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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La guerra del fin del mundo (7 page)

Felices, fatigados, avanzaron detrás de su guía, hacia Canudos, donde habían salido a verlos venir las familias de los hermanos Vilanova, dos comerciantes que tenían allí un almacén, y todos los otros vecinos del lugar.

El sol calcina el sertón, brilla en las aguas negro verdosas del Itapicurú, se refleja en las casas de Queimadas, que se despliegan a la margen derecha del río, al pie de unas barrancas de greda rojiza. Ralos árboles sombrean la superficie pedregosa que se aleja ondulando hacia el suroeste, en la dirección de Riacho de Onca. El jinete —botas, sombrero de alas anchas, levita oscura — avanza sin prisa, escoltado por su sombra y la de su mula, hacia un bosquecillo de arbustos plomizos. Detrás de él, ya lejos, fulguran todavía los techos de Queimadas. A su izquierda, a unos centenares de metros, en lo alto de un promontorio se yergue una cabaña. La cabellera que desborda el sombrero, su barbita rojiza y sus ropas están llenas de polvo, transpira copiosamente y, de tanto en tanto, se seca la frente con la mano y se pasa la lengua por los labios resecos. En los primeros matorrales del bosquecillo, frena a la mula y sus ojos claros, ávidos, buscan en una y otra dirección. Por fin, distingue a unos pasos, acuclillado, explorando una trampa, a un hombre con sandalias y sombrero de cuero, machete a la cintura y pantalón y blusa de brin. Galileo Gall desmonta y va hacia él tirando a la mula de la rienda.

—¿Rufino? —pregunta—. ¿El guía Rufino, de Queimadas?

El hombre se vuelve a medias, despacio, como si hubiera advertido hace rato su presencia y con un dedo en los labios le pide silencio: shhht, shhht. Al mismo tiempo, le echa una ojeada y, un segundo, hay sorpresa en sus ojos oscuros, tal vez por el acento con que el recién llegado habla el portugués, tal vez por su atuendo funeral. Rufino —hombre joven, de cuerpo enteco y flexible, cara angulosa, lampiña, curtida por la intemperie — retira el machete de su cintura, vuelve a inclinarse sobre la trampa disimulada con hojas y jala de una red: del boquete sale una confusión de plumas negras, graznando. Es un pequeño buitre que no puede elevarse, pues una de sus patas se halla atrapada en la red. Hay decepción en la cara del guía, que, con la punta del machete, desprende al pajarraco y lo mira perderse en el aire azul, aleteando con desesperación.

—Una vez me saltó un jaguar de este tamaño —murmura, señalando la trampa—. Estaba medio ciego, de tantas horas en el hueco.

Galileo Gall asiente. Rufino se endereza y da dos pasos hacia él. Ahora, llegado el momento de hablar, el forastero parece indeciso.

—Fui a buscarte a tu casa —dice, ganando tiempo—. Tu mujer me mandó aquí.

La mula está escarbando la tierra con los cascos traseros y Rufino le coge la cabeza y le abre la boca. Mientras, con mirada de conocedor, le examina los dientes, parece reflexionar en alta voz:

—El jefe de la estación de Jacobina sabe mis condiciones. Soy hombre de una sola palabra, cualquiera se lo dirá en Queimadas. Ese trabajo es bravo.

Como Galileo Gall no le responde, se vuelve a mirarlo.

—¿No es usted del Ferrocarril? —pregunta, hablando con lentitud, pues ha comprendido que el extraño tiene dificultad en entenderle.

Galileo Gall se echa para atrás el sombrero y con un movimiento del mentón hacia la tierra de colinas desiertas que los rodea, susurra:

—Quiero ir a Canudos. —Hace una pausa, pestañea como para esconder la excitación de sus pupilas, y añade —: Sé que has ido allí muchas veces.

Rufino está muy serio. Sus ojos lo escudriñan ahora con una desconfianza que no se molesta en ocultar.

