C
UANDO
Lelis Piedades, el abogado del Barón de Cañabrava, ofició al Juzgado de Salvador que la hacienda de Canudos había sido invadida por maleantes, el Consejero llevaba allá tres meses. Por los sertones había corrido la noticia de que en ese sitio cercado de montes pedregosos, llamado Canudos por las cachimbas de canutos que fumaban antaño los lugareños, había echado raíces el santo que peregrinó a lo largo y a lo ancho del mundo por un cuarto de siglo. El lugar era conocido por los vaqueros, pues los ganados solían pernoctar a las orillas del Vassa Barris. En las semanas y meses siguientes se vio a grupos de curiosos, de pecadores, de enfermos, de vagos, de huidos que, por el Norte, el Sur, el Este y el Oeste se dirigían a Canudos con el presentimiento o la esperanza de que allí encontrarían perdón, refugio, salud, felicidad.
A la mañana siguiente de llegar, el Consejero empezó a construir un Templo que, dijo, sería todo de piedra, con dos torres muy altas, y consagrado al Buen Jesús. Decidió que se elevara frente a la vieja Iglesia de San Antonio, capilla de la hacienda. «Que levanten las manos los ricos», decía, predicando a la luz de una fogata, en la incipiente aldea. «Yo las levanto. Porque soy hijo de Dios, que me ha dado un alma inmortal, que puede merecer el cielo, la verdadera riqueza. Yo las levanto porque el Padre me ha hecho pobre en esta vida para ser rico en la otra. ¡Que levanten las manos los ricos!» En las sombras chisporroteantes emergía entonces, de entre los harapos y los cueros y las raídas blusas de algodón, un bosque de brazos. Rezaban antes y después de los consejos y hacían procesiones entre las viviendas a medio hacer y los refugios de trapos y tablas donde dormían, y en la noche sertanera se los oía vitorear a la Virgen y al Buen Jesús y dar mueras al Can y al Anticristo. Un hombre de Mirandela, que preparaba fuegos artificiales en las ferias —Antonio el Fogueteiro — fue uno de los primeros romeros y, desde entonces, en las procesiones de Canudos se quemaron castillos y reventaron cohetes.
El Consejero dirigía los trabajos del Templo, asesorado por un maestro albañil que lo había ayudado a restaurar muchas capillas y a construir desde sus cimientos la Iglesia del Buen Jesús, en Crisópolis, y designaba a los penitentes que irían a picar piedras, cernir arena o recoger maderas. Al atardecer, después de una cena frugal —si no estaba ayunando — que consistía en un mendrugo de pan, alguna fruta, un bocado de farinha y unos sorbos de agua, el Consejero daba la bienvenida a los recién llegados, exhortaba a los otros a ser hospitalarios, y luego del Credo, el Padrenuestro y los Avemarías, su voz elocuente les predicaba la austeridad, la mortificación, la abstinencia, y los hacía partícipes de visiones que se parecían a los cuentos de los troveros. El fin estaba cerca, se podía divisar como Canudos desde el Alto de Favela. La República seguiría mandando hordas con uniformes y fusiles para tratar de prenderlo, a fin de impedir que hablara a los necesitados, pero, por más sangre que hiciera correr, el Perro no mordería a Jesús. Habría un diluvio, luego un terremoto. Un eclipse sumiría al mundo en tinieblas tan absolutas que todo debería hacerse al tacto, como entre ciegos, mientras a lo lejos retumbaba la batalla. Millares morirían de pánico. Pero, al despejarse las brumas, un amanecer diáfano, las mujeres y los hombres verían a su alrededor, en las lomas y montes de Canudos, al Ejército de Don Sebastián. El gran Rey habría derrotado a las carnadas del Can, limpiado el mundo para el Señor. Ellos verían a Don Sebastián, con su relampagueante armadura y su espada; verían su rostro bondadoso, adolescente, les sonreía desde lo alto de su cabalgadura enjaezada de oro y diamantes, y lo verían alejarse, cumplida su misión redentora, para regresar con su Ejército al fondo del mar.
