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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La guerra del fin del mundo (51 page)

—No la veo hace tiempo —dijo el Barón—. Era una chiquilla delgadita, dócil y tímida.

—¿Buenas ancas? —balbuceó el coronel Murau, levantando su copa con mano temblorosa—. Es lo mejor que tienen, en estas tierras. Son bajitas, enclenques, envejecen rápido. Pero las ancas, siempre de primera.

Adalberto de Gumucio se apresuró a cambiar de tema:

—Será difícil hacer las paces con los jacobinos, como quieres —comentó al Barón—. Nuestros amigos no se conformarán a trabajar con quienes nos han estado atacando desde hace tantos años.

—Claro que será difícil —repuso el Barón, agradecido a Adalberto—. Sobre todo, convencer a Epaminondas, que se cree triunfador. Pero al final todos comprenderán que no hay otro camino. Es una cuestión de supervivencia...

Lo interrumpieron unos cascos y relinchos muy próximos y, un momento después, fuertes golpes a la puerta. José Bernardo Murau frunció la cara, disgustado, «¿Qué diablos pasa?», gruñó, levantándose con trabajo. Salió del comedor arrastrando los pies. El Barón volvió a llenar las copas.

—Tú, bebiendo, eso sí que es nuevo —dijo Gumucio—. ¿Es por la quema de Calumbí? No se ha acabado el mundo. Un revés, solamente.

—Es por Estela —dijo el Barón—. No me lo perdonaré nunca. Ha sido mi culpa, Adalberto. Le he exigido demasiado. No debí llevarla a Calumbí, como tú y Viana me dijeron. He sido un egoísta, un insensato.

Allá, en la puerta de entrada, se oyó correr una tranca y voces de hombres.

—Es una crisis pasajera, de la que se recuperará muy pronto —dijo Gamucio—. Es absurdo que te eches la culpa.

—He decidido seguir mañana a Salvador —dijo el Barón—. Hay más peligro teniéndola aquí, sin atención médica.

José Bernardo Murau reapareció en el dintel. Parecía habérsele quitado la borrachera de golpe y traía una expresión tan insólita que el Barón y Gumucio fueron a su encuentro.

—¿Noticias de Moreira César? —lo cogió del brazo el Barón, tratando de hacerlo reaccionar.

—Increíble, increíble —murmuraba el viejo hacendado, entre dientes, como si viera fantasmas.

VII

L
O PRIMERO
que el periodista miope advierte, en el día que despunta, mientras se sacude las costras de barro, es que el cuerpo le duele más que la víspera, como si durante la noche desvelada lo hubieran molido a palos. Lo segundo, la febril actividad, el movimiento de uniformes, que se lleva a cabo sin órdenes, en un silencio que contrasta con los cañonazos, campanas y clarines que han bombardeado sus oídos toda la noche. Se echa al hombro el bolsón de cuero, sujeta el tablero bajo el brazo y, sintiendo agujas que le hincan las piernas y la comezón de un inminente estornudo, comienza a trepar el monte hacia la tienda del Coronel Moreira César. «La humedad», piensa, sacudido por un ataque de estornudos que lo hace olvidar la guerra y todo lo que no sean esas explosiones internas que le mojan los ojos, le tapan los oídos, le aturden el cerebro y convierten en hormigueros sus narices. Lo rozan y empujan soldados que pasan sujetándose las mochilas, con los fusiles en las manos, y ahora sí oye voces de mando.

En la cima, descubre a Moreira César, rodeado de oficiales, encaramado en algo, observando ladera abajo con unos prismáticos. Reina gran desbarajuste en el contorno. El caballo blanco, con la montura puesta, corcovea entre soldados y cornetas que tropiezan con oficiales que llegan o parten, saltante, rugiendo frases que los oídos del periodista, zumbando por los estornudos, apenas entienden. Oye la voz del Coronel: «¿Qué pasa con la artillería, Cunha Matos?». La respuesta se pierde entre toques de clarín. El periodista, desembarazándose del bolsón y del tablero, se adelanta a mirar hacia Canudos.

