no está muy cansado, lo mejor es que regrese esta noche con las armas, para seguir a Canudos mañana mismo. Galileo Gall asiente. Está cansado pero le bastarán unas horas de sueño para recuperarse. Hay tantas moscas en la terraza que tiene una mano ante la cara, espantándolas. Pese a la fatiga, se siente colmado; la espera comenzaba a exasperarlo y temía que el político republicano hubiera cambiado de planes. Esa mañana, cuando intempestivamente el encuerado lo sacó de la Pensión Nuestra Señora de las Gracias, con la contraseña convenida, se sintió tan animado que olvidó incluso desayunar. Ha hecho el viaje hasta aquí sin beber ni comer, bajo un sol de plomo.
—Siento haberlo hecho esperar tantos días, pero reunir y traer las armas hasta aquí resultó bastante complicado —dice Epaminondas Goncalves—. ¿Vio la campaña para las elecciones municipales, en algunos pueblos?
—Vi que el Partido Autonomista Bahiano gasta más dinero en propaganda que ustedes —bosteza Gall.
—Tiene todo el que haga falta. No sólo el de Viana, también el de la Gobernación y el del Parlamento de Bahía. Y, sobre todo, el del Barón.
—¿Rico como un Creso el Barón, no es verdad? —se interesa Gall, de pronto—. Un personaje antediluviano, sin duda, una curiosidad arqueológica. He sabido algunas cosas de él, en Queimadas. Por Rufino, el guía que me recomendó usted. Su mujer pertenecía al Barón. Pertenecía, sí, como una cabra o una ternera. Se la regaló para que fuera su esposa. El propio Rufino habla de él como si también hubiera sido propiedad suya. Sin rencor, con gratitud perruna. Interesante, señor Goncalves. La Edad Media está viva aquí.
—Contra eso luchamos, por eso queremos modernizar esta tierra —dice Epaminondas, soplando la ceniza de su tabaco—. Por eso ha caído el Imperio, para eso es la República.
«Contra eso luchan los yagunzos, más bien» lo corrige mentalmente Galileo Gall, sintiendo que se va a quedar dormido en cualquier momento. Epaminondas Goncalves se pone de pie.
—¿Qué le ha dicho usted al guía? —pregunta, paseando por la terraza. Han comenzado a cantar los grillos y ya no hace calor.