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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La guerra del fin del mundo (35 page)

BOOK: La guerra del fin del mundo
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—Fue una sorpresa ver llegar a este joven con usted —sonrió el Barón, señalando al miope—. ¿Le ha contado que trabajó para mí, antes? En ese tiempo admiraba a Víctor Hugo y quería ser dramaturgo. Hablaba muy mal del periodismo, entonces.

—Todavía lo hago —dijo la vocecita antipática.

—¡Puras mentiras! —exclamó el Barón—. En realidad, su vocación es la chismografía, la infidencia, la calumnia, el ataque artero. Era mi protegido y cuando se pasó al periódico de mi adversario, se convirtió en el más vil de mis críticos. Cuídese, Coronel. Es peligroso.

El periodista miope estaba radiante, como si hubieran hecho su elogio.

—Todos los intelectuales son peligrosos —asintió Moreira César—. Débiles, sentimentales y capaces de usar las mejores ideas para justificar las peores bribonadas. El país los necesita, pero debe manejarlos como a animales que hacen extraños.

El periodista miope se echó a reír con tanta felicidad que la Baronesa, el Doctor y Olimpio de Castro lo miraron. Sebastiana servía el té. El Barón cogió del brazo a Moreira César y lo llevó hacia un armario:

—Tengo para usted un regalo. Es una costumbre del sertón: ofrecer un presente a quien se hospeda. —Sacó una polvorienta botella de Brandy y le mostró la etiqueta, con un guiño —: Ya sé que usted quiere extirpar toda influencia europea del Brasil, pero supongo que su odio no incluye también al Brandy.

Apenas se sentaron, la Baronesa alcanzó una taza de té al Coronel y le echó dos terrones de azúcar.

—Mis fusiles son franceses y mis cañones alemanes —dijo Moreira César, tan en serio que los otros interrumpieron su charla—. No odio a Europa y tampoco el Brandy. Pero como no bebo alcohol, no vale la pena que desperdicie un regalo así en alguien que no puede apreciarlo.

—Guárdelo de recuerdo, entonces —intervino la Baronesa.

—Odio a los terratenientes locales y a los mercaderes ingleses que han mantenido esta región en la prehistoria —prosiguió el Coronel, con acento helado—. Odio a quienes el azúcar les interesaba más que la gente del Brasil.

La Baronesa atendía a sus invitados, inmutable. El dueño de casa, en cambio, había dejado de sonreír. Pero su tono siguió siendo cordial:

—¿A los comerciantes norteamericanos que el Sur recibe con los brazos abiertos les interesa la gente, o sólo el café? —preguntó. Moreira César tenía lista la respuesta:

—Con ellos llegan las máquinas, la técnica y el dinero que necesita el Brasil para su progreso. Porque progreso quiere decir industria, trabajo, capital, como lo han demostrado los Estados Unidos de Norteamérica. —Sus ojitos fríos parpadearon al añadir —: Es algo que no entenderán nunca los dueños de esclavos, Barón de Cañabrava.

En el silencio que siguió a sus palabras, se oyó a las cucharillas moviéndose en las tazas y los sorbos del periodista miope, que parecía hacer gárgaras.

—No fue la República sino la monarquía la que abolió la esclavitud —recordó la Baronesa, risueña como si hiciera una broma, a la vez que ofrecía galletas a su invitado—. A propósito, ¿sabía que en las haciendas de mi marido los esclavos fueron libertados cinco años antes de la ley?

—No lo sabía —repuso el Coronel—. Algo loable, sin duda.

Sonrió, forzado y bebió un sorbo. La atmósfera era ahora tensa y no la distendían las sonrisas de la Baronesa, ni el súbito interés del Doctor Souza Ferreiro por las mariposas de la colección ni la anécdota del Capitán Olimpio de Castro sobre un abogado de Río asesinado por su esposa. La tensión todavía se agravó por un cumplido de Souza Ferreiro:

—Los hacendados de por aquí abandonan sus tierras, porque los yagunzaos se las queman —dijo—. Usted, en cambio, da el ejemplo volviendo a Calumbí.