La noche anterior no lo vio y piensa que dentro de minutos u horas ya nadie podrá ver ese lugar. Limpia de prisa el cristal empañado de sus gafas con una punta de la camiseta y observa lo que tiene a sus pies. La luz entre azulada y plomiza que baña las cumbres no alcanza aún la depresión en que se encuentra Canudos. Le cuesta trabajo diferenciar dónde terminan las laderas, los sembríos y campos de guijarros de las chozas y ranchos que se amontonan y entreveran en una vasta extensión. Pero divisa de inmediato dos iglesias, una pequeña y la otra muy alta, de torres imponentes, separadas por un descampado cuadrangular. Está esforzando los ojos para distinguir, en la medialuz, la zona limitada por un río que parece cargado de agua, cuando estalla un cañoneo que lo hace brincar y taparse los oídos. Pero no cierra los ojos que, fascinados, ven una súbita llamarada y elevarse varias casuchas convertidas en chisporroteo de madera, adobes, latas, esteras, objetos indiferenciables que estallan, se desintegran y desaparecen. El cañoneo aumenta y Canudos queda sepultado en una nube de humo que escala las faldas de los cerros y que se abre, aquí y allá, en cráteres por los que salen despedidos pedazos de techos y paredes alcanzados por nuevas explosiones. Estúpidamente piensa que si la nube sigue subiendo llegará hasta su nariz y lo hará estornudar de nuevo.

—¡Qué espera el séptimo! ¡Y el noveno! ¡Y el dieciséis! —dice Moreira César tan cerca que se vuelve a mirar y, en efecto, el Coronel y el grupo que lo rodea están prácticamente a su lado.

—Ahí carga el séptimo, Excelencia —responde a su costado el Capitán Olimpio de Castro.

—Y el nueve y el dieciséis —se atropella alguien, a su espalda.

—Es testigo de un espectáculo que lo hará famoso. —El Coronel Moreira César le da una palmada al pasar junto a él. No alcanza a responderle porque el oficial y su séquito lo dejan atrás y van a instalarse, algo más abajo, en un pequeño promontorio.

«El séptimo, el noveno, el dieciséis», piensa. «¿Batallones? ¿Pelotones? ¿Compañías?» Pero inmediatamente entiende. Por tres lados, en los cerros del rededor, bajan cuerpos del Regimiento —las bayonetas destellan — hacia el fondo humoso de Canudos. Los cañones han dejado de tronar y, en el silencio, el periodista miope oye de pronto campanas. Los soldados corren, resbalan, saltan por las faldas de los cerros, disparando. También las laderas comienzan a llenarse de humo. El quepis rojiazul de Moreira César se mueve, en signo de aprobación. Recoge su bolsón y su tablero y baja los metros que lo separan del jefe del Séptimo Regimiento; se acomoda en una hendidura, entre ellos y el caballo blanco, que un ordenanza tiene de la brida. Se siente extraño, hipnotizado, y le pasa por la cabeza la absurda idea de que no está viendo aquello que ve.

Una brisa empieza a disipar las jorobas plomizas que ocultan la ciudad; las ve aligerarse, deshacerse, alejarse, empujadas por el viento en dirección al terreno abierto donde debe estar la ruta de Geremoabo. Ahora puede seguir el desplazamiento de los soldados. Los de su derecha han ganado la orilla del río y están cruzándolo; las figurillas rojas, verdes, azules, se vuelven grises, desaparecen y reaparecen al otro lado de las aguas, cuando, súbitamente, entre ellas y Canudos se levanta una pared de polvo. Varias figurillas caen.

—Trincheras —dice alguien.