Los curtidores, los aparceros, los curanderos, los mercachifles, las lavanderas, las comadronas y las mendigas que habían llegado hasta Canudos después de muchos días y noches de viaje, con sus bienes en un carromato o en el lomo de un asno, y que estaban ahora allí, agazapados en la sombra, escuchando y queriendo creer, sentían humedecérseles los ojos. Rezaban y cantaban con la misma convicción que los antiguos peregrinos; los que no sabían aprendían de prisa los rezos, los cantos, las verdades. Antonio Vilanova, el comerciante de Canudos, era uno de los más ansiosos por saber; en las noches, daba largos paseos por las orillas del río o de los recientes sembríos con Antonio el Beatito, quien, pacientemente, le explicaba los mandamientos y las prohibiciones de la religión que él, luego, enseñaba a su hermano Honorio, su mujer Antonia, su cuñada Asunción y los hijos de las dos parejas.
No faltaba que comer. Había granos, legumbres, carnes, y, como el Vassa Barris tenía agua, se podía sembrar. Los que llegaban traían provisiones y de otros pueblos solían mandarles aves, conejos, cerdos, cereales, chivos. El Consejero pidió a Antonio Vilanova que almacenara los alimentos y vigilara su reparto entre los desvalidos. Sin directivas específicas, pero en función de las enseñanzas del Consejero, la vida se fue organizando, aunque no sin tropiezos. El Beatito se encargaba de instruir a los romeros que llegaban y de recibir sus donativos, siempre que no fueran en dinero. Los reis de la República que donaban tenían que ir a gastarlos a Cumbe o Joazeiro, escoltados por João Abade o Pajeú, que sabían pelear, en cosas para el Templo: palas, picas, plomadas, maderas de calidad, imágenes de santos y crucifijos. La Madre María Quadrado ponía en una urna los anillos, aretes, prendedores, collares, peinetas, monedas antiguas o simples adornos de arcilla y de hueso que ofrecían los romeros y ese tesoro se exhibía en la Iglesia de San Antonio cada vez que el Padre Joaquim, de Cumbe, u otro párroco de la región, venía a decir misa, confesar, bautizar y casar a los vecinos. Esos días eran siempre de fiesta. Dos prófugos de la justicia, João Grande y Pedrão, los hombres más fuertes del lugar, dirigían las cuadrillas que arrastraban, de las canteras de los alrededores, piedras para el Templo. Catarina, la esposa de João Abade, y Alejandrinha Correa, una mujer de Cumbe que, se decía, había hecho milagros, preparaban la comida para los trabajadores de la construcción. La vida estaba lejos de ser perfecta y sin complicaciones. Pese a que el Consejero predicaba contra el juego, el tabaco y el alcohol, había quienes jugaban, fumaban y bebían cachaca y, cuando Canudos comenzó a crecer, hubo líos de faldas, robos, borracheras y hasta cuchilladas. Pero esas cosas ocurrían allí en menor escala que en otras partes y en la periferia de ese centro activo, fraterno, ferviente, ascético, que eran el Consejero y sus discípulos.
El Consejero no había prohibido que las mujeres se ataviaran, pero dijo incontables veces que quien cuidaba mucho de su cuerpo podía descuidar su alma y que, como Luzbel, una hermosa apariencia solía ocultar un espíritu sucio y nauseoso: los colores fueron desapareciendo de los vestidos de jóvenes y viejas, y éstos se fueron alargando hasta los tobillos, estirando hasta los cuellos y anchando hasta parecer túnicas de monjas. Con los escotes, se esfumaron los adornos y hasta las cintas que sujetaban los cabellos, los que iban ahora libres u ocultos bajo pañolones. Había a veces incidentes con «las magdalenas», esas perdidas que, pese a haber venido hasta aquí a costa de sacrificios y de haber besado los pies del Consejero implorando perdón, eran hostilizadas por mujeres intolerantes que las querían hacer llevar peines de espinos en prueba de arrepentimiento.
