Tigranes era de tez clara, pero de pelo y ojos oscuros. Llevaba el cabello y la barba largos, muy rizados y con hilos de oro. Mitrídates pensaba que tendría aspecto de monarca helenizado, pero su estilo no era helenista, sino parto; por eso llevaba el pelo, la barba y las vestiduras largos. No obstante, afortunadamente hablaba un excelente griego, igual que dos o tres de sus notables. El resto de la corte, como el populacho, hablaba un dialecto medo.
—Incluso en lugares tan partos como Ecbatana y Susa, hablar griego es signo de hombre cultivado —dijo el rey Tigranes mientras tomaban asiento en dos sillones reales a un lado del trono de oro armenio—. No deseo ofenderos sentándome más alto —añadió.
—He venido a requerir un tratado de amistad y alianza con Armenia —dijo Mitrídates.
La conversación discurrió delicadamente para tratarse de dos hombres tan arrogantes y autócratas, indicio de que ambos vislumbraban un cómodo acuerdo. Mitrídates, naturalmente, era el más poderoso, pues no dependía de un soberano y su reino era mucho más extenso, aparte de ser muchísimo más rico.
—Mi padre era muy parecido en muchos aspectos al rey de los partos —dijo Tigranes—. Los hijos que tenía a su lado en Armenia los fue matando uno a uno, y yo me libré porque me habían enviado de rehén a los ocho años con el rey de los partos. Así, cuando mi padre cayó enfermo, no le quedaba más hijo que yo. El consejo armenio negoció con el rey Mitrídates de Partia mi liberación, pero el precio del rescate era muy elevado: setenta valles armenios, todos ellos en la frontera entre Armenia y la Atropatene media, lo que significaba que mi país perdía parte de sus tierras más fértiles. Además, esos valles tenían ríos auríferos, lapislázuli de gran calidad, turquesas y ónice negro. He jurado que Armenia recobrará esos setenta valles y me propongo encontrar un lugar mejor que este frío hoyo de Artaxata para construir otra capital.
—¿No contribuyó Aníbal al diseño de Artaxata? —inquirió Mitrídates.
—Eso dicen —contestó Tigranes escuetamente, para volver al tema de sus sueños imperiales—. Mi ambición es la expansión de Armenia hacia el sur, hacia Egipto, y hasta Cilicia por el oeste. Quiero ganar acceso al Mediterráneo, rutas comerciales, tierras más cálidas para cultivar trigo y que todos mis súbditos hablen el griego. — Se detuvo para humedecerse los labios—. ¿Qué os parece todo eso, Mitrídates?
—Me parece bien, Tigranes —contestó el rey del Ponto—. Os garantizo mi apoyo y mis tropas para que lo consigáis… si me apoyáis cuando avance hacia el oeste para apoderarme de la provincia romana de Asia Menor. Podéis quedaros con Siria, Comagene, Osrhoene, Sofene, Gordiea, Palestina y Nabatea. Yo me quedaré Anatolia, la Cilicia incluida.
Tigranes no se lo pensó dos veces.
—¿Cuándo? —inquirió.
Mitrídates se recostó en la silla.
—Cuando los romanos estén demasiado ocupados para percatarse de nosotros —contestó—. Somos jóvenes, Tigranes, y podemos esperar. Conozco a los romanos y sé que más pronto o más tarde Roma se verá envuelta en una guerra en Occidente o en Africa. En ese momento actuaremos.
Para sellar el pacto, Mitrídates presentó a la hija que había tenido con la difunta Laódice, una muchacha de quince años llamada Cleopatra, y se la ofreció a Tigranes por esposa. Como Armenia aún no tenía reina, Cleopatra ascendería al trono, compromiso de gran importancia, ya que un nieto de Mitrídates sería el heredero del trono de Armenia. Cuando la adolescente de cabello y ojos dorados vio a su futuro esposo, rompió a llorar aterrada por su extraño aspecto, Tigranes hizo una gran concesión para una persona que se ha criado en una cerrada corte oriental de barbas —reales y artificiales— y rizos —auténticos y ficticios—, afeitándose la barba y cortándose el largo cabello. La novia comprobó que, después de todo, era un guapo mozo, puso su mano sobre la de él y le sonrió. Deslumbrado por tanta amabilidad, Tigranes pensó que era un hombre afortunado, quizá la última vez en su vida que sentiría algo semejante a la humildad.