El periodista miope opta por acercarse al grupo que rodea al Coronel, quien ha dado unos pasos más cerro abajo y observa, cambiando de los prismáticos al catalejo. La bola roja del sol ilumina el teatro de operaciones desde hace un momento. Casi sin darse cuenta, el periodista del
Jornal de Noticias,
que no ha dejado de temblar, se encarama sobre una roca saliente para ver mejor. Adivina entonces lo que está ocurriendo. Las primeras filas de soldados en vadear el río han sido acribilladas desde una sucesión de defensas disimuladas y hay allí, ahora, un tiroteo nutrido. Otro de los cuerpos de asalto que, casi a sus pies, avanza desplegado, se ve detenido también por una ráfaga súbita, que se eleva desde el suelo. Los tiradores están atrincherados en escondrijos. Ve a los yagunzos. Son esas cabezas —¿ensombreradas, empañueladas? — que brotan de pronto de la tierra, echando humo, y aunque la polvareda difumina sus rasgos y siluetas, puede darse cuenta que hay hombres alcanzados por los tiros o que resbalan en los huecos donde sin duda se combate ya cuerpo a cuerpo.

Lo sacude una racha de estornudos tan prolongada que, un momento, cree desmayarse. Doblado en dos, los ojos cerrados, los anteojos en la mano, estornuda y abre la boca y trata desesperadamente de llevar aire a sus pulmones. Por fin puede enderezarse, respirar, y se da cuenta que le golpean la espalda. Se calza las gafas y ve al Coronel.

—Creímos que lo habían herido —dice Moreira César, que parece de excelente humor.

Está rodeado de oficiales y no sabe qué decir, pues la idea de que lo crean herido lo maravilla, como si no se le hubiera pasado por la cabeza que él también forma parte de esta guerra, que también se halla a merced de las balas.

—Qué pasa, qué pasa —tartamudea.

—El noveno entró a Canudos y ahora entra el séptimo —dice el Coronel, con los prismáticos en la cara.

Las sienes palpitantes, jadeando, el periodista miope tiene la sensación de que todo se ha acercado, de que puede tocar la guerra. En los bordes de Canudos hay casas en llamas y dos hileras de soldados entran a la ciudad, entre nubéculas que deben ser disparos. Desaparecen, tragados por un laberinto de techos de tejas, de paja, de latas, de estacas, en el que a ratos surgen llamas. «Están acribillándolos a todos los que se salvaron de los cañonazos», piensa. E imagina el furor con que oficiales y soldados estarán vengando a los cadáveres colgados en la caatinga, desquitándose de esas emboscadas y pitos que los desvelaron desde Monte Santo.

—En las iglesias hay focos de tiradores —oye decir al Coronel—. Qué espera Cunha Matos para tomarlas.

Las campanas han seguido repicando y él ha estado escuchándolas, entre los cañonazos y la fusilería, como una música de fondo. Entre los vericuetos de viviendas, distingue figuras que corren, uniformes que se cruzan y descruzan. «Cunha Matos está en ese infierno», piensa. «Corriendo, tropezando, matando.» ¿También Tamarindo y Olimpio de Castro? Los busca y no encuentra al viejo Coronel, pero el Capitán se halla entre los acompañantes de Moreira César. Siente alivio, no sabe por qué.

—Que la retaguardia y la policía bahiana ataquen por el otro flanco —oye ordenar al Coronel.

El Capitán Olimpio de Castro y tres o cuatro escoltas corren, cerro arriba, y varios cornetas comienzan a tocar hasta que, a lo lejos, les responden toques parecidos. Sólo ahora se da cuenta que las órdenes se transmiten con cornetas. Le gustaría anotar eso para no olvidarlo. Pero varios oficiales exclaman algo, al unísono, y vuelve a mirar. En el descampado entre las iglesias, diez, doce, quince uniformes rojiazules corren detrás de dos oficiales —divisa sables desenvainados, trata de reconocer a esos tenientes o capitanes a los que tiene que haber visto muchas veces — con el evidente propósito de capturar el templo de altísimas torres blancas rodeadas de andamios, cuando una cerrada descarga sale de todo el recinto y derriba a la mayoría; unos pocos dan media vuelta y desaparecen en el polvo.

