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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (22 page)

BOOK: La corona de hierba
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De mayor interés para Roma es la muerte de uno de los Tolomeos, Tolomeo Apion, hijo bastardo del horrendo Tolomeo Gran Vientre de Egipto, que murió hace poco en Cirene. Recordarás que era rey de Cirenaica, pero murió sin dejar heredero. ¡Y, mira lo que son las cosas, dejó el reino de Cirenaica en herencia a Roma! El viejo Atalo de Pérgamo ha iniciado una nueva moda. Es un agradable sistema para acabar
dominando
el mundo, Cayo Mario. A base de testamentos.

¡Espero que decidas regresar este año! Roma es muy aburrida sin ti, ni siquiera tengo al Meneitos para quejarme de él. Actualmente circula un rumor de lo más curioso, según el cual el Meneítos habría muerto ¡envenenado! El que lo propala es nada menos que el físico de moda en el Palatino, Apolodoro Sículo. Cuando se indispuso el Meneítos, llamaron a Apolodoro, que al parecer no quedó muy convencido con aquella muerte y reclamó una autopsia. El Meneitos hijo se negó, quemaron a su tata, lo enterraron en una tumba de horrendos adornos y de eso hace ya muchas lunas. Pero el pequeño griego siciliano ha hecho averiguaciones e insiste en que el Meneítos bebió una poción muy nociva a base de semillas de melocotón. El Meneítos hijo replica que nadie tenía motivos para hacerlo y ha amenazado con llevar a Apolodoro ante los tribunales si no deja de ir diciendo por ahí que a su padre le envenenaron. Nadie piensa, ¡ni siquiera yo!, que el Meneítos se cargara al tata, ¿y qué otra persona lo habría podido hacer?

Un retazo final delicioso y te dejo en paz. Son cotilleos de familia pero los repite toda Roma. El esposo de mi sobrina, al volver del extranjero y ver el pelo rojo del último híjo, se ha divorciado por adulterio.

Te daré más detalles de esto cuando te vea en Roma. Haré un sacrificio a los lares Permarini para tu feliz regreso.

Dejando la carta en la mesa como si quemara, Mario miró a su esposa.

—Bueno, ¿qué te parecen las noticias? ¡Tu hermano Cayo se ha divorciado de Aurelia por adulterio! Se ve que ha tenido otro hijo, ¡un niño pelirrojo! jo, jo, jo. ¿Quién te imaginas que es el padre?

Julia estaba boquiabierta, sin poder decir nada. Ruborizada y con los labios apretados, comenzó a mover la cabeza sin pausa hasta que recuperó la palabra.

—¡No es cierto! ¡No puede ser! ¡No me lo creo!

—Pues mira, es su tío quien lo dice. Ten —añadió, tendiéndole la última parte de la carta de Rutilio Rufo.

Ella cogió el rollo y comenzó a releer las enmarañadas palabras de las últimas líneas con voz hueca, artificial. Las leyó unas cuantas veces y luego dejó la carta.

—No debe de ser Aurelia —dijo tercamente—. ¡No puedo creer que sea Aurelia!

—¿Y quién, si no? ¡Pelo rojo, Julia! ¡Es la marca de Lucio Cornelio Sila, no de Cayo Julio César!

—Publio Rutilio tiene más sobrinas —replicó Julia en sus trece.

—¿Íntimas de Lucio Cornelio y que vivan solas en el peor barrio de Roma?

—¿Quién sabe? Es posible.

—Como los cerdos que vuelan para los pisidios —replicó Mario.

—En cualquier caso, ¿qué tiene que ver con ello lo de que viva sola en el peor barrio de Roma? —inquirió Julia.

—Pues que es fácil tener una historia sin que nadie se entere —contestó Mario, risueño—. ¡Al menos hasta que se da a luz a un crío pelirrojo!

—¡Bah, deja de regocijarte! —exclamó Julia, enfadada—. No me lo creo y no me lo creo. Además —añadió, al ocurrírsele otra explicación—, no puede ser mi hermano Cayo porque aún no ha vuelto a Roma, y si hubiera vuelto te habrías enterado, ya que está cumpliendo una misión que le has encomendado. — Miró a su esposo con aire amenazador—. ¿Qué, no es cierto, esposo mío?

—Probablemente me escribió a Roma —alegó Mario, no muy convencido.

—¿Después que yo le escribiera que íbamos a estar fuera tres años, y dándole el itinerario aproximado? ¡Vamos, Cayo Mario, admite que es muy improbable que se trate de Aurelia!

—Admito lo que tú quieras —contestó Mario echándose a reír—. De todos modos, Julia, seguro que es Aurelia.

—Me voy a casa —dijo Julia poniéndose en pie.

—Creí que querías ir a Egipto.

—Me voy a casa —repitió ella—. Y no me importa dónde vayas tú, Cayo Mario, aunque preferiría que fueses a la tierra de los hiperbóreos. Yo me voy a casa.

II


M
e voy a Esmirna para traerme mi fortuna —dijo Quinto Servilio Cepio a su cuñado Marco Livio Druso mientras regresaban a casa caminando desde el Foro.

