—Esto es bueno, nos aligera, llegaremos más pronto.
Su serenidad impresiona a los corresponsales, ante quienes, cada vez que recibe noticias de nuevas muertes, se permite alguna broma. Ellos están crecientemente nerviosos con esos adversarios que espían sus movimientos y a los que nadie ve. No tienen otro tema de conversación. Acosan al periodista miope del
Jornal de Noticias,
preguntándole qué piensa el Coronel realmente de ese hostigamiento continuo a los nervios y reservas de la Columna, y el periodista les responde, todas las veces, que Moreira César no habla de esos dardos ni oye esos pitos porque vive entregado en cuerpo y alma a una sola preocupación: llegar a Canudos antes que el Consejero y los insurrectos tengan tiempo de huir. Él sabe, está seguro, que esos dardos y pitos no tienen otro objeto que distraer al Séptimo Regimiento para dar tiempo a los bandidos a preparar la retirada. Pero el Coronel es un soldado diestro y no se deja engañar, ni pierde un día en batidas inútiles ni se desvía un milímetro de su trayectoria. A los oficiales que se inquietan por el aprovisionamiento futuro les ha dicho que también desde ese punto de vista lo que interesa es llegar cuanto antes a Canudos, donde el Séptimo Regimiento encontrará, en los almacenes, chacras y establos del enemigo, lo que le haga falta.
¿Cuántas veces han visto los corresponsales, desde que reanudaron la marcha, llegar a la cabeza de la Columna a un joven oficial con un puñado de dardos sanguinolentos a dar cuenta de nuevos atentados? Pero este mediodía, pocas horas antes de entrar a Monte Santo, el oficial enviado por el Mayor Febronio de Brito trae, además de dardos, un pito de madera y una ballesta. La Columna está detenida en una quebrada, bajo un sol que empapa las caras. Moreira César revisa cuidadosamente la ballesta. Es una versión muy primitiva, fabricada con maderas sin pulir y cuerdas bastas, de uso simple. El Coronel Tamarindo, Olimpio de Castro y los corresponsales lo rodean. El Coronel coge uno de los dardos, lo coloca en la ballesta, muestra a los periodista cómo funciona. Luego, se lleva a la boca el pito hecho de caña, con incisiones, y todos escuchan el lúgubre lamento. Sólo entonces hace el mensajero la gran revelación:
—Tenemos dos prisioneros, Excelencia. Uno está herido, pero el otro puede hablar.
Hay un silencio, en el que Moreira César, Tamarindo y Olimpio de Castro se miran. El joven oficial explica ahora que tres patrullas se hallan siempre listas para salir apenas se escuchen los pitos y que hace dos horas, al sonar éstos, las tres salieron en distintas direcciones, antes de que cayeran los dardos, y que una ellas divisó a los flecheros cuando se escurrían detrás de unas rocas. Los habían perseguido, alcanzado, procurado capturar vivos, pero uno atacó a los soldados y resultó herido. Moreira César parte al instante hacia la retaguardia, seguido por los corresponsales, sobreexcitados con la idea de ver por fin la cara del enemigo. No alcanzarán a verla de inmediato. Cuando llegan, una hora después, a la retaguardia, los prisioneros están encerrados en una barraca custodiada por soldados con bayonetas. No los dejan acercarse. Merodean por los alrededores, ven el ir y venir de oficiales, reciben evasivas de aquellos que los han visto. Dos o quizá tres horas más tarde Moreira César va a retomar su puesto a la cabeza de la Columna. Por fin se enteran de algo.
—Hay uno que está bastante grave —explica el Coronel—. Tal vez no llegue a Monte Santo. Una lástima. Deben ser ejecutados allí, para que su muerte sirva. Aquí, sería inútil.