—Debieron protegerse con cargas de fusilería —oye decir a Moreira César, en tono helado—. Hay un reducto ahí...

De las iglesias han salido muchas siluetas que corren hacia los caídos y se afanan sobre ellos. «Los están rematando, castrando, sacándoles los ojos», piensa, y en ese instante oye murmurar al Coronel: «Locos dementes, los están desnudando». «Desnudando», repite, mentalmente. Y vuelve a ver los cuerpos colgados de los árboles del Sargento rubio y sus soldados. Está muerto de frío. El descampado queda borrado por el polvo. Los ojos del periodista se mueven en distintas direcciones, tratando de averiguar lo que ocurre allí abajo. Los soldados de los dos cuerpos que entraron a Canudos, uno a su izquierda y otro a sus pies, han desaparecido en esa telaraña crispada, en tanto que un tercer cuerpo, a su derecha, sigue penetrando en la ciudad, y puede seguir su progresión por los remolinos de polvo que lo preceden y que se propagan por esos pasajes, callejones, recovecos, meandros en los que adivina los choques, los golpes, las culatas que derriban puertas, echan abajo tablas, estacas, derrumban techos, episodios de esa guerra que al fragmentarse en mil casuchas se vuelve entrevero confuso, agresión de uno contra uno, de uno contra dos, de dos contra tres.

No ha tomado ni un trago de agua esa mañana, la noche anterior tampoco ha comido, y además del vacío en el estómago se le retuercen las tripas. El sol luce en el centro del cielo. ¿Es posible que sea mediodía, que hayan pasado tantas horas? Moreira César y sus acompañantes bajan todavía unos metros y el periodista miope, dando traspiés, va a unirse a ellos. Coge del brazo a Olimpio de Castro y le pregunta qué ocurre, cuántas horas lleva el combate.

—Ya están allá la retaguardia y la policía bahiana —dice Moreira César, los prismáticos en su cara—. Ya no podrán huir por ese lado.

El periodista miope distingue al otro extremo de las casitas semidisueltas por el polvo unas manchas azules, verdosas, doradas, que avanzan por ese sector hasta ahora incontaminado, sin humo, sin incendios, sin gente. Las operaciones han ido abarcando todo Canudos, hay casas en llamas por todas partes.

—Esto demora demasiado —dice el Coronel y el periodista miope advierte su brusca impaciencia, su indignación—. Que el escuadrón de caballería le eche una mano a Cunha Matos.

Detecta al instante —por las caras de sorpresa, de contrariedad, de los oficiales — que la orden del Coronel es inesperada, riesgosa. Nadie protesta, pero las miradas de unos y otros son más elocuentes que las palabras.

—¿Qué les pasa? —Moreira César pasea los ojos por los oficiales. Encara a Olimpio de Castro —: ¿Cuál es la objeción?

—Ninguna, Excelencia —dice el Capitán—. Sólo que...

—Siga —lo increpa Moreira César—. Es una orden.

—El escuadrón de caballería es la única reserva, Excelencia —termina el Capitán.

—¿Y para qué la necesitamos aquí? —Moreira César apunta hacia abajo—. ¿No está allá la pelea? Cuando vean a los jinetes los que aún estén vivos saldrán despavoridos y podremos rematarlos. ¡Que carguen de inmediato!

—Le ruego que me deje cargar con el escuadrón —balbucea Olimpio de Castro.

—A usted lo necesito aquí —responde el Coronel, secamente.

Oye nuevos toques de corneta y minutos después asoman, por la cumbre donde se hallan, los jinetes, en pelotones de diez y quince, con un oficial al frente, que al pasar junto a Moreira César saludan levantando el sable.

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