Pero, en general, la vida era pacífica y reinaba un espíritu de colaboración entre los vecinos. Una fuente de problemas era el inaceptable dinero de la República: al que se sorprendía utilizándolo en cualquier transacción los hombres del Consejero le quitaban lo que tenía y lo obligaban a marcharse de Canudos. Se comerciaba con las monedas que llevaban la efigie del Emperador Don Pedro o la de su hija, la Princesa Isabel, pero como eran escasas se generalizó el trueque de productos y de servicios. Se cambiaba rapadura por alpargatas, gallinas por curación de yerbas, farinha por herraduras, tejas por telas, hamacas por machetes y los trabajos, en sembríos, viviendas, corrales, se retribuían con trabajos. Nadie cobraba el tiempo y esfuerzo dados al Buen Jesús. Además del Templo, se construían las viviendas que se llamarían después Casas de Salud, donde se empezó a dar alojamiento, comida y cuidados a los enfermos, ancianos y niños huérfanos. María Quadrado dirigió al principio esta tarea, pero, luego que se erigió el Santuario —una casita de barro, dos cuartos, techo de paja — para que el Consejero pudiera descansar siquiera algunas horas de los romeros que lo acosaban sin descanso, y la Madre de los Hombres se dedicó sólo a él, las Casas de Salud quedaron a cargo de las Sardelinhas —Antonia y Asunción—, las mujeres de los Vilanova. Hubo pendencias por las tierras cultivables, vecinas al Vassa Barris, que fueron ocupando los romeros que arraigaron en Canudos y que otros les disputaban. Antonio Vilanova, el comerciante, dirimía estas rivalidades. Él, por encomienda del Consejero, distribuyó lotes para las viviendas de los recién venidos y separó las tierras para corral de los animales que los creyentes mandaban o traían de regalo, y hacía de juez cuando surgían pleitos de bienes y propiedades. No había muchos, en verdad, pues las gentes no venían a Canudos atraídas por la codicia o la idea de prosperidad material. La comunidad vivía entregada a ocupaciones espirituales: oraciones, entierros, ayunos, procesiones, la construcción del Templo del Buen Jesús y, sobre todo, los consejos del atardecer que podían prolongarse hasta tarde en la noche y durante los cuales todo se interrumpía en Canudos.
En el candente mediodía, la feria organizada por el Partido Republicano Progresista ha llenado las paredes de Queimadas con carteles de
UN
BRASIL
UNIDO
,
UNA
NACIÓN
FUERTE
y con el nombre de Epaminondas Goncalves. Pero en su cuarto de la Pensión Nuestra Señora de las Gracias, Galileo Gall no piensa en la fiesta política que repica allá fuera sino en las contradictorias aptitudes que ha descubierto en Rufino. «Es una conjunción poco común», piensa. Orientación y Concentración son afines, desde luego, y nada más normal que encontrarlas en alguien que se pasa la vida recorriendo esta inmensa región, guiando viajeros, cazadores, convoyes, sirviendo de correo o rastreando el ganado extraviado. Pero ¿y la Maravillosidad? ¿Cómo congeniar la propensión a la fantasía, al delirio, a la irrealidad, típica de artistas y gentes imprácticas, con un hombre en el que todo indica al materialista, al terráqueo, al pragmático? Sin embargo, eso es lo que dicen sus huesos: Orientatividad, Concentratividad, Maravillosidad. Galileo Gall lo descubrió apenas pudo palpar al guía. Piensa: «Es una conjunción absurda, incompatible. Como ser púdico y exhibicionista, avaro y pródigo».