Cuando el periodista veterano, que anda siempre como convaleciendo de un resfrío, pregunta si los prisioneros han proporcionado informaciones útiles, el Coronel hace un gesto escéptico:
—La coartada de Dios, del Anticristo, del fin del mundo. Sobre eso, lo dicen todo. Pero no sobre sus cómplices y azuzadores. Es posible que no sepan mucho, son pobres diablos. Pertenecen a la banda de Pajeú, un cangaceiro.
La Columna reanuda de inmediato la marcha, a un ritmo endiablado, y entra al anochecer a Monte Santo. Allí no ocurre lo que en otros poblados, en los que el Regimiento sólo hace un rápido registro en busca de armas. Aquí, los corresponsales, cuando todavía están desmontando en la plaza cuadrangular, bajo los tamarindos, al pie de la montaña de las capillas, rodeados de niños, viejos y mujeres de miradas que ya han aprendido a reconocer —indolentes, desconfiadas, distantes, que se empeñan en parecer estúpidas y desinformadas—, ven que los soldados se precipitan, de a dos y de a tres, hacia las casas de tierra, donde entran con los fusiles en alto como si fueran a encontrar resistencia. A sus lados, adelante, por doquier, al compás de órdenes y gritos, las patrullas hacen saltar puertas y ventanas a culatazos y patadas y pronto empiezan a ver filas de vecinos arrastrados hacia cuatro corrales enmarcados por centinelas. Allí son interrogados. Desde el lugar en el que están, oyen los insultos, las protestas, los rugidos, a los que se suman los llantos y forcejeos de las mujeres que tratan de acercarse. Bastan pocos minutos para que todo Monte Santo sea escenario de una extraña contienda, sin disparos ni cargas. Abandonados, sin que ningún oficial les explique lo que ocurre, los corresponsales deambulan de un lado a otro por la aldea de los calvarios y cruces. Van de uno a otro corral y ven siempre lo mismo: filas de hombres entre soldados con bayonetas y a veces un prisionero que se llevan a empellones o sacan de una casucha tan maltratado que apenas se tiene de pie. Van en grupo, atemorizados de caer en el engranaje de este mecanismo que cruje a su alrededor, sin entender qué ocurre, pero sospechando que es consecuencia de lo que han dicho los prisioneros de esa mañana.
Y así se los confirma el Coronel Moreira César, con quien pueden conversar esa misma noche, después que los prisioneros son ejecutados. Antes de la ejecución, que tiene lugar entre los tamarindos, un oficial lee una Orden del Día, puntualizando que la República está obligada a defenderse de quienes, por codicia, fanatismo, ignorancia o engaño atenían contra ella y sirven los apetitos de una casta retrógrada, interesada en mantener al Brasil en el atraso para explotarlo mejor. ¿Llega a los vecinos este mensaje? Los corresponsales intuyen que esas palabras, proferidas con voz tronante por el pregonero, pasan ante esos seres silenciosos de detrás de los centinelas como mero ruido. Terminada la ejecución, cuando los vecinos pueden acercarse a los degollados, los periodistas acompañan al Jefe del Séptimo Regimiento hacia la vivienda donde pasará la noche. El miope del
Jornal de Noticias
se las arregla, como de costumbre, para estar a su lado.
—¿Era necesario convertir a todo Monte Santo en enemigo con esos interrogatorios? —le pregunta.
—Ya lo son, todo el pueblo es cómplice —responde Moreira César—. El cangaceiro Pajeú ha estado aquí en estos días, con una cincuentena de hombres. Los recibieron en fiesta y les dieron provisiones. ¿Ven ustedes? La subversión ha calado hondo en esta pobre gente, gracias a un terreno abonado por el fanatismo religioso.
No se lo nota alarmado. Por todas partes arden mecheros, velas, fogatas, y en las sombras circulan, espectrales, las patrullas del Regimiento.
—Para ejecutar a todos los cómplices, hubiera habido que pasar a cuchillo a Monte Santo entero. —Moreira César ha llegado a una casita donde lo esperan el Coronel Tamarindo, el Mayor Cunha Matos y un grupo de oficiales. Despide a los corresponsales con un ademán y, sin transición, se dirige a un teniente —: ¿Cuántas reses quedan?
