Fue entre esos extranjeros que Galileo Gall —entonces apenas chapurreaba portugués — tuvo su primer conocido. Vivió al principio en el
Hotel des Étrangers,
en Campo Grande, pero luego que trabó relación con el viejo Jan van Rijsted, éste le cedió un desván con un catre y una mesa, en los altos de la Librería Catilina, donde vivía, y le consiguió clases particulares de francés e inglés para que se costeara la comida. Van Rijsted era de origen holandés, nacido en Olinda, y había traficado en cacao, sedas, especies, tabaco, alcohol y armas entre Europa, África y América desde los catorce años (sin haber ido a la cárcel ni una vez). No era rico por culpa de sus asociados —mercaderes, armadores, capitanes de barco — que le habían robado buena parte de sus tráficos. Gall estaba convencido que los bandidos, grandes criminales o simples raterillos, luchaban también contra el enemigo —el Estado —y, aunque a ciegas, roían los cimientos de la propiedad. Esto facilitó su amistad con el ex-bribón. Ex, pues estaba retirado de las fechorías. Era soltero, pero había vivido con una muchacha de ojos árabes, treinta años menor que él, de sangre egipcia o marroquí, de la que se había prendado en Marsella. Se la trajo a Bahía y le puso una quinta en la ciudad alta, que decoró gastando una fortuna para hacerla feliz. A la vuelta de uno de sus viajes, encontró que la bella había volado, después de rematar todo lo que la casa contenía, llevándose la pequeña caja fuerte en la que Van Rijsted escondía algo de oro y unas piedras preciosas. Refirió a Gall estos detalles mientras caminaban frente al muelle, viendo el mar y los veleros, pasando del inglés al francés y al portugués, en un tono negligente que el revolucionario apreció. Jan vivía ahora de una renta que, según él, le permitiría beber y comer hasta su muerte, a condición de que ésta no tardase.
El holandés, hombre inculto pero curioso, escuchaba con deferencia las teorías de Galileo sobre la libertad y las formas del cráneo como síntoma de la conducta, aunque se permitía disentir cuando el escocés le aseguraba que el amor de la pareja era una tara y germen de infelicidad. La quinta carta de Gall a
l'Étincelle de la révolte
fue sobre la superstición, es decir la Iglesia del Senhor de Bonfim, que los romeros tenían cuajada de ex votos, con piernas, manos, brazos, cabezas, pechos y ojos de madera y de cristal, que pedían o agradecían milagros. La sexta, sobre el advenimiento de la República, que en la aristocrática Bahía había significado sólo el cambio de algunos nombres. En la siguiente, homenajeaba a cuatro mulatos —los sastres Lucas Dantas, Luis Gonzaga de las Vírgenes, Juan de Dios y Manuel Faustino — que, un siglo atrás, inspirados por la Revolución Francesa, se conjuraron para destruir la monarquía y establecer una sociedad igualitaria de negros, pardos y blancos. Jan van Rijsted llevó a Galileo a la placita donde los artesanos fueron ahorcados y descuartizados y, sorprendido, lo vio depositar allí unas flores.
Entre los estantes de la Librería Catilina conoció Galileo Gall, un día, al Doctor José Bautista de Sá Oliveira, médico ya anciano, autor de un libro que le había interesado:
Craneometría comparada de las especies humanas de Bahía, desde el punto de vista evolucionista y médico-legal.
El anciano, que había estado en Italia y conocido a Cesare Lombroso, cuyas teorías lo sedujeron, quedó feliz de tener por lo menos un lector para ese libro que había publicado con su dinero y que sus colegas consideraban extravagante. Sorprendido por los conocimientos médicos de Gall —aunque, siempre, desconcertado y a menudo escandalizado con sus opiniones—, el Doctor Oliveira encontró un interlocutor en el escocés, con quien pasaba a veces horas discutiendo fogosamente sobre el psiquismo de la persona criminal, la herencia biológica o la Universidad, institución de la que Gall despotricaba, considerándola responsable de la división entre el trabajo físico y el intelectual y causante, por eso, de peores desigualdades sociales que la aristocracia y la plutocracia. El Doctor Oliveira recibía a Gall en su consultorio y alguna vez le encargaba una sangría o una purga.
Aunque lo frecuentaban y, quizá, estimaban, ni Van Rijsted ni el Doctor Oliveira tenían la impresión de conocer realmente a ese hombre de cabellos y barbita rojiza, malvestido de negro, que, pese a sus ideas, parecía llevar una vida sosegada: dormir hasta tarde, dar lecciones de idiomas por las casas, caminar incansablemente por la ciudad, o permanecer en su desván leyendo y escribiendo. A veces desaparecía por varias semanas sin dar aviso y, al reaparecer, se enteraban que había hecho largos viajes por el Brasil, en las condiciones más precarias. Nunca les hablaba de su pasado ni de sus planes y como, cuando lo interrogaban sobre estos asuntos, les respondía vaguedades, ambos se conformaron con aceptarlo tal como era o parecía ser: solitario, exótico, enigmático, original, de palabras e ideas incendiarias pero de conducta inofensiva.