Cayo Mario se alegró sobremanera de encontrar a su esposa y a su hijo con la reducida escolta de Tarsos, y contentos de vivir la vida de pastores nómadas; el pequeño Mario había aprendido bastantes palabras de aquel extraño idioma de los nómadas y había asimilado muy bien el cuidado de las ovejas.
—¡Mira,
tata
! —dijo a su padre, al que había llevado a ver su pequeño rebaño en el sitio en que pastaban. Cogió una piedra y la tiró diestramente a un lado de la oveja que dirigía el rebaño, haciendo que al instante todos los animales dejasen de pastar y se tumbaran obedientes—. ¿Ves? Saben cuál es la señal para tumbarse. ¿Verdad que es estupendo?
—Desde luego —contestó Mario, mirando a su hijo, fuerte, atractivo y tostado por el sol—. Hijo, ¿estás listo para partir?
—¿Partir?
—Tenemos que salir inmediatamente para Tarsos.
El pequeño Mario parpadeó para ahuyentar las lágrimas, miró arrobado a sus ovejas y suspiró.
—Estoy listo,
tata
—respondió.
Julia arrimó su asno al alto caballo capadocio de Mario en cuanto pudo.
—¿No puedes decirme qué es lo que te trae tan preocupado? —inquirió—. ¿Por qué has enviado tan precipitadamente a Morsimos de avanzadilla?
—Ha habido un golpe de estado en Capadocia —contestó Mario—, y el rey Mitrídates ha puesto a su hijo en el trono, con su suegro de regente. El joven rey capadocio ha muerto, sospecho que asesinado por Mitrídates. No obstante, la lástima es que ni Roma ni yo podemos hacer gran cosa.
—¿Viste al rey antes de que muriera?
—No. He visto a Mitrídates.
—¿Estaba en Mazaca? —inquirió Julia, estremecida, mirando su serio rostro—. ¿Cómo lograste huir?
—¿Huir? —replicó Mario, cambiando la grave expresión por un gesto de sorpresa—. No había necesidad de huir, Julia. ¡Mitrídates será el rey de la mitad oriental del mar Euxino pero jamás osaría hacer daño a Cayo Mario!
—Entonces, ¿por qué nos marchamos tan aprisa?
—Para no darle ocasión de lucubrar ideas para hacer daño a Cayo Mario —contestó él sonriente.
—¿Y lo de Morsimos?
—Es algo muy prosaico,
meum mel
En Tarsos hará ahora más calor aún, y le he enviado a que nos encuentre una embarcación para zarpar nada más llegar allí. Pasaremos el verano placenteramente explorando las costas de Cilia y Panfilia y haremos un viaje a las montañas para ver Olba. Ya sé que te llevé a toda prisa por la Tracia seléucida cuando íbamos hacia Tarsos, pero ahora no hay prisa. Eres descendiente de Eneas y es de rigor que saludes a los descendientes de Teucro. Dicen que hay unos lagos maravillosos en el alto Tauro, por encima de Ataleia. Iremos también a verlos, ¿te parece bien?
—¡Ya lo creo!
El programa se realizó en todos sus detalles, y Cayo Mario y su familia no llegaron a Halicarnaso hasta enero, tras recorrer plácidamente unas costas famosas por su belleza. No vieron ningún pirata, ni siquiera en Coracesium, donde Mario se dio el gusto de ascender al espolón en que se asentaba la antigua fortaleza de los piratas para, finalmente, descubrir el modo de tomarla.