—Iba a Canudos cuando era hacienda de ganado —dice, lleno de cautela—. Desde que el Barón de Cañabrava la abandonó, no he vuelto.

—El camino sigue siendo el mismo —replica Galileo Gall.

Están muy cerca uno del otro, observándose, y la silenciosa tensión que ha surgido parece contagiarse a la mula que, de pronto, cabecea y empieza a retroceder.

—¿Lo manda el Barón de Cañabrava? -pregunta Rufino, a la vez que calma al animal palmeándole el pescuezo.

Galileo Gall niega con la cabeza y el guía no insiste. Pasa la mano por uno de los remos traseros de la mula, obligándola a alzarlo y se agacha para examinar el casco:

—En Canudos están pasando cosas —murmura—. Los que ocuparon la hacienda del Barón han atacado a unos soldados de la Guardia Nacional, en Uauá. Mataron a varios, dicen.

—¿Tienes miedo de que te maten también a ti? —gruñe Galileo Gall, sonriendo—. ¿Eres soldado, tú?

Rufino ha encontrado, por fin, lo que buscaba en el casco: una espina, tal vez, o un guijarro que se pierde en sus manos grandes y toscas. Lo arroja y suelta el animal.

—Miedo, ninguno —contesta, suavemente, con un amago de sonrisa—. Canudos está lejos.

—Te pagaré lo justo —Galileo Gall respira hondo, acalorado; se quita el sombrero y sacude la enrulada cabellera rojiza—. Partiremos dentro de una semana o, a lo más, diez días. Eso sí, hay que guardar la mayor reserva.

El guía Rufino lo mira sin inmutarse, sin preguntar nada.

—Por lo ocurrido en Uauá —añade Galileo Gall, pasándose la lengua por la boca—. Nadie debe saber que vamos a Canudos.

Rufino señala la cabaña solitaria, de barro y estacas, medio disuelta por la luz en lo alto del promontorio:

—Venga a mi casa y conversaremos sobre ese negocio —dice.

Echan a andar, seguidos por la mula que Galileo lleva de la rienda. Los dos son casi de la misma altura, pero el forastero es más corpulento y su andar es quebradizo y enérgico, en tanto que el guía parece ir flotando sobre la tierra. Es el mediodía y unas pocas nubes blanquecinas han aparecido en el cielo. La voz del pistero se pierde en el aire mientras se alejan:

—¿Quién le habló de mí? Y, si no es indiscreción, ¿para qué quiere ir tan lejos? ¿Qué se le ha perdido allá en Canudos?

Apareció una madrugada sin lluvia, en lo alto de una loma del camino de Quijingue, arrastrando una cruz de madera. Tenía veinte años pero había padecido tanto que parecía viejísima. Era una mujer de cara ancha, pies magullados y cuerpo sin formas, de piel de color ratón.

Se llamaba María Quadrado y venía desde Salvador a Monte Santo, andando. Arrastraba ya la cruz tres meses y un día. En el camino de gargantas de piedra y caatingas erizadas de cactos, desiertos donde ululaba el viento en remolinos, caseríos que eran una sola calle lodosa y tres palmeras y pantanos pestilentes donde se sumergían las reses para librarse de los murciélagos, María Quadrado había dormido a la intemperie, salvo las raras veces en que algún tabaréu o pastor que la miraban como santa le ofrecían sus refugios. Se había alimentado de pedazos de rapadura que le daban almas caritativas y de frutos silvestres que arrancaba cuando, de tanto ayunar, le crujía el estómago. Al salir de Bahía, decidida a peregrinar hasta el milagroso Calvario de la Sierra de Piquaracá, donde dos kilómetros excavados en los flancos de la montaña y rociados de capillas, en recuerdo de las Estaciones del Señor, conducían hacia la Iglesia de la Santa Cruz de Monte Santo, adónde había prometido llegar a pie en expiación de sus pecados, María Quadrado vestía dos polleras y tenía unas trenzas anudadas con una cinta, una blusa azul y zapatos de cordón. Pero en el camino había regalado sus ropas a los mendigos y los zapatos se los robaron en Palmeira dos Indios. De modo que al divisar Monte Santo, esa madrugada, iba descalza y su vestimenta era un costal de esparto con agujeros para los brazos. Su cabeza, de mechones mal tijereteados y cráneo pelado, recordaba las de los locos del hospital de Salvador. Se había rapado ella misma después de ser violada por cuarta vez.