—He vuelto para poner la hacienda a disposición del Séptimo Regimiento -dijo el Barón—. Lástima que mi ayuda no haya sido aceptada.

—Nadie diría al ver esta paz que la guerra está cerca —murmuró el Coronel Moreira César—. Los yagunzos no lo han tocado. Es usted un hombre con suerte.

—Las apariencias engañan —repuso el Barón, sin perder la calma—. Muchas familias de Calumbí se han marchado y los sembríos se han reducido a la mitad. Por otra parte, Canudos es una tierra mía, ¿no es cierto? He pagado mi cuota de sacrificio más que nadie en la región.

El Barón lograba disimular la cólera que podían causarle las palabras del Coronel; pero la Baronesa era otra persona cuando volvió a hablar:

—Supongo que usted no toma en serio esa calumnia de que mi esposo entregó Canudos a los yagunzos —dijo, con la cara afilada por la indignación. El Coronel bebió otro sorbo, sin asentir ni negar.

—De modo que lo han convencido de esa infamia —murmuró el Barón—.

¿De veras cree que yo ayudo a herejes dementes, a incendiarios y ladrones de haciendas?

Moreira César puso su taza sobre la mesa. Miró al Barón con mirada glacial y se pasó rápidamente la lengua por los labios.

—Esos dementes matan soldados con balas explosivas —deletreó, como temiendo que alguien pudiera perder alguna sílaba—. Esos incendiarios tienen fusiles muy modernos. Esos ladrones reciben ayuda de agentes ingleses. ¿Quién sino los monárquicos pueden fomentar una insurrección contra la República?

Se había puesto pálido y la tacita comenzó a temblar en sus manos. Todos, salvo el periodista, miraban al suelo.

—Esta gente no roba ni mata ni incendia cuando sienten un orden, cuando ven que el mundo está organizado, porque nadie sabe mejor que ellos respetar las jerarquías —dijo el Barón, con voz firme—. Pero la República destruyó nuestro sistema con leyes impracticables, sustituyendo el principio de la obediencia por el de los entusiasmos infundados. Un error del Mariscal Floriano, Coronel, porque el ideal social radica en la tranquilidad, no en el entusiasmo.

—¿Se siente usted mal, Excelencia? —lo interrumpió el Doctor Souza Ferreiro, levantándose.

Pero una mirada de Moreira César le impidió llegar hasta él. Se había puesto lívido y tenía la frente húmeda y los labios cárdenos, como si los hubiera mordido. Se puso de pie y se dirigió a la Baronesa, con una voz que se le quedaba entre los dientes:

—Le ruego que me disculpe, señora. Sé que mis maneras dejan mucho que desear. Vengo de un medio humilde y no he tenido otra sociedad que el cuartel.

Se retiró de la sala haciendo equilibrio entre los muebles y vitrinas. A su espalda, la voz ineducada del periodista pidió otra taza de té. Olimpio de Castro y él permanecieron en la sala, pero el Doctor fue tras el jefe del Séptimo Regimiento, a quien encontró en la cama, respirando con ansiedad, en estado de gran fatiga. Lo ayudó a desnudarse, le dio un calmante y lo oyó decir que se reincorporaría al Regimiento al amanecer: no toleraba discusión al respecto. Dicho esto, se prestó a otra sesión de ventosas y se zambulló de nuevo en una bañera de agua fría, de la que salió temblando. Unas fricciones de trementina y de mostaza lo hicieron entrar en calor. Comió en su dormitorio, pero luego se levantó en bata y estuvo unos minutos en la sala, agradeciendo al Barón y a la Baronesa su hospitalidad. Se despertó a las cinco de la madrugada. Aseguró al Doctor Souza Ferreiro, mientras tomaban un café, que nunca se había sentido mejor y volvió a prevenir al periodista miope que, desgreñado y entre bostezos, despertaba a su lado, que si en algún periódico había la menor noticia sobre su enfermedad, lo consideraría responsable. Cuando iba a salir, un sirviente vino a decirle que el Barón le rogaba pasar por su despacho. Lo guió hasta una pieza pequeña, con un gran escritorio de madera en el que destacaba un artefacto para liar cigarros, y en cuyas paredes había, además de estantes con libros, facas, fuetes, guantes y sombreros de cuero y monturas. La pieza daba al exterior y en la luz naciente se veía a los hombres de la escolta charlando con el periodista bahiano. El Barón estaba en bata y zapatillas.