Halicarnaso fue para Julia y el pequeño Mario como Roma, y nada más desembarcar se dedicaron a pasear por la ciudad, recobrando el contacto con sus encantos. Mario se sentó a descifrar dos cartas, una de Lucio Cornelio Sila, enviada desde la Hispania Citerior, y otra llegada de Roma de Publio Rutilio Rufo. Cuando Julia entró en el despacho se encontró con un Mario de ceño estremecedor.
—¿Malas noticias? —le preguntó.
El ceño fue sustituido por un parpadeo levemente malicioso y Mario adoptó una expresión inocente.
—Yo no diría que son malas.
—¿Hay alguna buena?
—¡Noticias espléndidas de Lucio Cornelio! Quinto Sertorio ha obtenido la corona de hierba.
—¡Ah, estupendo, Cayo Mario! —exclamó Julia. Tiene sólo veintiocho años… Claro, es un Mario. ¿Por qué se la han concedido? —inquirió Julia sonriente.
—Por evitar la aniquilación de un ejército, naturalmente. Es la única manera de ganar la
corona
obsidionalis
.
—¡No te hagas el listo, Cayo Mario! Sabes a qué me refiero.
—El invierno pasado le enviaron con la legión que manda a Castulo para guarnecer la plaza, apoyado por una legión de Publio Licinio Craso de la Hispania Ulterior. Las tropas de ésta se descontrolaron y los celtíberos asaltaron las defensas de la ciudad. ¡Y nuestro muchacho se cubrió de gloria salvando la ciudad, las dos legiones y ganando la corona de hierba!
—Tendré que escribirle dándole la enhorabuena. ¿Lo sabrá su madre? ¿Crees que él se lo habrá dicho?
—Probablemente no. Es demasiado modesto. Escribe tú a Ria.
—Lo haré. ¿Qué más cuenta Lucio Cornelio?
—Poca cosa —contestó Mario con un gruñido—. Que no está contento. ¡Pero es que nunca lo está! Sus elogios a Quinto Sertorio son generosos, pero creo que habría preferido ganar él la corona de hierba. Tito Didio no le da mando en el campo de batalla.
—¡Oh, pobre Lucio Cornelio! ¿Y por qué no?
—Porque es demasiado valioso —contestó Mario, lacónico—. Es un planificador nato.
—¿Dice algo de la esposa germana de Quinto Sertorio?
—Sí. Está viviendo con el niño en una gran ciudad celtibérica fortificada que se llama Osca.
—¿Y su propia esposa germana, la que tuvo gemelos?
—Vete a saber —contestó Mario, encogiéndose de hombros—. Nunca habla de ellos.
Se hizo un breve silencio y Julia miró por la ventana.
—Ojalá hablase de ellos —dijo por fin Julia—. En cierto modo, encuentro algo raro que no lo haga. Ya sé que no son romanos y que probablemente no podrá traerlos a Roma. ¡Pero estoy segura de que les tiene cariño!
Mario optó por no contestar.
—La carta de Publio Rutilio es extensa y llena de novedades —dijo provocador.
—¿Que yo puedo escuchar?
—¡Ya lo creo! —contestó Mario, conteniendo la risa—. Sobre todo la conclusión.
—¡Pues léela, Cayo Mario, léela!
Saludos de Roma, Cayo Mario. Te escribo ésta en Año Nuevo, después de recibir promesa de un rápido trayecto para ella nada menos que por boca de Quinto Granios de Puteoli. Espero que te halle en Halicarnaso, pero si no es así, ya te llegará.