Está mojándose la cara, inclinado sobre un balde, entre tabiques constelados de garabatos, recortes con imágenes de una función de ópera y un espejo roto. Cucarachas color café asoman y desaparecen por las hendiduras del suelo y hay una pequeña lagartija petrificada en el techo. El mobiliario es un camastro sin sábanas. La atmósfera festiva entra en la habitación por una ventana enrejada: voces que magnifica un altavoz, golpes de platillo, redobles de tambor y la algarabía de los chiquillos que vuelan cometas. Alguien mezcla ataques al Partido Autonomista de Bahía, al Gobernador Luis Viana, al Barón de Cañabrava, con alabanzas a Epaminondas Goncalves y al Partido Republicano Progresista.
Galileo Gall sigue lavándose, indiferente al bullicio exterior. Una vez que ha terminado, se seca la cara con su propia camisa y se deja caer sobre el camastro, boca arriba, con un brazo bajo la cabeza como almohada. Mira las cucarachas, la lagartija. Piensa: «La ciencia contra la impaciencia». Lleva ocho días en Queimadas y, aunque es un hombre que sabe esperar, ha comenzado a sentir cierta angustia: eso lo ha inducido a pedirle a Rufino que se dejara palpar. No ha sido fácil convencerlo, pues el guía es desconfiado y Gall recuerda cómo, mientras lo palpaba, lo sentía tenso, listo a saltarle encima. Se han visto a diario, se entienden sin dificultad y, para matar el tiempo de espera, Galileo ha estudiado su comportamiento, tomado notas sobre él: «Lee en el cielo, en los árboles y en la tierra como en un libro; es hombre de ideas simples, inflexibles, con un código del honor estricto y una moral que ha brotado de su comercio con la naturaleza y con los hombres, no del estudio pues no sabe leer, ni de la religión, ya que no parece muy creyente». Todo esto coincide con lo que han sentido sus dedos, salvo la Maravillosidad. ¿En qué se manifiesta, cómo no ha advertido en Rufino ninguno de sus síntomas, en estos ocho días, mientras negociaba con él el viaje a Canudos, en su cabaña de las afueras, tomando un refresco en la estación del ferrocarril o caminando entre las curtiembres, a orillas del Itapicurú? En Jurema, en cambio, la mujer del guía, esa vocación perniciosa, anticientífica —salir del campo de la experiencia, sumirse en la fantasmagoría y la ensoñación —es evidente. Pues, pese a lo reservada que es en su presencia, Galileo ha oído a Jurema contar la historia del San Antonio de madera que está en el altar mayor de la Iglesia de Queimadas. «La encontraron en una gruta, hace años, y la llevaron a la Iglesia y al día siguiente desapareció y apareció de nuevo en la gruta. La amarraron en el altar para que no se escapara y, a pesar de ello, volvió a irse a la gruta. Y así estuvo, yendo y viniendo, hasta que llegó a Queimadas una Santa Misión, con cuatro padres capuchinos y el Obispo, que consagraron la Iglesia a San Antonio y rebautizaron al pueblo San Antonio das Queimadas en honor del santo. Sólo así se quedó quieta la imagen en el altar donde ahora se le prenden velas.» Galileo Gall recuerda que, cuando preguntó a Rufino si él creía en la historia que contaba su mujer, el rastreador encogió los hombros y sonrió con escepticismo. Jurema, en cambio, creía. A Galileo le hubiera gustado palparla a ella también, pero no lo ha intentado; está seguro que la sola idea de que un extranjero toque la cabeza de su mujer debe ser inconcebible para Rufino. Sí, se trata de un hombre suspicaz. Le ha costado trabajo que acepte llevarlo a Canudos. Ha regateado el precio, puesto objeciones, dudado, y aunque ha accedido, Galileo lo nota incómodo cuando le habla del Consejero y los yagunzos.