—Pese a nuestras discrepancias, lo creo un patriota que desea lo mejor para el Brasil, Coronel —dijo, a manera de saludo—. No, no quiero ganarme su simpatía con lisonjas. Ni hacerle perder tiempo. Necesito saber si el Ejército, o por lo menos usted, están al tanto de las maniobras fraguadas contra mí y contra mis amigos por nuestros adversarios.

—El Ejército no se mezcla en querellas políticas locales —lo interrumpió Moreira César—. He venido a Bahía a sofocar una insurrección que pone en peligro a la República. A nada más.

Estaban de pie, muy juntos, y se miraban fijamente.

—En eso consiste la maniobra —dijo el Barón—. En haber hecho creer a Río, al Gobierno, al Ejército, que Canudos significa ese peligro. Esos miserables no tienen armas modernas de ninguna clase. Las balas explosivas son proyectiles de limonita, o hematita parda si prefiere el nombre técnico, un mineral que abunda en la Sierra de Bendengó y que los sertaneros usan para sus escopetas desde siempre.

—¿Las derrotas sufridas por el Ejército en Uauá y en el Cambaio son también una maniobra? —preguntó el Coronel—. ¿Los fusiles traídos desde Liverpool y metidos de contrabando por agentes ingleses lo son?

El Barón examinó con minucia la menuda cara impávida del oficial, sus ojos hostiles, la mueca despectiva. ¿Era un cínico? No podía saberlo aún: lo único claro era que Moreira César lo odiaba.

—Los fusiles ingleses sí lo son —dijo—. Los trajo Epaminondas Gonce, su más ferviente partidario en Bahía, para acusarnos de complicidad con una potencia extranjera y con los yagunzos. Y en cuanto al espía inglés de Ipupiará también lo fabricó él, mandando asesinar a un pobre diablo que para su desgracia era rubio. ¿Sabía usted eso?

Moreira César no pestañeó, no movió un músculo; tampoco abrió la boca. Siguió devolviendo la mirada al Barón, haciéndole saber más locuazmente que con palabras lo que pensaba de él y de lo que decía.

—De modo que lo sabe, es usted cómplice y acaso eminencia gris de todo esto. —El Barón apartó la vista y estuvo un momento cabizbajo, como si reflexionara, pero, en realidad, tenía la mente en blanco, un aturdimiento del que al fin se repuso—. ¿Cree que vale la pena? Quiero decir, tanta mentira, intriga, incluso crímenes, para establecer la República Dictatorial. ¿Cree que algo nacido así será la panacea de todos los males del Brasil?

Pasaron unos segundos sin que Moreira César abriera la boca. Afuera, una resolana rojiza precedía al sol, se oía relinchar a los caballos y voces; en el piso alto, alguien arrastraba los pies.

—Hay una rebelión de gentes que rechazan la República y que han derrotado a dos expediciones militares —dijo el Coronel de pronto, sin que su voz firme, seca, impersonal, se hubiera alterado lo más mínimo—. Objetivamente, esas gentes son instrumentos de quienes, como usted, han aceptado la República sólo para traicionarla mejor, apoderarse de ella y, cambiando algunos nombres, mantener el sistema tradicional. Lo estaban consiguiendo, es verdad. Ahora hay un Presidente civil, un régimen de partidos que divide y paraliza al país, un Parlamento donde todo esfuerzo para cambiar las cosas puede ser demorado y desnaturalizado con las artimañas en las que ustedes son diestros. Cantaban victoria ya, ¿no es cierto? Se habla incluso de reducir a la mitad los efectivos del Ejército, ¿no? ¡Qué triunfo! Pues bien, se equivocan. Brasil no seguirá siendo el feudo que explotan hace siglos. Para eso está el Ejército. Para imponer la unidad nacional, para traer el progreso, para establecer la igualdad entre los brasileños y hacer al país moderno y fuerte. Vamos a remover los obstáculos, sí: Canudos, usted, los mercaderes ingleses, quienes se crucen en nuestro camino. No voy a explicarle la República tal como la entendemos los verdaderos republicanos. No lo entendería, porque usted es el pasado, alguien que mira atrás. ¿No comprende lo ridículo que es ser Barón faltando cuatro años para que comience el siglo veinte? Usted y yo somos enemigos mortales, nuestra guerra es sin cuartel y no tenemos nada que hablar.