Porque había sido violada cuatro veces desde que comenzó su recorrido: por un alguacil, por un vaquero, por dos cazadores de venados y por un pastor de cabras que la cobijó en su cueva. Las tres primeras veces, mientras la mancillaban, sólo había sentido repugnancia por esas bestias que temblaban encima suyo como atacados del mal de San Vito y había soportado la prueba rogándole a Dios que no la dejaran encinta. Pero la cuarta había sentido un arrebato de piedad por el muchacho encaramado sobre ella, que, después de haberla golpeado para someterla, le balbuceaba palabras tiernas. Para castigarse por esa compasión se había rapado y transformado en algo tan grotesco como los monstruos que exhibía el Circo del Gitano por los pueblos del sertón.

Al llegar a la cuesta desde la que vio, al fin, el premio de tanto esfuerzo —el graderío de piedras grises y blancas de la Vía Sacra, serpeando entre los techos cónicos de las capillas, que remataba allá arriba en el Calvario hacia el que cada Semana Santa confluían muchedumbres desde todos los confines de Bahía y, abajo, al pie de la montaña, las casitas de Monte Santo apiñadas en torno a una plaza con dos coposos tamarindos en la que había sombras que se movían — María Quadrado cayó de bruces al suelo y besó la tierra. Allí estaba, rodeado de una llanura de vegetación incipiente, donde pacían rebaños de cabras, el añorado lugar cuyo nombre le había servido de acicate para emprender la travesía y la había ayudado a soportar la fatiga, el hambre, el frío, el calor y los estupros. Besando los maderos que ella misma había clavado, la mujer agradeció a Dios con confusas palabras haberle permitido cumplir la promesa. Y, echándose una vez más la cruz al hombro, trotó hacia Monte Santo como un animal que olfatea, inminente, la presa o la querencia.

Entró al pueblo a la hora en que la gente despertaba y a su paso, de puerta a puerta, de ventana a ventana, se fue propagando la curiosidad. Caras divertidas y compadecidas se adelantaban a mirarla —sucia, fea, sufrida, cuadrada — y cuando cruzó la rua dos Santos Passos, erigida sobre el barranco donde se quemaban las basuras y donde hozaban los cerdos del lugar, que era el comienzo de la Vía Sacra, la seguía una multitud de procesión. Comenzó a escalar la montaña de rodillas, rodeada de arrieros que habían descuidado las faenas, de remendones y panaderos, de un enjambre de chiquillos y de beatas arrancadas de la novena del amanecer. Los lugareños, que, al comenzar la ascensión, la consideraban un simple bicho raro, la vieron avanzar penosamente y siempre de rodillas, arrastrando la cruz que debía pesar tanto como ella, negándose a que nadie la ayudara, y la vieron detenerse a rezar en cada una de las veinticuatro capillas y besar con ojos llenos de amor los pies de las imágenes de todas las hornacinas del roquerío, y la vieron resistir horas de horas sin probar bocado ni beber una gota, y, al atardecer, ya la respetaban como a una verdadera santa. María Quadrado llegó a la cumbre —un mundo aparte, donde siempre hacía frío y crecían orquídeas entre las piedras azuladas — y aún tuvo fuerzas para agradecer a Dios su ventura antes de desvanecerse.