—Entre quince y dieciocho, Excelencia.
—Antes de que las envenenen, daremos un banquete a la tropa. Dígale a Febronio que las sacrifique de una vez. —El oficial parte corriendo y Moreira César se vuelve a sus otros subordinados—. A partir de mañana, habrá que apretarse los cinturones.
Desaparece en la casucha y los corresponsales se dirigen a la barraca de los ranchos. Allí beben café, fuman, cambian impresiones y oyen las letanías que bajan de las capillas de la montaña donde el pueblo vela a los dos muertos. Más tarde, ven el reparto de carne y cómo los soldados disfrutan de esa comida suntuosa, y los oyen animarse, tocar guitarras, cantar. Aunque también comen carne y beben aguardiente, ellos no participan de la efervescencia que se ha apoderado de los soldados por algo que es para ellos la proximidad de la victoria. Poco después, el Capitán Olimpio de Castro viene a preguntarles si van a quedarse en Monte Santo o continuar hacia Canudos. A los que continúen les será difícil regresar, pues no habrá otro campamento intermedio. De los cinco, dos deciden permanecer en Monte Santo y otro volver a Queimadas, ya que se siente enfermo. A los que seguirán con el Regimiento —el viejo arropado y el miope — el Capitán les sugiere que, como a partir de ahora habrá marchas forzadas, se vayan a dormir.
Al día siguiente, cuando los dos periodistas despiertan —es el alba y hay quiquiriquís — les hacen saber que Moreira César ya ha partido, pues hubo un incidente en la vanguardia: tres soldados violaron a una muchacha. Parten en el acto, con una compañía en la que va el Coronel Tamarindo. Cuando alcanzan a la cabeza de la Expedición, los violadores están siendo azotados, uno al lado del otro, sujetos a troncos de árboles. Uno ruge con cada latigazo; otro parece rezar y el tercero mantiene un gesto arrogante mientras su espalda enrojece y revienta en sangre.
Están en un claro, rodeado de mandacarús, veíame y calumbí. Entre los arbustos y matorrales se hallan las compañías de la vanguardia, observando el castigo. Reina silencio absoluto entre los hombres, que no apartan la vista de quienes reciben los azotes. Hay a veces vocerío de loros y unos sollozos de mujer. La que llora es una muchacha albina, algo contrahecha, descalza, por cuyas ropas desgarradas se divisan moretones. Nadie le presta atención y cuando el periodista miope pregunta a un oficial si es ella la que ha sido violada, éste asiente. Moreira César está junto al Mayor Cunha Matos. Su caballo blanco remolonea unos metros más allá, sin montura, fresco y limpio como si acabaran de cepillarlo.
Cuando terminan de azotarlos, dos de los castigados han perdido el sentido, pero el otro, el arrogante, hace todavía el alarde de ponerse en atención para escuchar al Coronel.
—Que esto les sirva de ejemplo, soldados —grita éste—. El Ejército es y debe ser la institución más pura de la República. Estamos obligados a actuar siempre, desde el más encumbrado hasta el más humilde, de manera que los ciudadanos respeten nuestro uniforme. Ustedes saben la tradición del Regimiento: las fechorías se castigan con el máximo rigor. Estamos aquí para proteger a la población civil, no para competir con los bandidos. El próximo caso de violación será castigado con pena de muerte.
Ningún murmullo, movimiento, hace eco a sus palabras. Los cuerpos de los desmayados cuelgan en posturas absurdas, cómicas. La muchacha albina ha dejado de llorar. Tiene una mirada extraviada y por momentos sonríe.
—Den algo de comer a esta infeliz —dice Moreira César, señalándola. Y, a los periodistas que se le han acercado —: Es una loquita. ¿Les parece un buen ejemplo, para una población ya prejuiciada contra nosotros? ¿No es ésta la mejor manera de dar razón a quienes nos llaman el Anticristo?