Te alegrará saber que Quinto Mucio conjuró las amenazas de procesamiento, en gran medida gracias a su elocuencia en el Senado y a los discursos de apoyo de su primo Craso Orator y del mismísimo Escauro, príncipe del Senado, quien está totalmente de acuerdo con lo que hemos hecho Quinto Mucio y yo en la provincia de Asia. Como era de esperar, fue más difícil tratar con el Tesoro que con los
publicani
. Si a un hombre de negocios romano le reconoces lo suyo, siempre se impone el sentido comercial, y en nuestras disposiciones para la provincia de Asia se ha impuesto ante todo el sentido comercial. Fueron sobre todo los coleccionistas de arte los que más pusieron el grito en el cielo, en particular Sexto Perquitieno. La estatua de Alejandro que se llevó de Pérgamo ha desaparecido misteriosamente de su peristilo, quizá porque Escauro, príncipe del Senado, le concedió especial relieve en su discurso ante la Cámara. En cualquier caso, el Tesoro cedió por fin, a regañadientes, y los censores anularon las contratas de Asia. A partir de ahora, los impuestos de la provincia de Asia se basarán en las cifras que calculamos Quinto Mucio y yo. De todos modos, no quiero darte la impresión de que todo ha quedado olvidado, ni aun en el caso de los
publicani
. Una provincia bien administrada es difícil de explotar, y entre esos recaudadores hay muchos que querrían seguir explotando la provincia de Asia. El Senado ha acordado enviar hombres más distinguidos para su gobierno, y eso impedirá que los publicani se impongan.
Tenemos nuevos cónsules. Nada menos que Lucio Licinio Craso Orator y mi querido Quinto Mucio Escévola. Nuestro pretor urbano es Lucio Julio César, que ha sustituido a un extraordinario hombre nuevo, Marco Herenio. Nunca he visto a nadie que tenga más atractivo para los electores que ese Marco Herenio, aunque no acabo de entender por qué. La cuestión es que basta con que le vean y comienzan a votarle a gritos. Un hecho que no gustó nada a aquel rastrero monumental que tuviste a tu servicio cuando era tribuno de la plebe, me refiero a Lucio Marco Filipo. Cuando se hizo el recuento de votos para pretor, hace un año, Herenio figuraba en cabeza y Filipo en cola. Quiero decir de los seis nombrados. ¡Habrías debido oír los quejidos y gimoteos! Los de este año apenas tienen interés. El año pasado el praetor peregrinus, Cayo Haco, llamó la atención sobre su persona dando plena ciudadanía romana a una sacerdotisa de Ceres en Velia, una tal Califana. Toda Roma ansía saber por qué, pero es de imaginar.
Los censores Antonio Orator y Lucio Haco han concluido la concesión de contratas (complicada por las actividades de dos personas en la provincia de Asia, que hizo que se retrasasen bastante) y han hecho un escrutinio en los rollos senatoriales sin hallar ningún culpable, e igual resultado entre los caballeros. Ahora están poniendo en marcha un censo completo del pueblo romano en todo el orbe, dicen, y afirman que nadie escapará a sus redes.
Con tan loable propósito han alzado una caseta en el Campo de Marte para ir confeccionando el de Roma. Para cubrir Italia, han reunido una fuerza defuncionarios, asombrosamente bien organizada, cuyo cometido es recorrer todas las ciudades de la península para establecer el censo correspondiente. Yo lo apruebo, aunque hay muchos que no, y dicen que basta con el antiguo método de que los ciudadanos rurales se inscriban a través de los duumviri de su municipio y los de provincias a través del gobernador. Pero Antonio y Haco insisten en que su sistema es mejor, y lo es. Tengo entendido, sin embargo, que los ciudadanos residentes en provincias tendrán que seguir inscribiéndose a través de los gobernadores. Naturalmente, los chapados a la antigua dicen que el resultado será el mismo, como lo es siempre.
Y unas cuantas noticias de provincias, ya que, como estás en ese apartado rincón del mundo, no las sabrás. Antíoco VIII de Siria, llamado Gripo Nariz Ganchuda, ha sido asesinado por… no sé si su primo, su tío o su hermanastro, Antíoco IX, llamado Ciziceno. Tras lo cual, la esposa de Gripo, Cleopatra Selene de Egipto, se apresuró a casarse con el asesino de su esposo, el tal Ciziceno. ¿Lloraría mucho entre la viudez y su nueva boda? No obstante, esta noticia significa al menos que de momento en la Siria del norte gobierna un solo rey.