A los dos años, Galileo Gall hablaba con soltura el portugués y había enviado varias cartas más a
l'Étincelle de la révolte.
La octava, sobre los castigos corporales que había visto impartir a los siervos en patios y calles de la ciudad, y la novena sobre los instrumentos de tortura usados en tiempos de la esclavitud: el potro, el cepo, el collar de cadenas o
gargalheira,
las bolas de metal y los
infantes,
anillos que trituraban los pulgares. La décima, sobre el Pelourinho, patíbulo de la ciudad, donde aún se azotaba a los infractores de la ley (Gall los llamaba «hermanos») con un chicote de cuero crudo que se ofrecía en los almacenes con un sobrenombre marino: el
bacalao.
Recorría tanto, de día y de noche, los vericuetos de Salvador, que se lo hubiera podido tomar por un enamorado de la ciudad. Pero Galileo Gall no se interesaba en la belleza de Bahía sino en el espectáculo que nunca había dejado de sublevarlo: la injusticia. Aquí, explicaba en sus cartas a Lyon, a diferencia de Europa, no había barrios residenciales: «Las casuchas de los miserables colindan con los palacios de azulejos de los propietarios de ingenios y las calles están atestadas, desde la sequía de hace tres lustros que empujó hasta aquí millares de refugiados de las tierras altas, con niños que parecen viejos y viejos que parecen niños y mujeres que son palos de escoba, y entre los cuales un científico puede identificar todas las variedades del mal físico, desde las benignas hasta las atroces: la fiebre biliosa, el beriberi, la anasarca, la disentería, la viruela». «Cualquier revolucionario que sienta vacilar sus convicciones sobre la gran revolución —decía una de sus cartas — debería echar un vistazo a lo que yo veo en Salvador: entonces, no dudaría.»
C
UANDO
, semanas después, se supo en Salvador que en una aldea remota llamada Natuba los edictos de la flamante República sobre los nuevos impuestos habían sido quemados, la Gobernación decidió enviar una fuerza de la Policía Bahiana a prender a los revoltosos. Treinta guardias, uniformados de azul y verde, con quepis en los que la República aún no había cambiado los emblemas monárquicos, emprendieron, primero en ferrocarril y luego a pie, la azarosa travesía hacia ese lugar que, para todos ellos, era un nombre en el mapa. El Consejero no estaba en Natuba. Los sudorosos policías interrogaron a concejales y vecinos antes de partir en busca de ese sedicioso cuyo nombre, apodo y leyenda llevarían hasta el litoral y propagarían por las calles de Bahía. Guiados por un rastreador de la región, azul verdosos en la radiante mañana, se perdieron tras los montes del camino de Cumbe.
Otra semana estuvieron subiendo y bajando por una tierra rojiza, arenosa, con caatingas de espinosos mandacarús y famélicos rebaños de ovejas que escarbaban en la hojarasca, tras la pista del Consejero. Todos lo habían visto pasar, el domingo había orado en esa iglesia, predicado en aquella plaza, dormido junto a esas rocas. Lo encontraron por fin a siete leguas de Tucano, en un poblado de cabañas de adobe y tejas que se llamaba Masseté, en las estribaciones de la Sierra de Ovó. Era el atardecer, vieron mujeres con cántaros en la cabeza, suspiraron al saber que llegaba a término la persecución. El Consejero pernoctaba donde Severino Vianna, un morador que tenía un sembrío de maíz a mil metros del pueblo. Los policías trotaron hacia allí, entre joazeiros de ramas filudas y matas de veíame que les irritaba la piel. Cuando llegaron, medio a oscuras, vieron una vivienda de estacas y un enjambre de seres amorfos, arremolinados en torno a alguien que debía ser el que buscaban. Nadie huyó, nadie prorrumpió en gritos al divisar sus uniformes, sus fusiles.
¿Eran cien, ciento cincuenta, doscientos? Había tantos hombres como mujeres entre ellos y la mayoría parecía salir, por la ropa que vestían, de entre los más pobres de los pobres. Todos mostraban —así lo contarían a sus mujeres, a sus queridas, a las putas, a sus compañeros, los guardias que regresaron a Bahía — unas miradas de inquebrantable resolución. Pero, en verdad, no tuvieron tiempo de observarlos ni de identificar al cabecilla, pues apenas el Sargento jefe les ordenó entregar al que le decían Consejero, la turba se les echó encima, en un acto de flagrante temeridad, considerando que los policías tenían fusiles y ellos sólo palos, hoces, piedras, cuchillos y una que otra escopeta. Pero todo ocurrió de manera tan súbita que los policías se vieron cercados, dispersados, acosados, golpeados y heridos, a la vez que se oían llamar «¡Republicanos!» como si la palabra fuera insulto. Alcanzaron a disparar sus fusiles, pero aun cuando caían andrajosos con el pecho roto o la cara destrozada, nada los desanimó y, de pronto, los policías bahianos se encontraron huyendo, aturdidos por la incomprensible derrota. Después dirían que entre sus atacantes no sólo había los locos y fanáticos que ellos creían sino, también, avezados delincuentes, como el cara cortada Pajeú y el bandido a quien por sus crueldades le habían llamado João Satán. Tres policías murieron y quedaron insepultos, para alimento de las aves de la Sierra de Ovó; desaparecieron ocho fusiles. Otro guardia se ahogó en el Masseté. Los peregrinos no los persiguieron. En vez de ello, se ocuparon de enterrar a sus cinco muertos y en curar a los varios heridos mientras los otros, arrodillados junto al Consejero, daban gracias a Dios. Hasta tarde en la noche, alrededor de las tumbas cavadas en el sembrío de Severino Vianna, se oyeron llantos y rezos de difuntos.