Druso se detuvo y enarcó una de sus puntiagudas cejas negras.

—¡Oh! ¿Crees que es prudente? —inquirió, arrepentido inmediatamente de haberlo dicho.

—¿Cómo prudente? —replicó Cepio, con gesto belicoso.

—Sólo te digo eso, Quinto —contestó Druso cogiendo a Cepio por el brazo derecho—. No es que insinúe que tu fortuna en Esmirna sea el oro de Tolosa ni que tu padre se apoderara de ese oro, pero ¿acaso toda Roma no cree culpable a tu padre y está convencida de que la fortuna que tienes a tu nombre en Esmirna no es sino el oro de Tolosa? En los viejos tiempos, haberlo traído a Roma no te habría valido más que aviesas miradas y un rencor que habría marcado tu carrera pública, pero hoy día hay
una lex Servilia Glaucia de repetundis
inscrita en las tablillas, no lo olvides. Se han acabado los tiempos en que un gobernador podía especular o extorsionar y quedarse tan tranquilo poniendo su rapiña a nombre de otro. La ley de Glaucia especifica que la recuperación de caudales adquiridos ilegalmente se efectuará tanto del último beneficiario como del culpable. Ya no vale servirse del tío Lucio Tiddlypus.

—Te recuerdo que la ley Glaucia no es retroactiva —contestó Cepio muy envarado.

—Bastará con que un tribuno de la plebe con ansias de venganza haga una petición a la asamblea plebeya para que se invalide esa laguna y te encontrarás con que es retroactiva. —Replicó Druso con firmeza—. ¡De verdad, hermano Quinto, piénsalo! No quiero ver a mi hermana y a sus hijos quedarse sin
paterfamilias
ni fortuna, ni deseo verte desterrado durante años en Esmirna.

—¿Y por qué tuvieron que hacer víctima a mi padre? —inquirió Cepio enojado—. ¡Mira Metelo el Numídico, él vuelve a Roma cargado de gloria, mientras que mi padre muere desterrado!

—Los dos sabemos por qué pasan esas cosas —comentó Druso con paciencia, deseando por enésima vez que Cepio fuese más inteligente—. Los que dirigen la Asamblea plebeya perdonan cualquier cosa a un noble, sobre todo cuando ha transcurrido algo de tiempo. Pero lo del oro de Tolosa fue algo fuera de lo corriente. Y desapareció mientras estaba confiado a la custodia de tu padre. ¡Una cantidad de oro mayor de la que tiene Roma en el Tesoro! Una vez que se convencieron de que tu padre se había apoderado de él, comenzaron a alimentar un odio hacia él que nada tiene que ver con el derecho, la justicia ni el patriotismo —añadió, reemprendiendo la marcha seguido por Cepio—. ¡Piénsalo despacio, Quinto, por favor! Si la suma que traigas equi
Vale
a un diez por ciento del valor del oro de Tolosa, toda Roma dirá que tu padre lo robó y tú lo has heredado.

—No será así —replicó Cepio, muy seguro de sí mismo, riéndose—. Lo he pensado todo bien, Marco. He tardado muchos años en solucionar el problema, pero lo he conseguido. ¡De verdad!

—¿Cómo? —inquirió Druso, escéptico.

—Para empezar, sólo tú sabrás adónde he ido en realidad y lo que me propongo. Para Roma, como diré a Livia Drusa y a Servilia Cepionis, voy a la Galia itálica, al otro lado del Padus, para inspeccionar unas propiedades. Llevo meses hablando de ello y nadie se va a sorprender ni se va a preocupar en verificarlo. ¿Por qué iban a hacerlo, si les he repetido a todos machaconamente mis planes de organizar en una serie de ciudades fundiciones completas en las que se manufacture desde rejas de arado hasta cota de malla? Y es la faceta de la propiedad lo que me interesa del proyecto, para que nadie pueda poner en duda mi integridad senatorial. Que los dueños de las fundiciones sean otros, yo me contento con poseer las ciudades.

Cepio hablaba con tal convicción que Druso (que apenas había oído hablar del proyecto a su cuñado porque casi no le escuchaba) le miró sorprendido.

—Pareces dispuesto a hacerlo —dijo.

—Pues claro. Las ciudades-fundición no son más que una de las cosas en las que pienso invertir mi dinero de Esmirna. Voy a mantener mis inversiones en territorio romano y no en la propia Roma, por lo que no entrará ninguna cantidad de mi dinero en las instituciones financieras de la ciudad. Y yo no creo que el Tesoro sea tan inteligente, ni tenga tiempo, en mirar cómo y cuánto invierto en negocios alejados de Roma —dijo Cepio.

Druso escuchaba atónito.

—¡Quinto Servilio, me dejas de piedra! No pensaba que hilaras tan fino —dijo.

—Ya me imaginé que te quedarías de piedra —replicó Cepio con aire de suficiencia—, aunque debo confesarte que recibí una carta de mi padre antes de morir diciéndome lo que debía hacer —añadió, anulando la sorpresa que había causado—. En Esmirna hay una enorme cantidad de dinero.