Hizo una venia, dio media vuelta y caminó hacia la puerta.

—Le agradezco su franqueza —murmuró el Barón. Sin moverse del sitio, lo vio salir del despacho y, después, aparecer en el exterior. Lo vio montar en el caballo blanco que sujetaba su ordenanza y partir, seguido por la escolta, en una nube de polvo.

IV

E
L SONIDO
de los pitos se parece al de ciertos pájaros, es un lamento desacompasado qué atraviesa los oídos y va a incrustarse en los nervios de los soldados, despertándolos en la noche o sorprendiéndolos en una marcha. Preludia la muerte, viene seguido de balas o dardos que, con silbido rasante, brillan contra el cielo luminoso o estrellado antes de dar en el blanco. El sonido de los pitos cesa entonces y se oyen los bufidos dolientes de las reses, los caballos, las mulas, las cabras o los chivos. Alguna vez cae herido un soldado, pero es excepcional porque, así como los pitos están destinados a los oídos —las mentes, las almas — de los soldados, los proyectiles buscan obsesivamente a los animales. Han bastado las dos primeras reses alcanzadas para que descubran que esas víctimas no son ya comestibles, ni siquiera por quienes en todas las campañas que han vivido juntos aprendieron a comer piedras. Los que probaron esas reses comenzaron a vomitar de tal modo y a padecer tales diarreas que, antes que los médicos lo dictaminaran, supieron que los dardos de los yagunzos matan doblemente a los animales, quitándoles la vida y la posibilidad de ayudar a sobrevivir a quienes venían arreándolos. Desde entonces, apenas cae una res, el Mayor Febronio de Brito la rocía de kerosene y prende fuego. Enflaquecido, con las pupilas irritadas, en los pocos días desde la salida de Queimadas el Mayor se ha vuelto un ser amargo y huraño. Es probablemente la persona de la Columna sobre la que los pitos operan con más eficacia, desvelándolo y martirizándolo. Su mala suerte hace que sea suya la responsabilidad de esos cuadrúpedos que caen en medio de elegías sonoras, que sea él quien deba ordenar que los rematen y carbonicen sabiendo que esas muertes significan hambrunas futuras. Ha hecho lo que estaba a su alcance para amortiguar el efecto de los dardos, disponiendo círculos de patrullas en torno a los rebaños y protegiendo a las bestias con cueros y crudos, pero con la altísima temperatura del verano, el abrigo las hace sudar, demorarse y a veces se desploman. Los soldados han visto al Mayor a la cabeza de las patrullas que, apenas, comienza la sinfonía, salen a dar batidas. Son incursiones agotadoras, deprimentes, que sólo sirven para comprobar lo inubicables, traslaticios, fantasmales que son los atacantes. El poderoso ruido de los pitos sugiere que son muchos, pero es imposible que así sea, pues ¿cómo podrían invisibilizarse en este terreno plano, de escasa vegetación? El Coronel Moreira César lo ha explicado: se trata de partidas ínfimas, enquistadas en sitios claves, que permanecen horas y días al acecho en cuevas, grietas, cubiles, matorrales, y el ruido de los pitos está tramposamente magnificado por el silencio astral del paisaje que recorren. Estas triquiñuelas no deben distraerlos, son incapaces de afectar a la Columna. Y, al reordenar la marcha, luego de recibir el informe de los animales perdidos, ha comentado:

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