Cuando una segunda fuerza de la Policía Bahiana, de sesenta guardias, mejor armada que la primera, desembarcó del ferrocarril en Serrinha, algo había cambiado en la actitud de los lugareños para con los uniformados. Porque éstos, aunque conocían el desamor con que eran recibidos en los pueblos cuando subían a la caza de bandoleros, nunca, como esta vez, se hallaron tan ciertos de ser deliberadamente despistados. Las provisiones de los almacenes siempre se habían agotado, aun cuando ofrecieran pagarlas a buen precio y, pese a las altas primas, ningún rastreador de Serrinha los guió. Ni nadie supo esta vez darles el menor indicio sobre el paradero de la banda. Y los policías, mientras daban tumbos de Olhos d'Água a Pedra Alta, de Tracupá a Tiririca y de allí a Tucano y de allí a Caraiba y a Pontal y por fin de vuelta a Serrinha, y sólo encontraban, en los vaqueros, labriegos, artesanos y mujeres que sorprendían en el camino, miradas indolentes, negativas contritas, encogimiento de hombros, se sentían tratando de empuñar un espejismo. La banda no había pasado por allí, al moreno de hábito morado nadie lo había visto y ahora nadie recordaba que hubieran sido quemados unos edictos en Natuba ni sabido de un choque armado en Masseté. Al volver a la capital del Estado, indemnes, deprimidos, los guardias hicieron saber que la horda de fanáticos —al igual que tantas otras, fugazmente cristalizadas alrededor de una beata o de un predicador —se había seguramente disuelto y, a estas horas, asustados de sus propias fechorías, sus miembros estarían sin duda huyendo en direcciones distintas, acaso después de matar al jefecillo. ¿No había ocurrido así, tantas veces, en la región?
Pero se equivocaban. Esta vez, aunque las apariencias repitieran viejas formas de la historia, todo sería distinto. Los penitentes se hallaban ahora más unidos y, en vez de victimar al santo después de la victoria de Masseté, que interpretaban como una señal venida de la altura, lo reverenciaban más. A la mañana siguiente del choque, los había despertado el Consejero, quien rezó toda la noche sobre las tumbas de los yagunzos muertos. Lo notaron muy triste. Les dijo que lo ocurrido la víspera era sin duda preludio de mayores violencias y les pidió que regresaran a sus casas, pues si continuaban con él, podían ir a la cárcel o morir como esos cinco hermanos que ahora estaban en presencia del Padre. Ninguno se movió. Pasó sus ojos sobre los cien, ciento cincuenta, doscientos desarrapados, que lo escuchaban inmersos todavía en las emociones de la víspera, y además de mirarlos pareció verlos. «Agradézcanle al Buen Jesús, les dijo con suavidad, pues parece que los ha elegido a ustedes para dar el ejemplo.»
Lo siguieron con las almas sobrecogidas de emoción, no tanto por lo que les había dicho, sino por la blandura de su voz, que era siempre severa e impersonal. A algunos les costaba trabajo no quedar rezagados por sus trancos de ave zancuda, en la inverosímil ruta por la que los llevaba esta vez, una ruta que no era trocha de acémilas ni sendero de cangaceiros, sino desierto salvaje, de cactos, favela y pedruscos. Pero él no vacilaba en cuanto al rumbo. En el reposo de la primera noche, después de la acción de gracias y el rosario, les habló de la guerra, de los países que se entremataban por un botín como hienas por la carroña, y acongojado comentó que el Brasil, siendo ahora República, actuaría también como las naciones herejes. Le oyeron decir que el Can debía estar de fiesta, le oyeron decir que había llegado el momento de echar raíces y de construir un Templo que fuera, en el fin del mundo, lo que había sido en el principio el Arca de Noé.
¿Y dónde echarían raíces y construirían ese Templo? Lo supieron después de atravesar quebradas, tablazos, sierras, caatingas —caminatas que nacían y morían con el sol—, escalar una ronda de montañas y cruzar un río que tenía poca agua y se llamaba Vassa Barris. Señalando, a lo lejos, el conjunto de cabañas que habían sido ranchos de peones y la mansión desvencijada que fue casa grande cuando aquello era una hacienda, el Consejero dijo: «Nos quedaremos allí». Algunos recordaron que, desde hacía años, en las pláticas nocturnas, solían profetizar que, antes del final, los elegidos del Buen Jesús encontrarían refugio en una tierra alta y privilegiada, donde no entraría un impuro. Quienes subieran hasta allí tendrían la seguridad del eterno descanso. ¿Habían, pues, llegado a la tierra de salvación?