Muchos vecinos de Monte Santo, cuya hospitalidad proverbial no se había visto mermada por la periódica invasión de peregrinos, ofrecieron posada a María Quadrado. Pero ella se instaló en una gruta, a media Vía Sacra, donde hasta entonces sólo habían dormido pájaros y roedores. Era una oquedad pequeña y de techo tan bajo que ninguna persona podía tenerse en ella de pie, húmeda por las filtraciones que habían cubierto de musgo sus paredes y con un suelo de arenisca que provocaba estornudos. Los vecinos pensaron que ese lugar acabaría en poco tiempo con su moradora. Pero la voluntad que había permitido a María Quadrado andar tres meses arrastrando una cruz le permitió también vivir en ese hueco inhóspito todos los años que estuvo en Monte Santo.

La gruta de María Quadrado se convirtió en lugar de devoción y, junto con el Calvario, en el sitio más visitado por los peregrinos. Ella la fue decorando, a lo largo de meses. Fabricó pinturas con esencia de plantas, polvo de minerales y sangre de cochinilla (que usaban los sastres para teñir la ropa). Sobre un fondo azul que sugería el firmamento pintó los elementos de la Pasión de Cristo: los clavos que trituraron sus palmas y empeines; la cruz que cargó y en la que expiró; la corona de espinas que punzó sus sienes; la túnica del martirio; la lanza del centurión que atravesó su carne; el martillo con el que fue clavado; el látigo que lo azotó; la esponja en que bebió la cicuta; los dados con que jugaron a sus pies los impíos y la bolsa en que Judas recibió las monedas de la traición. Pintó también la estrella que guió hasta Belén a los Reyes Magos y a los pastores y un corazón divino atravesado por una espada. E hizo un altar y una alacena donde los penitentes podían prender velas y colgar ex votos. Ella dormía al pie del altar, sobre un jergón.

Su devoción y su bondad la hicieron muy querida por los lugareños de Monte Santo, que la adoptaron como si hubiera vivido allí toda su vida. Pronto los niños comenzaron a llamarla madrina y los perros a dejarla entrar a las casas y corrales sin ladrarle. Su vida estaba consagrada a Dios y a servir a los demás. Pasaba horas a la cabecera de los enfermos, humedeciéndoles la frente y rezando por ellos. Ayudaba a las comadronas a atender a las parturientas y cuidaba a los hijos de las vecinas que debían ausentarse. Se comedía a los trajines más difíciles, como ayudar a hacer sus necesidades a los viejos que no podían valerse por sí mismos. Las muchachas casaderas le pedían consejo sobre sus pretendientes y éstos le suplicaban que intercediera ante los padres reacios a autorizar el matrimonio. Reconciliaba a las parejas, y las mujeres a quienes el marido quería golpear por ociosas o matar por adúlteras corrían a refugiarse a su gruta, pues sabían que teniéndola como defensora ningún hombre de Monte Santo se atrevería a hacerles daño. Comía de la caridad, tan poco que siempre le sobraba el alimento que dejaban en su gruta los fieles y cada tarde se la veía repartir algo entre los pobres. Regalaba a éstos la ropa que le regalaban y nadie la vio nunca, en tiempo de seca o de temporal, otra cosa encima que el costal agujereado con el que llegó.

Su relación con los misioneros de la Misión de Massacará, que venían a Monte Santo a celebrar oficio en la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, no era, sin embargo, efusiva. Ellos estaban siempre llamando la atención sobre la religiosidad mal entendida, la que discurría fuera del control de la Iglesia, y recordando las Piedras Encantadas, en la región de las Flores, en Pernambuco, donde el herético João Ferreira y un grupo de prosélitos habían regado dichas piedras con sangre de decenas de personas (entre ellas, la suya) creyendo que de este modo iban a desencantar al Rey Don Sebastián, quien resucitaría a los sacrificados y los conduciría al cielo. A los misioneros de Massacará María Quadrado les parecía un caso al filo de la desviación. Ella, por su parte, aunque se arrodillaba al paso de los misioneros y les besaba la mano y les pedía la bendición, guardaba cierta distancia hacia ellos; nadie la había visto mantener con esos padres de campanudos hábitos, de largas barbas y habla, a menudo, difícil de entender, las relaciones familiares y directas que la unían a los vecinos.

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