—Sí, claro, me lo imagino —comentó Druso con sequedad.

—¡Pero no es el oro de Tolosa! —exclamó Cepio, abriendo las manos—. ¡Es la fortuna de mi madre y la de mi padre! Tuvo la prevención de transferir el caudal antes de que le procesaran, a pesar de las medidas para impedírselo de Norbano, ese
cunnus
engreído, que mandó encarcelarle antes del juicio. A lo largo de los años he ido trayendo a Roma parte del dinero, aunque en cantidades que no llamaran la atención. Por eso, como tú bien sabes, sigo viviendo modestamente.

—Ya lo creo que lo sé —dijo Druso, que desde la condena del viejo Cepio albergaba en su casa al cuñado con su familia—. Sin embargo, hay algo que no acabo de entender. ¿Por qué no dejas tu fortuna en Esmirna?

—No puedo —se apresuró a contestar Cepio—. Mi padre dijo que no estaría perpetuamente segura en Esmirna, ni en ninguna otra ciudad de la provincia de Asia que tenga servicios normales de banca, como es el caso de Cos, o incluso de Rodas. Me explicó que los recaudadores han hecho que las gentes de la provincia odien a Roma y que tarde o temprano se sublevarán.

—Si eso sucediera no tardaríamos en recuperarla —dijo Druso.

—Ya lo sé, pero, entretanto, ¿crees que el oro, la plata y las monedas y valores depositados en ella estarían seguros? Mi padre dijo que lo primero que los revolucionarios harían sería saquear los templos y los bancos —añadió Cepio.

—Seguramente tenía razón —dijo Druso, asintiendo con la cabeza—. Por eso vas a trasladar tu dinero. Pero, ¿por qué a la Galia itálica?

—No todo. Parte de él irá a Campania, parte a Umbría y otra parte a Etruria. Luego, hay ciudades como Massilia, Utica y Gades a las que también trasladaré parte de él. Todo quedará en el Mediterráneo occidental.

—Quinto, ¿por qué no confiesas la verdad, al menos a mí, que soy cuñado tuyo por partida doble? —inquirió Druso un tanto hastiado—. Tu hermana es mi esposa y mi hermana es tu mujer; esos vínculos nos unen indefectiblemente. Al menos a mí, ¡confiésame que es el oro de Tolosa!

—No es el oro de Tolosa —contestó imperturbable Quinto Servilio Cepio.

Qué terquedad, pensó Marco Livio Druso, precediéndole en el jardín peristilo de su casa, la mejor mansión de Roma. Es más terco que una mula. Y hay que verlo… Dueño de quince mil talentos de oro que su padre trasladó en secreto de Hispania a Esmirna hace ocho años, pretextando que había sido robado en el traslado de Tolosa a Narbo, donde quedó aniquilada la cohorte de excelentes tropas romanas que custodiaban los carros, y él tan tranquilo. Y más aún su padre, que debió organizar la matanza. Lo único que les imPorta es su precioso oro. Son Servilios Cepiones, los Midas romanos, incapaces de salir de su sopor intelectual a menos que oigan la palabra ¡oro!

Era el mes de enero del año en que Cneo Cornelio Léntulo y Publio Licinio Craso eran cónsules, y los árboles de loto del jardín de Livio Druso estaban desnudos, si bien el magnífico estanque con estatuas y fuentes obra de Mirón seguía funcionando, gracias a la instalación de agua caliente. A principios de año habían retirado las pinturas de Apeles, Zeuxis, Timantes y otros artistas de los muros de la columnata para guardarlas, al sorprender a dos de las hijas de Cepio pintarrajeándolas con pigmentos que habían hurtado a dos artistas que estaban restaurando los frescos del
atrium
. Las dos niñas habían recibido una buena paliza, pero Druso creyó prudente evitar la tentación y, dado que lo que habían embadurnado era reciente, aún podía arreglarse; pero ¿quién podía saber si no volvería a suceder lo mismo cuando el niño pequeño creciera y fuera más travieso? Las valiosas colecciones de arte era preferible no exponerlas en las casas en que había niños. No creía que Servilia y Servililla volvieran a las andadas, pero habría más hijos.

Por fin había fundado su propia familia, aunque no de la manera que se había propuesto, porque él y Servilia Cepionis no tenían hijos, y dos años antes habían adoptado al hijo pequeño de Tiberio Claudio Nerón, un hombre empobrecido, como casi todas las ramas de los Claudios, quien cedió encantado al niño para que se convirtiera en heredero de la fortuna de Livio Druso. Era más corriente adoptar al hijo mayor de una familia, para que el hogar que lo acogía tuviese la certeza de que era un niño sano, de buen carácter y de inteligencia normal. Pero Servilia Cepionis ansiaba un pequeñín y se empeñó en que fuese un niño de pecho. Por eso, Marco Livio Druso, que había llegado a querer a su esposa profundamente, aunque no hubiera sido así cuando se casaron, no quiso contrariarla. Y aplacó sus recelos con un generoso sacrificio a Mater Matuta, para que la diosa le garantizase que el niño crecería satisfactoriamente.

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