Sin darse cuenta, su atención se ha ido desviando de Rufino a la voz que viene de fuera: «La autonomía regional y la descentralización son pretextos que utilizan el Gobernador Viana, el Barón de Cañabrava y sus esbirros para conservar sus privilegios e impedir que Bahía se modernice igual que los otros Estados del Brasil. ¿Quiénes son los Autonomistas? ¡Monárquicos emboscados que, si no fuera por nosotros, resucitarían el Imperio corrupto y asesinarían a la República! Pero el Partido Republicano Progresista de Epaminondas Goncalves se lo impedirá...». Es alguien distinto del que hablaba antes, más claro, Galileo comprende todo lo que dice, y hasta parece tener alguna idea, en tanto que su predecesor sólo tenía aullidos. ¿Irá a la ventana a espiar? No, no se mueve del camastro, está seguro que el espectáculo sigue siendo el mismo: grupos de curiosos que recorren los puestos de bebidas y comidas, escuchan a los troveros o rodean al hombre con zancos que dice la suerte, y, a veces, se dignan detenerse un momento a mirar, no a escuchar, ante el tabladillo desde el que hace su propaganda el Partido Republicano Progresista, y al que protegen capangas con escopetas. «Su indiferencia es sabia», piensa Galileo Gall. ¿De qué les sirve a las gentes de Queimadas saber que el Partido Autonomista del Barón de Cañabrava está en contra del sistema centralista del Partido Republicano y que éste combate el descentralismo y el federalismo que propone su adversario? ¿Tienen algo que ver con los intereses de los humildes las querellas retóricas de los partidos burgueses? Hacen bien en aprovechar la feria y desinteresarse de lo que dicen los del tabladillo. La víspera, Galileo ha detectado cierta excitación en Queimadas, pero no por la fiesta del Partido Republicano Progresista sino porque las gentes se preguntaban si el Partido Autonomista del Barón de Cañabrava mandaría capangas a desbaratarles el espectáculo a sus enemigos y habría tiros, como otras veces. Es media mañana, no ha ocurrido y, sin duda, no ocurrirá. ¿Para qué se molestarían en atacar un mitin tan huérfano de apoyo? Gall piensa que las ferias de los Autonomistas deben ser idénticas a la que tiene lugar allá afuera. No, aquí no está la política de Bahía, del Brasil. Piensa: «Está allá, entre esos que ni siquiera saben que son los genuinos políticos de ese país». ¿Tardará mucho la espera? Galileo Gall se sienta en la cama. Murmura: «La ciencia contra la impaciencia». Abre el maletín que está en el suelo y aparta ropas, un revólver, coge la libreta donde ha tomado apuntes sobre las curtiembres de Queimadas, en las que ha matado algunas horas estos días, y hojea lo que ha escrito: «Construcciones de ladrillos, techo de tejas, columnas rústicas. Por doquier, atados de corteza de angico, cortada y picada con martillo y cuchillo. Echan el angico a unas pozas llenas con agua del río. Sumergen los cueros luego de sacarles el pelo y los dejan remojando unos ocho días, tiempo que demoran en curtirse. De la corteza del árbol llamado angico sale el tanino, la sustancia que los curte. Cuelgan los cueros a la sombra hasta que se secan y los raspan con cuchillos para quitarles los residuos. Someten a este proceso a reses, carneros, cabras, conejos, venados, zorros y onzas. El angico es color sangre, de fuerte olor. Las curtiembres son empresas familiares, primitivas, en las que trabajan el padre, la madre, los hijos y parientes cercanos. El cuero crudo es la principal riqueza de Queimadas». Vuelve a colocar la libreta en la bolsa. Los curtidores se han mostrado amables, le han explicado su trabajo. ¿Por qué son tan reticentes a hablar de Canudos? ¿Desconfían de alguien cuyo portugués les cuesta entender? Él sabe que Canudos y el Consejero son el centro de conversación en Queimadas. Pero él, pese a sus intentos, no ha podido charlar con nadie, ni siquiera Rufino y Jurema, sobre ese tema. En las curtiembres, en la estación, en la Pensión Nuestra Señora de las Gracias, en la plaza de Queimadas, vez que lo ha mencionado ha visto la misma suspicacia en todos los ojos, se ha hecho el mismo silencio o ha escuchado las mismas evasivas. «Son prudentes. Desconfían», piensa. Piensa: «Saben lo que hacen. Son sabios».