Un ordenanza ensilla su caballo y el claro se ha llenado de órdenes, desplazamientos. Las compañías parten, en direcciones distintas.
—Comienzan a aparecer los cómplices importantes —dice Moreira César, olvidando de pronto la violación—. Sí, señores. ¿Saben quién es proveedor de Canudos? El párroco de Cumbe, un tal Padre Joaquim. El hábito, un salvoconducto ideal, un abrepuertas, una inmunidad. ¡Un sacerdote católico, señores!
Su expresión es más satisfecha que colérica.
Los cirqueros avanzaban entre macambiras y cascajo, turnándose para tirar del carromato. El paisaje se había secado y a veces realizaban largas jornadas sin nada que meterse a la boca. Desde el Sitio de las Flores, empezaron a encontrar peregrinos que iban a Canudos, gente más miserable que ellos mismos, con todas sus pertenencias a cuestas y que, a menudo, arrastraban inválidos. Donde podían, la Barbuda, el Idiota y el Enano leían la suerte, cantaban romances y hacían payaserías, pero la gente del camino tenía poco que darles a cambio. Como corrían rumores de que en Monte Santo la Guardia Rural bahiana impedía el paso hacia Canudos y enrolaba a todo hombre en edad de pelear, tomaron la ruta más larga de Cumbe. De vez en cuando percibían humaredas; según la gente, eran obra de los yagunzos que asolaban la tierra para que los ejércitos del Can murieran de hambre. También ellos podían ser víctimas de esa desolación. El Idiota, muy débil, habían perdido la risa y la voz.
Tiraban de la carreta por parejas; el aspecto de los cinco era ruinoso, como si sobrellevaran grandes padecimientos. Siempre que hacía de bestia de carga, el Enano rezongaba contra la Barbuda:
—Sabes que es locura ir allá y estamos yendo. No hay qué comer, la gente muere de hambre en Canudos. —Señaló a Gall, con una mueca de furia —: ¿Por qué le haces caso?
El Enano transpiraba y así, encogido y adelantado para hablar, parecía aún más pequeño. ¿Qué edad podía tener? Tampoco él lo sabía. Ya asomaban arrugas en su cara: las pequeñas jorobas de la espalda y el pecho se habían pronunciado con la flacura. La Barbuda miró a Gall:
—Porque es un hombre de verdad —exclamó—. Ya me cansé de andar con monstruos.
El Enano tuvo un ataque de risa.
—¿Y tú qué eres? —dijo contorsionado por las carcajadas—. Sí, ya sé qué. Una esclava. Barbuda. Te gusta obedecerle, como antes al Gitano.
La Barbuda, que se había puesto a reír también, trató de abofetearlo, pero el Enano la esquivó.
—Te gusta ser esclava —gritaba—. Te compró el día que te tocó la cabeza y te dijo que hubieras sido una madre perfecta. Te lo creíste, se te llenaron los ojos de lágrimas.
Se reía a carcajadas y tuvo que echar a correr para que la Barbuda no lo alcanzara. Ésta le tiró piedras, un rato. Pero después, el Enano caminaba de nuevo junto a ella. Sus peleas eran así, más parecían un juego o un modo especial de comunicación.
Marchaban en silencio, sin un sistema de turnos para tirar de la carreta o descansar. Se detenían cuando alguno no podía más de fatiga, o cuando encontraban un riachuelo, un pozo o un lugar sombreado para las horas de más calor. Iban, mientras andaban, con los ojos alertas, explorando el contorno en busca de alimento, y así habían capturado alguna vez una presa comestible. Pero eso era raro y tenían que contentarse con masticar todo lo que fuera verde. Buscaban sobre todo el imbuzeiro, árbol que Galileo Gall había aprendido a apreciar: el gusto dulzón, acuoso, refrescante, de sus raíces le parecía un verdadero manjar.